Las ocho de la mañana y metido de nuevo en el maldito atasco, volveré a llegar tarde y a soportar la miradita condescendiente de mi querido jefe, y otra vez, como tantas, parado bajo el puente que cruza la, en teoría, vía rápida que debería llevarme sin incidencias a mi destino, o eso es lo que llevan prometiendo los sucesivos alcaldes con cada nueva remodelación.
En la radio, como todas las mañanas desde hace meses, dan el número de muertos por el COVID 19. Aún recuerdo cuando era noticia de apertura en todos los noticieros, ahora el locutor antes de hablar de la pandemia lo ha hecho de los partidos de futbol del día anterior y de los líos que tiene Isabel Pantoja con su hijo. Echo un ojo al asiento del copiloto donde he dejado tirada la mascarilla.
Al levantar la vista no puedo evitar mirar hacia la oscuridad, donde el hormigón se une con la plataforma superior y desde donde, como cada mañana, él nos mira sonriendo mientras sostiene entre sus manos un tetra brik de vino peleón. Detrás de él se puede intuir lo que ha convertido en hogar, un colchón viejo, un par de maletas desvencijadas y algunos cartones, hay incluso una mesa y un par de sillas.
Hoy nuestras miradas se han encontrado un instante, creo que hasta me ha guiñado un ojo, parece contento. Echo un vistazo rápido a mi alrededor y compruebo que es la única cara sonriente en este recurrente lio de coches, ruido de motores, cláxones histéricos y semblantes cabreados, muchos embozados tras mascarillas de todos los colores y modelos. Vuelvo a mirarle y encojo los hombros, es absurdo, ya lo sé, él amplía su sonrisa y hace lo mismo, alza las manos como compadeciéndome, levanta el cartón de vino hacia mí, en un absurdo brindis, y bebe un trago, un largo trago.
El tráfico avanza, abandono el puente.
Ya llevo un rato sentado en mi puesto de trabajo, el jefe se ha limitado a señalarse el reloj mientras observaba como unos cuantos llegábamos con retraso. Apenas se le ven los ojos, con la mascarilla me recuerda a un bandolero del oeste, pero en este caso en vez de robar el oro de la diligencia a los desvalidos viajeros, somos nosotros los desposeídos, en este caso de tiempo, de vida.
No puedo quitarme de la cabeza al hombre del puente, no creo que deba decir que parecía feliz, más bien resignado, como si hubiera aceptado la situación en la que las circunstancias le han puesto y decidido dejar de luchar. Mi imaginación es un torbellino de posibilidades sobre que ha sido lo que le ha llevado a esa situación, alguna adicción, drogas, alcohol, problemas laborales, sentimentales, familiares. De vez en cuando salen en la televisión o en la prensa casos de personas que tenían vidas “normales”, como la mía, y que habían acabado en la indigencia, sin ninguna razón extraña, simplemente todo se había confabulado contra ellos. Hace tiempo me habría costado creer que esas cosas pudieran suceder, tampoco hubiera nunca imaginado que una pandemia como la que estamos sufriendo nos pudiera afectar de esta manera.
Aún no he puesto en marcha el ordenador, la pantalla apagada me devuelve el reflejo de mis ojos, yo también parezco un forajido, robándose a si mismo, es una imagen difusa, oscura, tanto como mi propia vida. Le doy al botón de encendido mientras soy consciente del ronroneo monótono y cansino que hay en la oficina, todo el mundo centrado en la pantalla, moviendo papeles, tecleando sin parar, la misma rutina de cada día. Una rutina que me aporta un salario que me permite pagar la opción de vida que he decidido vivir, que no es la que me había imaginado cuando empecé a trabajar, y poco más.
Supongo que se hacen planes y luego la vida, la realidad, se encarga de estropearlos o, al menos, de poner todos los obstáculos posibles para que no puedas llevarlos a cabo. Uno decide estudiar una carrera para tener un trabajo gratificante y acaba en una oficina de ocho a cinco en una labor rutinaria y aburrida, uno conoce a la mujer de su vida y se da cuenta de que el amor también se acaba y de repente vuelve a estar solo, uno se decide a ser libre, a emanciparse, y se hipoteca treinta años para pagar una casa que ahora es demasiado grande sin alguien con quien compartirla, uno se da cuenta de que no puede dejar un trabajo que odia porque tiene que pagar una casa en la que ya no se siente cómodo, uno se da cuenta de que tiene una vida que ya no le gusta, uno se da cuenta de que la vida pasa a una velocidad pasmosa y que desde hace tiempo lo hace sin que nadie la controle.
De nuevo la imagen del hombre del puente vuelve a mi mente, no es envidia, creo que nadie en su sano juicio envidiaría vivir en esas condiciones, pero en cierto modo sí, no tener ataduras, no tener compromisos, no tener deudas, ni horarios marcados, ni obligaciones.
Las cinco, hora de irse a casa.
Antes, una cerveza, con los compañeros de siempre, en el bar de siempre, de nuevo las mismas conversaciones, las mismas quejas, todos procuramos vomitar nuestras miserias para llegar a casa lo más desahogados posible. Apartamos las mascarillas, las dejamos sobre la barra o colgadas de los brazos en una absurda y patética ruleta rusa. La botella que llevo a mi boca sabe a vino malo.
Me voy sin despedirme.
Las ocho de la mañana y metido de nuevo en el maldito atasco, y otra vez parado bajo el puente, ahí está, evito mirarle, estoy seguro de que él tampoco es feliz, necesito creerlo, realmente la única certeza que tengo ahora mismo es que ni él ni yo somos felices, que ni él ni yo estamos viviendo la vida que nos gustaría vivir, y que yo, soy un cobarde.
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