Los crímenes del señor Wilhelm Wherner

Los crímenes del señor Wilhelm Wherner

Hardboiled 

Los crímenes del señor Wilhelm Wherner 

I

Sobre la ancha avenida, frente al frondoso parque, la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores se alzaba magnífica. Su frente de ladrillos a la vista estaba decorado con varios ornamentos en cemento gris. Se trataba de ángeles, querubines para ser precisos, simétricamente distribuidos por todo el frente de la iglesia.
Los rechonchos niños moldeados en cemento tenían una marcada apariencia erótica que los feligreses no podían ignorar. Los más afectados eran los propios sacerdotes que debían hacer verdaderos esfuerzos para no seguir con sus miradas las voluptuosas líneas de los muslos y glúteos de las pequeñas estatuas.
Cuando los artistas fueron interpelados sobre ese asunto, juraron que no tuvieron intención de dotar a esas imágenes de ese toque lascivo, y que solo se trató de un exceso en la recreación de la anatomía infantil de los querubines, pero nadie creyó en esas explicaciones. Fue en realidad una verdadera picardía de los escultores, lúbrica picardía que buscó poner en evidencia el sacramento de la pederastia. Esas estatuillas eróticas merecieron el comentario obligado del populoso vecindario durante muchos años.
Muy cerca de la iglesia, Wilhelm Wherner (Wil para los íntimos, “el Guille” para los burócratas estatales que pasaron a detestar al aristócrata europeo por su condición de múltiple asesino), vivía con su familia. Concurría a ella, semanalmente, a misa, aunque muchas veces también lo hacía para presenciar un bautismo o el sacramento de la eucaristía de personas con las que no tenía ningún vínculo ni conocimiento. Disfrutaba el espectáculo que la liturgia de los sacramentos proporcionaba.
Si algo llegó a apreciar alguna vez en su vida fue a esa iglesia. No podía sustraerse a su peculiar aroma, a la tenue iluminación que prodigaban los enormes cirios del altar mayor, al modo en que la acústica devolvía los sonidos a sus oídos. Era un lugar de gran significado en su vida, el único lugar en el que estuvo desde su nacimiento hasta ese, el momento más significativo de toda su existencia. Tal vez sus sentimientos hacia esa iglesia fueran de ese modo y de tal intensidad, porque fue donde lo bautizaron sus padres, donde recibió la primera comunión y donde contrajo enlace con su esposa. Allí bautizó a sus cuatro hijos. Fue donde mintió descaradamente sus pecados. Donde su falta de arrepentimiento lo fue dotando de una coraza impenetrable. A donde concurrió a ofrendar sus horrendos crímenes al Dios de la muerte, tal como él lo concebía y adoraba.

Wil caminaba en dirección a la iglesia, lo hacía de manera apurada, casi con torpeza. Cada tanto volteaba su cabeza como si tratara de comprobar que no era perseguido. Pero nadie lo perseguía y tampoco la poca gente que andaba por el lugar reparaba en su presencia.
Ese apuro resultaba extraño en él, hombre de andar pausado y algo cansino como si nada en el mundo mereciera urgencia de su parte. Con la misma parsimonia con la que caminaba siempre sin prisa, dictaba sus clases, sumiendo a sus alumnos en un raro sopor narcotizante que, extrañamente, agradaba a sus discípulos. Tenía el efecto de un extraño alucinógeno que les otorgaba la vivencia misma de los hechos que Wil les relataba con vos grave y monótona.
A unos veinte metros de la entrada aceleró aún más la marcha. Entró, abruptamente, a la carrera. Apuró el paso para llegar ante el altar mayor que lucía la enorme cruz de mármol. El amplio y lustroso pasillo que iba de la puerta hasta el altar recibía la sombra de esa cruz como si fuera un oscuro estampado que contrastaba con el color ambarino de las baldosas enceradas.
La sombra pasaba por encima de Wil, lo cubría con su oscuridad y le daba un aspecto tenebroso. Ya frente al altar se arrodilló y se persignó nervioso. Se lo notaba realmente alterado.
Un monaguillo escondido en un lugar del altar invisible a los ojos de los feligreses lo observaba con detenimiento. Wil, tal vez ensimismado en sus propios pensamientos o en su íntima oración, no se percató de ello. De haberlo descubierto es casi seguro que hubiera especulado con la necesidad de asesinar también al pequeño. No es que le preocupara que hubiera testigos de los momentos previos a su fuga. Solo se trataba de que estaba en una exaltación homicida que no deseaba ni podía controlar. Era un sentimiento extraordinario. En éxtasis singular, su estado de ánimo era inmejorable. Era posible que ese sentimiento fabuloso se vinculara a que en algunas horas más su nueva vida comenzaría del modo que planificó durante largos años.
Pero matar a un monaguillo en la misma iglesia no hubiese sido una opción inteligente; así hubiera razonado Wil. Su inteligencia estaba en perfecto orden y nada de su cruel perspicacia había menguado por los crímenes. De todos modos, el escondite del impúber lo puso a salvo de la mirada del brutal homicida.
El niño lo reconoció al instante a pesar de la boina que cubría su cabeza hasta las velludas cejas y de la amplia bufanda que escondía la mitad del rostro. Recordaba perfectamente su mirada fría y cautivante, y aunque Wil hubiera llegado con el rostro completamente cubierto, lo hubiera identificado por la particular fragancia de su costosa colonia. Tenía ese perfume colgado de su pequeña nariz, perfume que olía domingo tras domingo y le resultaba inolvidable.
Ningún otro feligrés usaba un perfume cuyo precio podía equivaler al sueldo de un empleado público jerárquico. Reconocería al hombre en cualquier lugar y en cualquier momento, tanto como a toda su familia con la que solía participar del sacramento de la misa todos los domingos.
Una aristocrática y blonda esposa, María Angélica Wherner Wherner, (prima en segundo o tercer grado, no estaba claro), a la que la mayoría llamaban sencillamente “Mary”, y cuatro hijos también rubios y blancos. Tres varones y una muchacha. Los dos varones, los dos mayores, eran muy parecidos uno con el otro, pasaban por mellizos. Eran muchachos atléticos y atractivos para las muchachas. El menor, en cambio, sin ser feo, resultaba algo ojeroso, enfermizo y de aspecto andrógino. Su androginia le valía crueles burlas de sus compañeros de estudios, pero no así de las muchachas que lo habían transformado en un objeto de deseo, una peculiaridad del sexo indefinido. Deseaban develar el misterio de la entrepierna del adolescente y saber qué se escondía realmente debajo del rudo jean azul que siempre vestía. Todas ellas estaban dispuestas a saborearlo en la primera oportunidad que se les presentara, aunque él siempre parecía ajeno a sus insinuaciones.
Sus nombres, Antoine Wherner Wherner apodado “Tony”, el mayor de todos; Baptiste, quien le seguía, conocido por “Bap”; Cédric, el último varón, el menor de los hermanos, andrógino y misterioso, a quien todos llamaban por su nombre.
La muchacha se llamaba Dafneé, “la que está rodeada de laureles”; era extrañamente hermosa.
“La que está rodeada de laureles”, así su padre se refería a ella cuando la presentaba a ocasionales desconocidos. Cuando la sepultó, adornó su cabeza justamente con una corona de laureles. Al lado del cadáver, como el de los otros asesinados, pequeños abalorios daban cuenta de un macabro ritual. De los hallazgos, fue el que más indignación provocó en los policías. Nadie podría sospechar al principio de la investigación que los laureles eran una burda representación de las flores del mal.
A Dafneé, la mención de su nombre entre laureles, la movía a risa. Era sinceramente modesta y para nada hipócrita. No se consideraba laureada por ninguna razón. Era apenas una frágil y hermosa criatura que no podía jamás imaginar cómo habría de terminar sus días a manos de su propio padre.
En la iglesia, Dafneé, no dejaba de concitar la atención de los feligreses. La particular penumbra durante el sacramento de la eucaristía resaltaba sus bellos rasgos. Nunca comprendió Dafneé por qué en el momento de la comunión la iluminación se apagaba casi hasta la penumbra, dándole al rito una atmósfera mágica y siniestra. Pero en ella, misteriosamente, esa pobre iluminación, exaltaba su belleza.
En cambio, en Cédric, el andrógino benjamín, la penumbra resultaba en un efecto totalmente contrario; tornaba su aspecto más sombrío y la pequeña luz de los cirios le agregaba un tono macilento más propio de los muertos que de los vivos. Su cadáver impresionó a los policías. Desnudo, como los otros muertos, al desenvolver su cabeza, su rostro se apreciaba pálido como si durmiera un sueño patético. A simple vista el cuerpo mostraba una mutilación atroz.
La última vez que el monaguillo vio a Wil fue ese viernes, cuando entró intempestivamente a la iglesia con la cabeza cubierta, oculto el rostro hasta la nariz, y a paso firme se dirigió al frente del altar mayor para luego hincarse a rezar.
Cuando la policía lo interrogó cuatro o cinco semanas después del hallazgo de los cadáveres de la familia, el monaguillo les dijo que el hombre solo se hincó y pareció rezar. Luego se fue con el mismo apuro con que llegó. También sostuvo que Wil no buscó a un sacerdote para confesarse ni intercambió palabras con nadie.
—¿Habló con vos? –le preguntó quien parecía estar a cargo del interrogatorio, ignorando las veces que el muchacho repitió que no cruzaron ni una palabra.
Respondió con un contundente “no, ¿por qué habría de hablar con un monaguillo? Dije que no habló con nadie.”, y explicó dónde estaba en el momento en que ingreso Wil a la iglesia y por qué él no podía apreciar que estaba siendo observado.
Fue un viernes que el muchachito recordaba perfectamente y no lo olvidaría aunque se lo propusiera. Las noticias sobre los crímenes del señor Wilhelm Wherner hicieron que ese recuerdo se tornara imborrable y poderoso.
A pesar de su corta edad y su impostada inocencia, sabía que los viernes eran días de relajamiento y que siempre resultaban divertidos e inolvidables. No era un día de oración, no era día de confesiones, nada de padres nuestros ni de avemarías. No era un día para auto flagelarse o autorrecriminarse por tal o cual pecado. El viernes, decididamente, no era un día para adorar a Dios y Dios debería estar perfectamente anoticiado de eso. Por eso, cuando vio a Wil entrar a los apurones a la iglesia e hincarse de manera desesperada para rezar o tan solo simular el rezo, comprendió que el tipo estaba metido en algún asunto extraño. Wil rezaba solo los domingos. Era un hombre metódico. Los hombres metódicos solo por asuntos muy excepcionales abandonan su rutina. La alteración de la rutina puede irritarlos de manera extraordinaria.
La policía le exigía al muchachito precisiones sobre el asunto de los días viernes.
El monaguillo trató de explicar de la mejor manera posible sobre ese misterio. Entonces ya no habló como el niño que era. Habló como un maldito demiurgo. Una deidad salida de una lámpara macabra. Era como si en el cuerpo de un niño, de un púber, el alma de un pervertido hombre adulto se hubiera refugiado. Solo de la boca de un adulto podían salir las palabras que oían de la del monaguillo.
Esas palabras causaron un falso estupor en los investigadores. Todos sabían y muy bien qué ocurría los días viernes, el día especialísimo.
Así dijo, precisamente, “especialísimo”, y mientras hablaba, sonreía estúpidamente y una gota de baba caía de sus labios. Y, para no dejar dudas en los oyentes, acentuó la pronunciación de la palabra “especialísimo” como si en realidad fuera un conjuro esotérico. Vinculó ese día de la semana con la lujuria y a la lujuria con los sacerdotes, pero eso fue rápidamente borrado de su declaración. Nadie quería conflictos con la curia y menos por la declaración de un baboso, risueño y poseído enano embutido en el cuerpecito de ese imberbe disfrazado de monaguillo.
Luego divagó sobre los mandamientos divinos. Dijo algo así como que Dios es demasiado exigente con sus pequeñas creaciones humanas. Que no comprende las penas de Adán, a quien encima le arrancó una costilla, y tampoco las demandas contra Eva, que nada bueno obtuvo de la serpiente y su manzana de la perdición. Ella solo quería tener sexo y la víbora le ofreció sus inigualables encantos. Manzana de piel roja, sabrosa como la vulva de Eva.
Dijo que Dios siempre repudia el relajamiento de sus fieles y que repudia “estúpidamente” –así dijo–, esa felicidad espontánea que a veces los humanos sienten por hechos fortuitos, especialmente ocurridos los días viernes.

El niño-demiurgo creía que el viernes era un mal día para Dios y sus exigencias. Es que Dios, se justificó y justificó a los pecadores, siempre exige y exige sin medida, y seguramente así debe hacerlo, porque para ello es Dios y es Dios sin importar de que día se trate.
Dijo con vos de ultratumba, “Si es lunes, Él exige. Si es martes, Él exige. Miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo. Siempre Él exige”. Sin dudas. Exige tanto de la pobre gente, que la pobre gente termina por no saber distinguir lo bueno de lo malo, lo sano de lo enfermo, lo verdadero de lo falso.
El fin justifica los medios para satisfacer a Dios.
Y no solo Dios exige, sino que quiere ser complacido siempre y a cómo dé lugar. Por ello la gente hasta mata por complacer a su exigente Dios, y en nombre de un dios, el que fuere, se pueden realizar los actos más deleznables, los pecados más condenables, esos que envían al pecador directo al infierno sin escalas. Y si las cosas no resultan como Él ordena, enviará las plagas más devastadoras sobre la doliente humanidad desobediente.
Muchos hombres en nombre de Dios pueden cometer los crímenes más horrendos y sentirse divinamente reconfortados. Dios resultaba en muchas oportunidades el principio y el fin de todas las tragedias humanas.
Pecados, condenas, pecados, penitencias. Pecados. Pecar es puramente humano, aunque sea asunto de trascendencia divina. Pecados veniales, pecados capitales, pecados mortales. Pensar en tantos pecados y sus consecuencias genera demasiada tensión día tras días y que la humanidad necesita un día de alivio. Y ese día era el viernes.
Dijo el muchachito que en su permanencia en la iglesia aprendió que los viernes ameritan una razonable cuota de lujuria y que tal vez en esa cuota pensaban los escultores cuando moldearon a los pervertidos angelitos del frontispicio. Esta explicación no dejó de llamar la atención de los rudos policías, quienes también solían caer subyugados al encanto voluptuoso de las esculturas de los querubines.
Él sabía perfectamente que los viernes eran los días en que los curas pecaban, era el día en que tenían sexo con prostitutas o con despreocupadas feligresas. Que esas “pecadoras” no esperaban llevarse a la boca la transparente hostia del sacramento mientras el sacerdote decía, ocultando una sádica sonrisa, “este es el cuerpo de Cristo”, y disfrutaba al comprobar que la mirada de las mujeres no se dirigía nunca a la hostia imaginaria sino a su oculta anatomía masculina.
Él los había visto con esas muchachas desprejuiciadas y con las recatadas señoras de la Caridad, fornicando en los confesionarios, en las pequeñas habitaciones donde se suponía que los fieles se dedicaban a la introspección religiosa, en los oscuros pasillos que conducían a las habitaciones de los sacerdotes.
El viernes, pues, era el día del sexo de los curas. Así dijo y reiteró a cuanto interrogador tuvo a mano. Lo repitió tantas veces y con tanta energía, que obligó a los interrogadores a desistir de sus preguntas. Pero el enclenque monaguillo no se atrevió a revelar a qué sexo se dedicaban algunos sacerdotes. A veces es mejor no saber o fingir que sobre tal o cual asunto no se tiene ni la menor idea.
También dijo que después de la juerga sacerdotal del viernes al sábado a la madrugada, llegaba el cura confesor arrastrando su vejez como una pesada cadena herrumbrada por la sacristía y el domingo se podía dar misa sin remordimiento. Repetía sermones muy conocidos por los pecadores, era una liturgia de recriminaciones tan vulgar como ineficaz. Les exigía un juramento de que no se volverían a repetir los actos de lujuria. Pero, el viejo sabía, como sus confesados, que nadie resiste la cálida humedad del sexo de una joven feligresa muy dispuesta a tener, sino a dios, al representante de dios en la tierra en la jugosa adolescencia de su vagina. Los curas juraban arrepentimientos, mentían con descaro. Tal vez Wil aprendió de ellos a mentir desfachatadamente.

Para los curas, el sábado era día de arrepentimiento, de furtivas lágrimas, implorando el perdón del representante de Dios en el confesionario. Para Wil, en cambio, los sábados eran días de esparcimiento, de club, practicando algo de tenis, algo de natación. Luego, paseo nocturno. Tal vez sexo, si se sentía con deseos de satisfacer la libido de la esposa. No eludía el sexo con ella, pero tampoco desesperaba por él. Un coito semanal era una cuota tolerable. El orgasmo marital no lo desesperaba, aunque no lo despreciaba. Era parte de su meticulosa planificación.
Mary hubiese deseado hacer el amor con su esposo no una sino diez veces por semana. Pero Wil siempre parecía ensimismado en asuntos trascendentes, en cruciales enigmas teológicos, en enigmas de la psicología humana. Los momentos en que desaparecía de los lugares que frecuentaba, los explicaba en su supuesta necesidad de meditar en completa soledad.
Entonces Wil a Mary no la rechazaba una vez a la semana, pero luego era indiferente a todas sus insinuaciones.
Salvo los sábados a la noche, el resto de la semana resultaba sexualmente para Mary, inodoro, incoloro e insípido. Todo su deseo sexual, amoroso deseo, se expresaba en sus ojos, en la manera de mirar a Wil. Y también su frustración. Esos ojos, esa mirada, irritaban a Wil de la manera más violenta, aunque él siempre supo controlar completamente ese sentimiento de odio que le provocaba el mirar de su esposa.
A pesar de la general indiferencia de Wil, Mary nunca buscó consuelo en otro hombre. Ella fue fiel hasta el mismo momento de su muerte.
Wil derramaba su esperma en una joven cuyo nombre en clave era Luana, su amante, la que satisfacía su caliente excitación. Con ella sí podía tener relaciones las veces que se le presentara. Esas relaciones furtivas y clandestinas lo estimulaban de manera extraordinaria. Ese placer solo fue superado cuando asesinó a cada una de sus víctimas, también a Luana. Luana fue la manifestación de su perversión y el ensayo primero de su secuela criminal.
De Luana podría decirse que estaba algo así como encantado hasta que todo acabó abruptamente cuando la asesinó. Aunque el encantamiento era inverso. No fue él quien cayó bajo la seducción de la muchacha, sino ella, deslumbrada por el profesor maduro, bonito, caliente, que recitaba a Baudelaire o al Dante con total espontaneidad, el hombre que la enjuagaba con su lengua hasta hacerla entrar en el círculo del sexo más potente. A temprana edad, la intensidad de ciertas emociones en el cuero y el alma, suelen disolver la personalidad y la autoestima hasta la más completa indefensión.
Pero Wil no estaba enamorado. Era un ser incapacitado de amar, de comprender la naturaleza del amor. Pero algo debió sentir por esa muchacha en algún momento de la relación.
¿Enamorado? ¿Enamorar? Palabra difíciles de decir e interpretar para el señor Wilhelm Wherner. Wil no pudo nunca definir qué era el amor. Muchos menos qué se entendía por “estar enamorado”. No estaba convencido de la necesidad de sentir ese sentimiento. Cuando pensaba en el amor, como en otros asuntos, sentía que caía en un abismo que no tenía fin. Era una sensación que lo desesperaba y de la que le costaba cada vez más reponerse. Por eso eludía ese sentimiento. El amor era simplemente una incógnita que padeció desde su infancia. Una incógnita o una exageración. Un recurso de la literatura. Su noción del amor era más próxima a “lo que tu boca cruel esparce en el aire, monstruo asesino, es mi cerebro, ¡mi sangre y mi carne!”.1 Esta era su interpretación de un sentimiento que condujo a decenas de poetas a más de veinte versos y canciones desesperadas.
Pero si el amor existía realmente, él era capaz de interpelarlo, como un buen actor; estaba seguro de que algo así debería ser lo que hacía sentir a Luana. De eso estaba completamente seguro.
En cambio, la sensación que le provocaba cuando Mary lo tocaba o cuando lo llevaba dentro de su vagina, no era muy diferente a la que le provocaba un whisky de mediana calidad o el sabor nada sofisticado de vino con poca maduración. Luana, en cambio, era la mujer que deseaba y la que alteraba de manera significativa sus sentidos.

El matrimonio entre Wil y Mary fue una imposición social, una convención que a Wil no le preocupó discutir. No valía la pena. Debía casarse y reproducirse; no había de qué quejarse, era la ley de la vida. Estaba escrito en la Biblia, y el cura se lo repitió una y otra vez encaramado a su púlpito a tres metros de distancia del piso.
Recordaba la perorata con absoluta precisión: “Que las mujeres estén sujetas a sus maridos como al señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia. Es el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo, de su carne y de sus huesos.” Y después aquello de que la muerte los separe. No en todo cumplió el mandato sacramental, pero sí en aquella parte referida a la única manera de separarse del cónyuge.
Wil aceptó el papel que su familia le asignó desde que era pequeño. Debía ser un modelo de rectitud y fe cristiana. Lo educaron para ser un buen hijo, un atento esposo, un esmerado padre, un prolijo profesor de escuela media, un devoto cristiano. Así se forjó el sádico asesino.
Por ello aceptó a Mary como esposa cuando su padre se lo ordenó. Sabía el hombre que ese matrimonio era un buen negocio.
Mary era la mujer adecuada para constituir una sólida familia, para procrear un número aceptable de hijos, número que fijó en cuatro, cantidad de hijos que su padre le dijo esperaba que tuviera para garantizar la continuidad del apellido paterno. Tres varones y una niña, eso era lo ideal. Y hasta en eso cumplió el mandato paterno. Nadie sería más obediente que él y en esa obediencia ciega, probablemente, maduró su plan de muerte. También Mary le permitía acceder a una fortuna que su linaje había despilfarrado desde el primer momento. Wil solo era heredero del aristocrático apellido, pero ni él ni su familia tenían ni un centavo. Su padre estaba en total bancarrota. Como suele decirse, no tenían ni donde caerse muertos, y ese fue un poderoso aliciente para insistir con la conveniencia de la unión marital.
Mary, además, era muy bonita y al principio, solo al principio, hasta llegó a excitarlo. Luego esa excitación se disipó como el humo de un cigarrillo.
En cambio, Luana, era todo lo que él esperaba del verdadero sexo, con ella no tenía prejuicios. Belleza, juventud, pasión. Y lo que más lo conmovía era su juventud, un elixir perturbador hasta el crimen.
No dejaba de sorprenderse de esa dualidad suya. Podía sentir algo próximo al amor por Luana y odio sincero y poderoso por Mary. Amor y odio, uno y el otro en unidad y lucha perpetua. Dialéctica de lo vital y lo mortal.
Llegó a pensar que en su cuerpo convivían dos Wil diferentes. Pero no pugnaba uno contra el otro, por el contrario, se complementaban satisfactoriamente. Uno era amable, gentil, algo insulso, pero lo bastante agradable como para ganarse el aprecio de muchas personas de su entorno, especialmente de sus estudiantes. Era el Wil padre, el Wil esposo, el Wil hijo, el Wil profesor, el Wil devoto. Ese era el Wil público, el actor dramático que se lucía en el escenario de la vida cotidiana.
El otro era un verdadero acertijo, un ser en estado de clandestinidad permanente, excitado y excitante. Se comparaba con Jekyll y el señor Hyde, pero él no era inglés y eso lo diferenciaba cabalmente del relato de Stevenson.

Tanto Wil como Luana respetaban el descanso dominical. Así lo habían convenido desde que intimaron tempranamente. El domingo era un día solo para compartir con la familia, nada podía alterar esa costumbre. De alguna extraña manera la familia siempre resultaba lo primero. Wil, cierta vez, dijo con brutal ironía “y lo último, porque todo lo que tiene un comienzo, tiene un final”. Pero Luana no estaba en condiciones de comprender a qué se refería su amante y qué implicaciones tenía para ella esa sentencia.
Los domingos, cada uno, permanecía con su familia, era una rutina que no se alteraba por ninguna razón.
Él, con la esposa y los cuatro hijos. Luana con sus padres. Él, a la mañana misa, al mediodía, almuerzo familiar que incluía a sus suegros (sus padres había fallecido hacía ya tiempo y él no tuvo nada que ver con su muerte), siesta, paseo, diversión, cena. Luana compartiendo anécdotas y cariños filiales.
Luana era atea. Si no atea, despreocupada, agnóstica. Nada de misa. Nada de dioses. Nada de sagrados sacramentos. Su asistencia a instituciones educativas religiosas alimentó su peculiar nihilismo hasta coagular en un escepticismo casi filosófico que en los jóvenes suele actuar como un corrosivo ácido.
Detestaba la hipocresía de los religiosos, quienes decían una cosa, pero hacían todo lo contrario. En ese aspecto, Luana era refractaria a toda subordinación religiosa. Cuando Wil le recriminaba su falta de fe reía a carcajadas.
Ella amaba a sus padres sinceramente. Sus nombres, Camilo y Ana, ancianos de buena condición física. Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea. Él, uruguayo; ella, argentina. Habían adoptado a la muchacha siendo una beba de pocos días, aprovechando ciertas vinculaciones con la iglesia.
Ellos se sentían amados por su hija y así lo manifestaban a quien preguntara. Cuando la policía encontró sus cadáveres sospechó de los verdaderos sentimientos de la muchacha, pero semanas después, cuando también hallaron su cuerpo horriblemente mutilado, la descartaron como cómplice de Wil.
Luana, esa hija única destinataria de mimos y cuidados, era para ellos un tesoro magnífico. Un regalo que les dio la vida. Pero recelaban de su soltería, era lo único que no les gustaba de ella.
No comprendían por qué esa muchacha joven y bella se empecinaba en mantenerse a muy buena distancia del matrimonio y ni siquiera compartía su juventud en un noviazgo sin trascendencia. Y no fue que le faltaban pretendientes. Los tuvo y de muy buena posición social, algo que sus padres apreciaban. Cuidar del futuro no estaba necesariamente reñido con la pasión, aunque a veces no siempre fuera de la mano.
Después de todo, el matrimonio rara vez es pasión, y el suyo era testimonio de ello.
Cariño, nada de malos tratos, cuidados mutuos, buenos sentimientos. Pasión, esa que consume, nunca. La pasión era, para ellos, más un recurso hollywoodense que real. La vida cotidiana, con todas sus pequeñas y permanentes batallas para sobrevivir, no le dejaban al hombre y a la mujer común mucho espacio para la pasión. Por ello poseer buenos sentimientos cristianos, amor familiar, cariño marital, resultaba en una buena manera de vivir la vida hasta la muerte.
Cuando Camilo y Ana conocieron a Wil sintieron que algo no andaba bien. Era un hombre adulto, mucho mayor que su joven hija. Wil se ocupó de engatusarlo con sus galanterías, sus finos modales, su manera de tratar a Luana. La muchacha se ocupó cuidadosamente de ocultar que Wil era un hombre casado y con hijos. Sabía que sus padres no hubieran aprobado ese vínculo; eran personas aferradas a sus costumbres. Se trataba de dos católicos practicantes aunque no fanáticos, y ni por todo el amor a su hija hubieran aceptado una relación basada en el adulterio.
Los padres de Luana compartían la creencia de que el hombre adúltero es un ventajista y la muchacha que acepta ese vínculo es una tonta, no más que una frívola. Una mujer superficial. Así se lo había manifestado en cada oportunidad que el tema surgía en la conversación por fulana o mengana que eran reconocidas amantes de hombres casados y con familia.
Tal vez, aunque no lo confesaran, su rechazo no se debiera tanto al acto despreciable del hombre adúltero y a la frivolidad mujeril, sino porque se trataba de una relación sin futuro, sin perspectiva alguna.

Los hombres casados pasan por la entrepierna de las jóvenes y bellas muchachas y siguen rumbo. Solo esperan beber el néctar del sexo joven, llevarse su himen como trofeo para después exhibirlo impúdicos en las tertulias de los machos cabríos cuando se presenta la oportunidad de relatar sus coitos.
Esos hombres prometen amor eterno, falsamente casamiento, pero no quieren bajo ninguna razón otra familia que les complique su patrimonio personal. El dinero resulta muchas veces el verdadero parámetro del amor. Quien ama lo suficiente al dinero, deja poco amor para su esposa y mucho menos para su amante. Bastante debían esforzarse para ocultar a su esposa cuánto ganaban y cuánto gastaban, como para comprometer su peculio en otra familia que, por ser la segunda, reclamaría más y siempre más en competencia abierta con la primera.
Wil alguna vez le preguntó a Luana que haría si sus padres descubrieran que él era un hombre casado y con cuatro hijos.
—Eso no puede ocurrir, nunca –fue su tajante respuesta.
En verdad, la relación de ambos ya resultaba difícil de aceptar para Camilo y Ana por la diferencia de edad que había entre ellos. Eso, Luana, lo sabía perfectamente. Solo ver tan enamorada a su hija de ese hombre mayor los convenció de dejar de lado prejuicios razonables y aceptar la relación. Pero hubiese resultado un escándalo si llegaban a enterarse de que se trataba de un hombre casado y con cuatro ¡cuatro! hijos.
Para ella, que Camilo y Ana se enterasen de esa situación, equivalía a una catástrofe. Le harían la vida imposible. Creía que hasta serían capaces de buscar a la esposa de Wil para ponerla al tanto de la infidelidad de su esposo. Un escándalo insoportable. Luana estaba segura de que de ocurrir eso, Wil la abandonaría para evitar una división de bienes en las que llevaría las de perder. Sabía que él no estaba dispuesto a soportar el escarnio al que se vería sometido entre los mojigatos de su adinerado entorno social. Sus suegros lo denigrarían socialmente y ellos podían hacer cerrar muchas puertas que gracias a sus relaciones estaban abiertas para él.
Algunos se las tomarían contra él por considerarlo poco menos que un degenerado y otros por tratarse de un verdadero estúpido incapaz de tener bajo control una relación extramatrimonial. Tirarse una cana al aire, le dirían, es lo que todo hombre necesita y merece, pero dejarse atrapar por un coito clandestino, eso sí que era una soberana estupidez.
Así que Luana estaba segura de que su amado Wil se rendiría ante su cura confesor, rezaría lo que el cura le ordenara, diez, veinte, cien padres nuestros y avemarías, juraría reparar la infidelidad con toda la hipocresía que fuera necesaria, y no volverían a verlo nunca más.
Para Luana ese no podía ser su futuro. No había llegado hasta ahí para al final quedarse sin nada. Y, además, estaba perdidamente enamorada de Wil, por él hubiera hecho hasta lo imposible.
Así que todo se resumía en saber ocultar, saber mentir, saber engañar. Ella se ocuparía de que sus padres jamás supiesen de quién era su enamorado; sabía cómo engañarlos, cómo mentirles sin que ellos nunca pudieran percatarse de ello. Estaba dispuesta a cualquier costo a mantener ese secreto. Esa era la condición necesaria e indispensable para que, alguna vez, el amor fructificara en una relación estable y pública, no ahí, donde no se los toleraría. Lejos, muy lejos, en algún lugar paradisíaco. Ese era su ilusión. Las ilusiones también saben matar.
Luego de aquella vehemente respuesta a la pregunta de Wil, Luana guardó silencio. Pero su mirada fue muy reveladora. Wil tomó debida nota de esa mirada. Era profesor de psicología y comprendía el comportamiento humano como pocos. Extraía de una mirada la esencia de pensamientos ocultos a los que no era fácil comprender si no se tenía cierta capacidad cínica. Wil, justamente, atribuyó al modo de mirarlo por parte de Mary como una de las razones de la depredación de su cadáver.
Wil era profundamente cínico. Sabía que las personas a veces no se animan a hacer una confesión explícita. Sugieren, aluden sobre un asunto como si en verdad no les importara. Él era un especialista en extraer esos sentimientos ocultos, esos razonamientos espeluznantes que todas las personas alguna vez experimentaron. Y a veces bastaba una mirada, una cierta manera de mirar a los ojos del otro para comprender qué estaba escondido en los pliegues oscuros del alma humana.

Él supo tomar esa mirada como lo que fue, una sincera propuesta. Y tomó debida nota de esos ojos.
—Uno es lo que debe hacer –dijo sin querer pasar por misterioso. Luana lo escuchó con aparente indiferencia. Luego dejó de mirarlo y reposó su vista en un horizonte imposible de determinar. Había dicho bastante sin siquiera abrir la boca.
Wil apreciaba que Luana se esforzara de manera tan decidida y planificada en mantener oculta su condición de hombre con familia. Ese esfuerzo le dio el tiempo que necesitaba para completar su plan de fuga. Necesitaba de ese tiempo y que todo saliera del modo que había panificado.
Tiempo, plan, esfuerzo y entereza espiritual. Pero la espiritualidad de sus acciones era sobre lo que más ponía el acento. Todo giraba alrededor del verdadero espíritu que lo animaba y que estaba en la base de su extraña dualidad.

