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Lo que uno vive en el pueblo, se lleva para toda la vida consigo.
El mío era chiquitito. Es decir, muy pequeño. Menos de 800 habitantes.
Tenía calles de tierra y tardes soleadas de viento bajo cientos de eucaliptos. O eucaliptus. Qué árboles grandes, ¿no? Decía mi mamá que un viejito, Pocho, empleado municipal, también portero de la escuela, los había plantado a mediados de la década del cincuenta. Faltaba sombra para dar batalla a los veranos abrasadores: Pocho se hizo cargo.
Yo no dejaba mucho la casa. Leía mucho, también dibujaba. Vivía casi encerrado, renegaba papá. Pero sin pandemia, ja. Mi salida se daba para ir a la escuela o cuando íbamos seguido con má al cementerio a llevar flores para mi abuelo, que había sido un tano bien grandote. Falleció antes que yo naciera, saben, arriba del camión. Sí, mientras estaba por salir a trabajar. Tenía setenta y siete, pero le gustaba el ‘lavoro’. El corazón le dijo basta. Así decía la abu.
Sábados y miércoles pasábamos a buscar a la abuela, por su casa grande, frente a la plaza. El aroma a pan casero se mezclaba siempre con el de las hojitas de eucaliptos/tus dentro de la latita con agua, encima de ese calentador encendido los 365 días del año. Nunca supe para qué.
El camino al sepulcro era largo. Un par de km. En un pueblo como el nuestro, dos cuadras ya es mucho. El polvillo, cof, se nos metía a mí y mi hermano menor en los pies mientras pateábamos piedritas. Cof… en los pulmones también. En tanto, mamá charlaba con la abu. Caminaban amarradas del brazo. Para mí no era raro. El amor entre ellas, digo.
¿Saben lo que abundaba en el trayecto? Les doy una pista: son muchos, y altos, y no se pueden mover… estee, tienen hojas muy verdes. ¡Sí!, adivinaron… Eucaliptos/tus. Los de don Pocho. Esos que regó y cuidó hasta el último día de su vida. Pobrecito. Ah, también había olmos y caldenes.
Má cebaba mates y la abu cargaba una bolsa con pan casero. Nos convidaba de a trozos. ¡Qué rico era! Ojo, a veces hacía tortas fritas, tan o más deliciosas; pero en su casa… mi tío, que tenía cincuenta años y vivía con ella, se las comía a todas-toditas muy rápido. Era goloso Carlos. Mamá refunfuñaba que era muy mentirosillo.
Al llegar al cementerio, ellas dos se persignaban. Yo las imitaba, y mi hermano a mí. Luego de ello era que recién atravesaban la puerta principal. A ver, algo así como lo que hacía la gente al pasar frente a la iglesia. Yo sabía de ese señor, Dios, pero no entendía porque no se dejaba ver. Tampoco porque nunca contestaba cuando le hablaban. En mi opinión era algo maleducado, que quieren que les diga. Sin embargo, para má y la abu era algo «sagrado», decían.
Nosotros dos, que veníamos durante el trayecto cargando las flores, tratando de no romperlas para evitar nos reten, se las entregábamos en mano mientras ellas apoyaban el mate y la bolsa con pan en un banco blanco de cemento. El de la pata quebrada, pero que estaba bajo sombra.
El aroma de las hojas de eucaliptos/tus inundaba todo el predio. Ajá. Don Pocho. Sí, él también había trabajado por estos lares. Mientras mamá y la abuela iban a paso lento hacia la tumba del abu, mi hermano y yo nos dirigíamos a toda marcha a la bomba de agua. Allí nos divertíamos un rato, al lado del pozo, llenando los recipientes que contenían las flores que ellas dejaban. No sabía lo que era bombear hasta que conocí este sitio. Fue bueno que má nos haya hecho descubrir el cementerio, oh si.
Una vez que llevábamos las vasijas, ellas colocaban las calas, violetas y claveles. Agregaban las manzanillas silvestres que con mi hermano tomábamos del alambrado lateral. Luego lloraban un rato, mientras rezaban al señor que no responde nunca. Era entonces cuando mi hermano me tironeaba para que vayamos a jugar debajo del único pino que había allí.
De a poquito nos íbamos alejando. Cuando el sonido del canto de los pájaros era mucho más audible que las voces en lamento de má & abu, sabíamos que correr era seguro. ¡De lleno al pino!
No piensen mal de nosotros. Nunca conocimos al lelo. La muerte nos era indiferente. Sí, nos dolía que mamá y abuelita llorasen tanto, pero ustedes saben que cuando algo es habitual, aunque sea duro, no duele tanto. En tanto, con mi hermano nos arrojábamos con fuerza las piñas que llenaban el suelo debajo del pino. Este no creo que lo haya plantado Pocho, como ya saben, él era de los eucaliptos/tus.
Luego de un tiempo, que siempre me parecía muy poco, má nos pegaba el grito. Era hora de volver al pueblo. Volvíamos transpirados pero contentos de tanto jugar. Ellas ya no tenían los ojos brillosos. Y sonreían al vernos.
El agua del mate ya fría, y quedaba poco del pan. Sin embargo, tenía la sensación recurrente: siempre volvíamos felices los cuatro. Quizás en la vuelta había más silencio, quiero significar, mami y abu ya no hablaban tanto. Pero nos miraban más y se reían de nuestras travesuras, ya sea patear piedritas o jugar a la mancha.
Abuelita quedaba en su casa. Para esa hora la fragancia a eucaliptos-tus era fuerte, porque el tío no le agregaba agua a la latita y el calentador encendido, que era a querosene, no detenía su afán por evaporarla completamente.
Abu nos acompañaba afuera, y nos quedaba observando mientras elevaba su mano en saludo mientras se acomoda sus anteojos, antes de entrar de nuevo a la casona.
Seguíamos los tres para casa. Hacia mi confinamiento amado. Cruzábamos las vías del tren a saltitos. Má tenía sus sandalias llenas de tierra. Nosotros, je, sucios hasta la médula. La noche se acercaba para abrazar al pueblo. Mientras la brisa se levantaba, mami entraba pensando en qué cocinar a papá para cuando éste regrese del trabajo…
Entonces, con mi hermano, marchamos a jugar a la pelota en la galería. Más tarde, exhaustos, antes de la ducha, nos sentábamos mirando al cielo ahora oscuro… bajo otro enorme «Pocho-eucaliptos/tus».
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