El centro neutral de toda ciudad, donde vienen y van personas que no se conocen, o pueden conocerse de vista, o tal vez familiares y amigos que por un motivo independiente se encuentran por casualidad son las cuatro esquinas que posee la plaza principal.
Donde se concentran los lugares de ocio, de compras y hasta donde se encuentra la iglesia a la que todos los domingos la gente va al encuentro de su fe.
Cuando llegó el mes de marzo todo transitaba con normalidad, los saludos, las charlas entre los habitantes de aquella ciudad pequeña, las bolsas con alimentos, algún regalo en sus manos, algunas bicicletas con rueditas de pequeños que todavía no se animaban a andar sin ellas, era algo que sucedía diariamente.
Un virus venido desde lejos, desde el otro lado del mundo que arrasó por cada continente había llegado a las cuatro esquinas de ésta ciudad que no hacia mucho era sólo un pueblo.
Poco a poco la calma con algunos interrogantes fue cubriendo aquel corazón de la ciudad que dejaba de latir un poco cada día.
Los pasos dejaron de pisar, el bullicio se había escondido en cada rincón de las casas de los habitantes. La plaza, aquella que era un punto de encuentro, había quedado tiesa y vacía como una postal de invierno.
Todos tenían miedo, todos tenían preguntas, pero el lugar mas desconcertado de aquella quietud eran las cuatro esquinas.
Dicen que la ausencia de nosotros los seres racionales en aquellos lugares de naturaleza viva que estuvo en agonía por mucho mas tiempo que nuestra propia vida, aquellos lugares empezaron a renacer.
¿Cómo sería posible que la ausencia de quienes nos pensamos indispensables para éste planeta pudieran valerse por sí solos y alcanzar su máxima pureza y color? ¿Acaso nosotros seres racionales, que hemos labrado cada cm³ de su existencia pudiera valerse por si mismo y convertir a aquella postal tiesa de invierno en la portada mas bella de la naturaleza, arboles frondosos y florido color? El oxigeno ya era liviano y limpio por el desolado humano que ya no se concentró en cada uno de su rincón.
La quietud se hizo costumbre, la soledad dueña mañana, tarde y noche. Los pequeños grupos que no podían ni acercarse entre ellos eran esporádicos y con un rumbo definido que sólo convertían un camino de paso por las cuatro esquinas.
Meses en los que nada había vuelto a ser aquello por lo cual existía ese cuadrado rodeado de lugares que hoy permanecían vacíos. La flora y la pequeña fauna se apoderó de todo lugar, de esas porciones de tierra que ya habían dejado de ser marcadas con huellas.
Aquellos en los que el pasto no crecía por el continuo desgaste de los roces de calzados, bicicletas, juguetes y demás.
Y un día todo volvería a la normalidad, no se sabría por cuanto tiempo, pero los seres racionales comenzaron a salir de sus espacios cerrados, uno tras de otros, unos al lado del otro como hormigas obreras que salen en cantidad masiva sin rumbo para volver a sus cubículos no a permanecer tanto tiempo como hasta ahora sino para que nuevamente sea un lugar de descanso de transito.
La naturaleza había tenido su tiempo de descanso, de pausa, de pureza. Algo había cambiado, las relaciones humanas habían cambiado, pero sólo las cuatro esquinas volverían a ser aquello
que un día fueron, el corazón de una ciudad renacida.
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