II

Impelidos por una vecina que insistió hasta el cansancio con lo raro que resultaba la ausencia de toda la familia, la policía decidió atender su reclamo. “Nada por escrito”, le respondieron a su exigencia de dejar asentada por escrito la denuncia. “No es el momento” fue lo último que escuchó la mujer de boca de uno de los policías. Sin embargo, ella no creía que su denuncia no fuera oportuna, habían transcurrido más de treinta días sin que hubiera señales de ninguno de los Wherner.
Dieron curso a la denuncia luego de un discreto trámite ante las autoridades superiores, quienes se comunicaron con la familia de Mary. Wil no tenían familiares a quienes consultar. Las autoridades de los colegios donde Wil trabajaba –se trataba de colegios que dependían de la curia y en los que su suegro era socio–, informaron que el profesor había tomado su licencia anual ordinaria como le correspondía. Confirmaron que en una oportunidad conversando en la sala de profesores, dijo que tenía preparado un viaje sorpresa para toda la familia. Pero a nadie le dijo dónde pensaba llevar a vacacionar a la familia.
Terminado ese período de licencia, no había regresado a sus clases, de lo que se deducía que, por lo menos, la ausencia de la familia Wherner era de no menos de cuarenta días. Los esfuerzos del personal administrativo por contactarlo habían resultado inútiles, nadie atendía sus llamados telefónicos y tampoco respondieron a su puerta cuando se hicieron presentes en el palacete de los Wherner.
También declararon que habían elevado a las autoridades de las casas de estudios sus angustias por la ausencia del profesor, pero que no habían recibido respuesta a sus consultas. El silencio de esas autoridades les resultó tan extraño como la misma ausencia del señor Wherner. Desidia del burócrata, siempre listo a dejar pasar lo que puede quitarle su calma chicha.

Los padres de Mary, Alfonso y Zunilda, confirmaron la coartada a la policía. La propia Mary les dijo que la familia completa saldría de vacaciones, aunque no alcanzó a decirles a dónde. Ella se justificó afirmando que se trataba de “una sorpresa que Wil nos quiere dar a mí y a los chicos”. Tal vez porque hacía mucho tiempo que la familia completa no salía de vacaciones, tal vez porque Wil les había confesado que estaba concursando con buen pronóstico para un alto cargo ministerial, los padres de Mary no tomaron con demasiada preocupación el secreto destino del viaje familiar. Hasta les pareció un gesto cariñoso para con ellos, una magnífica sorpresa para alegrar a los muchachos, a la bella Dafneé y a la esposa, para celebrar ese posible ascenso en la burocracia del Estado. Así que tomaron con naturalidad ese secreto, a pesar de que Wil no era un hombre de dar sorpresas. Metódico y previsible, todo lo que hacía estaba minuciosamente planificado.
El padre de Mary recordaba cada palabra que le dijo su hija en esa última conversación. Quedó pendiente un llamado, Mary se lo prometió, una vez que Wil rebelara el destino en el que vacacionarían, para informarles dónde se alojarían y así poder comunicarse durante la ausencia. Pero ese llamado nunca se concretó. Solo Wil se comunicó con ellos en una oportunidad y se negó a darles el paradero de la familia. ¿Cómo tomaron esa negativa? Con rabia pero sin sorpresa. Wil era posesivo y autoritario. Los padres de Mary consideraron que confrontarlo sería inútil y hasta contraproducente. Mejor que su hija y sus nietos disfrutaran de las vacaciones. Ya habría tiempo de recriminarle a Wil su comportamiento. Por eso ni pensaron en un alerta temprano sobre el destino de la familia. Por otra parte, jamás pudieron imaginar semejante masacre. El matrimonio nunca se recuperó de la tragedia. Ambos murieron tiempo después de la revelación de los crímenes de Wil.
Antes de librar la orden de allanamiento a la propiedad, el Juez sugirió que los investigadores buscaran el automóvil de la familia. No explicó sus razones. El palacete, a pesar de sus dimensiones, no tenía garaje. Los Wherner guardaban su viejo, pero cuidado automóvil –se trataba de un Volkswagen Gold del año 1999–, en una cochera que distaba a una cuadra de la casa.
El encargado de las cocheras explicó que hacía más de un mes que no estaba estacionado en su apartado el viejo Volkswagen Gold negro del “señor Wil”. Un equipo se dedicó a la búsqueda del automóvil de la familia Wherner. Tal vez no lo hizo con toda la dedicación que el caso requería, ya que tardaron demasiado tiempo en encontrarlo y ni siquiera fue mérito de los investigadores, sino que el hallazgo se produjo por la denuncia de un vecino que sospechó del automóvil que un desconocido lo había dejado abandonado frente a su domicilio.
Luego de recibir la información sobre la desaparición del automóvil de Wil, el Juez se decidió a librar la orden de allanamiento. Antes les reclamó a los investigadores absoluta discreción. La familia Wherner y en especial los padres de Mary, pertenecían a la elite ciudadana y no había en el Juez ni el menor ánimo de provocar un escándalo. Se especulaba con su posible riqueza, al menos de la familia de Mary, y también con su aristocrática condición heredada de las familias europeas. Para más, la curia estaba involucrada porque Wil era profesor en varios colegios religiosos, la familia era un modelo cristiano de convivencia y el padre de Mary era socio capitalista en el negocio de la educación privada de la curia.
Tomando todos los recaudos del caso, respetando juiciosamente la recomendación del Juez, la policía ingresó por primera vez a la vivienda. Los investigadores no concurrieron en autos policiales, lo hicieron en los propios que estacionaron a dos cuadras del domicilio, para no llamar demasiado la atención.
Se trató de una reducida comitiva. Cuatro investigadores y un cerrajero que trabajaba al servicio de la policía que fue quien les franqueó la entrada con total discreción. No fue difícil. Las cerraduras de la puerta de entrada a la vivienda eran comunes, de escasa y casi nula seguridad. Muchas veces, amigos y familiares insistieron para que se cambiaran las cerraduras, pero Wil siempre ignoró esas recomendaciones. “Nadie vendrá aquí a robar nada” respondía defendiéndose de quienes cuestionaban su pobre apego a las medidas de seguridad. “Además” –diría Wil con tono misterioso– podrían llevarse una sorpresa al entrar a esta casa sin permiso”.
Antes de concurrir a la vivienda, la policía convocó a la vecina denunciante a la sede policial. Lo hizo para evitar que la mujer, que estaba muy pendiente del destino de la familia Wherner, se inmiscuyera durante la requisa y estropeara con su nerviosa vehemencia el pedido de discreción de su Señoría. La mujer concurrió al despacho de la policía y allí se la retuvo con argumentos baladíes.
Los detectives ingresaron, en total, en cuatro oportunidades a la vivienda. Recién en el cuarto allanamiento encontraron las cinco tumbas. La noticia causó estupor en las autoridades judiciales y políticas que lograron por un buen tiempo impedir que la revelación se hiciera pública. Los responsables de las tres primeras inútiles incursiones en la casa, se vieron en figurillas para explicar semejante ineficacia. Nunca se aclararía realmente si ese error se debió a estupidez o mala disposición.
En la primera ocasión en que ingresaron los investigadores al palacete no encontraron evidencia de algún crimen, de un suceso que mereciera una pesquisa policial. Así informaron.
Todo sugería que, en efecto, la familia se ausentó de la casa por su propia voluntad para salir de vacaciones. La prolongada ausencia tal vez se debiera a que “la familia decidió cambiar de vida”, dejar la soporífera rutina de tantos años de hacer lo que se debía y no lo que se deseaba y que los iba corroyendo como una enfermedad terminal. Frente al hastío, el comportamiento humano puede ser impredecible. Este fue un argumento repetido sin ningún “respaldo probatorio”.
Puede ocurrir que una familia se cansa de vivir sometida a una rutina monótona y aburrida, y pacta huir de ella sin considerar que el resultado no sea el esperado. La aventura de lo desconocido puede ser tentadora. Si Wil, su esposa y sus hijos se amaban como todos creían, dicha aventura, lejos de perjudicar la unión familiar, la consolidaría. El amor hace enfrentar las ingratitudes de una manera distinta a la patética resignación que la religión reclama a sus fieles.
Los investigadores comprobaron que en la casa no había el menor desarreglo, todo lucía en perfectas condiciones. No había evidencia de violencia alguna. Todo aparentaba estar en perfecto orden. Así lo hicieron constar en el informe reservado que elevaron a su Señoría.
Durante esa primera incursión no se tomaron fotografías, algo que en ese momento pareció razonable porque respondía al pedido de discreción del Juez. Luego, esa decisión, se la consideró un error que había que lamentar, una grave falla de procedimiento policíaco. Como siempre, un personal del escalafón más bajo pagó el supuesto error con un sumario y una suspensión. Sin responsabilidad alguna, el tipo terminó ahí su carrera policial. Al poco tiempo renunció y nadie supo más nada de él.
Wil y su familia vivían en un palacete ubicado en un lugar excepcional de la ciudad. La fachada se apreciaba descuidada, pero su interior lucía bien conservado y muy limpio.
La puerta de entrada daba a una amplia recepción que estaba amueblada con lujosos sillones que parecían muy confortables. De la recepción se pasaba a una sala de estar en la que Wil solía fumar su puro y beber un exquisito cognac que su suegro le regalaba periódicamente.
Luego seguía un gran living-comedor. Una mesa para doce comensales, cómodamente dispuestos, ocupaba el centro del amplio salón. Doce sillas perfectamente acomodadas rodeaban la mesa. La araña que pendía sobre la mesa era descomunal. Bronce, tulipas de cristal de Bohemia, adornos del mismo cristal. Deslumbrante.
El palacete contaba con diez habitaciones, un confortable escritorio en una especie de entrepiso, tres baños, dos cocinas, una de ellas contaba con una espaciosa despensa, y el extenso terreno baldío en los fondos. Veintidós metros de frente por sesenta metros de fondo. La casa valía una verdadera fortuna. Era parte de la herencia que Mary recibió de sus abuelos paternos.
La recepción lucía ordenada y limpia, tanto como la sala de estar y el amplio comedor principal. El olor perfumado de la cera impregnaba el ambiente con su particular perfume.
En el piso superior estaban las habitaciones donde dormía la familia. Las camas estaban tendidas perfectamente. Llamó la atención de los policías, la prolijidad con que todo estaba dispuesto. Mostraba un cuidado excepcional que demostraba que quien se ocupaba del orden tenía en cuenta hasta el menor de los detalles.

Los cubrecamas no mostraban ni una arruga; rosa el de la cama de la muchacha, verdes azulados los de las camas de los varones, azul ultramarino el de la cama del matrimonio.
La curva que describían las almohadas era perfecta. Sobre las almohadas, primorosos almohadones que combinaban con cada cubrecama.
En todas las habitaciones un tapete colorido estaba a la derecha de cada cama colocado cuidadosamente. En la habitación matrimonial el mismo tapete, uno a cada lado.
En todas, pequeños floreros adornaban las mesas de noche junto a unas delicadas lámparas de bronce y tulipas de cristal muy fino, delicadamente decorado. Arriba del respaldo de la cama matrimonial, un Cristo se lucía tan sufrido como brillante, trabajado en bronce de calidad, que echaba pequeños brillos cuando era iluminado por las linternas de los detectives.
En las otras habitaciones, las destinadas a los huéspedes ocasionales, los colchones estaban envueltos en un grueso nylon, y sobre la cobertura de plástico una especie de lona áspera y pesada que protegía todo el mueble. Algo de polvo se acumulaba en las mesas de noches y en las sillas colocadas a un lado de las camas en todas esas habitaciones. Era un polvillo de treinta días, nada extraordinario.
Los baños estaban verdaderamente impecables, uno en la planta baja y otro muy amplio y lujoso en el piso superior. Ese disponía de un amplio jacuzzi que invitaba a un baño cálido y reparador.
Las cocinas lucían impecables, olían a limpio como si allí nunca se hubiera calentado ni una taza de agua para un té.
Las heladeras, había dos, estaban vacías y desconectadas. La casa disponía de una cámara frigorífica que había dejado de funcionar hacía mucho tiempo. Era de cuando la familia de Mary compraba reces que almacenaba para sus pantagruélicas fiestas.
El amplio terreno al fondo era lo único que no mostraba la menor dedicación. No había pasto ni plantas. El suelo se apreciaba barroso. Ese espacio de tierra no parecía pertenecer a la casa.
No había rastros de que alguien hubiera estado merodeando por el lugar. De haber ingresado alguien por esos fondos, debería haber dejado sus huellas. Los investigadores se convencieron de que por allí no había andado ninguna persona.
Solo un enorme árbol muerto en el centro del terreno permanecía como expectante ante los incrédulos investigadores. En una de sus ramas, la más alta de todos, un pájaro negro reposaba mirando a los policías que le dedicaron cierta atención a la misteriosa ave.
Los detectives abandonaron la propiedad convencidos que no había ocurrido ningún crimen. Sugirieron que la explicación había que buscarla en el supuesto destino de los veraneantes. O se habían fugado por una razón todavía desconocida, y en ese caso había que revisar el estado bancario de la familia, o en ese lugar de veraneo les podría haber ocurrido una lamentable desgracia. Ese destino seguía siendo un misterio todavía.
Esperaban que siguiendo la pista del automóvil llegarían por fin al lugar de descanso y allí sí estarían en condiciones de saber qué paso con la familia Wherner.
Pero luego de la primera incursión que no arrojó evidencia alguna, no solo la vecina insistió sobre la desconcertante ausencia de la familia. El propio Juez no estuvo conforme con los resultados. Es posible que el Juez ya no estuviera preocupado por el destino de los Wherner, sino por el destino de su propia carrera judicial. Una decisión equivocada, una acción liviana y algo irresponsable o sospechosa ante la desaparición de una familia de la clase pudiente, podía tronchar su impecable y meteórica carrera. La curia solía ser implacable con aquellos que no hacían los máximos esfuerzos para satisfacer sus reclamos y brindar explicaciones razonables a fenómenos simples o extraordinarios. Convencido de la necesidad de despejar toda duda posible, ordenó un segundo allanamiento.

La pesquisa arrojó el mismo resultado. No había nada que sugiriera a los detectives que allí se había cometido un crimen. No es fácil deshacerse de seis personas, fue la explicación. No es un juego de niños disponer de seis personas adultas o prácticamente adultas. No estaban tratando con la desaparición de una persona, sino de seis que lo habían hecho sin dejar el menor rastro.
El propio jefe de crímenes complejos exigió un tercer allanamiento luego de mantener una conversación con el Obispo. El resultado también fue negativo. En todos los hombres cundía cierto escepticismo (real o fingido) sobre qué había ocurrido realmente con los Wherner.
El fracaso de ese tercer allanamiento hizo considerar a las autoridades políticas si no era conveniente convocar a otro equipo de investigadores, uno que estuviera al margen de las tres primeras incursiones y pudiera actuar sin prejuicios.
Los detectives que habían realizado los tres allanamientos regresaban siempre con los mismos resultados. No hallaban ninguna pista, ninguna evidencia, aunque fuera mínima del destino de los Wherner.
Los padres de Mary estaban a punto de perder la paciencia y hacer pública la desaparición de su amada hija y sus cuatro nietos. La pareja empezó a sospechar de Wil y no había modo de que disimularan su recelo contra el esposo de su hija y el disgusto que sentían por la investigación policial. Para colmo, la vecina denunciante se estaba volviendo incontrolable. Cuando la policía le informó que dejaba de ser testigo para ser sospechosa de un crimen múltiple, la mujer estalló en un ataque de furia y amenazó con concurrir a la televisión para denunciar la desaparición de la familia y la ineptitud, así dijo, “ineptitud e indolencia” de los investigadores. El Juez decidió dictarle el arresto preventivo para impedir que su filosa lengua echara todo a perder. De ese arresto, la inquieta vecina fue liberada una vez que los homicidios se hicieron públicos.
A los desesperados padres de Mary, el Juez les prometió encontrar al hombre adecuado para la investigación.
Un joven e inteligente detective fue convocado para el cuarto allanamiento. No se lo conocía por el nombre, solo sus iniciales eran mencionadas cuando una autoridad requería sus servicios. “HM” era convocado para trabajos difíciles. Los envidiosos camaradas suyos lo bautizaron “Troll” porque era bajito y muy feo. Él nunca se dio por aludido porque estaba convencido de que su altura era la altura promedio del homo sapiens sapiens, y su belleza radicaba en su inteligencia. Lo demás era cáscara inútil, tan inútil como la mayoría de sus limitados colegas. Su voz era lo más característico que tenía después de su cabellera siempre despeinada, era áspera y ruda, y contrastaba con su aparente fragilidad. De todos modos, era de hablar poco, solo lo justo y necesario.
“HM” era oriundo de un pequeño pueblo del interior. Nunca hablaba de su familia, nadie sabía si la tenía, si era soltero o casado, si practicaba algún deporte (no parecía muy atlético), y cuando le daban un caso no se tomaba descanso alguno mientras durara la investigación. Parecía tener la capacidad de poder no dormir durante días dedicado a resolver el crimen. Donde se producía una novedad vinculada a su investigación, ahí estaba, atento en el lugar de la revelación, observando la evidencia, tomando nota en su pequeña libreta de anotaciones.
Era él mismo un misterio que provocaba curiosidad en algunos de sus colegas e intenso rechazo en la mayoría de los otros.
Leyó con atención los informes, las reiteradas declaraciones de la angustiada vecina y las confesiones de los colegas de Wil. Luego pidió que lo llevaran a la casa de la familia Wherner.
Un oficial de rango medio que respondía al nombre Venancio López, lo acompañó. El agente que custodiaba la puerta de entrada les franqueó el ingreso.
López ofició de lazarillo, lo condujo por toda el palacete, deteniéndose en cada habitación para explicar que nada se había encontrado en toda la vivienda. Requisaron el escritorio donde Wil trabajaba, después los baños, luego las cocinas. “HM” revisó con mucha dedicación la despensa y tomó nota de todas sus observaciones.
Luego pidió a López que lo llevara al fondo, al amplio terreno en el que se erguía el enorme árbol muerto y en el que reposaba el ave negra. Cuando el ave vio a “HM”, dejó su cómoda posición sobre la rama y voló descendiendo varias ramas. El pequeño “Troll” sonrió despreocupado.

El día anterior a esa cuarta irrupción policial llovió torrencialmente, así que el lugar se había transformado en un verdadero barrial.
Desde la cocina, echó un vistazo al terreno, se detuvo en el descanso de la escalera y observó el lodazal en que se había convertido. Alzó la vista para alcanzar la altura del viejo árbol. Se detuvo unos segundos en el ave y luego volvió la vista al terreno. Se puso en cuclillas y permaneció observando con mucho detenimiento el espacio que había entre el terreno y la casa elevada sobre las columnas. Recordó la primera declaración de la vecina. “Ruidos como si cavaran”. Miró a su acompañante que quedó expectante de la actitud de “HM”.
—¿Qué hay debajo de la tapa en el piso de la despensa?
—Es la tapa de la cloaca –respondió López con mucha seguridad.
“HM” señalo a algún lugar debajo de la casa.
—Sin embargo, los caños de la cloaca no salen de ese lugar, sino de aquel otro –señaló en sentido contrario a donde estaba la despensa–, deberíamos retirar esa tapa.
—Pediré ayuda. Las tapas de cloacas sueles ser pesadas y estar bien selladas.
—¿Por qué no la retiraron? ¿No intentaron abrir?
López vaciló.
—Oler mierda… ¿Quién quiere oler mierda? –respondió con cierto pudor.
—Todo nuestro trabajo es oler mierda humana, cuando no comerla.
López quedó desconcertado. Nunca pudo olvidar esas palabras y, con el tiempo, las halló completamente ciertas. Quienes investigan homicidios como el que estaban por descubrir, sienten que comen mierda humana a cucharadas. El asesinato de “HM” resultó, para López, mucho más que una buena cucharada de mierda.
—Voy a pedir ayuda para mover la tapa. –López convocó a una consigna.
“HM” movió su cabeza afirmativamente y se dispuso a esperar la apertura.
De uno de sus bolsillos extrajo una cigarrera. Las cigarreras estaban en desuso, pero “HM” se mantenía fiel a su costumbre de cargarla con la cantidad justa de cigarrillos que fumaba por día. Ni uno más, ni uno menos. Tomó uno de los cigarrillos. Lo puso entre sus labios y lo encendió con su viejo encendedor Carusita.
Esperó que López regresara con su ayudante. Lo miró sin dureza, como si en realidad no lo estuviera mirando a él sino a algo que flotaba en el ambiente de la casa. Exhaló algo del humo del cigarrillo y sin mirar a su acompañante pregunto:
—¿Recuerda qué dijo la vecina en su declaración?
—No la leí, señor. No es mi tarea. Estoy aquí porque era el único disponible para acompañarlo.
“HM” le acercó su libreta para que leyera. El hombre leyó varias veces dos de las páginas llenas de anotaciones en una pequeña y exquisita letra cursiva, y luego solo atinó a rascarse la cabeza. Devolvió la libreta y tartamudeó por unos segundos.

III

¿Qué dijo la vecina en su primera declaración?
—Ruidos, ruidos, ruidos. –Así dijo la mujer a la policía en su primera declaración. Ella oía ruidos extraños.
—¿Qué ruidos, señora? –el escéptico interrogador no dio crédito a lo que la mujer declaraba.
—Yo podía escucharlos todos los días, entre las ocho de la mañana y el mediodía. Como si cavaran sin prisa pero sin pausa.
—¿Durante qué tiempo escuchó esos “ruidos como si cavaran”? –La inflexión de la voz del interrogador rozó la burla.
—Meses –respondió la mujer con absoluta convicción.
—Meses. ¿Cuántos meses?
—Por lo menos seis, y no sé si alguno más. –Los sucesos, cuando se extienden rutinariamente en el tiempo, se van esfumando como un simple humo y pueden disimular aquello que les dio origen.
—¿Y nadie más que usted reparó en esos “ruidos de como si cavaran” durante “seis largos meses o…? –el interrogador suspendió la letra “o” en la punta de la lengua–, o incluso más de seis meses”?
La mujer no podía responder a ello. Solo su casa daba al fondo del palacete de los Wherner. Detrás de la medianera que separaba el terreno de la casa de la familia del de la suya, ella solo podía escuchar esos“ruidos” extraños de que hablaba, pero no ver a qué respondían.
—¿Escuchó voces, señora? –la pregunta del interrogador era totalmente capciosa.
—Nunca.
Fue una decepción para el hombre. Era lo que precisaba para hacerla pasar por “loca que escucha voces”.
Por otra parte, nadie podía imaginar a Wil cavando, cavando y cavando, haciendo un ruido apenas perceptible para una atenta y chismosa vecina, de la mañana al mediodía, todos los días, durante por lo menos seis interminables meses de acuerdo a la declaración de la atribulada mujer.
Wil no era un debilucho, pero no era un hombre acostumbrado a trabajos pesados. Era un profesor de escuela media. Por otro lado, una cosa es jugar al tenis o hacer un poco de natación, y otra cavar y cavar y cavar durante seis meses. Ese era trabajo de un peón de albañilería, de esos que hacen los trabajos menos calificados y más sacrificados y están acostumbrados a constantes esfuerzos físicos.
De todos modos, el Juez, temeroso de pasar por indolente, ordenó pasar revista al terreno.
Los investigadores, para su satisfacción y disgusto del Juez, no hallaron evidencia de que alguien hubiera removido la tierra. El terreno estaba descuidado, era evidente que los Wherner no se preocupaban por la jardinería. A simple vista se notaba que nadie había cavado ni siquiera un pequeño hoyo. Mucho menos seis fosas.
Solo el enorme y muerto árbol dominaba el terreno, y sobre el árbol muerto, el ave negra.
En la tierra no había rastro ni siquiera de una pisada. Ninguna una huella. Nada. Para los investigadores la mujer fantaseaba. Y no resultaba descabellado sospechar de ella.
La vecina insistió que lo que realmente motivaba su insistencia, era ese “presentimiento” que tenía desde hacía, justamente, algo más de seis meses.
—Es como una puntada justo aquí –declaró a los investigadores que debieron esforzarse para no estallar en carcajadas.
—¿Justo dónde, señora? –preguntó uno de los detectives con el único propósito de que, al escuchar la confesión de la mujer, todos los demás se echaran a reír.
—Aquí, justo aquí –decía la mujer mientras señalaba su seno izquierdo, tratando de explicar que era en el corazón donde sufría ese dolor tan peculiar.
Pero un presentimiento no es suficiente para promover una investigación por la desaparición forzada de seis personas. Menos un presentimiento que surge detrás de un seno flácido y arrugado.

Pero la declaración de la vecina mereció toda la atención de “HM”.
Antes de proceder con el cuarto allanamiento, mientras esperaba el arribo de los colegas para colaborar en la pesquisa, el taciturno investigador volvió sobre sus notas, en la pequeña libreta, y las leyó con absoluta concentración. Reflexionó tratando de comprender la psicología de cada uno de los integrantes de la familia.
Los muchachos Antoine y Baptiste, que pasaban por mellizos, eran jóvenes que ocupaban sus días estudiando, haciendo algunos deportes y buscando novias con que pasar un buen rato.
Cédric, al que todos los interrogados calificaban como “misterioso” por su aspecto andrógino que deliberadamente acentuaba al depilarse con obsesión, no era muy sociable y hasta provocaba rechazo en ciertas personas, no así en las muchachas más desprejuiciadas. Dafneé era un cascabel. Así de bella y así de risueña.
La señora Mary era amable y siempre bien dispuesta. Todos señalaron su cuidado aspecto, aunque nunca pasó por vanidosa. Era una bonita señora de algo más de cuarenta años, siempre con una sonrisa en los labios.
Wil era obsesivo. Todos coincidieron en señalar ese rasgo. Tan obsesivo como meticuloso. Sus alumnos se referían a él de ese modo, aunque no por rechazo. El cuerpo de profesores lo hacía hasta con admiración, una suerte de encantamiento difícil de explicar sin considerar su ascendencia aristocrática y la fortuna que se le atribuía a la familia.
Wil era de estatura media, bien parecido, inspiraba confianza. ¿Un rasgo en particular? Sus manos, dijeron tiempo después algunos testigos. No pequeñas, cortas. Extrañas hasta para cometer un crimen o acechar una caricia. Dedos rechonchos, equivocados. Una anatomía descuidada en un hombre que era todo cuidado. Una anomalía anatómica. Pero que nunca mereció mayores reparos.
El señor Wilhelm era un hombre obsesivo, meticuloso, planificador, extremadamente pulcro y celoso de cuidar todos los aspectos públicos de su vida. No se le conocía ningún vicio, ningún acto violento, nunca se lo había oído alzar la voz, decir algo demás, ofender a un alumno o alumna, mucho menos a un colega. Siempre tenía palabras reconfortantes para quien atravesaba un momento difícil. Era riguroso con sus alumnos, pero era considerado un hombre justo.
Todos los domingos en misa, padre y esposo ejemplar. Un verdadero enigma a develar.
En medio de sus lecturas y cavilaciones, López volvió con su ayudante para remover la tapa y arribaron otros hombres que iban a colaborar con el trabajo.

IV

A simple vista, debajo de la casa, en el amplio cobertizo que resultaba del espacio entre el terreno y ella, solo había trastos viejos.
Entre el terreno y la casa habría no más de un metro y medio de distancia. Si alguien hubiera cavado durante meses, debió haber realizado el trabajo, de manera muy incómoda, durante horas. Un hombre de la altura de Wil, de acuerdo a su historia clínica, no entraba allí de pie.
Tampoco los miembros de la familia eran de una altura promedio; la más baja era Mary, que medía ciento sesenta centímetros. Los tres varones median, promedio, ciento setenta centímetros. Dafneé, ciento sesenta y cinco centímetros.
En el cobertizo se apilaban en aparente desorden tarros oxidados de pintura, algunas viejas herramientas de jardinería que, era evidente, nadie usaba desde hacía mucho tiempo, algunos muebles arrumbados y el descarte de juguetes infantiles.
Nada provocó curiosidad durante los tres primeros allanamientos. Pero para “HM”, todo parecía guardar un sugerente orden, una delicada distribución a pesar del aspecto de abandono que mostraba el lugar.
No se apreciaba tierra removida, tampoco que un animal hubiese estado hurgando entre los trastos, ni que una persona hubiese pisoteado el lugar.
Uno de los hombres recién llegados dijo en voz alta “¿y ahora qué mierda quiere el pequeño Troll?” López cruzó con su dedo índice los labios pidiendo silencio.
Pero “HM” escuchó perfectamente al recién llegado. Desde el lugar donde permanecía en cuclillas mirando la tierra debajo de la casa, dijo sin perder la calma “López, quite la tapa del piso de la despensa”. Eso hizo sin demasiado esfuerzo con la ayuda del consigna. Los otros miraron expectantes. La tapa no daba acceso al sistema de cloaca, sino a otra tapa de fibrocemento.
La segunda tapa no era fácil de distinguir desde donde “HM” observaba la gruesa loza de hormigón que resultaba el contrapiso de toda la casa. Las separaciones entre la segunda tapa y el bloque de hormigón estaban disimuladas por unas líneas que corrían de un lado al otro de la casa formando una cuadrícula; habían sido pintadas con mucho cuidado con pintura asfáltica. Para “HM”, esa prolijidad daba cuenta de una tarea realizada por una persona muy meticulosa y prolija, como el señor Wilhelm Wherner. Posteriormente, descubrió que esa cinco cuadrados del dibujo de esa cuadrícula, coincidían con los cuadrados de las cinco tumbas. Una perversión en espejo.
Los policías retiraron la segunda tapa. De ahí se accedía al terreno bajo la casa sin tener que ingresar por los fondos barrosos donde ser erguía el enorme árbol y reposaba la extraña ave, ni por los angostos senderos de tierra que quedaban a cada lado de la mansión.
“HM” dejó de observar bajo la construcción y se dirigió a la despensa. Los policías le abrieron paso. López se mantuvo atento.
Se echó al piso y asomó la cabeza por la abertura. En esa posición pudo observar todo el cobertizo. Lo repasó varias veces con la mirada. Prestó atención a cómo estaban distribuidos los trastos que se hallaban bajo la casa.
Como supuso, la organización de los bártulos no era ta inocente. Al verlos, su mente describió una cruz formada por cinco cuadrados ideales. En un extremo, uno de los cuadrados imaginarios, y en su centro, lo que parecía una pequeña cuna. En el extremo opuesto, otro cuadrado, y en su punto central, un oxidado triciclo.
A un lado, a la derecha, visto desde la posición en que “HM” estaba junto a la escalera que salía de la cocina, otro cuadrado de dos metros por dos metros, y en su centro un antiguo camión fabricado con madera cargado de piedras de canto rodado. Una caja de madera de la que no se podía ni ver ni deducir su contenido, a la izquierda. Al centro, rodeado de los otros cuatro cuadrados ideales, el quinto y principal que daba origen a la cruz hacia cada lado, una gran maceta de cemento de forma oblonga en el centro del cuadrado imaginario. La maceta era gris y estaba vacía.

Cada cuadro imaginario tenía dos metros por lados, así que cada brazo de la cruz medía seis metros de lado a lado. Como la casa medía 20 metros de frente, dejando un pasillo de un metro de ancho a cada lado, por treinta metros de fondo, la cruz imaginada por “HM” comenzaba a los siete metros del frente de la casa y terminaba a la misma distancia del fondo. A los lados, 12 metros separaban a los cuadrados imaginarios de los límites de la construcción. Desde afuera, no era fácil de apreciar la deliberada distribución de los bártulos en ese espacio oscuro.
Su primera deducción fue que se trataba de cinco tumbas. Una tumba por cada cuadrado imaginario. Pero los desaparecidos eran seis. Ese era un inconveniente en su razonamiento. Sin embargo, no se sintió molesto por esa conclusión.
“HM” sospechó desde el principio que por lo menos uno de los miembros de la familia tenía que estar involucrado en aquellas extrañas desapariciones. Ese “uno” no podían ser las mujeres. La descripción que leyó de ellas decía que eran de contextura delgada, para nada atlética. Demasiado débiles para atacar a cuatro hombres, alguno de ellos fornido, para luego mover los cadáveres sin dejar ninguna huella. Eso señalaba a uno de los varones de la familia como uno de los posibles asesinos. Por entonces, no descartaba cómplices.
“HM” permaneció echado durante un largo tiempo; la incómoda posición no parecía molestarlo, López lo observaba absorto, nunca antes había visto en acción al “pequeño Troll” del que tanto había oído hablar quejosamente de él.
“HM” reparaba en la distribución de los trastos. Pidió una linterna militar que son de luz muy potente. El oficial bocón, el que se mostró fastidiado por el trabajo, llevaba una. López se la acercó sin hacer preguntas.
Alumbro detenidamente hacia donde estaba cada uno de los bártulos. No distinguió ni una sola pisada. Eso lo preocupó. Tal vez su primera deducción fuera una tontería, una sospecha infundada. Para despejar la duda debía pedir la concurrencia de un equipo forense y ese siempre era motivo de discusiones. ¿Cómo convencer a los superiores que allí había cinco tumbas con cinco cadáveres después que tres comisiones policiales requisaron el lugar y afirmaron no encontrar nada que permitiera sospechar un crimen?
No tenía opción. O daba crédito a su sospecha o ahí mismo abandonaba la investigación confirmando lo que ya había sido defendido por tres comisiones policiales. Si no hacía lo que creía mejor, no sería ese “pequeño Troll de mierda” que tanto aborrecían sus colegas.
—Llamen a un equipo forense. Vamos a cavar aquí abajo.
Su voz ronca y seca sonó más arenosa que nunca. Nadie se atrevió a contradecirlo.

