Un hospedaje hecho con adoquines

Un hospedaje hecho con adoquines

Aidaly Ochoa B.

15/12/2020

Recuerdo aquella vez en que las calles de Barcelona me pertenecieron. Me parece increíble que sea aún el año que transcurre. Las mejores lecciones se aprenden cuando no tienes nada más que perder. Llegué a la ciudad con sueños de grandeza y éxitos, y los obtuve, por algún tiempo. Pero ningún país estaba preparado para lo que se venía, yo pasé de tener una habitación acomodada y un trabajo estable a ser desempleada, tuve que arreglármelas para mantener un alquiler que ya no podía pagar. Así volvió mi faceta de nómada, de casa en casa pidiendo asilo y ayuda, pero hay una buena frase que decía mucho mi madre y es muy cierta: «el muerto a los tres días apesta». Al cabo de unos meses volví a mis inicios, cuando llegué a Barcelona con nada más que una maleta, los bolsillos vacíos y un ansia de comenzar una nueva vida, solo que esta vez no había espacio para sueños sino para deudas y desesperanza. 

El día que oficialmente me alojé entre las aceras y los adoquines de la ciudad, no podía creerlo, no asimilaba nada aún. Podría haberme echado a llorar, pero mi mente no procesaba nada, iba en piloto automático por las avenidas, mascarilla puesta y maletas en mano, las pocas personas que transitaban en medio de un estado de alarma me observaban curiosas, pensarían seguramente a quién se le ocurriría ponerse a viajar en una situación así, pero ninguna conocía la mía, yo no tenía ninguna opción viable para escapar de la calle. Temía por la noche que se avecinaba, temía de nuevo la soledad y la incertidumbre de la fría negrura que visualizaba en mi futuro. Era tan oscuro que no podía diferenciar nada entre tanto caos.

Entendía a los señores que iban con sus carritos recolectando objetos usados, miraba a los ojos de los que me pedían dinero, y sin hablarles ellos comprendían que tampoco tenía nada para ellos. Obtuve ayuda de las personas menos esperadas para mí, se sorprenderían de saber quiénes alargan su mano para ayudar y darse cuenta de que son las menos esperadas. Lo sorprendente es que jamás pedí ayuda a nadie, solo iban llegando buenos corazones que se compadecían de mí, que me miraban fijamente y se daban cuenta de que mi alma lloraba pidiendo a gritos que todo se acabara. Pero en situaciones así no hay escapatoria posible, yo lo sabía, vivir 19 años en Venezuela bastaron para que lo aprendiera bien. Cuando no tienes nada, comienzas a descubrir el valor de todo. Cualquier cosa era valiosa, hasta el último grano de arroz era una bendición, la cobija más pequeña era un preciado regalo.

Incluso encontré el valor del desapego material, al no poseer nada era dueña de todo, era extraño pero sentía la libertad que existe cuando no perteneces a ningún lado, porque yo no era de ningún sitio, no tenía a nadie y nadie me tenía a mí. Por un tiempo me desprendí hasta de mi nombre, ya no sabía quien era, y no importaba tampoco. Cuando estás en una situación similar eres consciente de que tu valor se mide por lo que tienes, el mundo ha sido siempre así, no importa lo que sabes, sientes ni piensas, tu identidad se sustituye por una gran nada, y pasas a ser parte de algo muy grande, la exclusión. Tu techo es el cielo y las estrellas son tus únicas luces. Te quedas sin ambiciones, solo puedes pensar en qué comerás y dónde dormirás, cómo huir de la ley del más fuerte…

Pasé noches enteras sin dormir, estaba alerta a cada segundo, porque cada instante que pasaba podía empeorar. Yo me sentía en el limbo, de repente me encontré en un bucle del cual no veía salida, veía cómo me observaban y deseaba con todas mis fuerzas ser invisible, ser de aire, poder volar. Cualquier cosa que lo hiciera todo menos real.

No tenía fuerzas ni para maldecir mi suerte,

No tenía voz

No podía respirar y me ahogaba en mis lágrimas

El nudo de mi garganta amenazaba con ahorcarme.

Me volví un cadáver andante que no conseguía su tumba nunca, porque no hallaba jamás su final.

Aún así, sería injusto decir que no existe gente buena por la calle, hay un montón de almas bondadosas, aunque sea difícil de creer. Yo las vi, estuvieron allí. Recuerdo una noche que me había conseguido algo para comer, y de camino por la rambla, un chico más o menos de mi edad me pidió una moneda. Yo pude leer en sus ojos que él necesitaba desesperadamente más ayuda que yo. Le di la bolsa sin pensar, hable con el unos segundos y me fui. Jamás olvidaré su rostro.

Hasta que un día, cuando menos lo esperaba, una oportunidad.

Volvía a trabajar.

Pensaba mil cosas, cómo mantener un trabajo cuando no tienes un hogar, cómo reconstruir mi cara que no se animaba a sonreír y pretender que era una más, pero tenía dentro de mí una certeza, sabía que pronto se acabaría el suplicio, iba a volver a tener una casa, un techo, un escondite donde ocultarme de los horrores del mundo.

Y así fue, me las arreglé para coger mis fragmentos y forjar una armadura que me ayudara a sobrevivir nuevamente. Cuando llegó la calma, también lo hizo la incertidumbre, el desasosiego, la inseguridad de no tener nada a largo plazo, el miedo a volver a perder. De nuevo tenía una identidad, era una persona otra vez, o eso creía. La verdad tuve mucha suerte, y evidentemente no volví a ser la misma desde entonces. Todas las lecciones que aprendes son experiencias para la vida, ya no vuelves a caer tan fuerte, ya no es tan hondo el pozo una vez sales de él.

A veces me despierto y no recuerdo donde estoy, o tengo pesadillas que me traen los flashbacks del pasado, pero son solo fantasmas a los que no dejaré paso. Porque, ¿qué puede asustarte una vez que has vivido ya en el infierno?

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