Chalo contuvo un instante la respiración mientras raspaba la palma de sus manos con las uñas. Había esperado ese momento casi toda la semana; y las voces en su cabecita habían de acompañar el silencio de la mareada tarde.
Estaba a su costado, un poco confundida con la mirada sosegada, algo apagada. «Es el calor» pensó, cuando bruscamente sus mejillas sonrojaron, como si alguien la hubiese golpeado. Siguieron caminando, algo distantes, hacia la Av. Urubamba que daba de frente a su casa. Chalo imaginó que al llegar al filo de la esquina se perdería la calma del momento, sabía que podía ser invadida. No esperó y dijo rápido:

— ¿Quieres estar conmigo?

Entonces, echaron chispas sus trenzas bien amarradas y desprendió una mueca que advertía un golpe en su cara, pero no hizo nada más que hacer adiós con su mano.

—Lo pensaré, nos vemos mañana —dijo sin verlo.

Comprimió el cuerpo en forma de consuelo y trató de percibir el aroma de sus sueños, pues la silueta que lentamente seguía con la vista había de ser una de sus primeras ilusiones.
Esos cabellitos trenzados que se balanceaban sobre su mochilita rosada, que a dulce ternura cargaba. Y esos movimientos al caminar, como danzando; que linda se le veía pensaba; nunca había dado su primer beso pensaba; con ella lo daría, seguía pensando ya casi llegando al paradero. Sólo había un inconveniente, una excusa de carne y hueso que había aparecido por sorpresa en el barrio: el pecoso Manuel.

La tarde siguiente, se juntó la banda.

—Qué te dijo —brotó una voz sin rostro.

— ¿Ayer se declaró, no? —se incorporó Ochoa, vestido y listo para jugar.

—No nos quiere decir —aventuró la misma voz—, se está haciendo el misterioso.

Ochoa, de repente, se puso a dominar el balón haciendo gestos dudosos. La banda interrogó su noche; lo había logrado por fin. Presumía, con vanidad, sobre el logro en el malecón: Al costado de un ficus y en un aire desconsolado, los dos ya estaban juntitos en la esquina más oscura. Cerca de las siete de la noche, el frío y la fatiga los había invadido; el cielo tachonado de estrellas fue cómplice y Ochoa no esperó más. Primero deslizó su mano sobre el segundo codo de Mafer, apretando suave y varias veces; después siguió bajando hasta su cintura y, se juntaron, en la insondable oscuridad y ante el disco plateado, las comisuras de sus bocas que empezaban a alterarse; un concierto de ajenas salivas que daban integridad a sus almas: besitos en la noche decía Ochoa: ¡Uf! Riquísimo.
La banda vaciló; también querían eso: una flaquita. De repente volvieron al Chalo.

— ¿Y tú? —Dijo Ochoa—, ¿no tienes nada qué decir?

El Chalo no respondió y se retiró sin despedirse, incómodo, como si le hubieran lanzado una ofensa. Siguió absorto en su rumbo; parecía temblar su cuerpo, parecía llorar, mientras se incorporaba hacia la siguiente calle. Y entre las rejas lo vieron por última vez.

—Pobre, seguro lo rechazaron.

Chalo pensaba que pronto llegaría su oportunidad con Azucena; « ¿por algo no se había sonrojado? » Se decía.

Ese mismo día comenzó a caminar en círculos por la pequeña plaza del Encinas. Los geranios daban decoración a las solitarias banquitas, y los vientos reposaban entre un manso rumor de la campana. Eran las ocho de la noche; sabía con exactitud que a esa hora Azucena salía de la Iglesia. Él, esperando una respuesta, reposaba en el banquito más lejano.

Las luces cálidas de los faroles desprendía una gran lucidez, sólo su sombra daba un mínimo reflejo de su desconsuelo.

En su mente había programado una especie de dirección que daba a sus sueños una cómoda ilusión. Quería llegar hacia el recóndito del parque, y ahí sujetar sus dorados cabellos con moderada brusquedad y después, tumbar su frágil cuerpo en el verde apagado del césped. Ahí la sujetaría y, aplastaría sus gustos en forma de un suave consuelo: ahí murmuraría lo mucho que le gustaba y deseaba. Estarían tan arrullados, que podría pasar el brazo derecho por su segundo codo —como Ochoa lo hizo—, y después, con suavidad, inclinaría su cabeza hacia la de ella, encontrando el rojo de sus labios. Estaba decidido ir al encuentro.

Todo eso lo programó en el primer instante que se levantó del banquito.

La calle estaba agitada y salían a desfilar murmullos exuberantes. Azucena apareció con un vestido blanco que daba a sus pies, estaba de perfil y bien peinada «una princesa» se dijo Chalo, mientras dibujaba con la mirada sus próximos movimientos.

Caminó rápido y llegó a estar frente suyo. De repente, de una violenta manera, apareció entre los rumores de la calle, el pecoso Manuel. Había llegado en su moto de ocho faros y su entrada había sido de gran espectáculo, tanto que hasta el padre de la iglesia que reposaba en la entrada, despidiendo a sus invitados, destempló sus dientes del asombro, abriendo su boca en forma de una entrada de cueva.

El Chalo se miró su reflejó en la luna de un carro, mientras buscaba las palabras. Azucena le cortó en el primer instante que insinuó a decir algo, pues no tenía el tiempo de explicar con la retórica amabilidad que acostumbraba a rechazar. El petulante esperaba en su moto, con ojos altaneros y las manos impacientes. 

Azucena volteó a verlo y se dirigió hacia él, dejando al Chalo tan en luna como la primera vez que la vio. Ella se subió a la moto y la dulzura de su persona desapareció; el regazo dio forma sensual a su espalda en la posición en cuál marchaban, el bulto de su trasero salió a modelar como quién está orgulloso de tenerlos y, entonces, Azucena comenzaba a frotar la casaca de cuero del pecoso Manuel. En la segunda esquina voltearon y desaparecieron dejando al Chalo tan confundido y con una frase que habría de marcarlo toda su vida: «No me gustan los feos».

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