V

No solía permitirlo. Lo que él miraba no debía observarlo otro detective. Decía que la segunda mirada seguro echaba todo a perder. Cuando un crimen era observado por un segundo detective, el muerto se despojaba de la perspectiva inicial y empezaba a dar señales confusas. Habilidad de los muertos de despistar a los investigadores ocasionales. Luego los peritos terminaban por arruinar las pruebas. Ellos completaban la voluntad de los muertos. Eran, para “HM”, experimentados profesionales en arruinar las mejores evidencias.
“HM” y los peritos no disimulaban que se aborrecían mutuamente. Salvo con Duro Cosido, así apodado porque se decía que las muchas suturas que llevaba y por las que nunca rindió cuentas, se las había realizado él mismo sin anestesia alguna. Era un verdadero tipo rudo, que sabía y podía suturar sus propias heridas sin sentir, aparentemente, el menor dolor.
Duro era de su confianza y compartían la misma perspectiva de los homicidios, algo extraordinario en ese seleccionado de mediocres burócratas a los que lo que menos les importaba era hacer justicia con los criminales.
“HM” sabía que su propia mirada era más que suficiente para descifrar un homicidio al instante. Era un ojo entrenado para el crimen. Pero en ese caso hizo una extraña concesión, toleró que cada uno de los que quisieron se asomaron por aquella abertura para observar el supuesto cementerio bajo la casa y sacara sus propias conclusiones.
Todos, cada uno a su momento, lo hicieron. El escepticismo cundió entre todos ellos. Solo “HM” se mantuvo en sus convicciones, confiando en sus cinco sentidos y en su manera tan especial de reunirlos en un pensamiento acertado. Ninguna mirada torcida, ninguna sonrisa aviesa, ningún comentario con doble intención, lo hizo dudar de su convicción.
Él sabía, por los mohines en los rostros de sus colegas, que esperaban una distracción suya para apostar fuerte por el seguro fracaso del “pequeño Troll de mierda”. El placer de ganar una buena suma de dinero apostando al fracaso del detective, no era nada comparado con el placer que sentirían con la humillación que significaría que el pronóstico de “HM” fuera errado.
Esperó sentado a la mesa de la cocina en una amplia silla de madera lustrada a caoba. Un almohadón de color rojo hacía mullido el asiento.
Era una mesa amplia que ocupaba el centro de la cocina comedor. Un mantel de hilo blanco prolijamente extendido la cubría. En medio, un centro de mesa de fino cristal tallado.
Al palpar la mesa, pudo reconocer por esa rara vibración que queda de los humanos antes de la muerte, qué lugar ocupaba cada integrante de la familia al compartir la mesa para las comidas diarias. Él escogió el lugar que debió ocupar Wil, y la penetrante electricidad que recorrió su cuerpo al tomar contacto con la mesa, le dio la seguridad que ese fue el lugar que ocupó el homicida antes de cometer sus horribles asesinatos. Allí quedó un resabio de su criminalidad que “HM” absorbió por completo. Ósmosis del crimen que en forma de sutil vapor penetró por los poros de la piel e incorporó a su propia humanidad.
Fumó dos cigarrillos, uno tras otro. No era habitual en él fumar dos cigarrillos seguidos. Pero ese humor criminal que Wil dejó y que él absorbió, lo invitó a fumar sin pausa.
Fumaba cigarrillos negros sin filtros. Sabor espeso y amargo. El humo pasaba por la garganta como el desliz de papel de lija de granulado muy fino, que limaba las cuerdas vocales hasta dejarlas casi pulidas como la de un tenor capaz de alcanzar notas, muy altas y dar el Do de pecho como si nada. Luego la voz volvía a su condición terrosa.
Usó de cenicero la tapa de un frasco vacío que lucía una etiqueta impecable de dulce de frutilla. Las frutillas eran gordas y rojas, y la limpieza del frasco, sin haber arruinado la bella etiqueta, le reafirmó su idea de cómo era la personalidad de Wil, un hombre que debía tener “todo bajo control”. Ese era el rasgo más peculiar del asesino. Se podía lavar un frasco hasta dejarlo impecable, sin una mancha, sin dejar una marca en la colorida etiqueta que lucía las gordas y jugosas frutillas de intenso color rojo.

Alguien pretendió hacerle notar que podría estar contaminando la escena del crimen. “HM” lo ignoró olímpicamente. El homicida se había ocupado a conciencia de limpiar el lugar para que no quedara ni el menor de los rastros. Para “HM” eso era más que evidente.
La “escena del crimen” que sí importaba, y de eso estaba seguro, estaba debajo de la casa, en ese espacio oscuro que quedaba entre el terreno y la loza de hormigón del piso del palacete. Esa “escena del crimen” que las tres comisiones policiales habían ignorado por inútiles o por haraganes o por otras razones, era el lugar de sus certezas.
“HM” se inclinaba por creer que la incapacidad de hallar los cadáveres de la familia se debía a la holgazanería de sus mediocres camaradas. En eso podía resultar ingenuo. Creía conocer al personal policial como ninguno. Cualquier rasgo de soberbia en un hombre como “HM” podía resultar en un error fatal. La soberbia impide siempre apreciar detalles reveladores.
“Holgazanería de mediocres camaradas”, así especuló.
Haraganes.
Gordos haraganes.
Anoréxicos y bulímicos, haraganes.
Fumadores haraganes.
O alcohólicos haraganes que aporreaban a su esposa al regresar a casa llenos de la mierda sustancial que ningún detective de homicidios podía evitar impregnara su humanidad.
Las golpizas contra esas pobres esposas era una manera de exorcizar los espíritus malignos que entraban por los orificios del cuerpo de los detectives para hacerles revivir cada asesinato en carne propia. Esos crímenes manifestaban la naturaleza humana sin barnices, sin refugios sentimentales. Simplemente humanos arrancando las tripas, cercenando las gargantas, descuartizando a las víctimas aún vivas. Trozando en pedazos insignificantes los que fue un amante, un hijo, una promesa para siempre deshecha al filo de un cuchillo o el plomo ardiente de una bala.
“HM”, sufría por anticipado una gran frustración. No halló en su minuciosa observación ni una sola evidencia de que alguien hubiera puesto sus pies en la tierra del cobertizo bajo la casa.
Nunca pudo descubrir cómo hizo el inteligente Wil para no dejar ni una huella donde estaba seguro, cavó cinco profundas tumbas.
¿Profundas? Si alguien le hubiese preguntado, ¿por qué profundas? “HM” habría respondido que estaba seguro de que Wil había cavado siguiendo sus propios parámetros de simetría. Un obsesivo-compulsivo como Wil, no podía haber cavado cinco tumbas sino con la más esmerada precisión, metro por metro. Dedujo que los cinco cuadrados ideales que componían la cruz de los enterramientos no respondían a medidas caprichosas o producto del mero azar.
Leyó las historias clínicas que habían sido recavadas por la comisión policial que realizó el segundo allanamiento. Promedio, la familia media un metro setenta de altura, excluyendo a Wil que era un poco más alto y a Mary que era un poco más baja.
Por eso su cálculo fue que cada tumba debía tener no menos de dos metros por lado y uno de profundidad. Dos por dos por uno. Un trabajo considerable. ¿Por qué pensó en esa profundidad? Porque Wil no era un hombre superficial y eso lo pondría de manifiesto en el hondo de los enterramientos. Un metro le garantizaba un buen período de impunidad, algo que no se podría con un enterramiento superficial que al poco tiempo se haría evidente por el olor hediondo de los cadáveres.
Escribió en su libreta las siguientes fórmulas para expresar la superficie de la propiedad, el cobertizo y las tumbas:

22 m x 60 m = 1.320 m2
20 x 30 = 600 m2
2 x 2 x 1 = 4m3 [4m3 x 5 = 20m3]
2 + 2 + 2 = 6 GH
2 + 2 + 2 = 6 EF
12 x 12 x 1 = 144m3
Luego realizó algunos dibujos sobre la supuesta distribución de los enterramientos y su relación con la superficie total de la propiedad, la despensa y el cobertizo.
“HM” solía hacer este tipo de anotaciones, pero solo él sabía la importancia que esos apuntes podían tener para el avance de la investigación. Su muerte privó a muchos el conocer, por lo menos en parte, algo de sus métodos investigativos.
Lo evidente fue que había que cavar mucho y por largo tiempo para completar semejante obra. Pero un hombre metódico, sistemático y aplicado como el Señor Wilhelm Wherner, era capaz de hacerlo sin que sintiera un esfuerzo desmedido por ello. Ni fatiga ni angustia. Método. Simplemente, método.
Todos los días, tal y como la entrometida vecina afirmó haber escuchado durante meses, entre las ocho de la mañana y el mediodía, horas en que solo Wil permanecía en la casa, cavó y cavó hasta completar su siniestra obra. “¿Y ningún miembro de la familia vio lo que Wil estaba haciendo?” Fue una pregunta que un avezado policía le hizo sin mayores pretensiones. “HM” se tomó su tiempo en responder. Al principio creyó que no, que la familia, no había reparado por los trabajos del jefe del hogar. Pero luego se inclinó a creer que algún miembro de la familia se debió percatar del extraño comportamiento de Wil, trabajando en el amplio cobertizo debajo de la casa, cavando y cavando tesoneramente.
Pero a veces ocurre que aunque las víctimas comprendan que hay una situación extraña, un comportamiento aterrador de parte de quienes serán sus victimarios, no alcanzan a dimensionar el peligro al que se enfrentan. Son como el ganado que camina por la angosta manga del matadero hacia su ejecución sin atinar a huir, a dar el aviso de alarma, o a defenderse. Solo caminan aun sabiendo que al final del angosto pasillo de la manga las aguarda una muerte cruel.
“HM” podía describir en su mente el diseño de las tumbas y ese diseño es el que llevó al papel de su libreta de anotaciones. Estaba seguro, además, que debían tener separaciones una de las otras, para generar los habitáculos mortuorios, de acuerdo al diseño que pergeñó desde el momento que planificó los homicidios.
Cuando la comisión de peritos arribó al palacete sintió profunda alegría de que el jefe de aquellos fuera Duro Cosido. Ese no arruinaría la investigación.
Duro decía que “HM” no tenía cinco sentidos como el común de los humanos. Pero “el pequeño Troll” no le prestaba atención a esa descripción que el perito hacía de sus habilidades sensoriales.
Lo suyo tenía que ver con la muerte. Veía a la muerte de un modo que pocas personas podían hacerlo. No solo podía percibirla con la mirada, podía olerla, oírla, sentirla, degustarla. La muerte tenía formas espectaculares, perfumes indescriptibles que el común de los mortales no podía percibir bajo ninguna consideración; sonidos extraídos de los lugares más recónditos del alma humana, un sabor especialísimo que invadía la lengua y el paladar como un sabroso y maligno bocado. Y la sensación que le dejaba en el cuerpo no había sido superada nunca por ninguna otra. Fue la que sintió cuando protagonizó su propia muerte tras aquel certero disparo en su nuca,
Su comunión con la muerte le venía de niño, cuando estuvo a un tris de asesinar a su padre luego de presenciar la enésima paliza que le propinó a su madre otra noche de borrachera.
Para “HM” lo grave no fue que estuvo muy cerca de acabar con la vida de su alcohólico padre, sino que esa sensación, ese sentimiento tan próximo al parricidio, lo llenó de felicidad. Eso fue determinante en la elección de su carrera como detective de homicidios. Él podía pensar, sentir y disfrutar, tal y como lo hacía un asesino. No un bruto que mata arrastrado por la ira violenta o un perturbado que mata sin conciencia. Él razonaba, y de eso estaba totalmente seguro, como lo hizo Wil y tantos otros como Wil antes que él.

Tenía la inconmensurable capacidad de reconocer en él ese mismo estado místico en que el homicida entra antes de su crimen, una condición casi religiosa durante la cual el homicida se siente demasiado cerca de Dios, decidiendo quien vive y quien muere, justamente como un Dios o una expresión terrena de él.
La presencia de Duro Cosido no fue casual. Él pidió el caso porque conocía de sobra a “HM” y, además, sabía que los crímenes del Sr. Wilhelm Wherner le estaban quitando el sueño a más de un funcionario. Tanto jefes policiales como políticos destacados, querían que el asunto se esclareciera cuanto antes, asustados de que el escándalo estallara en sus propias narices y arrojara sus burocráticas carreras al basurero del funcionariado estatal.
Se saludaron como si no se conocieran. Apenas un gesto con las manos y “buen día”. Eso fue todo. “HM” tenía pocos amigos (o ninguno). Consideraba a Duro Cosido uno de ellos. El perito tenía la llave de su casa y podía ir y venir de ella cuando le placiera. Hasta ahí llegaba la confianza que el detective tenía en el forense.
“HM” le indicó que mirara a través de la abertura del piso de la despensa al cobertizo bajo la casa.
Duro aceptó la indicación. Se echó al piso y asomó la cabeza por el agujero.
—Los trastos están distribuidos de manera simétrica –dijo corroborando la apreciación de su colega.
Los detectives que estaban con “el pequeño Troll de mierda”, comprendieron al instante que su anhelo de ver fracasar a su odiado contrincante se alejaba a la velocidad de las palabras de Duro. López se sintió hasta ridículo por desconfiar del “pequeño Troll”.
—¿La tierra? –preguntó “HM”.
—Peinada y regada hasta hacerla barro.
—Por eso no se perciben huellas a simple vista.
Duro Cosido se mantuvo en silencio.
—¿Cuántas sepulturas cree detective que hay aquí abajo?
—Cinco.
Duro asintió con la cabeza sin dejar de apreciar el terreno bajo la casa. Luego de escupir al suelo, se incorporó y miró a todos los detectives para disfrutar con esa expresión de derrota que los invadía.
—¿Alguna sugerencia “HM”?
—Empiecen por la más cercana al frente la casa.
—¿Alguna razón en especial?
—Sí. –Fue todo lo que dijo. Duro no necesitaba otra explicación. Intuía que para “HM” ese debió ser el último homicidio. El detective solía comenzar su investigación del presente hacia el pasado, del final al principio. No era una cábala, era un sistema. Era un ordenamiento mental arbitrario, pero que había establecido como regla y nunca abandonaba. En eso era sumamente supersticioso.
Sin aires de suficiencia dijo “me voy por un rato a la central. Cualquier hallazgo me llaman. No toquen nada hasta que llegue”.
Duro lo palmeó y dijo “vaya tranquilo”.
—Caven con cuidado. No lastimen los cadáveres.
—De acuerdo.
“HM” se marchó dejando a las comisiones en el palacete. Venancio López, su acompañante, lo siguió como un perrito faldero.

VI

La mujer lloraba desconsolada. “HM” vio que el policía que le tomaba declaración era totalmente indiferente al dolor de la mujer.
—Buenos días –dijo y puso su helada mirada sobre el policía que se sintió intimidado por aquellos ojos negros.
—Buenos días –respondió el policía. El llanto de la mujer se hizo más fuerte.
“HM” le dio su pañuelo.
—¿Qué ocurre, señora? –preguntó para buscar un atajo para consolarla.
La mujer, balbuceando, le explicó que su hija hacía casi un día que había desaparecido.
—No hace ni veinticuatro horas –se excusó el policía.
—¿Qué ocurrió?
La señora explicó que su joven y “bellísima niña”, así la describió, se fue a un cumpleaños el día anterior, domingo, y no regresó. Sus amigos la vieron salir de la casa donde la fiesta, pero nunca la vieron regresar. La mujer temía que a su hija la hubieran secuestro y haya sido violada y asesinada. Era ese su sentimiento.
Del despacho del jefe salió un alto funcionario del ministerio de Seguridad. Observó a “HM” y la acongojada madre. Luego murmuró algo así como «este no es un caso para usted”. “HM” lo sabía sin qué se lo hubiera dicho.
—Llamen a Stultus. Él se ocupará del caso. –Dijo el burócrata quien se rascó el trasero sin disimulo.
Stultus era un hombre desagradable, de unos cuarenta años de edad. Muy desagradable. Siempre hedía a mierda vieja.
“HM” lo detestaba. Lo consideraba un inútil, un arribista dispuesto a acabar con quien fuera con tal de ascender en la escala burocrática. En la fuerza sobraban los Stultus. Siempre se decía “son un mal necesario”. “HM” no creía en aquello. No hay “males necesarios”. Simplemente hay males.
Stultus no se ocuparía de la desaparición de la joven muchacha. Él siempre afirmaba que las jóvenes eran en realidad “rameras en proyección”. Así lo decía. Futuros ensayos de “putas en perspectiva” “golfas en busca de fortuna fácil”. Le importaba un “soberano carajo”, una expresión que repetía a quien soportara su conversación, qué podía haber ocurrido con una muchacha de dieciséis años que había ido semidesnuda a un cumpleaños del que había desaparecido sin dejar rastro.
—¿Qué edad tiene su hija? –preguntó “HM” a la desconsolada madre.
—Dieciséis años recién cumplidos, señor.
“Una niña”. Así pensó el detective. Las muchachas a esa edad no saben a qué están expuestas en un mundo sediento de pederastia. Si las madres supieran cuánto cotiza la libra de carne de sus hijos e hijas, no trepidarían en incendiar las nuevas Sodoma y Gomorra para salvarlos de tan espantoso destino.
El burócrata le hizo una señal y lo invitó a su despacho. Al pasar junto a él le dijo “ocúpese del hijo de puta de ese guille y acabemos con esto cuanto antes”. “HM” volteó para mirar a López a los ojos.
—Espéreme, López. Tengo un encargo para usted. –López asintió obediente.
—¿Guille? –preguntó extrañado del nombre con que el burócrata se refería al señor Wilhelm Wherner.
—¡Sí! –casi gritó el burócrata–, Guille de mierda. ¡Mierda de hijo de puta!
El cambio de nombre y la ira del funcionario pretendían disolver el crimen en la vulgaridad y eso, para “HM” era un error de la perspectiva con el criminal que trataban. Wil no era “uno más”. No era una simple mierda-un simple hijo de puta como pensaba el inquieto funcionario.

Era un sádico, un perverso, un perfeccionista. “El pequeño Troll” había comenzado a penetrar en el ideario criminal del señor Wilhelm. Él prefería llamarlo de ese modo, “Señor Wilhelm”. No “Wil”, que hacía sonar su nombre como el de un niño que solo busca sus apetecidos caramelos. Y mucho menos “El Guille”. Esa manera de llamarlo lo alejaba a kilómetros del sistema de pensamiento y muerte del Sr. Wilhelm.
Pero el jefe se había empecinado en degradar al asesino el nombre de “El Guille”, como si de ese modo se estableciera algo de justicia para su espantoso crimen.
—¿Mató a toda la familia? –Preguntó, apenas cerró la puerta de su despacho ansioso de escuchar alguna novedad consoladora.
—Eso creo –respondió “HM” a quien los sentimientos del burócrata le importaban un comino.
—Maldito aristócrata hijo de puta. Siempre posando de gran señor y era una mierda de tipo.
La ira del burócrata a “HM” no le aportaba nada. Serviría para sacarse las ganas, pero no para ir detrás del múltiple homicida.
“HM” entendía que la abundancia de adjetivos alejaba a las personas de la capacidad de razonar basada en el puro análisis de los hechos, sin adornos, sin iras innecesarias. Sin adjetivación.
El burócrata se acomodó en el gran sillón detrás del escritorio.
—¿Ya desenterraron algún cuerpo?
—Ya lo harán. Duro y yo estamos seguros de que debajo de la casa, en el cobertizo que hay entre el terreno y la loza, Wilhelm enterró a toda su familia.
—¿Cómo puede ser que tres malditas comisiones policiales no se hayan percatado de algo tan evidente? Esa era una pregunta que solo los jerarcas podían responder.
Luego cuestionó: “¿Tan evidente?” Eso iba en desmedro de su hallazgo. Vieja técnica. No hay mérito del “pequeño Troll de mierda”, todo se reducía a que las comisiones se dejaron llevar por la apariencia de las cosas en vez de ahondar en la realidad. “Errare humanum est”, vieja sentencia para justificar cualquier estupidez.
Pero “el pequeño Troll de mierda”, como sabía que ese burócrata lo llamaba, apenas le daba la espalda, no estaba para discusiones. No en ese momento.
—¿Cuándo tendremos alguna novedad?
“HM” frotó su cara con las dos manos y tardó en responder.
—Apenas hallen algo, van a llamar.
Veinte minutos después sonó el teléfono en el despacho del burócrata. Era Duro Cosido. Bingo. Un cadáver.
—¿Es el de la niña?
—Sí. —Respondió Duro sin agregar comentario.
—Luego encontrarán a la madre. Tras la madre, al menor de los varones, Cédric. A la izquierda de la madre, Antoine, y a la izquierda Baptista. Ese es el orden.
Duro no agregó ni una sílaba. Solo atinó decir “cuando haya desenterrado todos los cadáveres, lo llamo”. Eso fue todo. “HM” se asomó para volver a ver a la desconsolada madre. Pero ya estaba Stultus repitiendo sus habituales comentarios misóginos. “HM” entrecerró los ojos y recuperó algo de ese ardor criminal que sintió cuando la última golpiza de su padre contra su madre. Algo de eso merecía ese idiota de Stultus. Pero él estaba para otra misión. La cuota de justicia que merecía aquella muchacha desaparecida, no estaría en sus manos realizarla cerrándole la bocota a aquel charlatán arribista.

VII

Duro llamó al jefe de la investigación. “HM” supo al momento que era su compadre el que estaba haciendo un reclamo. La expresión del burócrata lo delataba. Todos le tenían miedo a Duro. Él nunca supo por qué, pero no hacía nada por despejar ese sentimiento que embargaba a casi todo el personal del departamento de investigación de homicidios complejos, apenas debían toparse con él de manera oficial o informal.
Fue terminante. Duro solía hablar poco y de manera de no dejar duda de sus pedidos.
—Necesito seis peritos más.
El burócrata dudó, pero no encontraba alternativa.
—Son cinco cadáveres.
—¿Cómo sabe eso?
Duro debió contestarle de manera brutal “¡qué carajo te importa!”, pero se mordió los labios para obligarse a mantener la boca cerrada.
—Necesito dos expertos por tumba. Aquí solo somos cuatro. Necesito seis más. ¿Está claro? Y no me mande a los chapuceros nuevos. Quiero los viejos de Científica.
Luego pidió hablar con “HM”. El burócrata deseó gritarle para hacerle saber quién era el superior en ese departamento y quién ponía condiciones en aquella investigación. Pero vaciló prudentemente, en su cabeza resonaban los gritos de la elite política que reclamaba a una rápida solución a la desaparición de la familia Wherner. Recuperó la calma, controló sus emociones y le pasó la llamada a “HM”.
—Hola. ¿Novedades? –preguntó “el pequeño Troll” lleno de satisfacción.
—Mañana a la mañana o a más tardar al mediodía va a tener todo despejado. Vamos a trabajar toda la noche.
—De acuerdo. Gracias.
Tal vez porque hablaban poco y nada se entendían tan bien. “HM” confiaba por completo en los métodos de trabajo de Duro Cosido.
Duro tenía sus propios procedimientos para desenterrar cadáveres sin alterar la escena. Su comportamiento era comparable al de un experto arqueólogo. Cada muerte era para él una reliquia, como si el cuerpo fuera, en efecto, un instante supremo del santoral de la ciencia criminal. No lo tomaba como el vestigio de aquel que fue y dejó de ser. Si no que era algo digno de verdadera veneración en el aquí y en el ahora. La mecánica de la vida y la muerte, para Duro, era un suceso permanente y deslumbrante. Los homicidios eran maneras desesperadas de acelerar el ciclo natural vida-muerte. Una desviación que de todos modos no alcanzaba a sustraer la esencia de lo trascendental en esa dialéctica trascendental.
En alguna oportunidad le dijo al propio “HM” sus elucubraciones. Lo que nace, apenas nace, empieza a morir. Todos empezamos a morir, apenas nacemos. Al principio no tenemos conciencia de ello. Con el paso del tiempo, la muerte se torna en una compañía cotidiana. Luego se impone para permitir que lo nuevo predomine.
No hay modo de que la vida surja sin la muerte y, a su modo de ver, la muerte era la manera más patética de volver a encauzar la vida en un sentido superador. Propuso alguna vez celebrar la muerte para alabar la vida. También le dijo que esa dialéctica estaba presente en todos los actos humanos. No hay valentía sin cobardía, no hay lealtad sin traición. En determinadas condiciones el uno troca en el otro. La clave está en las condiciones internas. Lo interno determina, lo externo condiciona. Algo le dijo sobre el huevo y la piedra, pero no le prestó atención.
Saber apreciar esta dialéctica era sustancial para hombres tan expuestos como él y como el detective. Se lo dijo como un consejo, pero “HM” nunca consideró esas reflexiones como tales. Para “HM”, la muerte resultaba siempre el próximo acertijo a descifrar. Y eso era todo.
Después de despedirse de “HM”, Duro salió a los barrosos fondos. Él observó al árbol, o el árbol lo observó a él y vio el ave negra. El ave dejó la rama más baja a la que había llegado cuando vio a “HM”, señal de confianza, y remontó vuelo hasta el extremo último del reseco árbol. Se posó en la última y más pequeña rama. ¿Señal de desconfianza? Solo el ave lo sabía.
Duro despreció el vuelo del ave. Su interés por las aves negras y sus posibles augurios era nulo.
Hizo distribuir varios potentes reflectores para iluminar por completo el cobertizo. Luego de ello, cuando sus ayudantes completaron el tendido eléctrico de las poderosas luces, descendió enfundado en su traje protector. Las luces calentaban el aire bajo la casa. Ese calor y la humedad hacían emanar un vaho de cierta densidad viscosa, que hacía más difícil respirar y mirar. La mascarilla que cubría la boca y la nariz hacía trabajosa su respiración. La máscara acrílica, una semi escafandra protectora, se empañaba al ritmo de su entrecortada respiración.
Mirando a través de las antiparras protectoras y la máscara acrílica, repasó varias veces el perímetro del imaginado cementerio de la familia Wherner.
Estuvo largo tiempo contemplando la escena. Tarareaba “Lamento della Ninfa”, de Monteverdi, una canción que su madre le cantaba a la hora de dormir en la noche. Nunca olvidó aquella melodía y, cuando se enfrentaba al cadáver de la desventurada víctima, esa canción le procuraba serenidad tanto como lo hacía su madre mientras cuidando de su sueño.
Tal vez estuvo en ese estado de observación casi religiosa unos treinta minutos, durante los cuales, sus ayudantes, permanecieron sin moverse, en perfecta vigilia.
En su mente, compuso la cruz de cinco cuadrados perfectos, esbozó en sus razonamientos la profundidad de los enterramientos y trató de representar a los muertos. Ese ejercicio iba creando el estado de intimidad que necesitaba antes de exhumar un cadáver.
Reparó en las posiciones de los trastos que señalaban cada supuesta tumba. Dedujo que esa disposición había sido realizada para marcar el centro de cada enterramiento. Luego de esa larga observación, llamó a uno solo de sus colaboradores, al que apodaban “Pinti” por su extraordinario parecido con el actor.

Los otros tres peritos permanecieron en silencio e inmóviles. Duro pidió su varilla de bronce. “Pinti”, conocedor de los métodos de su superior, la llevaba en su mano derecha. Era un instrumento que el propio Duro había torneado. La varilla, de un centímetro aproximado de diámetro, era en realidad una regla de un metro que tenía grabada de un lado, la medida en milímetros y centímetros, del otro, en pulgadas. Pero para el eximio perito el valor de ese instrumento no radicaba en su capacidad de mensurar la profundidad de una tumba. Era el conducto por donde empezaba su diálogo con el cadáver, esa primorosa conversación que se iniciaba con un leve toque del redondo extremo de la varilla de bronce en la carne muerta.
Duro se dirigió más allá de donde se especulaba comenzaba la primera tumba, la que “HM” predijo debía ser la de Dafneé. Hundió unos veinte centímetros en la tierra la varilla de bronce. El extremo de su varilla no le devolvió una respuesta.
—Aquí la tierra es compacta –dijo. La tierra apelmazada demostraba que allí no estaba la víctima, por eso el buscador no recibía la respuesta que esperaba.
Duro avanzó unos pasos, “Pinti” lo siguió; los dos se aproximaron a donde hipotéticamente comenzaba la primera sepultura.
Volvió a hundir unos veinte centímetros la varilla. Respiró con cierta dificultad por el grueso barbijo que tapaba su boca y su nariz. Conservó el aire en sus pulmones todo lo que pudo, como si inhalar y exhalar pudiera alterar la calidad de su trabajo. Dijo sin estridencias“tierra compacta”. Silencio desde el extremo de la vara.
Del bolsillo derecho de su traje de protección extrajo una cinta métrica. Se puso de cuclillas pero sin apoyar las rodillas en el barro.
Apoyó la cinta en la tierra y la extendió medio metro después de la segunda marcación. Hundió la varilla suavemente. La introdujo en la tierra cincuenta centímetros exactos. La varilla entró sin mayor esfuerzo en la tierra.
—Tierra removida –dijo. “Pinti” sonrió aliviado. Duro observó el gesto de satisfacción de su ayudante. Sin dejar de mirar a los ojos de “Pinti”, siguió con el procedimiento.
Hundió la varilla diez centímetros más. Buscaba el contacto con el cadáver. Entre los sesenta y setenta y cinco centímetros de profundidad la varilla de bronce tocó lo que parecía una masa blanda pero firme. El peculiar encuentro del tejido muerto y el redondo extremo de la vara, fue la respuesta que esperaba.
Esa varilla era, para Duro, la prolongación de sus sentidos. Podía a través de ella no solo entablar un diálogo crucial, sino hasta predecir la peculiar consistencia de la muerte. La varilla le decía la posición exacta del cuerpo y hasta su grado de descomposición. La masa que tocó la varilla le indicó que era blanda, pero al mismo tiempo, firme. Un cuerpo todavía íntegro. Tejido completo, bastante libres de la putrefacción disolvente que larvas y gusanos degluten angurrientos.
Le ordenó a “Pinti” llamar a otro ayudante. “Pinti” eligió a uno joven que apodaban “Yayo”. El joven se aproximó con suma cautela. Sabía todo lo exigente que era Duro con el cuidado de la escena del crimen. Luego pidieron dos palas de punta y cucharas de albañilería. Las había grandes y pequeñas, todas de punta redondeada. Los tres comenzaron el desenterramiento.
Duro dirigió todo el procedimiento. Sin prisa y sin pausa. Palada a palada, suavemente, no cortando la tierra con el filo de las palas que eran nuevas, sino removiéndola acariciadoramente. Él y “Pinti”, cavaban, Yayo retiraba la tierra a un lugar bastante alejado de la imaginaria cruz de cinco cuadrados perfectos.
Cuando Duro trabajaba en una escena criminal, el tiempo cambiaba su naturaleza. O, si se prefiere, transcurría de un modo muy peculiar, como si entre palada y palada el modo de manifestarse el tiempo fuera totalmente distinto a lo habitual. La dilatación del tiempo era, en efecto, una cruel diferencia en el modo de observar el crimen en el tiempo transcurrido entre él, que era un observador inmediato de la muerte, y otro, más alejado, casi en la frontera del prejuicio.

