La curva de Trafalgar

La curva de Trafalgar

Y entonces, una gaviota aterrizó en el alféizar de la ventana. 

Podía ser perfectamente una casualidad y, sin embargo, Rai no pudo evitar que aquello le recordara al día en que Dakota decidió abandonarlo. Porque aquella tarde también había empezado con una gaviota aterrizando en aquel mismo balcón.

Hasta entonces, todo había transcurrido de la manera habitual. Sentado, en la silla de su despacho. El reloj marcaba las cinco y cincuenta y seis. Rai había apurado sus últimos minutos para enviar un último correo, que informaba a la junta directiva de las tareas que se habían realizado durante el día en su departamento y una relación de las que quedaban pendientes.

Después Rai apagó el ordenador, se puso la americana, se despidió de Guillermo, se despidió de Alba, bajó las escaleras, salió a la calle.

Y como cualquier otro día, empezó a recorrer el tramo de Trafalgar que lo separaba de la parada de metro de Urquinaona, que había en la esquina con Ronda Sant Pere. Y como cualquier otro día, saludó al portero de la finca donde estaba el despacho, el señor Alfredo, y le dijo que hasta mañana. Luego pasó por delante de la frutería de la Antonia, de la que se despidió a través del cristal de la puerta con un ademán del brazo.

Caminó por delante de las mismas fachadas modernistas que, como siempre, lo miraban impertérritas desde las alturas. Con sus relieves, sus volutas en las esquinas y sus balcones cuyas barandillas metálicas eran lo más parecido a las ramas de un arbusto.

Aquel, sin embargo, no era un día cualquiera. Por muchos motivos. Y aunque todo pareciera indicar lo contrario.

En primer lugar, porque Rai ignoraba que aquel iba a ser su último día en la oficina en los próximos tres meses, a causa de la pandemia que se avecinaba. En segundo lugar, porque también ignoraba que su móvil iba a vibrar en tres, dos, uno…

Y vibró.

Se sacó el teléfono del bolsillo de la americana y pulsó el botón para desbloquearlo. En la parte superior de la pantalla, vio el circulito verde de whatsapp y al lado su nombre: Dakota. Y entonces, Rai decidió abrir la conversación, y la leyó mientras se acercaba a las escaleras que bajaban al andén de la estación. Pero, en realidad, nunca llegó a bajarlas.

Porque el mensaje era claro y no dejaba lugar al equívoco: a las seis y cuarto en la terraza del Sandwiches, decía. Ni hola, ni cómo estás, ni siquiera un mísero adiós.

Era verdad que hacía tiempo que no estaban bien, pero él era de la opinión de que nunca, bajo ninguna circunstancia, había que perder las formas. Quizás eso tuviera algo que ver con su educación católica apostólica romana. Y de eso, precisamente, se quejaba ella. De su educación. Siempre preocupado por las apariencias, por el que dirán, por decir siempre lo correcto aunque atente directamente contra la verdad. El bienqueda, solía llamarlo. Al principio cariñosamente. Pero aquella etapa, “el principio”, era una etapa que hacía demasiado tiempo que habían dejado atrás.

Y ya oliéndose lo peor, Rai recorrió la calle Trafalgar en el sentido contrario al habitual, y dobló la esquina donde un edificio con forma de plancha trataba de adaptarse a la curva que dibujaba el asfalto. Se le hizo raro pasar por delante de la fachada donde se ubicaba el despacho y no detenerse. Todavía más, cuando cruzó la calle y empezó a enfilar el tramo de Trafalgar que daba a la esquina con la Calle Bruc.

Porque Rai nunca iba en esa dirección.

Y Rai era, sobre todo, un hombre de costumbres.

Y esa era probablemente otra de las muchas cosas que lo distanciaba de Dakota. Ella siempre decía que no hay manera mejor de encontrarse que perderse. Para él, sin embargo, perderse era la mejor manera de tirar a la basura unos minutos preciosos.

Pero, ¿por qué pensar en algo que ocurrió hace tanto tiempo?

Si de eso hacía ya casi tres meses, los que había durado el confinamiento.

Aunque si lo pensaba detenidamente, para Rai, era como si el tiempo no hubiera pasado. O, al menos, no hubiera pasado de la misma forma. Tal vez por eso sus recuerdos eran tan nítidos. Porque durante casi tres meses, los días transcurrieron como si fueran todos el mismo día. Como si cada día hiciera un día que lo habían dejado.

Sabía que ahí fuera Barcelona seguía siendo una ciudad europea del siglo XXI, donde a pesar de todo seguía saliendo el sol y seguía lloviendo. Pero él, encerrado en los cuarenta metros cuadrados que ocupaba su estudio, había tenido la extraña sensación de vivir en un eterno presente. Las paredes eran siempre las mismas paredes. Las noticias siempre hablaban de los mismos números. El cielo a veces era azul y a veces gris, pero siempre el mismo cielo.

Y sumido en esos pensamientos, Rai salió a la calle. Se cruzó con Alfredo y le dijo que hasta mañana. Pasó por delante de la frutería y, con la mano, le dijo adiós a la Antonia. Caminó por la acera en dirección a la parada de metro de Urquinaona. Hasta que se detuvo, justo delante de las escaleras, y miró a su alrededor.

Una euforia invisible pero perfectamente palpable, rezumaba de las conversaciones que después de tanto tiempo volvían a refulgir en las terrazas que se sucedían en la Ronda Sant Pere. La primavera se respiraba en las renacidas hojas de los árboles, y en las cazadoras de entretiempo, y en las gafas de sol por fin desempolvadas.

De ninguna manera. No podía ser el mismo día, se convencía Rai.

Por mucho que todo pareciera indicar lo contrario.

Y sin embargo, cuando iba a bajar las escaleras que conducían al andén, el móvil le vibró. Y cuando cogió el aparato, vio que en la pantalla aparecía el nombre de Dakota. Y cuando abrió la conversación, vio un mensaje que decía: a las seis y cuarto en la terraza del Sandwiches.

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