«Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amo la vida, y entonces comprende, como están de ausentes las cosas queridas.

Por eso muchacha, no partas ahora soñando el regreso, que el amor es simple y a las simples cosas, las devora el tiempo…»

Armando Tejada Gómez

No sé por qué, pero ese día de regreso a casa cambie de camino. Fue como un impulso por desandar veinte largos años y encausarme en la ruta de mi antigua vida…quise volver a mi casa, a mi vieja casa que ya no era mía.

No sé si fue el agobio en la oficina, pero lo cierto es que caminé hasta el estacionamiento, me subí al auto y en ese momento en que la luz del día te encandila después de la penumbra, en una exaltación que fue suspiro depurativo, se me borraron dos décadas de mi vida. Y supe, en ese instante, cual era mi único camino de regreso a casa, a mi vieja casa del Pasaje Jacarandá donde había vivido hacía tiempo ya.

La casa tenía un pequeño patio en la entrada. Lo llenamos de malvones rojos y una rosa china que se abrazaba a las rejas; y en la puerta de pinotea de la entrada, colocamos una aldaba con una manito de bronce que nos regaló mi padre cuando nos mudamos. Recién nos fuimos a vivir allí el día que volvimos de la luna de miel.

Terminamos de pintarla entre los dos durante los fines de semana que siguieron, colgamos en los ventanales cortinas claras, pusimos cuadros en las paredes viejas que eran explosiones de colores y llenamos de portarretratos con fotos de nosotros en el mueble del comedor.

Recuerdo los sonidos de la casa, el crujido de los pisos de listones de pinotea, la acústica de esos techos altos de bovedillas, la música de los 90 sonaba de maravillas entre esas paredes. Es que no solo eran paredes, no solo era una casa, era nuestro hogar.

La mesa del comedor siempre estaba cubierta de libros de sociología y cuadernos con apuntes de la facultad. Entonces cuando llegaba la hora de tender la mesa, se corrían los libros y papeles, se tendía un mantel a cuadros, dos platos y entre bocado y bocado, hablábamos y hablábamos…

En menos de un año, llego Candela a nuestras vidas. Y sobre la mesa, donde antes había libros y apuntes, ahora apoyábamos el moisés a nuestro lado y mientras comíamos la mirábamos embelesados.

Candela trajo su propia música a la casa, sonajeros, un dinosaurio de peluche que le tocabas la patita y cantaba, la tele con los dibujitos. Y con el tiempo, un triciclo amarillo con una bocina chillona que hacía sonar en la vereda despertando de la modorra a los vecinos.

Candela había nacido con muy poquito pelo, casi una pelusita y tampoco le crecía demasiado en los primeros años. Es por eso por lo que siempre perdía hebillas y cintas que no tenían de donde agarrarse.

Un día, recuerdo, iba y venía con su triciclo por la vereda y su lazo de raso rojo que llevaba amarrado de una trencita, se le voló con una ráfaga de viento. La cinta quedo enganchada de una rama del tilo y entonces ella, desde ese día cuando le preguntaban donde vivía, decía – «Vivo ahí, en la casa que tiene en la puerta el árbol de la cinta roja»

Entre tanto recuerdo, ya pasé el transito engorroso del centro y voy entrando al barrio. Casi no lo reconozco, la plaza donde jugaba Cande en el arenero está ahora enrejada y no esta mas la calesita. Doblo en el semáforo y en la esquina donde estaba la heladería, ahora hay un Café Martínez con mesas en la vereda; me pregunto que habrá sido del viejo heladero que vendía con orgullo el mejor sabayón del barrio.

Me voy acercando a mi antigua casa, me da ansiedad y siento un cosquilleo en el estómago, aminoro la velocidad y allí, allí es. Me detengo abstraída del mundo y de sus ruidos, intento reencontrarme con mi lugar, con mi vida, pero no puedo.

Los actuales dueños pintaron el frente algo más oscuro y ya no es la misma, incluso me parece mucho más chica de como la imaginaba. Los ventanales que abríamos de par en par, para que el aire y el sol entre a bocanadas, están cerrados con postigos herméticos. Tampoco la rosa china se abraza entre las rejas y el triciclo de Candela ya no interrumpe la siesta de nadie.

Con el trago amargo de las ausencias, respiro hondo y miro al cielo. Entonces, en ese aire viene a mí el perfume tibio del tilo que sigue allí. El viejo árbol que ya está inmenso y fue testigo de aquellos años en los que ame la vida como nunca.

Lo miro y en sus ramas me reencuentro con mi pasado. Es tan fuerte, tan lindo, tan mío…tanto que allá lejos, en la misma rama que después de los años casi toca el cielo, flamea abrazada entre las hojas, la cinta roja de mi dulce Candela…me estaba esperando

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