Es que entre sus apreciaciones sobre la mortalidad y la de cualquier otro espectador, incluso “Pinti” que era uno perspicaz, había una diferencia de velocidad que lo situaba en otra esfera de la inteligencia.
Cavaron metódicamente durante varias horas; la peculiar dilatación del espacio-tiempo que disfrutaba tanto como padecía, lo abstraía del esfuerzo que debía hacer para completar su búsqueda. Al alcanzar una profundidad de cincuenta centímetros, ordenó detener la excavación. “Pinti” obedeció al instante.
Dejó la pala de punta y tomó la cuchara de albañilería de mayor tamaño. Empezó a remover a cada lado de donde suponía debía estar la cabeza. Esperaba descubrir primero el rostro de la víctima, el rostro de la joven Dafneé, de acuerdo a lo que “HM” predijo sobre el ordenamiento de los enterramientos.
Duro calculó con extraordinaria precisión la posición de la cabeza y retiró la tierra de un lado y del otro son alcanzar aún a revelar el rostro de la muerta.
Dejó la cuchara y usó sus manos protegidas por gruesos guantes, para avanzar en el descubrimiento.
Con sumo cuidado fue retirando la tierra. “Pinti” y Yayo observaban absortos el sutil procedimiento del ese hombre que parecía estar esculpiendo con sus manos el rostro humano de una joven muchacha muerta.
La luz de los reflectores no alcanzaba iluminar el interior de la fosa. Duro pidió que alumbraran dentro con la linterna militar. Su luz potente y directa permitía revelar detalles mínimos.
Lo primero que pudo dejar al descubierto fue una corona de laureles que signaba la frente.
Pidió un pincel de tamaño medio para poder limpiar la tierra de la corona y la frente de la muchacha.
Limpió la tierra con delicadez, sin dañar las hojas de laurel, despejó la piel de la frente y buscó el nacimiento del cuero cabelludo.
Dafneé era rubia. El color de su cabello había virado producto del enterramiento a un castaño sucio. Luego retiró la tierra en un sentido y otro del rostro. Aparecieron los ojos, la nariz, los pómulos. Después descubrió la boca, el mentón, y siguió delicadamente hasta dejar al descubierto el cuello hasta su nacimiento en el torso. Allí se detuvo.
Abandonó la posición en la que permaneció durante todo ese tiempo en el que se precipitaba al lugar de los muertos durante sus investigaciones.
Miró desde su altura la expresión de la muchacha. Tenía los ojos abiertos llenos de tierra, su boca, entreabierta, dejaba ver la cavidad con tierra, la putrefacción no era tan devastadora como podía esperarse. El rostro estaba bastante bien conservado. Eso le dio la pauta de que el resto del cuerpo también debía estarlo. Dafneé, muerta, conservaba mucho de su juvenil belleza. Duro Cosido calculó que llevaba cuatro o cinco semanas de muerta. Su apreciación coincidía con el tiempo que la familia Wherner llevaba desaparecida.
Duro Cosido deseó tener al pituco señor Wilhelm Wherner entre sus manos, para introducirle por la boca la lustrosa varilla de bronce en todo su largo hasta desgarrar las tripas. Sin embargo, Wil, el maldito “Guille”, no estaba allí para dar satisfacción a su deseo de venganza criminal. Wil había preparado un gambito para el señor Duro Cosido. Siguiendo a Sun Tzu y a algún que otro consejero, dijo pensando en el perito «conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo y ganarás en cien batallas sin derrotas». Conocer al oponente era un arte que no todos sabían ejercer, sí el señor Wilhelm Wherner.
Duro Cosido no estaba en ese lugar para establecer ninguna forma posible de justicia humana. Solo debía proporcionar la materia indispensable para saber cómo y cuándo se cometió este o cualquier otro crimen. Sin embargo, no pudo sustraerse a la visión de la muchacha muerta.
No supo por qué, pero el poeta Aleixandre salió de su refugio en la memoria y le recitó con la misma suavidad de la espuma que bañan los pies desnudos de una machucha en las orillas frescas de un río desconocido,“Dime, dime el secreto de tu corazón virgen, / dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra, / quiero saber por qué ahora eres un agua…”

VIII

Cuando la noticia del hallazgo del cadáver de la hija de Wil llegó a las autoridades, estas exigieron que la foto del homicida fuera publicada en todos los medios y difundida por televisión. Confiaban que alguien lo identificaría y les daría la ubicación del criminal. La captura de “El Guille”, pasó a ser prioritaria.
El escándalo en la pequeña comunidad aristocrática se extendió como un veneno. ¿Nadie se había percatado de nada? ¿Nadie pudo prever semejante crimen? Todos los miembros de esa cofradía de oligarcas se miraban unos a otros acusatoriamente. Alguien debió omitir hechos, datos, señales, que advirtieran a la propia familia y a toda la comunidad quién era realmente Wilhelm Wherner. ¿O la familia le ocultó a la camarilla aristocrática las desviaciones del pulcro Wil?
Las más afectadas eran las autoridades de los colegios donde Wil dictaba sus materias. En todos esos establecimientos había cientos de muchachas y muchachos como los cuatro infelices hijos del matrimonio Wherner Wherner. Pero a fin de evitar un escándalo mayor, todos los adultos con responsabilidades hicieron lo imposible por acallar el murmullo sobre “El Guille”, que empezaba a extenderse rebelando supuestos oscuros comportamientos del atildado profesor de escuela media.
Actitudes que antes se veían normales e incluso graciosas, viraron a gestos delatores de una humanidad perversa.
Se describieron sus miradas, su manera de hablar, de pasar su lengua por los labios para humedecerlos mientras ese gesto entre lascivo e inocente era seguido por las atentas miradas de las jóvenes que fantaseaban con ese elegante profesor ya maduro.
“HM” esperó en su despacho que Duro le confirmara los cinco hallazgos. Dormitó en su silla preferida, una vieja silla de metal en la que nadie podría descansar salvo él.
A las cinco de la mañana, Duro se comunicó para ponerlo al tanto de los avances de la exhumación. Le informó que en no más de una hora, los cinco cadáveres estarían expuestos para su primera observación.
Dejó su silla, caminó hasta un mueble en el que una cafetera eléctrica quemaba el café desde la tarde anterior, sorbió un trago y sintió una profunda náusea que contuvo no sin esfuerzo. Dejó el café y salió de su oficina para dirigirse al baño. Orinó profusamente y luego de lavarse las manos, empapó su cabello y su rostro con agua fría. Se sintió algo más despejado.
Volvió a la oficina. Se emprolijó la ropa como pudo, tratando de quitar algunas arrugas de su camisa y su pantalón. Se puso el saco y ajustó el nudo de la corbata.
Preguntó al oficial de guardia si sabía dónde se había metido Venancio Flores. La pronunciación del nombre fue con total alevosía. Pocos sabía que el oficial López se llamaba “Venancio”, un nombre que lo fastidiaba desde que era niño.
El guardia le hizo saber que López estaba encerrado en su despacho y que allí permaneció toda la madrugada.
“HM” preguntó si habría otro oficial que pudiera trasladarlo a la mansión de los Wherner. El oficial no pudo contener sus ansias de saber.
—¿Hallaron los cuerpos?
“HM” detestaba dar respuestas a quien no era su superior, pero esa mañana estaba de excelente ánimo.
—Sí. –Fue todo lo que dijo. Aunque parco, para el oficial de guardia fue suficiente. El buen hombre de quien “HM” no sabía el nombre, aunque sí el grado por las insignias, llamó por un teléfono interno a un subordinado quien se presentó al momento.
—Lleve al detective a donde le indique. –El joven policía asintió con un movimiento de su cabeza e invitó a “HM” a dirigirse a una patrulla policial.

Antes de marcharse rumbo al palacete, “HM” buscó a López. Golpeó a su puerta. Desde adentro, la voz de López sonó arenosa.
—¿Sí? ¿Qué precisan?
—Soy yo, López, el “pequeño Troll de mierda”. –López se sintió interpelado.
—¡Ya voy, señor! ¡Ya voy!
“HM” lo esperó sin perder la calma. López abrió la puerta de su despacho. Su aspecto no era el más prolijo, pero qué otra cosa se podía esperar de alguien que durmió incómodo sentado en una más que desapacible silla de metal.
Miró a “HM” como pidiendo disculpas. “HM” lo miró sin fiereza.
—Quiero que vaya a cada escuela donde trabaja el señor Wilhelm Wherner. Primero, interrogue a los directivos, luego a los docentes. Si algún estudiante desea hacer una declaración, espere a que el Juez interceda ante sus padres. Son menores. Puede que los jóvenes sepan más que los adultos, pero una declaración de esos chicos que no esté respaldada por la orden del juez puede terminar siendo un salvoconducto para le asesino. ¿Me comprende?
—Si señor.
—No tengo apuro, aunque confío en que hará su trabajo de manera correcta y rápida. ¿Puedo confiar en usted?
—Totalmente señor.
—Gracias. Espero su informe.
“HM” salió de la Central acompañado del joven que oficiaría de su chofer.
Para el “pequeño Troll” el viaje transcurrió en un segundo o dos, a lo sumo. Casi ni se dio cuenta a la velocidad con la que el joven chofer condujo la patrulla para llevarlo al palacete Wherner. Cuando descendió del automóvil agradeció hasta con amabilidad el viaje. El joven tomó ese saludo casi como una condecoración. “HM” no regalaba sonrisas a nadie.
El policía que montaba guardia a la entrada de la casona lo saludó haciendo la venia. “HM” retribuyó el saludo. Entró como quien no quiere despertar al amo de casa, apenas rozando con las suelas de sus zapatos los delicados parquets de la mansión.
Cuando llegó a la cocina comedor, de la despensa salieron dos de los peritos que habían estado trabajando toda la noche. Se saludaron y uno de ellos le indicó que Duro estaba todavía ocupándose de algunos detalles de la exhumación.
—¿Puedo bajar? –preguntó y esperó la orden de Duro.
—Baje detective. Anote en su libreta otro acierto.
Pero a “HM” no le importaba la estadística de sus aciertos, solo quería observar los cuerpos. La sola visión de los cadáveres ya lo situaba en la perspectiva de sus muertes y podía empezar a develar las ideas más íntimas del señor Wilhelm Wherner. Su familia muerta sería el conducto que lo pondría en su psiquis, y si tenía suerte, en lo más profundo de ella. Ahí quería dirigir toda su atención porque sabía que solo en ese recóndito lugar de su mente estaba la respuesta a tan espantosos crímenes. Hacerlo llevaba sus riesgos, pero “HM” no estaba inquieto por ello.
No se trataba de que Wil fuera el primer hombre en matar a su esposa y exterminar a toda su prole. Muchos otros lo habían hecho antes y muchos otros lo harían en el futuro. Pero un crimen de tales características no se limita a la ambición, el celo, el odio, la fantasía. Todo ello estaba presente, pero esos crímenes solían poner en evidencia la sustancia más sutil del alma del criminal. Su unidad celular más primigenia, algo que raramente los seres humanos dejan escapar para que ejerza el libre albedrío a la vista de sus congéneres. La pregunta que todos le harían en breve, ¿qué fue lo que llevó al elegante y aristocrático señor Wilhelm Wherner a matar a toda su familia?
“HM” podría haber teorizado: como ocurre cuando cambia en la manada de leones el macho alfa. El que se alza con la jefatura, mata a toda la descendencia de su antecesor. Es una manera de garantizar la vitalidad y permanencia de la especie.

“HM” descendió de la despensa ayudado por los peritos que ya habían abandonado sus tareas de exhumación. Estaba bastante entumecido luego de una noche de espera en su patética silla metálica.
Apenas pisó la tierra del cobertizo, inclinado para poder permanecer en pie, observó las entrañas de la cruz con cuatro cadáveres desnudos dentro. Esos mismos cuatro tenían la cabeza dentro de una gruesa bolsa negra de residuos aferrada al cuello por varias vueltas de una cinta de embalaje metalizada.
Dafneé, en cambio, no estaba desnuda. Llevaba un vestido de novia y era la única cuyo cabeza no había sido embolsada. Una corona de laureles signaba su frente.
Por el lugar en que quedaba al descender de la despensa, la primera tumba que quedó a la vista fue la de Antoine. Tenía los brazos recogidos sobre el pecho. Cuando se efectuó la autopsia, se descubrió que Wil le amputó la lengua. Esa amputación fue brutal y eso extrañó a “HM”, para quien tanta brutalidad fue un mensaje escrito en el desgarro de los tejidos.
Se desplazó unos pasos y quedó al lado de la tumba de Cédric. Al joven le habían amputado sus genitales. El desgarro de los tejidos era brutal. Ese fue un dato muy revelador para “HM” y también para Duro Cosido.
Rodeó esa tumba y quedó sobre la de Baptiste que describía un ángulo recto con la de Mary. Baptiste tenía los brazos recogidos sobre su pecho; a sus manos le había amputado todos los dedos. Duro aseguró que fue con una pinza corta-hierro por el tipo de corte que se apreciaba en los muñones, aunque eso se verificaría en la autopsia.
Luego se detuvo a observar el cadáver de Mary. En la necropsia se revelaría que a la esposa le arrancó los ojos y rellenó las cuencas vacías con barro.
El cadáver que más impresionaba era el de Dafneé. Fue vestida para su muerte. Estaba raramente coronada de laureles (algo de lo que sabría su significado cuando avanzara la investigación). A simple vista no presentaba mutilación alguna.
El cobertizo de la muerte fue filmado y fotografiado desde todos los ángulos. Tanto para el archivo de criminología y el de criminalística, como para el museo Judicial. Era un caso que reunía todo a lo que se podía aspirar para presentar un crimen brutal y de ribetes tan sórdidos como increíbles.
Cuando las autoridades políticas tomaron conocimiento de los detalles de los hallazgos y supieron cómo Wil asesinó a cada uno de los integrantes de la familia, desde el ministerio de seguridad se desató una verdadera cacería, y su foto pasó a ocupar todos los noticieros de todos los canales de televisión y a estar impresa en todos los periódicos del país. El “monstruo de la familia Wherner”, debía ser aprehendido a como diera lugar.
Los oligarcas, al mismo tiempo que miraban hacia un costado negando conocer realmente a Wil, clamaban bajo cuerda que lo mataran cuanto antes. Ese “animal”, echaba por el inodoro el prestigio de una clase tan adinerada como hipócrita.
Debía morir, porque si sobrevivía a su captura e iba a dar a una cárcel de seguridad, no vacilaría en mejorar su detención revelando secretos de esos acaudalados. Quid pro quo, diría en su mejor latín. Y si había sido capaz de asesinar a cada uno de los integrantes de su familia, a sus propios hijos, a su delicada y amante esposa, sería capaz de cualquier trueque que le mejorara la condena y la estadía carcelaria. Por eso el coro de esa casta fue “el monstruo debe morir”.

IX

Varias horas después de su llegada, “HM” abandonó el palacete para dirigirse donde sus superiores lo esperaban ansiosos de novedades y precisiones. El mismo joven oficial que lo llevó desde la central al palacete, fue su chofer para el regreso.
—¿Me esperó todas estas horas?
—Sí, señor. Lo esperaría lo que fuera necesario, me basta compartir con usted estos viajes para sentirme más que agradecido de la vida.
A “HM” todo eso le parecía una exageración innecesaria. Pero el joven lucía tan cándido, tan fascinado que resolvió no amargarlo con uno de sus ácidos comentarios sobre alcahuetes y chupamedias. El muchacho no parecía de esa condición, solo su juventud lo acicateaba a demostrar sin prejuicios su estado de ánimo.
El joven sabía que no debía ni podía preguntar nada acerca de hallazgo. Encendió la radio; los noticieros radiales ya difundían a viva voz el hallazgo. “HM” escuchaba atentamente la vocinglería de los locutores. Sabía que alguno de los policías presentes en la mansión de los Wherner había vendido la primicia. Detestaba esa práctica que era imposible de evitar. Después de todo, los salarios eran bastante magros y los poderosos medios, si bien no ofrecían grandes sumas por las primicias, por el caso de “El monstruo de Wilhelm Wherner” estarían dispuestos a pagar mejores coimas.
Era una noticia sensacional, cinco cadáveres sepultados en el cobertizo de la casa. Una aristocrática familia asesinada por su jefe, por el esposo y progenitor. Un escabroso tema no solo para llevarlo a la opinión pública a cuentagotas, sino para reunir a la caterva de opinólogos que nada sabían y que pasaban horas hablando de todo sin decir nada. Filas de émulos del charlatán Jorge Asís y sus muertes imaginarias, pareciendo hasta inteligentes, bien informados, cuando solo eran alcahuetes repetidores de lo que tal o cual oligarca quería que se dijera de uno u otro asunto. Y sobre este crimen, cada aristócrata querría que se dijera su interesada versión; que se insinuara que fulano o mengano conocían las perversiones de Wil, pero las ocultaron porque eran tan pervertidos o más que el propio homicida. O que Wil era apenas el chivo expiatorio de una conspiración largamente urdida con el solo fin de echar mano de los aristócratas de la alta sociedad, siempre en la mira de “la plebe”, ansiosa desde siempre de ver rodar las cabezas de los vagos y viciosos ricachones.
La información de las mutilaciones no había trascendido aún, y eso podía deberse a que el informante se reservó esa noticia para venderla a mejor precio o que no habían sido los miembros del equipo forense quienes llevaron a la puja de la oferta y la demanda el quíntuple homicidio, los cinco horribles crímenes de la mansión Wherner.
Cuando llegaron a la central, “HM” llamó la atención del chofer.
—¿Usted por qué cree que un hombre puede matar a toda su familia?
El joven quedó sorprendido por la pregunta. “HM” le estaba confirmando que fue el mismísimo señor Wilhelm Wherner el autor de la horrible masacre. Trató de tomarse su tiempo para responder. Por el espejo retrovisor, podía observar el gesto sereno de “el pequeño Troll”, quien parecía, en ese preciso momento, haber dormido toda la noche con el sueño de un bebe.
—Por dinero, señor. La gente mata por dinero.
—No cree en los sentimientos, el odio, el amor, la pasión.
—No, señor. Para mí son todas formas de la propiedad, de la posesión, del poder. Y el poder solo surge del dinero. –El muchacho hizo un gesto extraño. “HM” reparó en él, entendió que está repensando su afirmación.
—Bueno… –dijo conteniendo las palabras en su boca–, quiero decir “la propiedad”, la posesión, el “poseer”. “Esto es mío y como es mío, lo tengo y lo termino cuando lo deseo”. Eso quiero decir.
—Buen punto. ¿Lo asignaron por hoy para colaborar conmigo?
—Sí, señor. Luego volveré a mi lugar en archivado.

“HM” movió suavemente su cabeza de abajo a arriba varias veces. Descendió del automóvil, mientras bajaba dijo con voz tenue “espéreme aquí que tengo que hacer otros viajes”.
—Sí, señor. Aquí estaré.

XX

Ingresó a su despacho. Buscaba unas notas que tomó hacía un buen tiempo sobre otro homicidio, aunque no de las características del quíntuple asesinato. Eran divagaciones suyas sobre el sadismo, las formas brutales del placer homicida, las divagaciones de sociópatas con los que había interactuado, el narcisismo perverso de algunos criminales de los que había estudiado su sicopatía.
Sobre su escritorio estaban todos los diarios nacionales. Todos, en sus portadas, tenían estampada la foto de Wilhelm Wherner en grandes proporciones y, más pequeñas, las fotos de la esposa y los hijos asesinados.
En el hall de entrada, un pequeño televisor mostraba las imágenes del noticiero matutino de mayor audiencia nacional. Todo el espacio lo ocupaba el caso del “Monstruo de la mansión Wherner”. “HM” sabía que pronto empezarían los pequeños “Jorge Asís”, con rostros circunspectos y voz grave y cavernosa, fanfarrones del lumpenaje porteño, a divagar sobre esos homicidios o a repetir lo que sus mandantes le dictaban para la ocasión.
Debía esperar la autopsia de los cuerpos. Solo ellos podían revelar muchos de los detalles de su muerte para comprender cómo había actuado Wil la noche de los homicidios.
La autopsia tardaría varios días y los informes, otros más. Aunque el caso se había transformado en un asunto de prioridad nacional, nada podía apurar las disecciones, la recolección de tejidos, humores y mucosas, las develaciones químicas, los acertijos de la anatomía muerta o la física del estrangulamiento.
Sabía que la investigación de Venancio López en los colegios donde Wil era profesor llevaría varios días o semanas y eso siempre y cuando las autoridades estuvieran dispuestas a colaborar. Si esos burócratas no se avenían a brindar su colaboración de buena fe, habría que esperar que el juez fuera librando las órdenes para obligarlos a declarar. Para eso estaba el poder político a mano para presionar a quién fuera. Los burócratas del Estado clamaban por un culpable, aunque eso no tampoco otorgaba ninguna garantía de que resultaría beneficioso para el esclarecimiento de los crímenes.
Ese tiempo, entre la realización de las autopsias, los informes forenses y la recolección de las primeras investigaciones e interrogatorios, se volvía un tiempo muerto que exasperaba a “HM”. Su mente iba más rápido que los sucesos que se desarrollaban en paralelo a sus razonamientos. Pero sin esos datos no podía zambullirse en el alma del señor Wilhelm Wherner. Esperaba el momento oportuno para entrar allí, al lugar en donde se gestó la decisión de cometer los cinco homicidios, donde se planificó cada muerte, se la elaboró con cuidado, en detalle, en perspectiva.
¿Por qué los trastos-símbolos sobre cada tumba? ¿Qué significaba cada uno de ellos ¿Por qué un triciclo oxidado? ¿Por qué un pequeño volquete con piedras? ¿Por qué una pequeña cuna? ¿Por qué una caja de madera de la que no se sabía aún el contenido? ¿Por qué esa maceta oblonga y gris sobre la tumba de la esposa?
¿Por qué las mutilaciones? Además de las evidentes, ¿habría otras? ¿Por qué la desnudez de cuatro cuerpos y el cuidado en la vestimenta de la hija? ¿Por qué la corona de laureles ceñida en su cabeza?
Por qué. Por qué. Por qué. Y, sobre todo, ¿para qué?
“HM” necesitaba urgente saber el estado contable de la familia. Y ubicar a su amante. Estaba totalmente seguro que el discreto Wil debía tener una amante. Si Mary, de unos cuarenta años, era aún relativamente joven y además era una bella mujer, su amante debía ser muy joven y muy bella. La codicia, le diría el joven chofer. La codicia tiene muchas formas de manifestarse. El que ama el dinero, no se hartará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto. Así dice la Biblia, “HM” recordaba bien esta sentencia. Eclesiastés 5:10.
El hallazgo del cadáver de Dafneé con el vestido de novia lo intrigaba. ¿Podía haber sentido el Sr. Wilhelm Wherner un amor enfermizo hacia su hija? ¿O los cinco cadáveres habían sido presentados de ese modo solo porque se trataba de una trampa, una patética puesta en escena, una cruel escenografía para encubrir las verdaderas razones de su horrible crimen?
Para “HM”, Wil se había deshecho de su familia para quedarse con su joven amante. Como el nuevo macho alfa de la manada de leones, mató a la descendencia para empezar una nueva y vigorosa.
La manera de cometer los homicidios era una teatralización bestial pero inteligente. Inducía a los investigadores a involucrarse en la maraña de sus siniestras ideas donde cualquier persona desprovista de ese nivel de sadismo podía perderse irremediablemente. Era un psicópata lúcido y refinado, trabajador y metódico. No era “el guille” en que quería transformarlo su superior.
“HM” empezaba a conectarse con Wil de manera íntima y personal. No solo podía pensar como un homicida, como ese homicida, sino también compartir sus sentimientos, sus anhelos y frustraciones, sumergirse en el sustrato más íntimo de su brutal naturaleza. Ahí, y solo ahí, entendería el origen de los crímenes, la secuencia de la ejecución, las formas de los enterramientos. Pero el final de ese viaje estaba por escribirse.

XI

Duro Cosido sabía de la aversión de “HM” a los charlatanes y opinólogos de la televisión. Ellos hablaban de los homicidios del mismo modo que lo hacían de una receta de cocina. Para ellos, la gente no valía más que una galleta marinera dura y rancia. Y a veces ni siquiera eso.
Para “HM”, todos esos barateros eran verdaderos homúnculos producto de la excelsa alquimia de los productores de programas de televisión, los que habían vuelto sus pasos sobre los experimentos de David Christianus y su invención reproductiva con el huevo blanco de una gallina negra y el esperma de un donante mefistofélico. Alubia más esperma, ese era el verdadero secreto de los productores televisivos y sus invenciones informativas. De la alubia del huevo y el esperma de los poligrillos que robaban flores mustias en los jardines de Quilmes, salían los noticieros durante todo el santísimo día. Ese era el misterioso tránsito del arte de la tilinguería a la charlatanería citadina de los vagos de café. Ese esperma enfermizo era introducido dentro de la impermeable y rugosa cáscara del huevo blanco de la gallina negra a través de guiones escritos con premeditación y alevosía. Un perverso y mágico ducto a la mentira en forma de noticiario.
Luego de treinta días de enterrado en mierda el huevo blanco de la gallina negra, en el primer día del ciclo lunar de marzo –tiempo prudencial para la evolución del adefesio–, nacía el homúnculo parlanchín que podía repetir lo que sus amos le dijeran a cambio de unas mugres que tomaba como comida.
Había que padecerlos todos los días y a todas horas. Con sus aires de grandeza, su cínica soberbia porteña de sabelotodo, repitiendo el libreto que horas antes unos escribas de mala muerte le habían dictado. ¡Y todo por treinta monedas!
No siempre esos homúnculos podían solazarse con cinco homicidios producidos por un padre y esposo degenerado. Era una oportunidad que no debía perderse. Así que se cumplió aquello de “aprovechate gaviota que no te verás en otra”.
Las más jugosas de esas tertulianas eran las vespertinas, cuando dedicadas y sufridas amas de casa eran la audiencia de los inescrupulosos y verborrágicos charlatanes que hacían todo tipo de elucubraciones sobre la paternidad, el complejo de Edipo, el de Electra, el sagrado sacramento del matrimonio, las relaciones incestuosas que fueron ampliamente debatidas mientras se divulgaba el precio del dólar paralelo y el derrumbe financiero del país. Cadáveres y Merval, tripas y Dow Jones, autopsias y Nikkei. Desde Discepolín se sabe: la Biblia y el calefón.
En el altar de la televisión chatarra, iracundos militantes libertarios hablaban de todo, incluidos los cinco espantosos homicidios cometidos por el aristocrático Wilhelm Wherner y atribuían sus crímenes a una profunda aversión a la libertad de mercado. Tontos con pelucas de Milei, fofos con adiposidades cerebrales de consultores de inversiones quienes enseñaban cómo robar mediante bonos de deuda del Estado.
Todo tipo de divague resultaba útil para ocupar el tiempo de las emisoras que engordaban sus arcas facturando a buen precio los espacios publicitarios.
Por ello, Duro Cosido le ocultó a “HM” que ciertos aspectos de las autopsias habían sido revelados a los programas amarillos de la TV y a las secciones criminales de los diarios nacionales. Ocultamiento inútil, porque no hubo policía que no comentara de aquellas filtraciones. “HM” era reservado, pero no era sordo.
Sabía que no fue Duro quien había difundido esos detalles, sabía de sobra que Duro jamás vendía información. Ese era un sacrilegio. Así que los únicos que pudieron filtrarla eran los propios jefes superiores que debieron, seguramente, haber recibido buen dinero a cambio.
Duro Cosido le dijo a su colega que los cinco miembros de la familia habían sido drogados con un potentísimo somnífero. El análisis químico del somnífero dejó pasmado al mismísimo Duro Cosido. Los expertos químicos creían que la droga utilizada provocaba una parálisis que le impedía a las víctimas defenderse, pero que durante la mutilación y luego la asfixia estaban totalmente conscientes. Cédric murió desangrado. El envolvimiento de su cabeza fue inútil, pero fue parte del macabro ritual.
Los forenses confirmaron que las mutilaciones fueron vitales. Las víctimas estaban vivas cuando Wil realizó las amputaciones. Ojos, lengua, dedos, genitales. Duro Cosido no podía asegurar que tuviera o no importancia qué partes de la anatomía de las víctimas mutiló Wil. Lo que era evidente y significativo fue su crueldad. Tal vez las ablaciones en sí mismas no guardaban ningún mensaje pero sí el modo de su ejecución. ¿Era una meditada venganza o una suerte de divertimento, un extraño y sofisticado divertimento que proponía a los investigadores falsas evidencias? ¿Wil inducía a los detectives a trazar hipótesis que resultarían indemostrables? ¿Por qué le vació los ojos a su esposa? ¿Por qué los dedos a Baptiste? ¿La bestial amputación de los genitales de Cédric se debió al repudio por su condición andrógina? ¿Por qué la lengua a Antoine?
Para Duro Cosido y el propio “HM”, una clave de la espantosa noche de los crímenes era la muerte de Dafneé. La muchacha no había sido abusada por su padre, una hipótesis que se creyó segura hasta la autopsia. Esta reveló que Dafneé no era virgen, pero que tanto en su vagina como en su recto no había esperma ni signos de lesiones propios de una violación o sexo violento. Cuando el asesino mantiene relaciones con su víctima antes de asesinarla, lo hace con brutalidad porque consuma la ante última posesión deseada. La última es la muerte, es la manifestación de que el hombre posee hasta lo último que le resta a su víctima, es decir, su vida.
“HM” coincidía con Duro Cosido, Wil había decidido asesinar a su familia para empezar una nueva vida y eligió ese modo perverso de despedirse de aquello con lo que había convivido largos años y lo había sometido a una situación que consideró insoportable. Era probable que su decisión fue tomada hacía mucho tiempo, el suficiente para vaciar las cuentas familiares, algo que daba por seguro, planificar los homicidios y desafiar a los detectives sugiriéndoles caminos que no conducían a ningún lugar.

Luego de las amputaciones, las cabezas de Mary, Baptiste, Cédric y Antoine habían sido embolsadas y selladas alrededor del cuello con una muy poderosa cinta aluminizada adhesiva, una que solía usarse para embalaje industrial. Todos menos Dafneé.
Los mutiló estando vivos. Tal vez esa brutalidad tuviera un doble propósito, consumar su venganza y nublar el razonamiento de los detectives quienes, con seguridad, se llenarían de odio por su acción criminal. Su objetivo se hubiera logrado de no ser “HM” quien condujera la investigación. Él no se dejaba impresionar por nada de aquello. Como podía pensar como el homicida, su brutalidad no servía para desorientarlo en la pesquisa.
“HM”, al igual que Duro Cosido, se topaba con un problema que no estaba en sus posibilidades resolver. Cómo convencer a sus superiores que aquellas horribles mutilaciones podían ser trampas que Wil había colocado en el camino de la investigación para sugerir falsas razones que lo llevaron a cometer los cinco homicidios, delirios que se podían tipificar como satánicos o rituales de sexo sanguinarios de parte de un padre tan pervertido como desquiciado. Si Wil era reducido a un enfermo mental, a un trastornado, de ser capturado, podría obtener su reclusión en una institución psiquiátrica de la cual con paciencia y dinero podría fugarse oportunamente.
Nada era sencillo para “HM” y Duro Cosido. Los crímenes, las incógnitas, las presiones políticas. El acertijo tenía nombre propio: Wilhelm Wherner. Había que penetrar en la humanidad de Wil. Una potente coraza lo envolvía y protegía sus pliegues más íntimos. Había secretos que ni “HM” ni ninguna otra persona conocía. Ni su más próximo entorno sospechó de los verdaderos sentimientos que el señor Wilhelm Wherner abrigaba contra su familia y fuera saber sino contra alguien más.
Wil odiaba la manera de mirarlo que tenía Mary. Si hubiese existido la posibilidad de un diálogo franco sin consecuencia, el señor Wilhelm Wherner les hubiera confesado a los detectives que lo que más odiaba de Mary era su manera de mirarlo. Un poco su olor, su perfume de mujer lo irritaba. Pero nada como ese modo de mirar.
Les hubiese dicho a los detectives que al principio de su relación marital no lo notó, pero con el correr del tiempo, tal vez cinco o seis meses de casados, descubrió que esa mirada de su “amorcito” no era tan inocente como quería hacerle creer. Ella “lo perturbaba” con su mirada.
¿Cómo era esa manera de mirarlo? Wil hubiera respondido “gélida”. Pasaba de lado a lado su corazón y le hacía sentir ese frío mortal.
Sentía una gran diferencia entre el modo de mirar de Mary y el de Luana. La mirada de Luana siempre fue cálida. La de Mary siempre fue “gélida”. Una “lezna de hielo”, esa sería la definición perfecta. Les habría dicho que la mirada de Mary lo empujó a los brazos de Luana.
¿Qué puede sentir un hombre a quien todos los días en cualquier momento se le traspasa el corazón con una aguda y poderosa “lezna de hielo”? Una daga que no solo penetra los tejidos atormentando a la víctima, sino que le induce un frío mortuorio que no cesa y circula por sus venas.
¿Cómo se sentiría cualquier persona si su muerte nunca acabara, se extendiera en el tiempo y en el espacio de manera cada vez más potente como una condena infinita?
Wil así sentía cuando Mary lo observaba. Una “lezna de hielo” que ejecutaba una condena sin fin. ¿No era ese un motivo justificado para cegarla antes de asfixiarla? ¿No era ese un buen motivo para asesinar?
Wil le habría explicado a “HM” las circunstancias en que descubrió ese particular modo de mirarlo de Mary.
Fue la noche de bodas. O tal vez la segunda noche después de la boda. No recordaba con precisión la noche en que ocurrió el primer suceso revelador porque esa confusión quedó impresa de ese modo en su memoria. Wil diría que en ese momento tan especial, tan amoroso en el que una mujer y un hombre unen sus cuerpos en un acto de amor, sintió por primera vez el paso de su mirada por sus tejidos. Diría también que logró deshacerse de esa sensación que lo dejó perturbado y que, durante varios meses, atribuyó a su complejo modo de expresar y sentir sentimientos.

