Historia casi en prosa

Historia casi en prosa


» ¿De dónde venía yo cuando me encontraste?,

preguntó el niño a su madre». 

                                                         R. Tagore

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Érase una vez un niño que había dejado de sonreír y de jugar, desde hacía algún tiempo. Y no porque viviera en una casa vieja y casi azul, como decían sus amigos. Ni tampoco porque su padre no fuera nunca a buscarlo a la escuela, ni lo abrazara, ni le regalara una gorra nueva, que cuando fuera a cogerla, se la quitara con un engaño divertido, para luego entregársela y volverle a dar un abrazo distinto; porque ese abrazo, era el que llevaba seguramente, el beso. Así era, lo había visto una vez.

Decía el jardinero que vive casi enfrente, en la casa vieja y pintada de azul, reciente; que un día, cayó en la cuenta que no veía en el jardín, a la madre del chico, desde hacía ya algún tiempo, y que no preguntaba al respecto, porque a su hija le molestaba ver a «esa mujer», cantándole siempre a las flores  rotas. «Está loca», pregonaba en voz alta a sus vecinas de risas entusiasmadas, cortantes y angostas. Cuando su nieta le decía adiós al niño triste, la regañaba y le decía en tono serio, que era feo saludar a un niño que no tenía un padre que lo visitara, aunque fuera un ratito en la semana. «Por algo será», murmuraba.

Un día que paseaba por la acera, frente a su casa, lo vi sentado en la mesa del portal. Largo rato contemplé al niño triste. Miraba fijamente algo que estaba sobre un mantel de  flores muy gastadas. Seguramente era un libro. Entonces alguien llamó desde dentro de la casa, con una voz baja e indecisa. Me acerqué al portal, y una hoja blanca sació mi curiosidad. Entonces la hoja al  quedar sola, aprovechó el descuido y se elevó en el aire «qual piuma al vento». 

La puerta quedó entreabierta. Contemplaba silenciosa, el folio que se marchaba. Mientras el sol la ayudaba, alumbrando sin clemencia los sorprendidos rincones. Las sombras se atropellaban en su huida, como cuando las aves se asustan, se alejan, y nos lanzan desde el cielo sus graznidos majaderos, así lo hicieron. Sus rayos se disfrazaron de gemas desperdigadas. Grande fue mi sorpresa, las gemas sólo llegaron hasta el borde del portal, rozando sólo su orilla. Quedaba su casa a oscuras. Sólo hasta allí llegaban la ilusión de la mañana, el brillante azul celeste, y los parlanchines gorriones; quedando sólo la casa sin pájaros y sin flores.

La hoja siguió volando, se alejaba apresurada de aquella casa marchita, de ventanas que guardaban, como si fueran tesoros, sus tiestos de secos oros.

Corrí detrás de la hoja, como si fuera a la guerra, y yo fuera la bandera …

«La bandera de los versos asonantes,

Que luchaban letra a letra,

Con las manos agarradas de las rimas humilladas:

¡Que no encierren al poema!, repetían.

¡Que lo dejen siempre libre!,

Bramaron las distintas bocas.

Mientras la tela flotaba, hacia todas partes, sola …»

Aquel papel parecía una perdiz, clara como una nube que se desprende del agua de las tormentas oscuras. Mis fuertes dedos de galgo no erraron, alcanzaron con un salto, su claro vuelo agitado. Mas no se revolvió furiosa con mi rudo abrazo. Quedó en silencio, sorprendida. Llevaba dibujadas  palabras sueltas, escritas sobre sus plumas, que quedaron protegidas de inmediato, entre mi pecho y mi espada rota.

Retorné sobre mis pasos, fui por el mismo camino, de jacintos y de olivos, con las mismas sombras grises descansando en los rellanos, y con la suave perdiz como un bálsamo en mis manos.

Penetré en la tarde del portal. No estaba el niño. A través de la ventana, entró mi mirada curiosa y se detuvo en unas manos enlazadas, muy hermosas. Unas salían de un nido, débiles, temblorosas, que apretaban con sus dedos, otras manos nuevas, tristes, imberbes, temerosas.

Dejé el folio en la mesa del portal, entonces brilló el poema, cuando pretendí marcharme, la tinta logró manchar mis manos, con la humedad de sus letras. Mis ojos entrometidos leyeron lo que había escrito:

Lo dejé sobre la mesa del mantel. Una lágrima esperaba paciente en mi mejilla. Por fin el viento le anima a bajar y a romper contra mi boca, dejando un sendero de sal, mostrándoselo a las otras.

De la hoja saltó al vacío un gemido.  Ella levantó su mirada amable. Entonces la vio volar. Escuché yo un triste trino, que llegó hasta mí. Y rápido se volvió a posar, en la suave mano del niño, su pequeña mano. Seguro cálida, húmeda, silenciosa, como la perdiz.

No se defendió. Nunca quiso huir de las tardes sin gorriones del portal. Y se dejó atrapar. 

Entonces ella acercó sus labios secos, a la frente humedecida. …

Bebió en el beso …

Sació su sed …

Y se quedó …, 

profundamente … dormida. 

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