La calle de los paseos

La calle de los paseos

Mientras el reloj se demoraba en marcar la hora del paseo, Lucía recorría las emisoras de radio escuchando las noticias y los titulares de prensa. “La mitad de los españoles teme perder el empleo por la crisis”, “Italia, con 3.405 muertos, ya supera a China en fallecidos”, “…venga a la agencia negociadora del alquiler”.

En la calle corría una brisa extraña que caminaba a su lado, empujándola con delicadeza. Se sentía una privilegiada al poder cerrar la puerta de casa y sacar a su perro mientras los demás se tenían que limitar a observar el cielo desde sus ventanas.

Lucía necesitaba ver los árboles, comprobar si surgían los primeros brotes de la primavera en la calle Castillo de Coca, un espacio con centenares de metros de paseo ajardinado a lo largo de la acera de edificios mudos. Necesitaba palpar la naturaleza en constante cambio, la amable, la de cada día, “dánosle hoy, sobre todo hoy”, susurró, porque David le había dicho que no regresaba a casa, que se confinaba solo.

No podía creerlo, pero ya habían pasado suficientes días para sufrir su ausencia. Las calles estaban vacías, las tiendas cerradas, apenas circulaban coches y a las ocho de la tarde, el autobús hacía sonar su claxon para coincidir con los aplausos que animaban el barrio adornado con dibujos de arco iris en las ventanas.

“El gobierno cede y pacta una prórroga de quince días del estado de alarma”. “Caída histórica de las emisiones de CO2 por el confinamiento”

La primavera avanzaba ajena a la situación y mostraba el renacer de los árboles, la floración de la vinca trepadora y por fin, de los rosales. Observaba cada día los pájaros que iban invadiendo los jardines y picoteaban los lugares que antes eran de la gente. También a ella le había cambiado la vida, encerrada en casa, enganchada a su ordenador y sin vida social.

Las pocas personas que se cruzaba por la calle guardaban las distancias, apenas un saludo con los perros bien atados, el suyo gruñendo como su estómago, porque recordaba la última discusión con David, que la mantenía en una soledad no deseada a los cuarenta.

Nadie en el parque infantil, nadie en el de ejercicios para estiramientos, limitados por bandas rojas y blancas. La fuente de agua inutilizada, las papeleras vacías, incompletas, sin sentido.

Soltaba al perro que corría aliviado frente al hotel, cerrado a cal y canto, la caseta del guarda polaco que no sabía leer ni escribir, la peluquería con la persiana echada, el escaparate a oscuras de su amiga Sara, dueña de la agencia de viajes, que le había confesado que esto sería su ruina.

Pensaba que en cuanto viera a alguien, tendría que atarlo. La distancia era para todos. La de David se agrandaba con los días. Presentía que todo se iba a romper y la soledad le pesaba como un rascacielos habitado.

A lo lejos veía a la señora Francisca con su chihuahua. Apenas un saludo a dos metros: “¿Todo bien?, No, no, mi marido está ingresado. Vamos a ver cómo evoluciona. ¡Cuánto lo siento! ¡Cuídese mucho y si necesita algo…! ¡Nada hija, que vuelva, no pido nada más!”

Lucía regresaba a casa antes de las ocho. Necesitaba compartir los aplausos con sus vecinos y se emocionaba ante esa situación extraña que transformaba a la gente en soberanos de castillos sitiados por enemigos invisibles. ¿Cómo podría llegarles un mensajero?

Todos los días abría la ventana y sonreía a los rostros que se asomaban apenas al balcón para regresar al encierro de bombas radiofónicas y noticias amenazadoras en la televisión. 

Así hasta el veintiuno de junio.

Ese día salió a la calle como si fuera un domingo de resurrección o el día en que se abrió la veda. La calle se llenó de niños en bicicletas, riadas de jóvenes corriendo y haciendo ejercicio, gente mayor caminando.

Se mantenían las distancias, apenas se hablaba en la calle de los paseos, todos encerrados en sus particulares almenas y Lucía trataba de adivinar si existía alguna sonrisa bajo las mascarillas, esos uniformes defensivos.

La señora Francisca seguía paseando sola a su chihuahua. No se atrevió a preguntar y trató de adivinar la situación por la expresión de su mirada.

Regresaron los del botellón del fin de semana dejando sus rastros en los jardines, pero David seguía ausente. Le hubiera gustado volver a sentirse amada, salir juntos a pasear al perro bajo los árboles llenos de vida.

En su paseo diario por la calle Castillo de Coca, acaba de conocer a un paseante que todos los días sale a su encuentro, es de Noruega y se llama Aron. Dice que necesita recuperar la normalidad, como ella y que ya ha ordenado todo lo que hay que ordenar. Hace tiempo que a David se lo tragó el aislamiento.

“El Gobierno prevé tener 80 millones de dosis y garantiza que los centros de salud están capacitados”. Lucía se pone el abrigo para su paseo diario. Después de meses solitarios, un mensajero trepó a su torre y ahora todo es un tiempo de espera.

Ahora camina diseñando estrategias de regreso por si viene un guardia a preguntarle si no está demasiado lejos de casa. Se arriesga un poquito más cada día en campo abierto. El nuevo confinamiento se hace duro, como el frío de enero o como los dolores que se repiten, pero hay vacunas en el horizonte y sabe que, desde alguna ventana, él la observa.

Aron baja la bolsa de la basura y da la vuelta a la manzana para estirar las piernas. Lucía lo espera cerca del parque infantil. Sabe que vendrá, sí, se acerca. Hablan protegidos por la sombra de un pino un poco más cerca: ¿cómo estás, cómo lo llevas?. Ella afirma sonriendo que bien y miente, porque desea que todos los días, a la misma hora, siga viniendo al encuentro.

Y solo queda esperar y resistir y nada más.

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