Pero al paso del tiempo Mary usó esa mirada perturbadora para acorralarlo, para hacerlo sentir en riesgo permanente. Lo hostigaba en todo tiempo y en todo lugar. Penoso.
¿No lo hablaron nunca? Wil diría “por supuesto”. Pero a ella no le importaban sus sensaciones ni sus sentimientos. Solo se dedicaba a observarlo donde y cuando fuera. En los desayunos familiares, en las cenas compartidas, en las reuniones sociales. Wil diría que Mary llegó a tal control de ese estado de perturbación que pudo dejarle la mirada gélida y penetrante pegada a su pellejo. Entonces padecía ese tormento cuando se marchaba a dictar sus clases, cuando permanecía en compañía de su alumnado o con el cuerpo de profesores. A todos lados lo llevaba consigo.
¿Alguien puede imaginar lo que sufre un hombre que lleva todos los santos días de su vida el peso de una mirada atroz? ¿Y eso no era suficiente como para decidirse a acabar con ese sufrimiento?
Wil agregaría a su defensa que Mary fue mucho más lejos. Ya no fue solo una gélida y penetrante lezna su mirada. Conjuro mediante, el fondo de sus ojos adquirió el color negro azabache de los cuervos. Su mirada misma se hizo cuervo y no solo anunciaba la peor de las angustias por su sola espectral presencia, sino que saliendo de la redonda negrura de sus pupilas, hallaba el modo de penetrar en su cabeza para destrozar su cerebro a picotazos. Mientras deshacía los hemisferios cerebrales, cuervo parlante como aquel de Barnaby Rudge, le recitaba en métrica perfecta el profundo odio que Mary sentía por él desde el día mismo de la boda. Un matrimonio por conveniencia no podía terminar de otro modo. A Wil le hubiera costado explicar cuál fue la ventaja que obtuvo Mary al contraer nupcias con él. Ella era rica, era hermosa, su familia estaba en el selecto grupo de los aristócratas y para más, sus padres no vieron con buenos ojos esa unión. Él solo podía refugiarse en su alcurnia. Luego era un pobre sujeto que vivió siempre del erario familiar, ya que, todos los colegios donde dictaba sus asignaturas, o eran propiedad de la familia de Mary o sus suegros, eran socios capitalistas principales.
Esa mirada de Mary fue determinante en sus decisiones y en el desarrollo de los hechos. Tuvo que arrancarle los ojos, pero así y todo, desde sus cuencas vacías, esa mirada perturbadora no cesaba. Por eso rellenó las cavidades con barro espeso. Solo en ese momento halló algo de paz. Al envolver su cabeza con esa ruda bolsa negra de residuos y ajustarla firmemente con la cinta aluminizada de embalaje, el cuervo dejó de perturbarlo con sus picotazos y su funesto recitado.
¿Se puede condenar a un hombre porque ansía la paz que se merece?
Wil, de haber podido, le hubiera explicado a “HM” que la noche de los homicidios, mientras vaciaba las cuencas de los ojos de su esposa, comenzó a recitar “El cuervo”, el poema de Poe, con voz serena y melodiosa. Estaba dispuesto a reconocer que, en cierto modo, ese recitado sí fue un inofensivo acto de venganza, nada comparable con los sufrimientos a los que ella lo sometió durante años. En la belleza del cuervo de Poe, halló una paz que lo condicionó para el tormento.
«Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary, / Over many a quaint and curious volume of forgotten lore— / While I nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping, / As of some one gently rapping, rapping at my chamber door. / “Tis some visitor,” I muttered, “tapping at my chamber door— / Only this and nothing more.”2
Fue luego del sexto verso “Only this and nothing more”, que embolsó la cabeza de Mary y la selló con cinta alrededor del cuello. No quería decirlo, pero tuvo que reconocer que a los pocos minutos, Mary dejó de respirar.

XII

Sobre la mesa de autopsia de acero inoxidable, el cuerpo de María Angélica Wherner Wherner yacía como esperando que “el pequeño Troll” se decidiera a ingresar hasta la intimidad más sutil de sus tejidos. A él no solo lo dejaría entrar, lo incitaría a hacerlo. ¡Bienvenido a mis tripas en la que se incrustó el hedor de la muerte! ¡Bienvenido hasta el hallazgo de lo que fue en vida antes de la muerte, y de lo que será en breve cuando me reciba la fría sepultura! ¡Bienvenido!
Luego de dar varias vueltas alrededor de la mesada para observar la muerte desde distintos ángulos, “HM” se decidió y entró con su mirada en las cuencas vacías de los ojos de Mary. Las tranquilas cavidades contenían algo de sombras otoñales. Un raro tono de color impreciso se veía al fondo de las mismas a donde asomaban las pocas fibras del nervio óptico que escaparon a la ablación.
La lisa calavera al descubierto lo invitó a la íntima visión de la materia más pura de su cuerpo. Su lozana osamenta, bajo el cuero cabelludo, se dejaba apreciar en toda su delicada lisura redondeada. Piel, periostio, hueso, hasta la extrema duramadre, las meninges se referenciaban en sí mismas para que el atento detective fuera por ellas a donde la muerta lo reclamaba. Y bajo las tres meninges el cerebro conservaba ese estado primordial de quien todavía tiene mucho que enseñar.
Tal vez por ello, María Angélica, mutilada y muerta, no transmitía dolor, desesperación o ira. Su rostro ya deformado seguía manteniendo ese leve gesto de resignación y hasta de calma. El cadáver, no cabía duda alguna, necesitaba decir algunas cosas a los detectives.
Duro Cosido había terminado su tarea, pero “HM” le pidió que siguiera con el examinando a la muerta.
María Angélica Wherner Wherner habló con Wil muchas veces de sus asuntos maritales. De cómo ella entendía el comportamiento extraño de su esposo. Las más de las veces indiferente pero nunca agresivo. “¿Agresivo?” habría insistido con su pregunta “HM”. Duro Cosido habría coincidido con el interrogatorio del detective. Preguntar, preguntar y preguntar, una y otra vez sobre los mismos asuntos, hasta reconocer en el relato que aspectos ocultos había en esa relación que terminó en tan brutales homicidios.
Wil nunca fue agresivo. Para nada. Jamás la había agredido físicamente, ni alzado la voz, ni dicho una palabra fuera de lugar. Por el contrario, el señor Wilhelm Wherner era amable y recatado en el trato cotidiano. Pero Mary captaba por debajo de esa actuación un sustrato para nada siniestro pero sí desamorado. El desamor circula fácil bajo la dermis. Es una sustancia muy sutil que a su paso deja en evidencia al que no ama o dejó de amar porque así son las cosas del querer. Y eso era lo que Mary percibía sin el menor esfuerzo. Wil ya no la amaba. La cuidaba, la asistía, le hacía el amor una vez a la semana y disfrutaba con ella la cena de los sábados. Sin demostrar resentimiento, atendía el almuerzo con sus suegros luego de la misa. Irreprochable, pero para nada enamorado.
¿Y ella? ¡Ella sí que estaba enamorada! No dudaba en hacerle saber a todo el mundo que se casó con Wil porque de él y de ningún otro hombre estuvo tan enamorada. Y eso que sus padres, Alfonso y Zunilda, nunca sintieron aprecio a quien consideraban un arribista ansioso de aprovecharse de María Angélica para su beneficio personal, para el propio ascenso social. La desconfianza de los padres de Mary estaba bien fundada. Wil entró a la familia sin un peso en sus bolsillos, y si bien podría engañar a la inocente muchacha, no podría con ellos, custodios del dinero familiar.
Solo el apellido Wherner le había permitido a Wil vencer la resistencia de Alfonso y Zunilda.
El ciego enamoramiento de Mary obligó a sus padres a deponer la belicosa actitud con la que recibieron al comienzo al pretendiente.
El asunto del abolengo no interesó a nadie. ¿Primo segundo? ¿Primo tercero? A quién podría importarle un asunto de relativos parentescos. Sangre de la sangre. Nadie hurgó en la genealogía de los Wherner para saber el parentesco exacto entre María Angélica y Wilhelm. ¿Acaso, en pleno siglo XX era eso importante?

Lo que sí importaba era descubrir el estado mental del homicida. “¿Por qué Wil odiaba a su familia? ¿Por qué querría deshacerse de manera tan bestial de ella?» Eran preguntas que “HM” debía hacer.
El detective estaba seguro de que Mary no hubiera podido responderla. Ella vivía en una dimensión extraña a Wil. Años atrás habría dicho “¡Wilhelm nos ama!”, acompañando la afirmación con una diáfana sonrisa enamorada. Pero hacía algún tiempo, tal vez algunos años, que no hubiera podido responder con tanta seguridad una pregunta tan simple.
Muerta sobre la fría chapa de acero inoxidable de la mesa de autopsia, la realidad era tan patéticamente irrefutable que la única respuesta posible era “Wil nos odiaba a todos”. Y hasta era probable que nunca los hubiera amado. Ella fue un vehículo, un instrumento de su propia ambición. ¿Y sus hijos? Un accidente. Muelas podridas que hay extraer para acabar con la infección.
La noche de los homicidios, Mary no sintió temor por su suerte. “¿Y por sus hijos?” Duro Cosido repasó con “HM” las probables reacciones de la mujer antes de su sacrificio.
Ella de seguro bebió una copa de vino o agua o jugo, aún no estaban seguros de cómo fueron los sucesos previos a los crímenes, y a partir de entonces dejó de sentirse perceptible, como si se hubiera diluido en el propio brebaje. El narcótico disoció el tiempo de la materia y la materia del movimiento. Ese fue el tránsito entre lo vivo y lo muerto.
El brebaje debe haberla sumergido en una vigorosa parálisis, forma de extremaunción todavía confusa mientras la droga penetraba por los capilares hasta la última porción de los tejidos. Desde esa perspectiva singular debe haber apreciado las deformaciones apopléjicas de los hijos, quienes se iban sumiendo en un espacio lúgubre de la conciencia igual que ella. Ya dominados por el néctar de la muerte que Wil les había convidado durante la cena o al terminar la misma, la madre y sus cuatro hijos serían los privilegiados testigos de sus últimos momentos de vida terrenal.
“HM” le hubiera preguntado a Mary si hallaba explicación a tal comportamiento. ¿Qué podría haber dicho la desgraciada mujer? ¿Podría ella haber sospechado que Wil acabaría con la prole y con ella una noche como esa, sin mediar un grito, un reproche, una discusión más no fuera tonta?
En los labios del cadáver de Mary, en la cavidad de su boca, bajo la lengua, había quedado un cúmulo de palabras que “HM” debía ayudar a drenar al exterior. Necesitaba encontrar las últimas palabras pronunciadas para, a partir de ellas, ir en dirección al inicio del repugnante holocausto.

XIII

“HM” no se sorprendió cuando llegaron los informes contables de los Wherner Wherner. La familia estaba en total bancarrota. No quedaba un peso en la cuenta bancaria familiar. Era lo que sospechó desde el principio. El dinero siempre está presente en todo crimen porque el dinero surge siempre de la sangre de una víctima. Si se pudiera exprimir el dinero en su forma papel o en su forma metálica, solo se extraería sangre. Sangre humana.
El desfalco consolidó su creencia de que cada asesinato estaba cifrado en desconocidas cuentas bancarias offshore. “HM” especuló con que Wil debió abrir cinco diferentes cuentas, una por cada asesinado, y en cada una de ellas depositó una cantidad de dinero de acuerdo al valor que le asignó a cada víctima. No tenía dudas que la cuenta que representaba el valor de Dafneé era la más abultada y la de Mary la de menor importancia. Dedos, lengua, genitales, ojos, cadáveres, habían sido depositados transformados en valores tangibles en algún paraíso fiscal.
Mary era heredera de una fortuna que sus abuelos le asignaron incluso antes de morir. Al fallecer esos abuelos, Alfonso y Zunilda se ocuparon de que su hija recibiera la herencia de inmediato para así cumplir con la voluntad de los ancianos.
Mary recibió la herencia tiempo antes de que ella se enamorara perdidamente de ese hombre, es decir, mucho antes de contraer nupcias con Wil.
Alfonso y Zunilda nunca confiaron en el advenedizo primo. Así declararon, entre lágrimas y lamentos, a “HM”, cuando el detective los entrevistó para transmitirles sus condolencias y asegurarles que haría lo imposible por echar mano del múltiple homicida.
Siempre sospecharon que su yerno tenía la vista puesta en esa abultada cuenta bancaria. Recordaban que apareció en la vida de su hija días después de realizado el traspaso de la enorme fortuna a nombre de María Angélica. Ellos nunca creyeron en una coincidencia. “HM” tampoco. “¿Quién podía haberle dado ese dato tan importante?” Abogados, escribanos, albaceas. Alfonso y Zunilda no tenían la menor idea, algunas sospechas pero ninguna pista.
“HM” repasaba una y otra vez la conversación con los desconsolados padres y abuelos. Le importaban los detalles, los gestos, las pequeñas cosas que para muchos pasan desapercibidas, pero que son las cruciales señales del horror que se estaba por avecinar.
Alfonso sabía que había momentos en que Wil desaparecía de la vista de todos. Familia, amigos, colegas y alumnos, dejaban de verlo durante algunas horas o por una noche, aunque no establecía una verdadera rutina. Simplemente, desaparecía por algún tiempo. Siempre tenía una buena coartada a mano. Era un hábil fabulador y Mary se rendía sus explicaciones sin siquiera poner en duda alguna de ellas.
Confesó que en más de una oportunidad consideró hacerlo investigar por detectives privados. Tenía muchos y buenos contactos con la policía que podía derivarlo a algunos retirados que se dedicaban a la investigación privada. No lo hizo porque temió que si María Angélica se enteraba de ello, algo muy posible que ocurriera, ella no se lo perdonaría nunca. Estaba arrepentido por no haber actuado contrariando los deseos de Mary. Pero una cosa era sospechar un amorío a suponer cinco espantosos homicidios.
Alfonso estaba convencido de que nunca actuó solo.
—¿Una cómplice? –le pregunto “HM” al tiempo que puso su mirada en el rostro del atribulado padre. Ese rostro se encendió de ira.
—Le dije cien veces a mi hija que ese “hijo de puta” la engañaba. Se lo dije. Soy hombre, sé cómo se comporta un hombre cuando no se conforma con una pollera.
—¿Mujer conocida?
Ni Alfonso ni Zunilda podían sugerir un nombre.
—¿Alguna mujer conocida que trabaje en el área bancaria?
No conocían a nadie con esas características.
“HM” leyó el expediente que la Unidad de Inteligencia Financiera entregó a la autoridad política y esta giró al Departamento de Crímenes Complejos.
Apenas consumado el enlace matrimonial, horas después del sacramento del matrimonio, Wil dividió la fortuna en varias cuentas diferentes en otros tantos bancos. Fue un dato sorprendente. El señor Wilhelm Wherner y la señorita María Angélica se casaron, según el acto matrimonial, un 8 de julio a las diez horas de la mañana. Apenas un par de horas después de haber dado el “sí” en el Registro Civil, Wil se dirigió al banco donde tenía depositada su fortuna, Mary, y cerró esa cuenta bancaria. Luego abrió en dos bancos diferentes, otras cuentas, donde distribuyó el dinero por partes iguales. La mujer le había firmado días antes de la boda un poder general que lo autorizaba a mover los fondos como se le diera la gana. Wil pasó a ser el administrador plenipotenciario de los dineros de su esposa.
Luego cerró esas dos cuentas bancarias y abrió en cinco entidades bancarias diferentes otras cinco cuentas a su exclusivo nombre. A partir de entonces, Wil fue fugando cantidades pequeñas de dinero que depositaba con un orden establecido en cada una de esas cuentas. Los depósitos tenían una secuencia, secuencia que sospechaba “HM”, se correspondía a cada miembro de la familia.
Esas pequeñas cantidades de dineros iban aumentando en un porcentaje muy bajo mes a mes. A veces el aumento era de apenas un uno por ciento, en otras ocasiones de un cinco, pero nunca más que eso. Luego los porcentajes y depósitos fueron variando aleatoriamente.
Eso demostraba que la sangría estaba perfectamente graduada. Al principio, no mucho, para que el patrimonio marital no cayera en una anemia irreparable, pero lo suficiente para ir engordando el patrimonio individual del futuro homicida.
Para “HM” ese ejercicio dosificado del desfalco familiar no era más que otra prueba irrefutable de que Wil preparó con mucha antelación el asesinato de toda su familia y su posterior desaparición. Le daba una clara idea de cómo era el sistema de pensamiento del asesino.

Años de pequeños y disimulados robos a la fortuna de Mary hasta ese final en el que ya no quedaba un centavo en la cuenta madre, aquella en la que Alfonso y Zunilda depositaron la herencia a nombre de su amada hija. Años de planificación de la estafa, una bifurcación en dirección a los crímenes. Por el curso del dinero se llegaba a la matanza.
Años de cuidar cada detalle, a la par que el dinero drenaba de la cuenta familiar a las propias, planificaba los asesinatos, dónde y cómo enterraría los cuerpos, qué droga usaría para dejar indefensos a su esposa y a sus hijos, cómo los mutilaría, cómo acabaría finalmente con la vida de cada uno de ellos.
Crimen y dinero. Para “HM”, la estafa y el deseo criminal marcharon de la mano, juntos en una misma dirección rumbo a un paraíso fantástico donde podía ocultarse sin inconvenientes. No hay cosa que no se pueda hacer cuando se posee una buena suma de dinero, una suma millonaria como la que robó Wil a su esposa. Hay pocas cosas que el dinero no puede comprar. Wil sabía eso perfectamente, aunque nunca sospechó el alcance de esa verdad. Cuando lo descubrió sería demasiado tarde.
Finalmente, el señor Wilhelm Wherner cerró todas las cuentas bancarias al mismo tiempo y el dinero desapareció del circuito bancario legal. Su seguro destino fue uno o varias cuentas en paraísos fiscales imposibles de rastrear fácilmente.
“HM” necesitaba rastrear el destino de los fondos robados. Siguiendo esa huella de la estafa podría, tal vez, arribar a la estación final del viaje del múltiple homicida. Pero Wil se había ocupado y muy bien de borrar todas sus huellas. No era solo un cruel asesino, sino que era hábil estafador. Inteligencia financiera intentó todo en busca de esa pista, pero no obtuvo nada.
¿Una cómplice?”, “HM” insistió. Era algo que todos los comprometidos en la investigación tenían en sus mentes. Era posible. Pero hasta ese momento nadie tenía ni una modesta pista en esa dirección.
Tenían cinco cadáveres y un desfalco. Todo escandaloso. Y Wil era hasta entonces un fantasma solitario. Un frío y calculador criminal y estafador que había desaparecido de todos los lugares conocidos.

XIV

“Los charlatanes deberían ser deslenguados”. Así pensaba Wil de todos los habladores. Un “lenguaraz” eran una “verdadera maldición”. Un flagelo bíblico. La mecánica de la cabeza de asno le parecía apropiada para castigar a los lenguaraces. Nadie como los inquisidores para poner las cosas en su lugar o remover de su natural anatomía. Máscara con afiladas púas y hojas cortantes, acababan con las audacias de los que no sabían mantenerse en respetuoso silencio.
De todos los habladores, el peor era su propio hijo, el primogénito Antoine. Ese más que ningún otro debía ser deslenguado.
Antoine fue un hablador precoz, y Wil no debió pasar por alto esa cualidad. Lo que al principio le pareció hasta gracioso, con el paso del tiempo le resultó completamente odioso.
Para mayores disgustos, Tony no solo aprendió a hablar a muy temprana edad, sino que lo hizo en varios idiomas. Siendo aún un niño muy pequeño, conversaba en francés muy deliciosamente, en inglés sin dificultad, y hasta balbuceaba el alemán, idioma que aprendió a la perfección ya más grandecito.
Maña de su madre, que por ser el primogénito le dedicó mucho tiempo a hablarle, cantarle y mimar en distintas lenguas.
Ya crecido, y para Wil por impulso de la mala educación que le dio su madre, el muchacho se volvió algo rebelde y un tanto arrogante. Un rebelde puede resultar insoportable las más de las veces, pero un rebelde políglota y arrogante fue demasiado para Wil.
Aunque Antoine, en realidad, no era realmente un rebelde, un faccioso, un amotinado contra el orden patriarcal y mucho menos un buscapleitos con inclinaciones a la militancia social o política. Ocurre que algunos hijos de acaudalados y encumbrados personajes terminan por renunciar a sus privilegios y dedican sus vidas a la lucha social y política. Pero no fue el caso de Antoine. Su arrogancia era solo una forma de protegerse. Más que soberbio, era un muchacho algo temeroso de las estrictas reglas que Wil proponía, sosteniendo que ese era el mejor modo de hacer de ese muchachito un hombre. Antoine descreía de su padre y ese descreimiento lo volvía rebelde y altanero a sus ojos.
Observaba ciertos comportamientos, actitudes y hasta expresiones que para su madre y sus hermanos no tenían mayor significado, pero para él sí. Y en cada oportunidad que se le presentaba se lo hacía notar a su madre. Muchas veces el amado primogénito de Mary le recriminaba que no prestaba atención a esas conductas, a ciertas inflexiones en su voz, a gestos que se manifestaban de manera involuntaria en el rostro del padre. Para Antoine, su padre era un mentiroso. Un detestable mentiroso.
Pero lo que más asustaba a Tony era la manera que su padre miraba a su madre siempre a cierta prudente distancia. Antoine no sabía ni podía saberlo, que Wil acusaba a María Angélica de ser una observadora cruel, de atormentarlo primero con esa “gélida mirada aguda como una lezna de hielo”, y luego, cuando según Wil, los ojos de Mary adquirieron la negrura propia de los cuervos, negrura que salía de las redondas pupilas de esos ojos, y que encontraba el modo de penetrar en su cabeza para destrozar su cerebro a picotazos.
Si Antoine hubiese sabido de estos delirios de su padre, tal vez hubiese tenido alguna oportunidad de salvar su vida, la de su madre y la de sus hermanos.
La lengua preferida de Antoine para cuestionar a Wil era el francés, porque sabía que ese era el idioma que más disfrutaba su padre. Recitando en francés a Baudelaire sedujo a su madre, en ese idioma atraía sobre sí las miradas de sus alumnas que sentían los ardores precoces del sexo, imaginando impúdicas caricias con el apuesto profesor de psicología.
A Wil, los poetas, los filósofos, los escritores franceses le provocaban una fascinación extraordinaria, solo algo menor a la que sentía por el dinero. De los filósofos, el escéptico René Descartes, de los escritores Victor Hugo, de los poetas, Charles Baudelaire. Sin embargo, nunca despreció al griego Pirrón de Elis a Dante Alighieri y su Divina Comedia.
No podría decirse que Nicolas Penard fue una de sus inspiraciones. Aunque algo de él influyó cuando ajustó cuentas con Cédric. Pero ese fue otro asunto sobre el que Wil meditó largamente.
Si en la boca de Mary habían quedado bajo su lengua muchas palabras que “HM” debía ayudar a pronunciar ya cadáver, en la Antoine no quedó ninguna. Wil arrancó la lengua de su hijo desde su nacimiento, desde la epiglotis, el hueso hioides, devastando los delicados músculos de la lengua, como quien ha estudiado con dedicación la anatomía de la boca para lograr una total ablación de la lengua. Fue una cruel venganza, un total escarmiento.
“HM” nunca sabría que el pecado de Antoine fue haberse presentado en un domicilio al que el señor Wilhelm Wherner frecuentaba regularmente.
La tarde previa a su asesinato, el muchacho se presentó en esa casa en la que sospechaba vivía la amante de su padre.
Llamó a la puerta sin demasiada convicción. Un anciano se asomó y preguntó que deseaba.
—Dígale al hombre que acaba de entrar que Antoine está esperándolo aquí afuera.
¿Por qué no dijo “Antoine, su hijo, está esperándolo aquí afuera”? Segundos después apareció Wil. No demostraba ningún sentimiento en su rostro. Es más, su mirada se dulcificó tratando de insuflar confianza en su hijo.
¿Fue ese el momento en que Wil decidió terminar con su familia?
Antoine sabía que todo lo que Wil le dijera sería mentira. Recurriría a Baudelaire para justificarse. ¡Ya lo había oído en tantas oportunidades! Era un mentiroso descarado. ¿Qué hacía allí? ¿De quién era esa casa?
“Después hablamos”, fue todo lo que le dijo y despachó a Antoine con una sonrisa y una palmada en el hombro. Ya tendrían tiempo de conversar y aclarar todo aquello. Lo último que Tony alcanzó a decirle fue “esta noche vamos a hablar muy seriamente”. Wil consintió despreocupado, despidió a su hijo, cerró la puerta que daba a la calle, y desapareció tras la puerta cancel.

XV

La difusión de la fotografía del rostro de Wilhelm Wherner por televisión y por los diarios nacionales tuvo una gran repercusión. ¡Quién no lo había visto! Robando en un supermercado, tomando por asalto a unas frágiles muchachas para luego violarlas, persiguiendo a unos ancianos para robarles sus pocas monedas. Allí y acá. Al norte, al sur, al este, al oeste. En los cuatro puntos cardinales al mismo tiempo. De noche y de día. Unos lo hacían alto y apuesto, otros bajo y obeso. Unos lo describían rubio, de ojos cautivadoramente claros. Otros, morocho de oscuros ojos lujuriosos. Las mujeres hablaban de él como de un hombre de aspecto seductor, imposible de resistir a su ambigua sonrisa, y los varones como de un monstruo capaz de cualquier crimen, pero por quien se reserva cierta siniestra admiración.
El departamento de policía recibió decenas, cientos de llamadas. Quienes las hacían hablaban con tanta vehemencia como envidia. Wil era una celebridad a la que se le achacaban los atroces crímenes de su propia familia; una celebridad que concitó la atención de miles de curiosos ansiosos de saber de esas muertes y de su verdugo. Tenía un lugar de privilegio en el imaginario de muchos otros que tanto o más habrían querido hacer con los suyos durante mucho tiempo, pero jamás se atrevieron. Wil era tanto un ser abominable como un campeón de la menospreciada casta varonil contemporánea.
El género masculino, en decadencia, (varonil masculinidad desesperada), se replegaba sobre su propia estupidez para celebrar en mohines silenciosos los horrorosos crímenes del señor Wilhelm contra la prole Wherner Wherner. “Algo habrán hecho para hartar al pobre tipo”. Ese era el sonsonete repetido en las mesas de billar o donde se jugaba a las cartas por dinero.
En cambio, las mujeres, donde se presentara el debate, clamaban al unísono una pronta y expeditiva venganza.
Luego del ajetreo y las tribulaciones de falsos criminólogos y criminalistas, empezó la duda. No había duda legítima, porque la duda muchas veces es loable, como dijo el poeta con acierto.
Pero no era el caso. Cinco cadáveres, cinco personas, cuatro hijos y una esposa, drogados, diseccionados, cuatro de ellos con sus cabezas envueltas en herméticas bolsas de residuos severamente selladas para matar por asfixia, no dejaban duda del espanto del múltiple crimen. La ausencia del esposo y padre no hacía más que acrecentar la certeza de que había sido el autor de la masacre. Pero la duda es un elixir, a veces irresistible. Son “los reflexivos que nunca actúan”, los que dudan para sacarse el problema de encima, para no escarbar en el estiércol de una humanidad pervertida, algo siempre desagradable a la vista y al olfato.
Dudaban en las sobremesas, en las reuniones de los borrachines, dudaban en los pasillos de los burdeles mientras esperaban su turno con la prostituta preferida.
¿Habría sido el honorable señor Wilhelm Wherner quien asesinó a todas su prole? Muecas y escepticismo, descreimiento al palo. Cínicas sonrisas por respuesta.
Wilhelm Wherner, un hombre culto, refinado, un exquisito profesor de psicología que podía departir en varios idiomas, pero que amaba el francés por sobre todas las otras lenguas. Un recitador de Rimbaud, de Mallarmé, de Verlaine, de Valery, de Baudelaire, su preferido. Un conocedor de la Divina Comedia como pocos, un hombre lleno de gracias, un ser luminoso que alentaba en sus jóvenes discípulos los más nobles sentimientos. Que proponía abordar la psicología desde el arte como expresión profunda del espíritu humano y que gracias a ello ayudaba los adolescentes a mostrarse resueltos y sagaces, llenos de esa gran vitalidad propia de los jóvenes.
Muchos descreían que el señor Wilhelm Wherner podía ser la bestia que mutiló, asfixio y sepultó a toda su familia sin ninguna razón aparente. Esos suponían una gran conspiración en la que incluían a los padres de la infortunada María Angélica, Alfonso y Zunilda, quienes ambicionaban recuperar la inmensa fortuna que Mary había heredado de sus abuelos, dejando lado a otros nietos.

Ellos eran parte de la rancia elite de los acomodados a fuerza de millones. Era ese tipo de gente que se había ganado su posición en la sociedad y la consideración de algunos solo por su enorme fortuna. Y su hija, Mary, no era mucho mejor que ellos. No, de ningún modo los mejoraba en algo. Ellos la conocían y ya la habían juzgado. Era ñoña, sin gracia, riendo siempre como una boba que debía seguir a su esposo procurando brillar al menos por la luz que irradiaba el venerado profesor. Como la luna, que brilla gracias a la luz que el sol esparce desde el centro del sistema planetario, Mary lucía una cara luminosa cuando posaba junto a Wil, pero si se tenía la posibilidad de apreciar al mismo tiempo el lado opuesto, se vería un lado oscuro y tenebroso, propio de seres atribulados por su mediocridad, su mezquindad y pobreza espiritual. “Mojigata, envidiosa, insulsa. Cornuda”. Esas y otras palabras despectiva merecía Mary, aquella desgraciada mujer que, según sus detractores, encontró una joya y la creyó un tomate. ¡Algo tenías adentro que te hizo meter la pata! Para siempre condenada a todos los infiernos del Dante.
Y cuando se señalaba que no podían haber sido Alfonso y Zunilda los homicidas, porque esos dos viejos jamás podían haber lidiado con los asesinatos, el traslado de los cadáveres y su enterramiento, se los acusaba de ser los autores intelectuales de los crímenes. Seguramente algún sicario contratado por ellos debió hacer el trabajo duro. El nombre de “El sindicato” empezó a sonar entre bambalinas. ¿Quién no sabía de quienes se trataban? ¿Cuál de los ricachones ignoraba que el templo de la muerte, el oráculo de todos los crímenes, era “El Sindicato” y sus sacerdotes de la muerte por contrato al que solo accedían ricos y muy ricos? Corrían apuestas a favor de uno u otro sicario. Siempre ganaba la punta “El Interrogador”, el más famoso de todos los asesinos por encargo. Pero esas verdades nunca se sabrían por ellos, la discreción era una virtud fundamental en el negocio del asesinato por encargo.
Las elucubraciones siguieron y escalaron. ¿Qué habrían hecho esos asesinos a sueldo con el “pobre” profesor Wilhelm Wherner?
El querible y adorable profesor se hallaría seguramente muerto y descuartizado, o tal vez incinerado para no dejar de él ni el menor de los rastros y así poder hacerlo responsable de la matanza.
Los que frecuentaban los ambientes donde eran conocidos, Wil, Mary y sus cuatro hijos, se dividieron en dos bandos irreconciliables. Unos, los que no vacilaban en señalar al amable profesor como el brutal asesino. Un moderno y legítimo caso de Dr. Jekyll y Mister Hyde. Un embaucador siniestro.
Los otros, los que defendían a Wil, lo convertían sin ninguna evidencia en la sexta víctima, la víctima de esos viejos sádicos y depravados que contrataron los servicios de “El Sindicato” para cumplir con su espantoso plan. Wil, un virtuoso, un amoroso padre de familia, esposo y profesor, que, seguramente, había perdido su bella vida por culpa de esos seres mezquinos y despreciables.
“HM” se mantuvo al margen de esa polémica. Conocía como nadie sobre “El Sindicato”. Sabía bien de la bien ganada fama de “El Interrogador”. Pero no había ninguna evidencia que diera sustento a tamaña elucubración. Habladurías, puras habladurías. Nunca sintió la sombra de “El Interrogador” sobre ese caso.
Las habladurías nunca habían resuelto en toda la historia un solo crimen, y menos resolverían esos espantosos cinco homicidios. Nada de ese chismorreo era útil.
De ese centenar de llamadas sobre el paradero de Wilhelm Wherner, dos dieron esperanzas seguras a los investigadores. El primero, de un hombre que afirmaba haber visto a Wil en un cajero automático. Declaró que el encuentro fue accidental, porque él estaba por abandonar el cajero cuando un hombre que respondía a las características físicas de Wil apuró su paso para encararlo y llamó su atención. El extraño le hizo un par de preguntas acerca del lugar, preguntas sobre hoteles y transportes, asuntos sobre los que no pudo ayudarlo.
El hombre decía recordar perfectamente el rostro del forastero y afirmaba que no tenía dudas de que se trataba del mismo de la fotografía que la televisión y los diarios estaban difundiendo hacía unos días.

