El barrio donde yo me crié pasaba por ser un lugar tranquilo, una especie de oasis a las afueras de la ciudad, aunque carente de interés para gente que no residiese en él. Aparte de un viejo puente y de su coqueta iglesia barroca, no tenía otros alicientes para atraer a los visitantes. Dicho puente ha resistido muy bien el paso del tiempo y tiene, aún hoy, un porte elegante y señorial, donde musgos y líquenes se ven reflejados en las límpidas aguas que bajo su arco discurren.
Pero detrás de esa engañosa fachada, se escondía un barrio dinámico y boyante de actividad, que se reinventaba cada día para ofrecer a sus moradores todo tipo de entretenimiento. O tal vez no fuese cosa del barrio y sí de las gentes que poblábamos sus calles, que a falta de recursos, usábamos el ingenio para pasar página a nuestra niñez de forma digna. No entiendo cómo los niños de hoy pueden aburrirse con la cantidad de alternativas que tienen a su alcance. Mi barrio era una auténtica escuela de vida en lo que a posibilidades se refiere, pero había que exprimirlo bien para sacarle su verdadero potencial. Podría decirse que, como el buen profesor hace con sus alumnos, premiaba el ingenio de sus moradores. Apenas contábamos con juguetes, pero tampoco los echábamos en falta. Nuestra mente bullía constantemente buscando nuevas formas de diversión y a fe mía que siempre las encontrábamos. Unos tallos reviejos de col servían de sticks para organizar un partido de hockey; unas simples chapas de cerveza, para disputar un entretenido partido, donde el balón era un pequeño hexaedro que impedía que rodase en exceso; unas humildes canicas nos hacían olvidar los continuos castigos que nuestros padres nos imponían, castigos que aún siendo duros, no conseguían aplacar nuestro indómito espíritu, ávido por buscar nuevas experiencias. A veces me pregunto qué hubiese pasado si el virus que hoy nos ahoga hubiese aparecido en aquellos días, en los tiempos en que la calle era la fábrica de nuestros sueños, de nuestras vivencias, de nuestras ilusiones… solo con pensarlo me entran escalofríos. Pero era tal nuestra determinación que hubiésemos encontrado la forma de convivir con él. Seguro.
Entre los juegos favoritos estaba el fútbol, que ocupaba buena parte de nuestro tiempo. ¿Campo de fútbol? ¿Y eso qué es? nos hubiésemos preguntado por aquel entonces. Los partidos se celebraban en plena calle, en competencia directa con los pocos coches que por ella circulaban. A veces, cuando no nos daba tiempo de parar el partido, era el coche el que esperaba a que acabásemos la jugada. Y lo hacía sin la más mínima queja de su sufrido propietario.
La fruta estaba también entre nuestros pasatiempos, aunque era una actividad que entrañaba cierto riesgo. ¿Y qué riesgo puede entrañar el robar unas cuantas piezas? se preguntarán algunos. Lo cierto es que pocas veces salíamos indemnes de nuestras citas para sustraer lo ajeno. Cuando no eran las piedras que nos arrojaban los dueños, eran los perros que nos perseguían, o los disparos al aire que creíamos iban dirigidos a nosotros y que nos hacían correr como alma que lleva el diablo. A alguno, de haberle cronometrado la carrera, lo hubiesen seleccionado para empresas mayores. Manzanas, peras, higos y demás fruta, tenían demasiada atracción para nosotros en una época en la que, a la mayoría de los hogares, todavía no habían llegado los fruteros.
Otras veces nos entreteníamos viendo pasar a las chicas. Ellas, sabiéndose observadas, exageraban su ya de por sí amplio contoneo y se hacían las interesantes. Nosotros, envalentonados por la seguridad que da el grupo, les lanzábamos piropos que ellas simulaban no oír. Eran palabras inocentes, halagos en la mayoría de los casos, porque, eso sí, siempre lo hacíamos bajo el máximo respeto. Hoy en día, con los cambios que ha experimentado la sociedad, ese tipo de conductas posiblemente no estuviesen bien vistas, pero en aquellos tiempos, cuando el país se asentaba y empezaba a cerrar las heridas de su contienda fratricida, era lo que conocíamos y a lo que estábamos acostumbrados.
Esta crónica no estaría completa si no mencionase al río, que era el lugar que por diferentes motivos atraía a más gente. Por un lado estábamos nosotros, que le pedíamos prestadas sus aguas para bañarnos y para reinventarnos con los juegos. Por otro, nuestras madres, que utilizaban el lavadero para la tediosa tarea de la colada. Hoy vemos a los electrodomésticos de nuestros hogares como algo natural, como aparatos útiles que siempre han estado junto a las personas para hacerles la vida más llevadera, pero, entonces, eran un artículo de lujo que muy pocos podían pagar. Yo siempre le tuve mucho respeto al río, porque, creo que, en cierto sentido, contaba con vida propia. Sí, no me avergüenza decirlo. Tenía constantes cambios de humor y cuando algo no le parecía bien se enojaba y descargaba su ira contra todo lo que encontraba a su paso. Así fue como, por causa de las intensas lluvias, se desbordó en más de una ocasión anegando la iglesia, las casas colindantes y llevándose por delante a algún que otro animal doméstico. Bajo esas circunstancias, nuestro puente demostró estar siempre a la altura, aguantando estoicamente las acometidas de sus embravecidas aguas y de todos los objetos que la corriente arrastraba. Fueron días muy difíciles, aunque eso sucedió en muy contadas ocasiones. Por lo general, el río estaba siempre de buen humor y nos dejaba hacer y deshacer a nuestro antojo sin molestarse.
Esta es, a grandes rasgos, una radiografía de O Carme de Abaixo, mi barrio. Hay más, decenas, tal vez cientos. Cada uno de nosotros lo mira hoy de una forma diferente, pero siempre con el respeto que se merece. Mi barrio, como ya he dicho, no era un referente turístico, pero sus hijos, los que tuvimos la suerte de criarnos en él, lo llevamos en el corazón y miramos al pasado con cierta nostalgia.
Música: Jules Massenet (1842-1912)
«La Meditación de Thais»
Intérpretes: Christian Ferras (violín) y Jean-Claude Ambrosini (piano)
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