Estaba adentro de una fría y oscura gaveta desde hacía ya mucho tiempo. ¿Meses, años? No lo sabía con seguridad. Igual, los lápices no le dan mucha importancia a eso del tiempo. El tiempo es un invento del hombre para sentirse trascendente.
Era un lápiz de apariencia común. Amarillo, con la goma de borrar gastada hasta la mitad. Tenía profundas magulladuras a lo largo de su cuerpo. Habían sido hechas por los dientes de alguna niña coqueta fingiendo indiferencia ante el chico que le gustaba, algún estudiante aburrido con la mirada perdida en el reloj del aula esperando el sonido de la campana o de algún pobre infeliz que no se había preparado y estaba a punto de rendir un importante examen que decidiría el rumbo de su futuro inmediato.
No le molestaban aquellas cicatrices. Al contrario, las lucía con orgullo. Le daban carácter y lo hacían único. Otros lápices también tenían marcas. Pero ninguna era como las suyas. Los que no tenían marcas no habían salido aún de sus empaques o habían tenido una existencia bastante aburrida.
De sus entrañas de grafito salieron historias, dibujos, discurso, insultos, declaraciones de amor, poemas y calumnias. Fue el canal por medio del cual se expresaron las personas que lo tuvieron entre sus dedos. Había cosas de las que estaba orgulloso y otras de las que no lo estaba tanto. Pero no se adjudicaba el crédito ni la culpa por ninguna de ellas.
Con cada letra y con cada trazo, dejaba una parte de su ser. Mientras más historias se acumulaban en su haber, mas se desgastaba. Con cada vuelta dentro de su verdugo, la hoja de metal desnudaba más y más su interior. Y tenía que ser así. Con su interior protegido por la madera que lo cubría, no servía para nada. Su parte creadora estaba en su interior. Su interior dejaba una huella y transformaba todo lo que tocaba. Una simple hoja en blanco se convertía en un abanico infinito de posibilidades, de historias.
Había plasmado en una simple servilleta, las ideas de un joven emprendedor con la ilusión de cambiar el mundo. Acompañó durante muchas noches de insomnio, angustia y desesperación a un frustrado escritor que acumulaba hojas de papel arrugadas junto al bote de basura. También dejó su huella en un lienzo para luego ser cubierto con óleos por la hábil mano de un pintor consagrado.
Disfrutaba el abrazo que le proporcionaban el dedo medio, índice y pulgar. Esa sutil presión que poco a poco consumía su interior desgastándolo imperceptiblemente. Pero no moría, simplemente iba dejando su impronta en todo lo nuevo que se formaba a partir de su esencia. Dejaba de ser él, pero se convertía en parte de algo más grande. Creaba y eso lo hacía feliz.
Estaba solo en esa fría gaveta, siendo solo una fracción de lo que era. Veía como la punta y la goma de borrar casi se tocaban. Había tenido una vida plena y si bien parecía que esa vida lo había reducido casi a la nada misma, en realidad no era así. Su vida fue una lenta metamorfosis que lo llevó desde el ser uno, a ser parte de muchos. No le importaba el ser recordado como el más grande, el más famoso o el mejor lápiz de la historia, sino simplemente saber que se había dado para que otros fueran. Para él, de eso se trataba la vida.
No le importaba que hicieran con su maltrecha y acabada existencia, porque sabía que continuaría viviendo en su obra. Estaba agradecido con su cuerpo por haberle servido en esta parte del viaje como un medio para para formar parte de algo más. Él mismo venía de algo más grande. No era sino una astilla del imponente cedro que estuvo cientos de años en el mismo lugar y ahora estaba en muchos lugares. Era parte de algo más grande y, ahora que se estaba desintegrando, se daba cuenta de lo mucho que había creado y que volvía a ser parte de algo más grande, aunque en realidad nunca dejó de serlo.
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