El otro llamado también correspondió a un hombre. Era un diariero, quien decía tener su puesto de venta de diarios a metros de una casa a la que solía concurrir el supuesto homicida.
Sostuvo que vio ingresar en varias oportunidades a Wil a la vivienda de unos ancianos, dos viejos vecinos muy apreciados por el vecindario. Dijo que “el hombre de la fotografía” visitó esa casa tal vez una veintena de veces, durante los últimos meses con mayor frecuencia, y que recordaba haberlo visto por primera vez tal vez dos años atrás.
Al hombre que identificaban como el posible quíntuple homicida, lo había visto ingresar a esa casona solo, pero en otras oportunidades, acompañado de una muy joven y muy bella mujer. Imposible no recordarlos. Esa pareja realmente iluminaba todo a su paso. El se veía esbelto y elegante, un hombre maduro, pero muy apuesto, siempre sonriendo como un actor de cine; ella, una muchacha muy joven, hermosa y sensual, hasta podría haber pasado por su hija. Pero era su amante, sin duda.
La palabra “amante” retumbó en la cabeza de “HM”.
—¿Por qué dice amante? –le preguntó en su primera declaración a ese testigo.
—Novia, si prefiere. Amante, novia, da lo mismo.
“HM” quiso saber cuándo había sido la última vez que había visto al tipo. El hombre no vaciló en afirmar:
—Más de un mes. El mismo tiempo que hace que no he vuelto a ver ni a los dos ancianos propietarios de la vieja casona, ni a la muchacha que creo era la hija o la nieta de los viejos. Tal vez todos hayan partido de viaje.
—Tal vez –dijo “HM” solo por no contradecir al denunciante.

XVI

De acuerdo con la denuncia del testigo del cajero automático, “HM” pidió las grabaciones de seguridad correspondientes a ese día. El trámite fue sencillo porque intervinieron las más altas autoridades políticas, de lo contrario, la empresa de seguridad privada habría empezado con sus interminables trámites burocráticos dilatando la entrega hasta conseguir un buen “estipendio”. Un hábito que al “pequeño Troll” lo exasperaba; era cuando más “Troll de mierda” se sentía.
Pero en esa oportunidad no hubo dilaciones. La empresa entregó una buena grabación, una grabación en perfecto estado y sin ningún cuadro de la filmación eliminado.
“HM” repasó esa filmación tal vez diez veces. O tal vez más. Como quien mira un eclipse sin protegerse los ojos, u observa una joya cuyo brillo es un exceso.
Se veía a Wil y al hombre conversando. Wil lucía amable como buen profesor de psicología de escuela media privada. Un conversador en francés o inglés. Un gentilhombre de la cultura aristocrática. Un amante de Baudelaire.
Al otro se lo veía sencillo y desorientado. Seguramente porque no pudo responder satisfactoriamente las preguntas que Wil le hacía. “Quería saber de hoteles”, fue lo primero que declaró el testigo. “Quería saber de transportes de larga distancia”, fue los segundo. El testigo era parco y no porque no deseaba colaborar. Simplemente, era de pocas palabras y todas eran dichas por qué eran las correctas.
—¿Hubo algo que le llamó la atención?
—Todo, señor.
—Explíquese. –“HM” exigió sin ser impertinente.
—Ese barrio no es zona de hoteles. No creo que haya alguno salvo pensiones para trabajadores. Y el hombre no tenía aspecto de ser un trabajador de esos que solo disponen de un dinero para alquilar en una pensión.
—De acuerdo. ¿Algo más que le provocara curiosidad?
—La pregunta sobre micros de larga distancias. Todo el mundo sabe que esos micros solo salen de las dos terminales que hay en la ciudad.
—¿Le preguntó por algo más? –“HM” quiso saber si hubo alguna palabra, alguna referencia que no tuviera que ver con viajes y estadías.
—No –respondió el hombre sin titubear–. Solo agregó “gracias de todos modos. Vaya con Dios”.
Según el hombre, Wil le dio un leve empujoncito con el que lo invitó a retirarse. Y él se marchó, como podía apreciarse en la grabación. No tenía razones para permanecer junto al desconocido quien le dio mala espina.
“HM” quiso saber por qué tuvo esa impresión.
—Era muy raro señor. A mí me atemorizó. Pero no podría explicar por qué.
Wil esperó a que el hombre saliera del cuadro de la filmadora. Fue evidente su actitud. Luego alzó la vista hasta la cámara, sonrió desprejuiciadamente y saludó. No una vez, sino varias veces. Al final, hizo una reverencia siempre mirando a la cámara.
“HM” no tenía dudas que eso fue una provocación del señor Wilhelm Wherner a los posibles investigadores. Soberbio. Fanfarrón. Lo que se quisiera decir no estaría demás. Pero seguro de sí mismo. Impune. Cínico. Como si les dijera “acá estoy muchachos detectives. Maté a mis cuatro hijos y a mi esposa. Los drogué, los mutilé, los asfixié y luego sepulté en un lugar que ni tres comisiones policiales descubrieron. Debieron recurrir al “Pequeño Troll de mierda” para encontrar las cinco sepulturas. Al Duro Cosido para las necropsias. ¿Y todo para qué? Para ver cómo los saludo desde esta filmación de un cajero automático en los límites de la ciudad hacia el suburbio. ¿Van a venir por mí o van a seguir masturbando sus escuálidos cerebros con divagaciones sobre el homicidio en serie, las cualidades de las sicopatías, el carácter de los sociópatas? ¡Aquí estoy, muchachos! ¡Vengan por mí! ¿Qué esperan?”

El testigo del puesto de diarios fue más locuaz. Era un hombre no muy mayor, tal vez de sesenta años, incluso alguno menos. Ni muy alto ni muy bajo. Un tanto excedido de peso. De ojos pequeños y escrutadores. Lengua rápida que asomaba de entre unos labios carnosos.
Hablaba sin detenerse. Se lo notaba necesitado de hablar de ese espeluznante múltiple homicida. No es habitual que alguien haya podido observar a un quíntuple homicida. Repasaba con su lengua los labios al tiempo que repasaba la imagen de ese hombre maduro y de esa muchacha joven.
“Miserables asesinos”, así dijo. “HM” no esperaba refutar ningún comentario del testigo. Solo deseaba escuchar su relato sobre los hechos reales y no la valoración moral de ellos. Fue paciente, porque era un testigo formidable, el segundo en ver a Wil fuera del ámbito de sus clases y el de su familia.
El hombre estaba seguro de que esa pareja, compuesta por un hombre maduro y una muchacha tan joven como bella, eran cómplices en los asesinatos de la familia Wherner. Al nombrar a la familia Wherner, el hombre se santiguaba como movido por un impulso eléctrico.
“¿Por qué estaba tan seguro de que eran cómplices en el quíntuple homicidio?”, pensó “HM” pero no le formuló su pregunta porque era una manera tonta de dejar que las divagaciones del testigo tomaran el control del interrogatorio. Pero el hombre mismo se ocupó de hacerle saber que detalles lo habían convencido de su prematuro juicio.
En primer lugar, la desfachatez. “¿Desfachatez?” Preguntó “HM” más por curiosidad que por necesidad detectivesca.
El hombre estaba seguro de que el “varón” estaba casado y ejercía el adulterio con total descaro. Los ojos del adúltero esperan la noche. Así dice la Biblia. Y también dice que Dios juzgará a los que son sexualmente inmorales.
Y a la muchacha, se le notaba en la libidinosa mirada, que disfrutaba de ese adulterio, porque las jóvenes carecen de principios morales verdaderos. Si hubiese sido una criatura de Dios, no hubiese practicado el adulterio. “Lo que Dios une nadie lo separe”. Sabido era que el hombre dejará a su padre y a su madre, se unirá a su esposa, y los dos serán una sola carne. Una sola. No dos, o tres, o más, como ansían los lujuriosos. Una sola carne. Lo que Dios une nadie lo separe, repitió vehemente y luego dijo “esta es mi opinión”.
Lo otro que lo convenció del estado de complicidad en que vivía esa pareja, fue el modo de “pavonearse” abrazados los dos y besándose en cada esquina, besos intensos, nada de roce de labios, húmedos besos de una boca en la otra, de una lengua amarrada a la otra como si fueran dos inocentes adolescentes que no sabían ni podían disimular su excitante amorío. El puestero concluía que ese estado de acariciamiento encendía el ansia ardorosa del sexo sin freno y que ninguno de los dos se preocupaba en disimular. Ese amorío era más que escandaloso.
“¿Que qué dirían los padres, querrán saber ustedes?”, el hombre se preguntó a sí mismo y respondió sin esperar que “HM” u otro investigador pudiera decir algo, más no fuera por cuidar la formalidad.
—Estoy seguro de que los viejos no sabían de la perversión de esas criaturas. Esos viejos eran devotos católicos. A misa siempre vestidos de la mejor manera, humildes pero prolijos, atentos a las enseñanzas de la Iglesia. Pero la jovencita no iba a misa ni en fecha de guardar. Seguramente era hereje y ya se sabe qué les cabe a los herejes.
Los viejos, en cambio, eran creyentes formados en la tradición católica, apostólica, romana, no hubieran tolerado la exhibición de la libido de un adúltero y una muchacha casi adolescente recién asomada al mundo del sexo. Luego los viejos dejaron de verse. También la muchacha y el hombre.
El puestero afirmó que desde hacía un mes, o algo más, pero no recordaba con precisión el tiempo transcurrido. Desde entonces no volvió a ver a ninguno de ellos. “Desaparecieron”. Esa palabra tenía suma implicancia.
—¿Los vio irse? –preguntó “HM”.
—No. Y eso que yo empiezo mi jornada a las tres de la madrugada y termino de trabajar pasado el mediodía. Si se fugaron fue antes de ese horario o después de las trece horas, cuando ya no estoy en mi puesto.
“HM” mandó a verificar si había cámaras en esa cuadra, pero no las había. Era un vecindario alejado de la zona céntrica y en el que no había ninguna entidad bancaria ni empresa que justificara instalar un equipo de filmación.
“HM” tenía que solicitar una orden de allanamiento para el domicilio de los viejos de los que hablaba el puestero.
¿Sus nombres? Camilo y Ana. Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea. ¿La descripción de los ancianos?
—Él, más bien pequeño, de baja estatura y esmirriado. –Dijo el testigo sin vacilar.
Agregó “amable. Sonriente. Inquieto”. Luego sabrían que él era un entretenido cantor de tangos a la usanza uruguaya. Ella, una refinada y siempre sonriente ama de casa.
A Camilo y Ana los conocía toda la vecindad. También a la muchacha de quien creían que o era su hija menor o su nieta mayor. Eso nadie lo sabía con precisión. ¿Si era bella? Bellísima. Joven y bellísima muchacha. Tal vez de veinte años de edad.
Pero la mayoría de los vecinos nunca había visto al hombre o, si lo había visto, no recordaban su aspecto. Nadie había reparado en su presencia.

XVII

El “pequeño Troll de mierda” se había olvidado de Venancio López, pero Venancio no se había olvidado de él. El oficial hizo una sesuda investigación en todos los colegios en los que Wil dictaba clases. Eran cuatro, tres de menor importancia, pero en uno de ellos los inscriptos superaban los seiscientos y el plantel de profesores era muy numeroso. El señor Wherner resultó ser el Jefe de Departamento de Psicología, Lógica y Filosofía. Tenía a su cargo todos los cursos de cuarto y quinto año.
Ese colegio tenía un muy buen ganado prestigio. De él salieron muchos jóvenes que brillaron en distintas áreas de las ciencias sociales.
El edificio donde funcionaba el colegio era imponente. Una larga escalera revestida en mármol precedía la entrada. Vírgenes, cruces, íconos de numerosos santos poblaban pasillos y aulas. Todos los alumnos vestían riguroso uniforme. Los muchachos, saco bléiser azul y pantalón gris. Camisa blanca, corbata azul. Todos calzaban zapatos de color negro. Las muchachas, pollera azul por debajo de las rodillas, camisa blanca, corbata azul y vincha blanca y también zapatos negros acordonados. No se permitía el mocasín y mucho menos las zapatillas que solo se usaban para la práctica de gimnasia.
Al principio, confesó, los directivos le impusieron todo tipo de restricciones. Que no debía hurgar en los legajos de los jóvenes alumnos porque eran menores y estaban protegidos por la ley, que el de los profesores solo lo entregarían mediante orden judicial.
A medida que las noticias de los horribles crímenes ganaron la primera plana de los diarios y se difundían a toda hora y de la peor manera por los noticieros de la televisión, esos directivos empezaron a relajar sus exigencias hasta que abandonaron todo prurito. Nadie quería quedar vinculado a un asesino serial, a un “verdadero monstruo”, un hombre que los había engañado a todos sin el menor prejuicio. Nadie iba a acusarlos de cómplices del múltiple homicida, pero cualquiera actitud dilatoria, cualquier comportamiento restrictivo, sería considerado por la mayoría como un acto digno de sospechas. Así que a partir de cierto momento, los propios directivos apuraron la información y dejaron que López revisara legajo por legajo.
Fueron varios los profesores que dijeron que abrigaban sospechas sobre el comportamiento del profesor Wherner y de su relación con sus alumnas. Nunca se habían atrevido a comentar sobre sus reparos porque todos sabían que el suegro del señor Wherner era socio capitalista de los establecimientos donde trabajaba su yerno. Cualquier comentario hubiese sido tomado como una calumnia contra el propio Alfonso Wherner. ¿A quién se le podría ocurrir que Don Alfonso ingresaría al cuerpo de docentes a un pervertido que era nada más y nada menos que el esposo de su querida hija?
Pero cuando las cosas adquirieron el cariz que adquirieron, muchos, a solas, decidieron comentar lo que pensaban del trato edulcorado del profesor con sus alumnas del cuarto año.
Las muchachas en su mayoría eran simples adolescentes de dieciséis o diecisiete años. Inquietas, como todas las adolescentes, curiosas, ansiosas y con inocultables deseos de disfrutar de la vida. Algunas de ellas noviaban con muchachos de su edad. Las autoridades negaban que en sus instituciones hubiesen existido hechos de abuso o que los profesores hayan sacado partido de la relación de poder que se establece entre un adulto profesor y una adolescente alumna.
Pero hubo alguien que sugirió que se revisara minuciosamente las ausencias de las alumnas de los cursos del cuarto año del bachillerato de letras donde Wil era profesor, de, por lo menos, los últimos cinco años.
Venancio escuchó la sugerencia, aunque en principio no le atribuyó demasiada importancia. ¿Qué podría vincular al señor Wherner con las ausencias que una o varias alumnas pudieran haber incurrido en determinado ciclo lectivo?

Al poco de revisar los registros de alumnos, sospechó que no se trataba de contabilizar cuántas alumnas se habían ausentado a clase y qué días para establecer un patrón de fuga, sino que debía investigar a aquellas que habían abandonado los estudios.
Del momento en que se descubrieron los crímenes hasta cinco años atrás, solo diez muchachas habían abandonado la institución. De ocho de ellas se podía saber quienes habían terminado sus estudios y en cuáles establecimientos. Solo de dos no había datos.
Una, de nombres María Betania, abandonó sin explicaciones la institución hacía cuatro años. Nunca supieron qué pasó con la muchacha. En su ficha de inscripción figuraba un domicilio que era en realidad un terreno baldío. Las autoridades comprobaron que los datos de la muchacha eran falsos, pero no hicieron denuncia alguna. ¿Los padres? Nadie los recordaba o decían no recordarlos. López, en su libreta de apuntes, asentó el nombre de la muchacha.
La otra joven, de nombre Celeste, había dejado de concurrir al colegio hacía dos meses y diez días exactamente. Sus padres se hicieron presentes en la Institución. Estaban desconsolados. Celeste había concurrido al cumpleaños de una compañera de curso, pero nunca regresó a la casa. Grande fue la sorpresa de esos padres cuando fueron informados que ese domingo ninguna compañera organizó una fiesta de cumpleaños. De acuerdo a las autoridades del colegio, la policía estaba investigando la desaparición de la muchacha. López también tomó nota del nombre de la muchacha y sus padres. Tal vez sirviera de algo. Por entonces, López no tenía ni idea que el oficial Stultus estaba investigando la desaparición de una jovencita que cursaba su cuarto años en ese establecimiento.
¿Qué tenían en común las dos muchachas? La edad en que desaparecieron, 16 años, el colegio a donde concurrían, y al señor Wilhelm Wherner como profesor de psicología. ¿Podría Wil haber secuestrado y asesinado también a estas dos jóvenes mujeres?
López no lo dudó ni por un momento. Pero de sus sospechas a la prueba veraz había un largo trecho por recorrer.
XVIII

Wil odiaba a Cédric. No hubo exageración en esta conclusión a la que llegó “HM”. Duro Cosido también lo consideró del mismo modo. La mutilación de su cadáver así lo evidenciaba.
Wil, en efecto, odiaba profundamente a su último hijo varón. Nunca hablaba de él y si alguien le preguntaba por el muchacho daba siempre una respuesta sin entusiasmo. Se ocupaba de que quedara en claro que no deseaba hablar del tema, que no le importaba en lo más mínimo. De ese modo ocultaba su fastidio de oírlo nombrar. “Ahí anda”, era todo lo que respondía, o “supongo que está bien”, o “su madre lo apaña en todo”. Esto último ya era un reproche que no se esforzaba en disimular.
Lo patético del asunto es que cuando Wil respondía de ese modo sobre su hijo, era cuando más acaramelaba su voz. Su manera de repudiarlo era tan delicada, su voz tan suavizada, que muchos no alcanzaban a percibir el verdadero sentimiento que albergaba contra su hijo menor. Era seguro que parte de ese odio disimulado también estaba dirigido a Mary. Alguna vez dio a entender que si ella hubiese puesto algo de empeño en cuidarse cuando tenían relaciones, ese embarazo nunca se hubiera producido y él se habría liberado del mandato de su padre sin tener que confrontar ni con él ni con su propia conciencia.
Pocos, podría decirse que casi nadie, conocían las razones de ese repudio a su hijo.
Wil no deseaba tener un cuarto hijo. Pero como estaba sometido al mandato paterno, no hizo nada por evitar el cuarto embarazo de Mary. Él esperaba que fuera ella la que pusiera empeño en prevenirlo. Pero ocurrió que Mary sí quería más hijos. Si hubiese sido por ella, habría tenido cinco, seis o “lo que Dios mande”, como decía en las conversaciones con sus amistades. Disfrutaba criando a esos niños que había engendrado con el hombre que amaba profundamente.
Así que Cédric recibió el repudio de Wil cuando aún estaba plácido en el útero de su madre. Algo del veneno espiritual del señor Wilhelm debe haberse transmitido donde Cédric se desarrolló desde que no era más que una sugerencia vital de apenas la décima parte de un milímetro.
En el esperma de Wil debe haber viajado su resentimiento contra la madre y el hijo.
¿Tal vez entonces fue que su ideación criminal se desarrolló vigorosamente hasta consumarse en el quíntuple homicidio?
“HM” estaba convencido de que Wil planificó desde el principio de su matrimonio la estafa y la fuga. Quizás no los homicidios, ese plan fue creciendo como un tumor asintomático. El más peligroso.
Ese crimen brutal fue de la mano de la estafa que cometió contra su esposa, apenas contrajo nupcias. Con la estafa llegó el amorío con otra mujer joven. Juventud, belleza y dinero fácil. Una amalgama fatal.
¿Cómo habría de librarse sin mayores costos de una familia numerosa y una esposa incapaz de dejar de amarlo? Solo cabía la muerte. Así resulta de simple, a veces ciertas cosas.
Por eso es que “el pequeño Troll” no dudaba que Wil maceró su odio durante años, y ese odio fue el combustible de su ingenio para el crimen. Cédric fue su víctima más indecorosa.
La ablación de los genitales del muchacho era una muy precisa consideración sobre esa morfología andrógina que el muchacho cultivaba sin remedio. ¿Mary lo consentía? Mary lo amaba y nunca repudiaría a un hijo por una u otra inclinación sexual. Corrían otros tiempos. Además, Mary creía que, en verdad, Cédric, era asexuado. Podía hasta interpretar ese limbo en el que parecía vivir el muchacho desde que entró en la primera adolescencia.
Cédric no buscaba contacto ni con muchachas ni con varones. No repelía esos vínculos, pero no entraban en el plano del enamoramiento. Estaban ahí, presentes, iban con él al colegio, al cine, al teatro. Lo acompañaban a los recitales, a los conciertos, a las diversiones que se presentaran, pero permanecían siempre en las capas más superficiales de su personalidad, nunca en su intimidad a la que nadie conocido podía penetrar. Sus íntimos conflictos ya no había muchas posibilidades de conocer. O un testigo arrojaba luz sobre Cédric y sus intimidades, o el cadáver encontraba el modo de explicar qué había ocurrido esa última noche.
“HM” no tuvo un encuentro fácil con el cadáver de Cédric. Sintió de inicio que su muerte no fue igual a la de sus hermanos y su madre. Había algo en él que le decía que luchó y mucho antes de ceder ante el verdugo de su padre.
Cédric fue el único que imaginó en alguna oportunidad que Wil era un asesino emboscado en el traje de un elegante profesor de psicología de escuelas privadas de la curia. Pero nunca habló con sus hermanos sobre sus recelos. Por eso seguía con atención los movimientos de Wil, sus expresiones, su manera de observar a cada uno de ellos. Era probable que ese odio que le inoculó al nacer resultara en el antídoto que lo precavió del comportamiento de su padre. Pero fue seguro que nunca estuvo en condiciones de explicar esas sensaciones que le provocaba el señor Wilhelm cuando se aproximaba a él o compartía los momentos familiares.
“HM” buscó hasta el hartazgo un diario íntimo de alguno de los muertos y en especial uno de Cédric. ¿Lo hubo? Tal vez. No podía saberse. Wil se ocupó de limpiar meticulosamente toda la casa antes de huir.
Las pruebas de luminol que Duro Cosido hizo con total dedicación y de manera precisa en cada centímetro cuadrado de la casa, buscando dónde Wil cometió las aberraciones contra sus hijos y su esposa, no arrojaron ninguna prueba. La casa estaba completamente limpia. Las mutilaciones debieron producirse en las mismas tumbas, algo difícil de probar, ya que la sangre había sido absorbida por la tierra.
Todas las pertenencias de los cinco muertos estaban en sus roperos, cómodas, mesas de luz, anaqueles, refugios donde cuando niños guardaban sus modestos secretos. Entre todas esas pertenencias, “HM” no encontró nada que le diera alguna pista, aunque no fuera demasiado significativa, de que alguien llegó a percatarse de las inhumanas intenciones del señor Wilhelm.
Estaba convencido de que si las hubo, Wil se ocupó de no dejar ninguna al alcance de sus futuros perseguidores.
¿Esas señales que “HM” recibía del cadáver de Cédric podían significar que Cédric no estuvo tan drogado como los demás? ¿Fue el testigo último de todos los asesinatos? Duro Cosido trató de dar respuesta a ese interrogante. Debió cuantificar la cantidad de droga que le suministró a todos antes de pasar a asesinarlos de a uno.
Duro Cosido consideraba que Wil debió inocularles la droga del mismo modo y al mismo tiempo a todos. Por eso se inclinaba por un potaje, una bebida que todos compartieron menos él. Pero no podía evaluar cuánta resistencia tuvo cada uno al efecto del narcótico. ¿Pudo el sistema inmunológico de Cédric haber presentado una resistencia superior al del resto de las víctimas? Era una posibilidad que no podía descartarse, pero que, por entonces, resultaba indemostrable. “HM” se cuidaría y muy bien de decir algo sobre “sus sensaciones”, ese don particular que Duro Cosido le atribuía a su camarada.
Lo que la ciencia confirmó fue que Cédric no murió por asfixia, murió desangrado. El envolvimiento de su cabeza y la fijación de la bolsa al cuello con la cinta aluminizada, respondió más a la manía perfeccionista de Wil, a la perpetuación de la simetría de sus homicidios, que a la propia necesidad criminal. Cuando lo hizo, Cédric ya estaba muerto.
“HM” trató durante muchas noches de imaginar no la muerte, sino la vida de Cédric. Tal vez en ella hallara pistas y no en su alevoso crimen.
Cédric era un artista. Sus compañeros de estudios les dijeron a los detectives que practicaba varias artes. Le gustaba la música, la pintura, el teatro, la literatura. Dijeron que creían, aunque no podían afirmarlo, que Cédric escribía poemas, pero ninguno de ellos pudo aportar ninguno como evidencia.
¿Podría tener Cédric un lugar secreto donde guardar sus poemas? ¿Podría acceder “HM” a ese arcón donde el muchacho cuidara de sus tesoros más personales?
En un poema, bien pudo el desgraciado adolescente dejar testimonio de lo que ocurría realmente en su casa. O de lo que él sospechaba ocurría con su padre.
Los poetas, incluso los noveles e inexpertos, pueden descubrir la verdadera naturaleza de las cosas humanas, las mismas que a los ojos de otros pasan totalmente desapercibidas.
Cierto fue que Cédric no sabía ni podía comunicar a sus hermanos, menos a su madre, qué temores lo asaltaban cada vez que el señor Wilhelm se aproximaba a él accidentalmente. Cédric sentía ese repudio paterno de manera destructiva. Era un sistema de menoscabo que lo paralizaba casi por completo, tal vez como la propia noche de los homicidios.
Alguien le confesó a “HM” que Cédric había intentado suicidarse. No fue un testimonio en sede judicial. Fue una confesión en la intimidad de las lágrimas. Los que aman no declaran, se desangran.
Ese alguien le dijo que el intento no fue por su condición, la que al muchacho no le producía ningún desequilibrio. Él se percibía a sí mismo de manera correcta, no sufría ninguna distorsión de sí mismo. La música lo satisfacía, el teatro lo estimulaba, la poesía lo alimentaba. El amor verdadero lo completaba.
Cédric, hasta cierto punto, sentía en su arte su mejor vitalidad. Pero vivía acosado por ese aborrecimiento paterno que no quedaba en eso, en la falta de amor, de aprecio, de sentimiento, sino que mutaba a cierta brutalidad encubierta, a esa sutil atrocidad que solo la víctima percibe mientras el resto de las personas son incapaces de percatarse siquiera de un gramo de tanta hostilidad.
Esa aversión del señor Wilhelm lo fue empujando lentamente a un precipicio. Es probable que en el éxtasis de esa animadversión, Cédric haya encontrado en la ideación suicida el estrecho sendero de su posible salvación. Llegó a ingerir decenas de barbitúricos que alguien, nunca se supo quién, le proveyó para que pudiera cumplir su deseo. ¿Cómo sobrevivió? Mary lo encontró desvanecido en su propia cama. Ella llamó al sistema de Emergencias médicas que fueron, en definitiva, los que le salvaron la vida.
¿Y el señor Wilhelm Wherner que hizo entonces? Nada. No fue al hospital a interesarse de la salud de su hijo.
Cuando Alfonso y Zunilda fueron confrontados con esta información la negaron de plano. Los dos se enfurecieron por lo que, consideraron, era una brutal calumnia contra su nieto. Pero “HM” sabía que quien le dio esa información crucial, lo hizo desde el más profundo dolor y no desde la mentira.
¿Podían no saber los abuelos del trágico intento de Cédric? ¿María Angélica podría haber ocultado a sus padres tan infeliz suceso?
Sus compañeros de colegio nada sabían de una tentativa semejante.
¿Podría ser que “HM” estuviera confundiendo las señales que recibía del cadáver de Cédric? ¿Podrían esas señalar no estar vinculadas al momento exacto de la muerte del muchacho ni a la eficacia o no de la droga que le suministró el señor Wilhelm para inmovilizarlo, sino a un suceso extraordinario que le daría a “HM” certeza de cómo se sucedieron los crímenes? Cédric se volvió un enigma dentro del enigma. Como el caracol nocturno en un rectángulo de agua.3

XIX

El juez que seguía el caso de Wilhelm Wherner ni dudó en emitir una nueva orden de allanamiento. Esa vez para ingresar a la propiedad de dos ancianos a la que, un testigo aseveraba, Wil y una muchacha muy joven, hija o nieta de los viejos, concurrían periódicamente de visita.
“HM” esperó esa orden con total calma. Lentamente, iba construyendo en su inteligencia la personalidad del señor Wilhelm. Frío, calculador, obsesivo, maníaco, desprovisto de sentimientos filiales, incapaz de amar. Ese era un punto muy importante en toda aquella historia. Para “HM”, Wil era un patético desamorado, de esos que raramente un detective se topa en su carrera profesional. Sabía que esos era de los peores. Wil era una navaja de aspecto humano, fría, filosa, descorazonada. Un filo sin sentimentalismo.
O podía asimilarlo a una especie de parásito que solo se aprovecha de la vitalidad ajena y, cuando considera que esa energía se ha acabado, deglute a sus víctimas tal una araña de morfología humana. Porque para “HM”, Wil no era exactamente un ser humano. Era una rara amalgama de depredador insensible y mente brillante.
El detective no temía a ningún asesino. Pero a Wil lo había colocado en un apartado entre todos los especímenes que hasta entonces había conocido. Empezó a considerar la posibilidad de que Wil nunca fuera atrapado. Lo disgustaba esa posibilidad, pero no la podía negar. Cuando así le dijo al jefe de crímenes complejos, el tipo estalló enfurecido. Si Wil no era atrapado, era mejor morir en el intento. Tenían sobre ellos la mirada de todos los jefes, el ministerio, el gobierno en su conjunto. Y la sociedad esperaba una respuesta porque no solo perturbaba el crimen, sino que había sido cometido por un “hombre de bien”, alguien quien hasta entonces posaba por un sensato, apocado y encantador profesor de psicología en colegios religiosos de educación media, donde concurrían adolescentes de la misma o similar edad de los jóvenes muertos.
A pesar del enojo del jefe, de sus gritos de gárgola, “HM” sabía que trataba con alguien que escapaba al común de los criminales. Una mente brillante con todo el tiempo del mundo para planificar. Por ese entonces “HM” no sospechaba que el señor Wilhelm Wherner pudiera estar protegido por sectores del poder. Atribuía la impunidad con la que Wil había actuado, a que dispuso de todo el tiempo necesario para diseñar su crimen y contó, además, con la ingenua complicidad de su entorno familiar que, era seguro, jamás imaginó un desenlace en el que todos pagarían con su vida no haber advertido la doble faz del jefe de familia.
Para entonces “HM” empezó a describir en sus pensamientos la última noche de la familia Wherner Wherner. Se trataba de reconstruir en su imaginación ese drama al trágico modo shakespeariano; el impredecible comienzo de la matanza, su patético desarrollo, el escabroso final de cada uno, uno por uno, los discursos de Wil para cada crimen, la desnudez de las víctimas, las ablaciones, el envolvimiento de sus cabezas, las palpitaciones de un corazón que latía en busca del vital oxígeno, los estertores finales, la muerte, el enterramiento, el último rito funerario, la fuga.
Cuando llegó a manos de “HM” la orden del Juez permitiendo allanar el domicilio, él mismo se puso al mando de la brigada que debía cumplir esa orden. Nadie del personal policial se atrevería a decirlo, pero todos esperaban que fuera el propio “HM” en persona quien encabezara esa nueva búsqueda, porque todos sabían que era el único capaz de atrapar a ese aristócrata criminal. Pero “el pequeño Troll” no estaba seguro de que todo aquello sirviera realmente de algo. Haber empezado a investigar aquellos asesinatos a más de un mes de ocurridos, le dio al inteligente asesino una ventaja imposible de descontar. “HM” sabía que Wil usaría esa ventaja con inteligencia. Como en un juego de ajedrez, una pequeña ventaja inicial puede definir una partida muchas movidas después.
“HM” viajó en auto policial con su joven chofer a quien el jefe de crímenes complejos autorizó a asistir al investigador hasta que este no precisara más sus servicios. Se lo notaba desmejorado. Estaba pálido y parecía haber bajado de peso. Sin afeitarse, con tantas horas sin dormir, se reflejaba en su fatigado rostro cierta desazón que trataba de no contagiar a sus subordinados. Cada tanto, algún dato nuevo en la investigación del paradero del señor Wilhelm Wherner, porque para “HM” ya no cabían dudas que él era el asesino, parecía devolverle alguna vitalidad. Esa vitalidad, luego de unos minutos, desaparecía. El entusiasmo de los otros, le resultaba inexplicable a “HM”. Actuaban como si no alcanzaran a comprender cabalmente con quién estaban tratando.
“HM” no bebía habitualmente. Pero en aquellas mañanas, tardes y noches interminables desde que se descubrieron los cinco cadáveres en las cinco tumbas bajo el amplio cobertizo de la mansión, consideró, teóricamente, la ventaja de ser un tanto borrachín para encarar sin escrúpulos ni reblandecimientos la investigación de tan espantosos crímenes. Tal vez el alcohol fuera el antídoto a los restos de sensibilidad, de sentimentalismo que aún conservaba pese haber tratado durante años con los peores criminales que pudieran existir. Matar por dinero, matar por lujuria, matar por matar, matar a ancianos, a adultos, a jóvenes, a niños hasta recién nacidos, eran actos con los que había lidiado durante años. Pero esa vez y sin poder precisar por qué todo eso lo sensibilizaba como ninguna otra investigación, el crimen del señor Wilhelm Wherner lo perturbaba de manera creciente. Él mismo se sentía aproximarse a la muerte, un sentimiento que nunca antes había experimentado. Ese sabor en su boca, único y amargo, hiénido, lo mortificaba.
El día que esa bala de punta hueca atravesara su cráneo de lado a lado, desde la nuca a la frente, comprendería sin remedio alguno el porqué de esas raras sensaciones que lo invadieron durante toda la investigación. Debió asumir que, a medida que pudo penetrar en el sistema de pensamiento del señor Wilhelm Wherner, lo que encontró fue su propia muerte como corolario. Y si bien no la creyó posible, justo cuando la bala rompió su cráneo y se dirigió caliente y veloz directo a su cerebro, comprendió cuán equivocado estuvo desde el mismo momento en que se hizo cargo de la investigación. Wil no solo había previsto su enriquecimiento, crimen y fuga, sino que supo tomar, muy bien aconsejado, las medidas correctas para acabar con su oponente, el pequeño y despreciado “Troll de mierda”.

“HM” subió al coche policial y saludó a su joven asistente con amabilidad. Tomó aire de manera exagerada. Exhaló lentamente como si, al hacerlo, expulsara algún demonio que estimulaba su gastritis crónica.
—Cada día me arde más.
El joven supo de inmediato de qué le hablaba el detective.
—La mala vida, señor.
—Comida de mierda, cigarrillos, café, cadáveres. Mi úlcera no acaba de habituarse a todo ello.
El joven puso en marcha el automóvil.
—¿Nombre? –el chofer miró a “HM” por su espejo retrovisor, pero pareció no comprender la pregunta.
—¿Señor? –dijo sin denotar preocupación.
—Su nombre.
—Subteniente… –“HM” lo interrumpió al instante.
—Su nombre, no su grado.
—Emiro Gragnano.
—Emiro. –Retuvo el nombre en la punta de la lengua. Luego repitió “Emiro Gragnano”.
—Hijo de italianos. “HM” escuchó la aclaración que le pareció muy obvia.
—Emiro, rápido a esta dirección. –Le entregó una tarjeta en la que estaba escrita la dirección a donde se realizaría el allanamiento.
Para “HM”, Emiro tenía la rara capacidad de desplazarse a gran velocidad sin que él pudiera notarlo. Sufría de vértigo. Lo aterrorizaban las grandes alturas y la velocidad excesiva. Su sistema vestibular era frágil. Y “HM” no hacía ningún esfuerzo por disimular el pánico que le provocaban esas dos situaciones. Sin embargo, con Emiro ese desagradable fenómeno desaparecía. Le resultaba muy útil. Le permitía llegar rápido a donde necesitaba sin sufrir alteraciones del ánimo que, en su caso, podían provocar inconvenientes en el desarrollo de la investigación.
“HM” no hubiera podido precisar cuánto tardaron en llegar del edificio policial a la casa donde debía realizarse el allanamiento. Descendió del automóvil y fue recibido por la brigada que esperaba su orden para iniciar la penetración a la vivienda.
El mismo cerrajero de siempre esperaba a la puerta del domicilio de los ancianos. El puestero, el testigo a partir de su declaración, estaba atento desde su boliche a los acontecimientos que se estaban produciendo en ese domicilio. El barrio quedó en ascuas al enterarse del suceso policial que estaba por producirse en la antigua casa de Camilo y Ana.
Duro Cosido estaba al llegar. Apenas fue notificado del allanamiento, un patrullero lo trasladó rápidamente hasta el domicilio a allanar por pedido del “pequeño Troll”. Si “HM” lo convocaba, era porque estaba seguro de que lo que se descubriría en ese lugar estaba directamente vinculado al quíntuple asesinato de la familiar Wherner Wherner.
“HM” dio la orden para que el cerrajero abriera la puerta que daba a la calle y luego la cancel. El hombre no tuvo dificultades en abrir la primera puerta. No bien lo hizo, un raro olor avanzó por el pasillo que había entre la cancel y la puerta de calle, y salió a la vereda impregnando los cornetes del detective de manera fulminante.
“HM” identificó esa combinación de olores contrapuestos. Se trataba de una desorganizada mezcla de perfumes y carne podrida. Todavía la putrefacción quedaba por debajo de los elixires que parecían provenir de grandes y potentes sahumerios de los que se desprendía azahar, canela y eucaliptos. “HM” estaba seguro de que la elección de los perfumes no fue accidental.
El azahar se utilizaba para fortalecer vínculos, la canela para promover el pensamiento positivo, y el eucalipto para favorecer el desarrollo de una actitud optimista. Solo un cínico de las cualidades del señor Wilhelm Wherner podía haber elegido esos tres perfumes para que se mezclaran con el inconfundible aroma de la putrefacción.
Fortalecer vínculos/pensamiento, positiva/actitud, optimismo. Esa era la combinación que Wil les entregaba a los detectives para que estos, llevados por sus innatas capacidades para percibir el olor de la muerte, dieran lugar a sus elucubraciones sobre cómo y por qué aquellos viejos habían muerto de manera tan inusual.
El olor se hizo mucho más penetrante cuando el cerrajero logró abrir la puerta cancel. El hombre sintió el impacto de la putrefacción en su propio rostro, como si una mano invisible lo hubiera abofeteado. Una náusea profunda convulsionó su estómago y solo por amor propio evitó vomitar delante de la comitiva policial.
—Salga a tomar aire –fue la orden que “HM” gritó desde la puerta de entrada. El hombre salió lo más rápido que pudo y aspiró profundo el aire de la tarde temprana en ese barrio, hasta entonces, tranquilo.
“HM” se dirigió a la comitiva.
—Cuando llegue Duro díganle que entre directamente.
Señaló a dos hombres para que ingresaran con él a la casa. Los tres hombres entraron lentamente al vestíbulo.
La corriente de aire que se generó al abrir las dos puertas disipó un tanto el punzante olor que tornó un poco menos potente pero más confuso. “HM” pudo sentirlo perfectamente. Una increíble cantidad de sahumerios estaban sumergidos en distintos aceites aromáticos dentro de frascos todos iguales, que echaban sus perfumes de manera inocente.
La casa estaba iluminada por la luz de la tarde. El vestíbulo era amplio y estaba ordenado. Dos sillones, una mesa ratona, y sobre la pequeña mesa una maceta con una planta casi moribunda que reclamó agua durante días y estaba al morir. Ese estado moribundo de la planta daba una idea de que hacía tiempo que en la casa no había nadie que se ocupara de regarla.
Los frascos con aceites y sahumerios describían una curiosa filigrana que ornamentaba el ambiente. A simple vista “HM” contó cincuenta frascos.

El vestíbulo derivaba en línea recta a un amplio patio y por una puerta a la izquierda, a un espacioso comedor que también se notaba ordenado. Una fina capa de polvo cubría la mesa, el bahiut, un amplio aparador y algunas chucherías dispersas por aquí y por allá. En ese ambiente no había menos de cien frascos con su carga de aceites y sahumerios.
El comedor daba a una habitación. A medida que “HM” avanzaba por la casa, los olores se hicieron más característicos, se bifurcaron en dos bastante definidos.
La habitación estaba vacía. La cama está sin extender. Alguien de talla pequeña durmió en ella y se marchó dejando la habitación sin ordenar. En la habitación, una hilera de frascos dibujaba otra extraña filigrana de vidrio, sahumerios y perfumes.
De esa habitación se pasaba a un baño. El baño era amplio y muy antiguo. Sus artefactos eran delicadas piezas de fabricación inglesa que ya no se encontraban con facilidad en el mercado local.
“HM” observó minuciosamente el baño. Fue ese el momento en que Duro se hizo presente. En el baño no había perfumeros.
—El olor viene de allá –le dijo y señaló tras una puerta del baño. Por ahí se entraba en la habitación matrimonial.
Abrieron esa puerta. El olor era espeso. El piso estaba tapizado de frascos llenos de los aceites de azahar, canela y eucalipto. La mezcla con la carne podrida era insoportable. “HM” y Duro Cosido cubrieron sus narices con sus pañuelos. Los dos agentes que acompañaban al detective parecían no padecer el aroma de muerte que llenaba la habitación y buscaba salir por la puerta recién abierta.
El hallazgo era sorprendente. Dos cadáveres estaban sobre la cama matrimonial delicadamente envueltos en un delgado y flexible film plástico. De manera regular, habían sido amarrados con una cinta aluminizada del mismo tipo con que Wil aferró al cuello de sus víctimas las bolsas de residuos con los que envolvió sus cabezas.
Incontables capas de ese film plástico envolvía los cuerpos completamente. El procedimiento había sido realizado de manera cuidadosa. El plástico dejaba ver algo de la carne putrefacta. El encintado comenzaba por los dedos de los pies y seguía a la altura del tobillo. Entre las rodillas y los tobillos, varias vueltas de cinta ajustaban las piernas en medio del músculo sóleo y el gemelo interno. El encintado se repetía a la altura de las rodillas y, seguido, a la mitad de los muslos. Al llegar a la pelvis, Wil había creado con esa cinta una especie de pañal que ocultaba los genitales y los glúteos.
Del envolvimiento de la cadera pasó al pecho. Los senos de la anciana estaban brutalmente aplastados. Las tetillas del viejo también estaban apretujadas bajo el encintado. Luego había envuelto con la cinta toda la cabeza desde el cuello. No se podían ver los rostros.
Los cuerpos se correspondían con los de los dos ancianos. En algunos pliegues el film plástico había cedido por los gases de la carne podrida. De ahí salía el persistente olor a podredumbre que ya había infestado toda la habitación. Las larvas buscaban desesperadamente atajos para salir de la mortaja plástica en la que estaban encapsuladas las víctimas.
A Wil ese procedimiento le debía haber llevado mucho tiempo. El tiempo, para el señor Wilhelm, podía gravitar dependiendo las circunstancias. Toda esa artesanal dedicación al homicidio, demostraba que no tuvo preocupación de ser descubierto. “HM” estaba seguro de que Wil descontaba que alguien pudiera sorprenderlo en pleno amortajamiento de sus víctimas. Eso lo indujo a dudar de la suerte de la “joven y bella amante”, la que describió el vendedor de diarios.
Allí no había rastros de una tercera persona. No se apreciaba desorden, a primera vista nada faltaba de su lugar. Solo la cama deshecha en la primera habitación por la que debieron pasar para llegar a la alcoba del matrimonio asesinado.
De esa joven de la que les habló el diariero no había rastros.
“HM” no dudó un instante. Estaba seguro de que esos crímenes también eran obra del señor Wilhelm Wherner. No podía por entonces dilucidar las razones, pero no dudó ni un momento de quién era el verdadero responsable de esas muertes. Eso imprimía al caso un giro diferente. Wil se revelaba como un verdugo “en operaciones”. Esas dos muertes escapaban al cuadro inicial de la investigación. Ya no se trataba de su propia familia y de los entuertos y desavenencias con hijos y esposa. Estaban frente a dos ancianos respetables de los que hasta entonces no se conocía vínculo alguno con el amable profesor de psicología, más allá de la descripción de una joven y bella muchacha que habría acompañado a Wil en distintos momentos, tal como testificó el vendedor de diarios.
Tanto Duro Cosido como el propio “HM” se sorprendieron al encontrar adherido al cuerpo del anciano una nota en la que estaban pegados los números “dos” y “tres” separados por un guion, y en el de la anciana otra con los números “uno” y “seis” formando el número “dieciséis”. Con recortes de revistas, Wil había escrito los cuatro números. Los detectives no comprendieron qué significaban esos números.
Duro permaneció en la habitación donde los cadáveres. Por más que dio vuelta en su cabeza sobre el significado de los números “dos” “tres” y “dieciséis” no les encontró sentido.
“HM” fue a la otra habitación, la más pequeña, en la que alguien había dormido en la cama. Difícil saber cuándo había sido usada y por quién. Si los datos aportados por el diariero era correcto, en ese lugar no había nadie con vida desde hacía por lo menos un mes. La marca de la cama sugería una persona de talla más bien pequeña y liviana. El arrugue de las sábanas sugería un cuerpo femenino. El olor, “HM” puso especial cuidado en sentir el perfume de las sábanas, pertenecía, sin dudas, al de una mujer. Un cabello castaño claro de regular tamaño consolidaba la hipótesis de “HM”.
Duro Cosido podía asegurar a simple vista que, días más, días menos, los ancianos llevaban muertos por lo menos cuarenta días. La autopsia revelaría la data real de muerte.
El misterio sobre el que sentaba sus deducciones “HM” era el de la joven de la que les habló el puestero. De ella no había ningún rastro preciso. No había ropa de mujer joven, solo de la abuela. Tampoco había adornos, bijouterie, perfumes, cosméticos, nada que una joven mujer pudiera usar para embellecerse.

Los equipos forenses revisaron la casa minuciosamente. Todo fue fotografiado y filmado luego de retirados los cadáveres que serían sometidos a la autopsia en la morgue judicial. El mismo Duro se encargaría de la necropsia. Se buscaron huellas dactilares y ADN tratando de identificar a la posible víctima o victimarios. ¿Era esa muchacha desaparecida la cómplice del señor Wilhelm Wherner? ¿U otra víctima?
Por alguna secuencia en los crímenes “HM” se convenció de que Wil no tuvo cómplices, solo víctimas. No lo podía probar, y de solo mencionarlo a sus jefes le hubiera valido una total descalificación. Las jefaturas habían entrado en una dinámica en la que todo crimen que se denunciara sería atribuido “al monstruo de la mansión Wherner”.
Esos viejos habían sido asesinados por algo que no alcanzaba a comprender y ese doble homicidio lo hizo sospechar que la supuesta amante del señor Wilhelm había corrido la misma suerte de ellos.
Wil debió decidir en algún momento que no solo se haría cargo de su odiada familia. No solo se apropiaría de la riqueza de María Angélica, no solo se libraría de sus hijos y su detestada esposa, sino que cometería varios crímenes para desafiar la inteligencia de todo el sistema policial. Él estaba en total dominio de la situación. Crímenes largamente planeados. Crímenes minuciosamente trabajados. Todo estaba en los detalles. Wil aparecía como un gran detallista y eso lo hacía un adversario formidable.
Estaban ante un doble crimen horrible, pero del que resultaba difícil hallar explicación. El envolvimiento de los cuerpos revelaba justamente el deseo de aparecer litúrgico, practicando un rito criminal. Ese envolvimiento mostraba un regodeo en la muerte de dos ancianos que de ningún modo podían haber resultado un estorbo y menos un peligro para el señor Wilhelm Wherner.
“HM” dedujo que los números “dos”, “tres” y “dieciséis” eran pistas que Wil les otorgaba a los investigadores para que lo siguieran a donde él deseaba llevarlos. ¿Esos cuatro números “dos”, “tres” “uno” y “seis” proponían un sentido a los siete (¿u ocho?) asesinatos o solo era una burla con el mero propósito de desorientar a los detectives?? Chiches y abalorios, como los que depositó en las cinco tumbas de su familia bajo el cobertizo de la mansión Wherner Wherner. Números y juguetes viejos. “Dos”, “tres”, “uno”, “seis”, cuna-triciclo-camión-caja-maceta. ¿Dos acertijos o solo uno que empezaban a fusionarse?
¿Wil jugaba con ellos o la propia atracción que generaba el desafío lo hacía entregar pistas verdaderas para que al aproximarse cada vez más los detectives él gozara orgásmico con la dimensión de sus asesinatos?

XX

Fue una corazonada. Ni se le ocurría pronunciar esa palabra delante de sus jefes. Una corazonada era equivalente a una “estupidez”. Pero “HM” tuvo una corazonada y no se sentía para nada estúpido.
Mientras viajaba rumbo a la central llamó a López. Le preguntó varias veces por su investigación, sobre esas alumnas que habían abandonado el colegio en el que Wil dictaba clases.
López confirmó sus sospechas. Las dos alumnas, tanto aquella que hacía cuatro años había dejado la institución sin explicaciones, como la que hacía algo más de dos meses había abandonado el colegio, tenían al momento de su desaparición dieciséis años. ¿Podía ser esa la clave del número pegoteado en la nota adherida al plástico que envolvía el cadáver del anciano? Entonces, ¿qué significaban los números “dos” y “tres”?
Preguntó por los nombres. María Betania se llamaba una, y la otra Celeste. López estaba verificando si en alguna dependencia policial había en curso una investigación por pedido de paradero de dos menores de dieciséis años, una ocurrida hacía cuatro años y otras hacía poco tiempo. Aunque un caso era ya algo antiguo, a veces esas desapariciones no solían archivarse con la expectativa de que aparecieran pruebas que ayudaran a resolver el caso.
López aseguró que en su investigación surgió un nombre que, hasta entonces, no significaba nada o, al menos él, no encontraba conexión con el caso de los múltiples homicidios. El nombre era “Luana”. Una alumna habló de ella pero sin dar mayores precisiones. Lo hizo como quien habla de un personaje de novela, no un fantasma, no una entelequia, alguien real, alguien que imprimió a su vida un giro fenomenal de amor, de locura, ¿de muerte? Cómo saberlo por entonces.
“HM” le pidió que buceara en ese dato.
Luana. Repitió para sí varias veces el nombre. Luana. Luana.
—Emiro… –“HM” llamó la atención del chofer.
—¿Señor?
—¿Le dice algo el nombre Luana?
—¡Tengo una sobrina a la que le pusieron ese nombre!
—Qué casualidad. ¿Sabe por qué la bautizaron así?
—Ni idea, señor. Pero puedo preguntarle a mi hermana que siempre anda inventando boludeces.
“HM” se sintió sorprendido por el juicio de Emiro.
—No sería este el caso –respondió tratando de justificar a la madre de la sobrina del chofer.
Emiro se encogió de hombre.
—Yo me entiendo. Espere que le pregunto.
Por el altavoz del celular se escuchó con claridad la voz de una joven mujer quien dijo “intuitiva, honesta y de carácter fuerte”. Luana. Luana. “HM” repitió el nombre varias veces como si en esa repetición pudiera aparecer la clave de lo que realmente significaba e importaba el nombre “Luana”.
La explicación de la hermana de Emiro no le sirvió. Él conjeturaba que no era ni “intuitiva, honesta y de carácter fuerte” el significado del nombre que descubrió López.
Volvió sobre los dos nombres que tenía anotados en su libreta de crímenes, Camilo Lu Dinello el del hombre y Ana Ustirea el de la mujer. En ese instante se produjo una sinapsis perfecta. “Dos” y Tres”. “Dos” primeras letras del apellido del anciano, “tres” letras del nombre de la esposa.
El nombre en clave era “Luana”. Entonces, ¿Luana era, en realidad, María Betania? ¿Luana/María Betania, la joven amante del señor Wilhelm Wherner? Si María Betania y Luana era la misma persona, la hija o nieta de Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea de las que le habló el puestero, ¿quién era Celeste y cómo entraba en la historia?
La sinapsis de su descubrimiento no se detuvo en esta primera conclusión. Un simple llamado telefónico terminó por completar el cuadro.
“HM” le reclamó a sus jefes datos de la no-investigación del idiota de Stultus. No hubo dudas. La joven desaparecida de una fiesta de cumpleaños, alumna del cuarto año del colegio en el que el señor Wilhelm Wherner dictaba cátedra de la materia “Psicología”, se llamaba “Celeste”. “HM” no tuvo duda alguna que la tal “Celeste” era alumna del señor Wilhelm. Estaba dispuesto a apostar que esa jovencita que había desaparecido de su hogar hacía más o menos el mismo tiempo que el propio Wil había desaparecido, era la verdadera amante del brutal homicida.
“HM” se convenció de que pronto debía aparecer otro cadáver, el octavo, el de Luana/María Betania. Lo que no podía explicarse, y no podría sorprendido por su propia muerte, sería la razón de ese crimen. En su pequeña libreta de muerte dejó anotado que el señor Wilhelm Wherner estaba disfrutando sus crímenes y su renovado amorío con una jovencita que tenía la edad aproximada de su propia hija muerta.

XX

Stultus tenía abandonado el caso de “Celeste XXX” (su apellido se prefirió mantener en secreto).
No dejó de repetir en cuanta oportunidad se le presentara, que “la pendeja se rajó y debe estar cogiendo por ahí”. Así hacían, según él, “todas las pendejas putas, porque todas las pendejas, son putas”. Una lógica misógina que lo auto eximía de toda investigación verdadera. Luego, el detective se propuso dejar que el caso se cerrara por “falta de evidencias esclarecedoras”.
La mayoría de las veces las desapariciones de mujeres no merecían ninguna investigación verdadera. La intervención de “HM” hizo que el caso de “Celeste XXX” tomara una dirección inesperada. Stultus fue desplazado de la investigación y toda la información pasó a incorporarse a los expedientes de los asesinatos de la familia Wherner Wherner. Allí también se acopiaron todos los informes del doble (¿o triple?) crimen de la familia Lu Dinello-Ustirea y su hija y/o nieta, María Betania, apodada Luana, nombre en clave con que la pareja del profesor y la alumna encubrían su relación amorosa.
“HM” comprendió que Wil elegía como amantes solo niñas de una edad determinada. Dieciséis años era la edad de Dafneé cuando fue asesinada. Las edades de los hijos eran: Antoine 18, Baptiste 17, Dafneé 16 y Cédric 14.
En Luana/María Betania antes, y en “Celeste XXX” ahora, Wil depositaba su perversión sobre la propia hija.
El señor Wilhelm era un asesino sin el menor atisbo de improvisación. Nada de hilos sueltos, nada que no tuviera una razón y un fin determinados.
“HM” dedujo que de haber abusado de su hija hubiera echado a perder todo su trabajoso plan. Dinero y libertad, no podían ser arriesgados por una perversión, incluso por la más fuerte de ellas. Hay muchas maneras de satisfacer una aberración. Razón por emoción, planificación por satisfacción. Le tuvo que dar la razón a Emiro, el dinero, la posesión, está por encima de todo otro goce.
No había modo de satisfacer el oscuro deseo de poseer el cuerpo de Dafneé sin arruinar todo lo planeado, así que ese deseo se completó en el cuerpo de otras jóvenes y bellas muchachas.
Cierto que Dafneé era muy hermosa, de incomparable belleza. “HM” apreció algunas fotos de la encantadora muchacha que le proporcionaron sus abuelos. Conoció los testimonios de vecinos, amigos, compañeros de estudios, profesores. En la iglesia le mencionaron sobre la belleza “angelical” de la Dafneé, y “HM” comprendió que a Wil llegaron esos mismos comentarios los que excitaron su morbo. Desde que Dafneé dejó la infancia, entró en la primera adolescencia y tuvo su primera menstruación, los sentimientos del señor Wilhelm cambiaron radicalmente.
“HM” dedujo que era probable que fue en el momento en que se produjo la menarca, que Wil dejó de ver a Dafneé como su hija, y que la única manera de disfrutar el cuerpo de su hija era espiándola. Ordenó a sus subordinados una nueva requisa de la mansión Wherner. En esa oportunidad debían concentrarse en hallar mirillas, aberturas, alguna forma de poder observar a quien estaba en el baño del primer piso, el del lujoso jacuzzi, sin que la víctima pudiera darse cuenta.
Esa hipótesis llevó a “HM” a concluir que la verdadera razón por la que Wil arrancó los ojos de su esposa era porque ella debió percatarse de algo anormal de parte de Wil en relación con Dafneé. Esa mirada de madre debió seguirlo a todos lados, atenta la mujer a las confusas señales que le llegaban tanto de parte de su esposo como de su propia hija. Cualquier mujer comprende al instante una mirada. Sí es paternal, benévola o cargada de deseo sexual.
No tenía modo de comprobar esta hipótesis, pero era la única que empezaba a darle sentido a los crímenes y al particular tratamiento del cadáver de la niña. El vestido de novia, la corona de laureles, el cadáver sin ablaciones que arruinaran tanta belleza. Dafneé murió de un paro cardiorrespiratorio, probablemente a consecuencia de la alta dosis del barbitúrico que suministró a la muchacha o que su metabolismo no toleró.

“HM” solo trató esta hipótesis con Duro Cosido. El gran forense no aprobó ni desaprobó la teoría de su amigo. Observó, sí, que sus jefes rechazarían de cuajo esa proposición. No hay abuso sin abuso, tan simple como dos por dos es cuatro. Demostrar el delirio no consumado de un perverso era tan abstracto como debatir el sexo de los ángeles. Pero a él también le agradó la teoría porque era la única que empezaba a darle sentido a los primeros cinco homicidios.
¿Y qué decir entonces de Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea? ¿Y qué, de comprobarse el de María Betania tal y como sospechaban tanto “HM” como Duro Cosido?
“HM” creía que esos tres crímenes que Wil había cometido, fueron para demostrar que su inteligencia criminal era muy superior a la de cualquier detective al que asignaran a su caso y, de paso, acabar de manera definitiva con todo lo que lo vinculara a su pasado. Vida nueva, amante nueva.
No estaba para nada errado, lástima que nunca llegaría a demostrar su proposición.
Una noticia convenció aún más a “HM” de sus deducciones. En una comisaria que no tenía ningún vínculo con la investigación, un vecino radicó una denuncia por un “viejo automóvil Volkswagen Gold negro” abandonado hacía más de un mes. La denuncia la hizo un hombre quien al ver la imagen del señor Wilhelm por televisión, creyó recordarlo como al que estacionó ese auto frente a su domicilio.
¿Por qué tardó más de un mes en denunciar el abandono del automóvil? El vecino no le dio importancia hasta que vio la foto del señor Wilhelm en los diarios y en los noticieros de la televisión. Pero de eso habían pasado más de treinta días porque el hombre no leía los diarios, ni solía mirar los noticieros de la televisión “que lo deprimían con sus malas noticias”.
¿Wil era el hombre que manejaba ese viejo Volkswagen negro? No podía asegurarlo, pero lo recordaba con ese aspecto jovial, elegante, distendido, el hombre de la foto que se difundió por todos los medios, y eso lo inclinó a convencerse de que, en efecto, era quien dejó ese automóvil estacionado a la puerta de su casa.
Cuando se cotejaron los datos de la patente que el vecino había copiado para denunciarla, se supo que el auto pertenecía a la familia Wherner Wherner. Su título de propiedad estaba a nombre de María Angélica Wherner Wherner, una cédula azul estaba a nombre de Wilhelm y otra a nombre de Antoine.
“HM” envió a López al lugar donde se hallaba abandonado el Volkswagen. ¿Podría haber alguna prueba dentro del automóvil? No lo creía. Pero su hallazgo iba completando el rompecabezas de los asesinatos y posterior fuga del señor Wilhelm. “HM” le reclamó a López cuidar la evidencia hasta que llegara Duro Cosido, quién supervisaría el peritaje del automóvil.
La autopsia de los cadáveres de los dos ancianos arrojaron similares resultados a la de los hijos y la esposa de Wil. Ambos fueron drogados con el mismo narcótico que Wil usó contra su familia. En los viejos, sin embargo, Wil no había efectuado mutilaciones.
En simultáneo se confirmaron las identidades. Se trataba sin lugar a dudas de Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea, los dos mayores de setenta y cinco años, quienes tenían una hija adoptiva de nombre María Betania.
Las pruebas de ADN no arrojaron nuevos evidencias. Solo hallaron en la casa los ADN de los dos ancianos. El cabello encontrado en la almohada de la cama en la otra habitación no coincidía con los de Camilo y Ana. Pero no pertenecía a una mujer. Por entonces no se podía determinar a quién pertenecía.
La casa de los ancianos parecía haber sido limpiada con total esmero. Como no se encontró ni el cepillo de dientes de la muchacha, ni su ropa de vestir o de interior, no se pudo obtener ni una pequeña muestra de su ADN. Tanto esmero en la limpieza no le pareció un accidente, sino otro metamensaje del señor Wilhelm a los detectives.

“HM” tuvo otra corazonada. Ni qué decirlo, pero logró que su jefatura consultara con los padres de “Celeste XXX” si la muchacha era su hija biológica o adoptiva. La respuesta no lo sorprendió, “Celeste XXX” era hija adoptiva. No conoció a sus padres biológicos, pero sí supo que su madre la abandonó en la puerta de un hospital estatal.
Aunque no tenía el dato sobre la adopción de Luana/María Betania, conjeturó que debía ser similar al de “Celeste”.
Wil había refinado su elección de manera siniestra. Jóvenes hermosas, seguramente vírgenes al momento de enamorarse del elegante y romántico profesor, de dieciséis años de edad, adoptadas. Los vínculos de esas muchachas abandonadas por sus padres biológicos eran todo lo frágil que Wil sospechaba y necesitaba para cumplir sus perversiones. “HM” logró penetrar a un más en la mente criminal del señor Wilhelm Wherner. Fue recorrer un raro y oscuro ducto entre la vida y la muerte. Si se hubiese decidido a recorrer todo el nervio criminal del señor Wilhelm, era probable que se hubiera topado con el noveno círculo, el último descrito por el Dante, y su destino hubiera sido diferente. Pero eso es solo una simple especulación.

López llegó a la dirección en donde estaba estacionado el automóvil de la familia Wherner Wherner. Su primera decisión fue dirigirse directamente al baúl. Un pequeño goteo le dio la pauta de lo que estaba a puto de descubrir. Ordenó al personal forense abrir el baúl del viejo Volkswagen. Apenas la tapa cedió a la fuerza de las palancas, un hedor nauseabundo golpeó a los investigadores como un azote formidable.
Un cadáver prolijamente envuelto en papel film, como el de Camilo y Ana, estaba dentro de una bolsa transparente. Parecía una bolsa para materiales de la construcción, un plástico grueso y firme que rodeaba un cuerpo decapitado y al que le faltaban las manos.
Para López, también para “HM”, se trataba del octavo cadáver, la hija de los ancianos asesinados. La decapitación, así como la amputación de las manos por encima de las muñecas, demostraba que el señor Wilhelm estaba dispuesto a llevar su desafío a un nivel no habitual para los detectives. Era como si les dijera “hago lo que quiero y ustedes no pueden detenerme”.
La noticia del nuevo hallazgo corrió como agua entre los dedos. Si el quíntuple crimen de la familia Wherner Wherner había conmovido a toda la sociedad, los nuevos hallazgos provocaron una conmoción nunca antes vista. Wil podía darse por satisfecho. Había consumado ocho homicidios y a pesar de tener tras de sí a todo el sistema policial abocado a su búsqueda y captura, lo único que las autoridades podían exhibir eran sus atrocidades.
“HM” estaba muy desesperanzado. Fue esa novedad la que casi lo convenció de que el temible señor Wilhelm Wherner se saldría con la suya.

XXI

Los dedos de Baptiste eran hermosos. Largos dedos, finos, que terminaban en una yema perfecta y unas uñas que parecían cinceladas por un escultor.
Los dedos hermosos llaman la atención de todas las personas. Pueden otras partes del cuerpo pasar desapercibidas, pero las manos tienen su propia atracción. ¿Serán sus movimientos? ¿Será esa manera única de explicar en gestos palabras difíciles, hechos complejos que a veces el lenguaje no encuentra el mejor modo de describir?
Wil adoraba las manos de su hijo. Las envidiaba como a pocas cosas. Se había jurado que debía encontrar el modo de compensar que Baptiste tuviera manos y dedos perfectos y él apenas unas manos rechonchas de dedos tubulares de aspecto de tubérculos. ¿De quién había heredado Bap esas manos de pianista o de cirujano?
María Angélica tenía manos vulgares. Dedos gordos en su base y demasiado finos en la última falange. Las uñas largas pero irregulares. Eso no resultaba de la anatomía de las uñas, sino del poco cuidado que Mary les daba. Si bien ella era pulcra, cuidaba su figura y atendía su vestuario, no hacía lo mismo con sus manos. Menos con sus uñas. Y eso a Wil lo enardecía. Claro que él siempre supo disimular sus verdaderos sentimientos.
El colmo de su furia contra Mary llegaba cuando las manos de madre e hijo se unían en caricias. Eso sí que el señor Wilhelm no sabía como soportar. Era tan evidente el contraste de esas manos varoniles de dedos largos, finos, hermosos y las manos femeninas de aspecto vulgar de Mary, con las uñas pintadas con colores chillones, los mismos que usaría una madama para hacerse notar en los burdeles.
El señor Wilhelm le hubiese confesado a “HM” que nunca previó amputar los dedos de Baptiste. Tal vez no le hubiera dicho qué pensaba hacer con el cuerpo de su hijo, pero podía haber jurado que no planificó amputar sus diez dedos.
¿Vaciar las cuencas de los ojos de Mary? Sin duda alguna que planificó esa flagelación hasta en sus detalles. ¡Lo imaginó tantas veces! Una filosa y pequeña cuchara que él mismo moldeó para la ablación, penetrando por debajo del glóbulo ocular en la órbita de cada ojo hasta alcanzar el fondo y cercenar sin apuro los tejidos. Disfrutó por anticipado el desgarro de las fibras colágenas de la blanca esclerótica, el fatal destello de la retina en el caos químico y eléctrico que la brutal ablación lograba enardeciendo el nervio óptico hasta su infausto colapso.
Pero esa ideación no hallaba su explicación en una personal venganza, –sentimiento viril sin competencia alguna, según Wil–, sino que era la merecida respuesta a la persecución a la que su esposa lo sometía con sus miradas. Miradas que lo confundían y extenuaban. Ya lo había explicado. Esa observación gélida que mutaba hasta adquirir el aspecto de un cuervo digno de Poe y su cruel asedio, era su absolución de toda posible condena. Esos ojos llevaban en su naturaleza su condena.
¿Amputar los genitales del andrógino Cédric? Lo merecía y por ello lo planificó serenamente. Cédric era apenas un pequeño e insatisfecho gay, muchacho desquiciado que oscilaba entre la androginia y la asexualidad pendulando entre un extremo y otro como si eso lo divirtiera. Wil detestaba esa pseudo feminidad con la que su hijo encubría su torcida personalidad.
¿Cómo apreciar a un varón que juega a ser mujer sin decidirse a cumplir su fantasía? Wil llegó a cuestionarse qué era lo que más detestaba de Cédric, si su androginia o su falta de resolución para adquirir aquello que insinuaba desde que era bastante pequeño. Ese ensayo monoico, que era su hijo (alguna vez se cuestionó si él era el verdadero padre del muchacho), no acaba de mutar. Era una crisálida en permanente indefinición, una promesa de cambio nunca realizada. Por eso decidió arreglar por propia mano esa imprecisión atormentadora.
Deslenguar al hablador de la familia había sido un exacto castigo. Puestas las decisiones que tomó aquella noche en una balanza ideal, de todos las ablaciones, la de la lengua de Antoine era la más justificada. El castigo justo para un charlatán entrometido.

La amenaza del primogénito aquella tarde en la casa de los ancianos padres de Luana/María Betania, fue un desafío intolerable. Recordaba cada palabra que fue pronunciada por el entrometido de Antoine, “esta noche vamos a hablar muy seriamente”. Luego en francés se repetía la amenaza “ce soir nous allons parler très sérieusement”. Y era era un aguijón que lo desesperaba. “Ce soir nous allons parler très sérieusement”
¿Y quién era, después de todo, ese adolescente presumido para hablarle de ese modo a su propio padre?
Wil entendía que los jóvenes había extraviado el sentido del respeto por sus mayores. Ni hablar en relación con quien le había dado la vida. Sin su esperma, solo quedaba un óvulo que en un breve paso del tiempo no sería más fecundo que un huevo de gallina hervido durante algunos minutos. El secreto de la vida radicó en la calidad de su esperma, en su vitalidad, en su originalidad primordial. Explicarle eso a un lengua larga hubiese resultado inútil. Hizo lo que cabía. Le arrancó la lengua desde su nacimiento. Luego de desnudarlo, embolsó su cabeza y lo mató. Fue entonces que los acontecimientos adquirieron no solo la proporción que correspondía, sino que entraron en consonancia hechos y deseos. Aspiraciones y realidades.
Pero amputar los dedos de Baptiste no lo pensó sino hasta el momento mismo de la ejecución. Al desvestirlo, las manos del muchacho revolotearon con vida propia. Iban de aquí para allá, impúdicamente, señalándolo de tal modo que hasta parecían cifrar en sus movimientos un mensaje en clave morse. ¿Qué diría ese mensaje? Seguramente –y así pensó Wil–, sería una valoración muy despectiva de su patética paternidad. “¡Maldito padre!”, pudo ser el recado. O “maldito asesino”. Hasta el propio Wil dio por atendible el reproche de las manos de Baptiste.
La decisión más extraña fue la de decidirse por una herramienta. Wil las tenía todas. Alicates, tenazas de todos los tamaños, tijeras de podar, tenaces y poderosas, sierras, y una corta hierro, una corta cadenas, que Wil compró sin saber entonces qué utilidad podría darle. En las diez amputaciones justificó el gasto que hizo por ella y que no fue poco.
Lo que más sedujo a Wil fue el ruido de cuando los finos huesos de los dedos se partían, se cortaban, ante la poderosa presión de la pinza corta cadenas.
Wil había ensayado con tiras de hierros y hasta en alguna oportunidad sacrificó un candado para saber cuánta fuerza debía hacerse para quebrar la resistencia del hierro o el acero. Pero eso no se comparaba a los frágiles huesos de los dedos de las manos. Eso estaba en una dimensión imposible de comparar con el corte de una barra de hierro oxidada. Pudo sentir el modo en que los huesos se estrujaban, esponjosos, livianos, llenos de cálida sangre y recubiertos de carne, nervios, diminutas venas y arterias y una pálida piel. Eran dedos vírgenes de trabajos pesados, sin una callosidad que alterara el valor de una caricia sobre la piel nueva de una muchacha metida en amores.
Wil grabó en su memoria el sutil sonido del corte de los músculos de la eminencia tenar de sus pulgares. En la base de los metacarpos la ruptura sonó como una vieja cuerda de violoncelo que se cortó lentamente al frotar de un arco rudo cuando una sonata de Johannes Brahms.
Músculo oponente, músculo del pulgar, vaina del tendón, lumbrical de la mano, vaina sinoviales, oponente del meñique, huesos del carpo, metacarpos, pieles y uñas, falanges, falanges, falanges. Metacarpos. Metacarpos. Poética de la amputación. El horror en rima consonante, perfecta. Así la definió Wil cuando acabó su empresa.
El aspecto al que habían mutado las manos de su hijo pudo haberlo sorprendido, pero el señor Wilhelm se había preparado para ello. Guardó los dedos en una caja de marfil, pero, en un primer momento, no se decidió qué hacer con ella. Wil explicó ese sentimiento como aquel que embarga a alguien que encontró un tesoro sin proponérselo. ¿Debía conservar esos recuerdos? No se apuraría por nada del mundo en tomar una decisión. Debía pensar en sus perseguidores y solo cuando concluyera qué era lo mejor para ellos, es que resolvería que haría con todos los órganos que había removido de cada uno de los integrantes de su propia familia. Wil no era una obra de decisiones precipitadas. Tiempo, reflexión, paciencia. Tres cualidades que había aprendido a practicar lo largo de su vida. Tiempo al tiempo. Esa era todo su secreto.

XXII

Chiches y abalorios dentro de las tumbas y sobre ellas. ¿Cuánto de mensaje? ¿Cuánto de broma? Wil tenía a su merced el tiempo y las formas del crimen. Los modos de la muerte estaban de su lado.
Elaboró anticipadamente cada mensaje y cada divertimento. El arte de discernir qué de qué quedaba del lado de la tropa detectivesca. Si no les daba el ingenio podían buscar su destino en un par de cartas del Tarot. Hasta les podría decir cuáles. Una atención de un verdadero caballero. El homicidio múltiple no está reñido con la caballerosidad.
Cavó, cavó y cavó hasta que alcanzó el ancho, el largo y la profundidad esperada. Supo de la vecina curiosa, pero ello nunca alteró su pulso. Vecina más, vecina menos, los acontecimientos no se verían alteradas por el ejercicio de la curiosidad y la chismografía.
Luego de cavar las cinco tumbas se sintió aliviado. Terrón sobre terrón, la tierra se asociaba a su capricho. Bajo la tierra blanda, los muertos abandonarían para siempre toda esperanza verdadera. La posible venganza de los muertos se disiparía como el banal humo de un cigarrito importado.
Pala-Pala. Invocando al hundir en la húmeda tierra la pala al arcano decimotercero. Para abrir la tierra en cruz a la medida exacta solo la pala por acertada compañía. Cementerio-cripta-mausoleo. Muerte en familia. La familia que cobija vida y muerte.
El señor Wilhelm, broma o mensaje, debió dejarles la carta del Tarot a la vista para que los detectives salieran de lo profano, aunque más no fuera por un instante. Él se sentía con su esqueleto rosado. Todo lo humano se concentraba en su naturaleza primigenia. Unas manos y una cabeza eran parte del tesoro. Eso daba un completo sentido a todos los sucesos. Ojos para ver el futuro. Dedos para acariciarlo. Sexo para disfrutarlo. Lengua para mencionarlo. Cabeza y manos vitales. De ese modo la vida cobraba un sentido como no lo había tenido hasta entonces. Vitalidad y expresividad.
Pala-Pala. Cementerio-cripta-mausoleo. Luego cuchara-tenaza-filo-hálito, y algo de fuerza bruta. La suficiente. A partir de los logros, huir-huir a la nueva vida. ¿Quién podría impedirlo? El señor Wilhelm sabía que nadie y por ello tomó un seguro recaudo. Hombre precavido desde que tuvo conciencia real, no dejó nada librado al azar. No improvisar. No dejarse llevar por el deseo, por una emoción por más potente que se presentara. Se puso a prueba una y otra vez con la propia Dafneé. Evitarla fue la consumación de su propia gloria. Eso lo ponía a la altura de los hombres nacidos para perdurar a pesar del paso del tiempo.
Wil no respetaba a los investigadores hasta que llegó “HM”. ¿Tenía noticias de él? Y si las tenía, ¿cómo las había obtenido? Wil no revelaría detalles. La discreción también hace al asesino.
Cuando decidió qué colocaría dentro de cada tumba junto a cada cadáver, no contaba con la presencia de un afamado detective resuelve-todo-lo-que-le-pidan. Eso vino después y fue bien advertido.
No se podía negar que algo de razón tenía su franca subestimación del trabajo policial. Tres, ¡tres! comisiones policiales no fueron capaces de detectar cinco, ¡cinco!, tumbas. Hubo que rascar el fondo de la olla del ingenio policial y llevar a “el pequeño Troll de mierda” a la escena del crimen. Y con él a Duro Cosido. El forense entre forenses de aparente rudeza como lo decía su nombre.
“HM”, apenas vio el cobertizo bajo la loza del piso del palacete, sintió la muerte en su simétrica distribución. Chiches en la superficie y abalorios en los enterramientos. Los otros “detectives” no hubieran descubierto nada sino hasta bien entrado el año.
El Señor Wilhelm había decidido hacía tiempo con qué señalaría cada tumba. Recuerden: Wil no llevaba diario alguno ni hacía anotaciones. Todo estaba registrado en su memoria, la que, por otra parte, era excelente.
Wil podía repetir fragmentos enteros de libros de psicología, filosofía, poesía, cuentos. Todo Baudelaire. Todo el Dante. Increíble.

Eso deslumbraba a su auditorio, el que muchas veces asistía asombrado al comprobar la exactitud con que Wil repetía línea tras líneas escritos de autores tan diversos como desconocidos para los adolescentes.
“HM” revisó hasta el último rincón de la mansión en busca de alguna evidencia y, en especial, de algún escrito que le aportara pruebas en su investigación. Pero Wil no llevaba ningún registro escrito de sus acciones criminales. Siempre consideró que hacerlo sería muy peligroso. Y eran muy pocas las anotaciones de asuntos triviales, como qué comprar para la cena o a qué hora volvería a casa.
¿Por qué se comportaba de ese modo? Porque entendía que estaba rodeado de enemigos. No por los detectives. Por la familia. El entorno. ¿Exageraba? No lo consideraba de ese modo. Los ojos de Mary eran sus enemigos. Las palabras de Antoine eran una proclama enemiga. Cédric era la enemistad entre el ser y el no ser, la lucha inacabada entre lo que la naturaleza ha brindado y lo que el capricho se empecina en modificar. Baptiste era el sortilegio de una anatomía envidiable. Y Dafneé era su perversión irrealizable y en ello su tormento definitivo. Desear y no poseer.
Enemigos. Enemigos. La biblia se lo había enseñado por el opuesto. “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen”. Tonterías. “Bendecid a los que os maldicen”. Tonterías. “Orad por los que os calumnian”. Tonterías. La Biblia le dio la pauta a su conducta. “Odiad-aborreced-maldecid-calumniad”.
Pero no solo pesó en su decisión de no dejar nada escrito sobre su acción homicida, el considerarse rodeado de elementos hostiles. Se precavió de la excesiva confianza. Su lucha contra la soberbia la libró palada a palada. “Más la persona que hiciere algo con soberbia, así el natural como el extranjero, ultraja a Jehová; esa persona será cortada de en medio de su pueblo”.
Podía perder de vista un detalle, equivocar un razonamiento, juzgar de manera equivocada el comportamiento de los detectives que irían tras él luego de descubrir los cinco homicidios. Un escrito, incluso el menos importante, podría ser usado como prueba vital para incriminarlo y, así calculaba, si por “desgracia”, era atrapado, debía pasar por idiota y no por un insensible asesino. Y podía ser traicionado. Precaverse hasta de la propia sombra.
Si ocurría elegiría. Entre la cárcel y el loquero ya había elegido el loquero. Tiempo más, tiempo menos, de allí escaparía, de ello no abrigaba ninguna duda. Pero en la cárcel, no podría lidiar con una banda de sádicos decididos a disfrutar la humanidad de un aristócrata que asesinó nada más y nada menos que a sus propios hijos. Ese crimen en la cárcel se pagaba al contado.
No saldría jamás vivo de ese antro. Si algo hacía fracasar el éxito de su plan, el pasar por un idiota desquiciado era la única alternativa válida. Así que nunca escribió ni una solo palabra de todo lo que pensaba hacer contra los cinco miembros de su familia y los padres de su joven amante y su propia amante.
Entonces, la elección de cada objeto para señalar cada tumba fue muy meditada. El asunto era “el símbolo”. Los símbolos son muy importantes incluso para los criminales. El símbolo debía ser comprendido como metáfora del crimen, o más aún, debía ayudar a captar el crimen en toda su naturaleza.
¿Cómo decidir cuál era la primera tumba? Primer acertijo. Visto de un lado, la primera tumba era la de Dafneé, pero visto del opuesto, la de Cédric. Si desde la derecha, mirando hacia el frente de la propiedad, la de Antoine, si desde la izquierda, la de Baptiste.
Las tumbas giraban en simetría alrededor de un centro matriarcal. Madre-Matria-Matriarcado.
En el centro la maceta oblonga. Una forma oblonga en el centro del cementerio-cripta-mausoleo. Corazón de madre. Matria y elipse. María Angélica adquiría su dimensión de gran bulbo. Sus estrellas la rodeaban por donde se mirara la materia oscura de la muerte.
Cuna y triciclo de un extremo al otro. Lana-paja-tela, yacija del bebé en un año definitorio. El comienzo, madre-matria-matriarcado. Luego la cuna, donde yace el bebé. ¿El triciclo? Tres. Círculo (rueda). Tres y no cuatro. El capricho de Mary transformó una trilogía en un cuadrado imperfecto.
¿Podría alguien entender el real significado de esa metáfora? Wil lo dudaba.

La cuna fue el comienzo, pero la trilogía fue alterada.
A un lado del bulbo materno, un camión de madera lleno de piedras. Canto rodado negro y brilloso.
Alfonso y Zunilda le dijeron a “HM” que ese fue un juguete que compartieron todos los hermanos, aunque Antoine siempre lo consideró de su propiedad y fue motivo de peleas a veces brutales entre ellos. Antoine, el primogénito, el que decía amenazas a la puerta a la que no debió nunca hacerse presente.
Antoine era “mezquindad”, “apropiación”. Esto es mío, esta es mi propiedad, mi pertenencia. Quien quiera obtenerlo será apedreado. Será sepultado por piedras. He ahí la amenaza.
En su opuesto, una caja vacía. Así se lo informaron los peritos a “HM”. “¿Vacía?” Preguntó sin poder salir de ese estado de sorpresa en la que lo sumió la noticia. Vacía. No lo esperaba. Totalmente vacía fue lo que informaron y por escrito. Duro Cosido se lo repitió varias veces. Vacía, vacía, vacía. Se equivocó. Debió pensar del mismo modo que Wil, debió meterse en su pellejo. Más aún, entre las circunvalaciones de sus hemisferios cerebrales y hubiera podido entender por qué aquella caja estaba vacía.
Si algo está vacío es porque no hay nada. La nada es la negación del ser. Pero res nata es cosa nacida. Si es nacida, era algo. Wil iba demasiado lejos y demasiado rápido, incluso para “HM”.
Chiches y abalorios. En su pequeña libreta de muerte “HM” dejó escrito: “Al centro la madre, las órbitas que describen los astros celestiales son elípticas. En un cuadrado de la cruz imaginaria de cinco cuerpos, la cuna. Cama-patria-linaje. Allí comenzó el linaje de los Wherner Wherner. En el opuesto, el triciclo. Tres. Círculo-rueda. Tres y no cuatro. De la perfección del círculo a la cuadratura imperfecta. Alrededor del bulbo Madre-Matria-Matriarcado, la mezquindad y la amenaza. El resultado final la nada. Res nata. Y lo que es cosa nacida ha sido muerta.”
Wil hubiera respondido a estas conclusiones de “HM”, “casi-casi. Tibio-tibio”, pero al detective la faltaba un dato. De todos modos se trataba de una interesante aproximación a un acertijo criminal. Pero ¿y los abalorios dentro de las tumbas? ¿Y los otros tres asesinatos?
“HM” estaba convencido de que eso fueron solo entretenimientos. ¿Macabros? De acuerdo, macabros. Pero solo a los efectos de perturbar la lógica detectivesca. “HM” se aproximaba sin vacilaciones al sistema de pensamiento homicida de Wil. Ocho círculos, ocho crímenes. Del ensayo a la perfección. Si hubiera podido descifrar el último círculo, el número nueve, tal vez en este momento, seguiría con vida. Pero no pudo. No supo. O no quiso.

XXIII

En su despacho, “HM” pasó largas horas revisando evidencias, supuestos, chismes, sugerencias. La luz de un par de tubos fluorescentes y el aire espeso y húmedo hacían una rara pasta que embadurnaba la piel del detective haciéndolo brillar de manera extraña. El brillo simulaba un halo. El halo le daba un resplandor bohemio, una aureola de fracasado en una sofocante oficina de mala muerte. A esa altura de la investigación sabía que lo suyo solo era un ejercicio burlón de la burocracia estatal. Escrituras y genuflexiones, palabras impías, palabras sin mística para el jefe inmediato superior, para el superior de este, para el que le sigue, hasta el ministro cenagoso y fanfarrón que desesperaba por acabar con aquella historia. Palabras para cualquier corrompido, a los que en su cerebro no bullía ni una idea pequeña-pequeña.
Wil ya era una llaga y él rodaba en el fango. Bien podría haber dicho retornando a Baudelaire, quien ya se había vuelto parte del desfile mortuorio, “lo odioso se codea con innoble; lo repelente se alía con lo infecto”4. Así resultaba para “HM” esa investigación.
Su libreta de la muerte estaba llena de anotaciones y reflexiones. En ella había lo que se buscara. Veneno, puñales, tajos, tejidos, somníferos, rampantes inmundicias. Pero a ella siempre volvía hastiado de esa humanidad perversa porque de alguna manera resultaba un refugio seguro. No era mayor al tamaño de un puño infantil, una urnita apelmazada llena de palabras prolijamente escritas en tinta negra. Un claustro que en su pequeñez despejaba todo lo odioso de su trabajo y le devolvía cierto aire vencedor que no era más valioso que un consuelo. Pero lo necesitaba de todos modos.
“HM” releía las anotaciones prolongando sus elucubraciones hasta más no poder, y a medida que ordenaba centenares de páginas del sumario más se convencía de lo inútil que resultaría todo eso. Estaba claro sobre los modos, las intenciones, los objetivos del señor Wilhelm Wherner, un exótico asesino reptando entre la mierda y le oro.
Como un autómata que pasa embriagado por las mismas respuestas, recopiló cuidadosamente todos los documentos para reunirse con sus superiores. Tenía listo el reclamo de captura internacional por Interpol y el pedido de exhortos judiciales vía Cancillería. Trámites de rigor de inútil resultado final, pero que debía cumplir.
Le faltaba una última información, la de ingresos y salidas por las fronteras del país que debía girarle migraciones. Verificar si por aire, tierra o mar alguien de las características de Wil había abandonado el país llevó algunas semanas. Sabía a la perfección qué migraciones era como una bóveda llena de gusanos que devoraban los legajos y defecaban justificaciones imposibles. Nunca, en toda su carrera de detective, había logrado que migraciones respondiera una pregunta sin ambigüedades. Puede ser, tal vez, quizás, de alguna manera. Ese era el lenguaje, una víbora de palabras lanzada a un baile repetido desde tiempos olvidados capaz de aniquilar al más prometedor de los mortales.
Durante ese tiempo de espera inútil, “HM” se reunió varias veces con los padres de “Celeste XXX”, y ellos le entregaron algunas fotografías, las más recientes, de la muchacha. Identificar a la joven podía resultar más fácil que descubrir a un hombre que, seguramente, había modificado su aspecto.
“HM” estaba seguro de que Wil debió comprar documentación falsa para él y la niña a la que haría pasar por su hija. Se cuidaría y mucho de que se revelara como su amante. Quien más quien menos repararía en un hombre adulto de entre 40 y 50 años –tal como lo describiría el informe policial que sería enviado a Interpol–, en actitud sexual con una menor. Wil –“HM” estaba seguro de ello–, era capaz de disimular su apetencia sexual. No era estúpido y cuidaría cada detalle de su fuga. Tal fusión de inteligencia y carroña no equivocaría ni siquiera el sentido de una mirada sobre las delicadas curvas del pubis angelical de la muchacha-hembra que se llevaba a la boca para saborearla hasta extenuarla.
Llegar a quienes podrían haberle facilitado partidas de nacimiento, pasaportes y DNI falsos llevaría un buen tiempo. “HM” sabía que finalmente alguien delataría al proveedor quien se excusaría entregándole a la policía una copia de esa documentación. En la corruptela estatal, la delación era vista como una virtud cristiana. Así que “HM” sabía que si esos documentos habían sido confeccionados en el país, luego de un tiempo prudencial, sus creadores acabarían por delatar el negocio. Las más de las veces, esos documentos falsos salían de las propias oficinas de los registros de personas del Estado de los que siempre se conservaban copias para protegerse. Era un viejo y redituable negocio.
Pero en el caso del señor Wilhelm Wherner, la policía nunca pudo acceder a la documentación falsificada ni a su proveedor. Eso indicó o bien que el falsificador debió ser extranjero, o Wil tenía poderosos protectores dentro del país, personas que integraban el selecto círculo de la oligarquía con acento extranjero que eran los únicos con capacidad práctica para ayudarlo a escapar. Fuera de las fronteras del país nadie se haría cargo de haber provisto a un múltiple asesino de la documentación necesaria para garantizar su impunidad. Ese era un laberinto burocrático al que se entraba, pero jamás se podía salir.
El reino de los pederastas es más vasto y poderoso de lo que el común de las personas siquiera puede sospechar. Los vasos comunicantes de país a país, de ciudad en ciudad, de círculo de poder a círculo de poder suelen ser inconmensurables.
Por cada pederasta, no menos de una docena de niñas y niños está en peligro. El placer del sexo con infantes mueve verdaderas fortunas y si este va asociado al crimen como ejercicio del atrevimiento y la impunidad, ni calcularlo.
Cuando “HM” recibió las fotos de “Celeste XXX” quedó vivamente impresionado. Era muy hermosa. De una belleza singular. La belleza puede ser un verdadero bálsamo o un tóxico poderoso. Para explicarse la belleza “HM” debió volver a Baudelaire, uno de los escritores preferidos del Sr. Wilhelm. Encontró un texto del escritor francés que le daba razones para sostener su conjetura.

“He encontrado la definición de lo Bello –de mi Bello. Es algo ardiente y triste, algo un poco vago, que deja margen para las conjeturas. Voy, si se quiere, a aplicar mis ideas a un objeto sensible, al objeto, por ejemplo, más interesante de la sociedad, a un rostro de mujer. Una cara seductora y hermosa, una cara de mujer, quiero decir, es una cara que hace soñar, al mismo tiempo –pero de una manera confusa–, con voluptuosidades y tristezas; que conlleva una idea de melancolía, de lasitud, incluso de saciedad, y una idea opuesta, es decir un ardor, un deseo de vivir, asociado con una amargura que refluye, como nacida de la privación o la desesperanza. El misterio, la añoranza, son también rasgos de lo Bello. Una hermosa cara de hombre no necesita incluir, salvo quizás a los ojos de una mujer, esa idea de voluptuosidad, que en un rostro de mujer es una provocación tanto más atractiva cuanto más melancólico es el rostro. Pero esa cara contendrá también algo ardiente y triste –necesidades espirituales, ambiciones tenebrosamente reprimidas–, la idea de una potencia que gruñe y no tiene utilidad, a veces la idea de una insensibilidad vengativa (pues en estos asuntos el tipo ideal del dandi no debe ser soslayado) y a veces, también, y ese es uno de los rasgos más interesantes de la belleza, el misterio, y finalmente (para atreverme a confesar hasta qué punto me siento moderno en estética) la Desgracia.
No pretendo decir que la Alegría no pueda asociarse con la Belleza; digo que la Alegría es uno de sus ornamentos más vulgares; mientras que la Melancolía es, por así decir, su ilustre compañera, al punto tal que no puedo concebir (¿será mi cerebro un espejo ensortijado?) una clase de Belleza en la que no haya algo de Desgracia.
Apoyado en –otros dirán: obsesionado por– estas ideas, se puede imaginar lo difícil que me sería no concluir que el tipo de Belleza viril más perfecto es Satanás –a la manera de Milton.”
El tipo de Belleza viril más perfecto es Satanás. Para “HM”, la proposición de Baudelaire era la más exacta para definir cómo se veía a sí mismo el señor Wilhelm Wherner y el porqué y el cómo de sus crímenes. No solo había odio en sus acciones, no solo insolencia criminal. Había un pavor ardiente por la belleza y una extravagancia homicida por la juventud eterna. Un homicida así no sabría ni querría detenerse. La belleza como estado supremo solo se retroalimenta con belleza.
María Angélica fue bella. Lo comprobó a través de las fotos que Alfonso y Zunilda le facilitaron de su hija cuando su juventud, cuando contrajo enlace con Wil. Dafneé, también fue hermosa. Fotos y testimonios así lo certificaban.
No conocía aún el rostro de Luana/María Betania. Las fotos de la muchacha habían desaparecido de la casa de los dos ancianos asesinados por Wil, pero “HM” estaba totalmente seguro que también debió ser tan bella como el puestero de diarios, declaró. Confirmó la belleza como uno de los motores de la seducción y el crimen.
La obsesión del múltiple homicida por la belleza de las mujeres se revelaba como un dato significativo para “HM”.
Era evidente que para el señor Wilhelm Wherner la belleza no era una metáfora, era carne, carne joven, carne femenina, un rosado y húmedo gineceo nuevo y caliente. La poesía estaba en el sustrato de los tejidos femeninos, en los humores sutiles de los clítoris, las prominencias de los montes de venus y la placidez de los vestíbulos vulvares dispuestos a la comunidad con el ser amado. Wil estaba decidido a extraer la muerte misma a las portantes, esa belleza. Belleza, sangre, poesía. “El tipo de Belleza viril más perfecto es Satanás”. Él era un atajo que Satanás había tomado para alcanzar la suprema belleza de la muerte. Era el hombre-Satanás, el hombre-cadena que al privarse de Dafneé había alcanzado una forma de orgasmo irrealizable, un limbo dantesco, el mismo que precede a los infiernos, un orgasmo imposible de obtener de otro modo que no fuera a través de esa y solo esa abstinencia y ese y solo ese alevoso homicidio. Las otras muertes fueron verdad y consecuencia, nada más. Pura necesidad de completar una escenografía impactante del hombre-Satanás, el hombre que reparte cabeza, manos, ojos, lengua, genitales, dedos, el hombre-áscaris, infectando toda la humanidad de sus víctimas durante años hasta descartarlas.

Si “HM” entendía la lógica criminal del señor Wilhelm, el no dejaría nunca de asesinar. Cada renovación terminaría con el cadáver de una muchacha y una nueva amante destino a su muerte. La juventud se eternizaba en la forma perfecta de una niña de dieciséis años de edad. Los versos de Baudelaire, a los que recurría Wil repetidas veces, daban a “HM” el cínico sentido poético que encubría el ansia homicida del señor Wilhelm. “Moi, je buvais, crispé comme un extravagant, / Dans son oeil, ciel livide où germe l’ouragan, / La douceur qui fascine et le plaisir qui tue”5
El despacho-tugurio de “HM” lucía una pared tapizada de fotos y anotaciones. Era el “cuartel general” donde “el pequeño Troll de mierda”, reunía a su “estado mayor” y desde donde se decidía el curso de la investigación. López, Duro Cosido, y Emiro, a quien “HM” incorporó mientras durase el proceso investigativo, estaban en la primera línea de trabajo.
Emiro, yendo y viniendo a toda hora, fuera para llevar a “HM” al lugar que requiriese su presencia o para hacer trámites que el detective necesitaba se cumplieran.
El oficial López estaba en comisión enviado por “HM” para descubrir dónde Wil mutiló el cadáver que apareció en su viejo Volkswagen negro. Estaba seguro de que ese cadáver mutilado pertenecía a María Betania/Luana.
Los estudios forenses en la vivienda de los ancianos asesinados demostraron que allí no ocurrió la decapitación y amputación de las manos. Desde entonces “HM” sospechó que Wil debía tener un reducto, un lugar apartado donde poder refugiarse y en el que debió cometer el aberrante crimen. En eso estaba ocupado López.
En el registro de propiedades no figuraba ninguna otra además del palacete, a nombre de los Wherner. Pero Alfonso le confesó que tenían una vivienda que nunca habían escriturado, de la que solo había una boleta de compra-venta nunca debidamente registrada. La casa estaba en una zona muy despoblada en las afueras de la ciudad en dirección al oeste. Se trataba de un pueblo que se vació cuando se destruyó el ferrocarril en la década del noventa. Tras cartón, el monocultivo de la soja terminó por expulsar a los paisanos y despobló el campo de sus pobladores históricos.
Era un lugar ideal para ocultarse. Alfonso le indicó a López que había un casero que se ocupaba de evitar que la propiedad fuera intrusada, pero que no solían comunicarse con él salvo en una o dos oportunidades al año. Los pagos por sus servicios se hacían por depósito en una cuenta del Banco de la Provincia. No tenían noticias de él desde las últimas fiestas navideñas y de esos hacía prácticamente un año. Habían intentado comunicarse por teléfono con el paisano, a quien llamó por el nombre de Ramiro, a un número fijo, pero no lo habían logrado. Tampoco insistieron, porque por mucho que lo llamaran sabían lo raro que era poder comunicarse telefónicamente con él. El hombre no tenía por hábito permanecer en su casa y se había negado a usar celular. Lo detestaba.
Llegar a esa propiedad no era difícil. Camino a La Pampa por ruta 5, hasta el empalme con la ruta provincial 51. De allí, más o menos 15 kilómetros. ¿La casa? Un pequeño chalet a dos aguas frente a un campo de cría de cerdos. Con el paso de los años habían perdido todo interés en visitar la propiedad. La conservaron pensando en los nietos, creyeron que tal vez ellos sabrían darle un uso provechoso.

Emiro, López y “HM” se dirigieron a ese pueblo. Salieron una mañana temprano. El sol lanzaba sus dardos al rostro de los hombres que lucían sus ojeras como adornos. “HM” se durmió al momento. López se esforzó por no hacerlo, pero pocos minutos después también fue presa de un sueño irreparable. Emiro aceleró a fondo por el Acceso Oeste en busca de la ruta 5.
“HM” soñó. El sueño resultó una infección. Una gusanera. Preámbulo. Selva oscura, tan amarga que algo más es muerte. Wil le descubrió la osamenta. Dijo “por mí se va a la ciudad doliente, por mí se va al dolor”6. Luego estrenó una cuchillada en el pecho y se ofreció como el recibidor de la matanza. “Pierde toda esperanza al traspasarme”7. “HM” vaciló. Nunca subestimó al señor Wilhelm Wherner. En Wil había lenguas, hórridas querellas, palabras de dolor, voces altas y roncas, un violento tumulto. El rostro, su sangre le surcaba y le caía a sus pies. La gusanera chupaba sangre y lágrimas. Luana salía del primer círculo en dirección un mármol negro. En el mármol había mezclado el semen de un dardo y el estrépito de una sangre de mujer. Wil pavoneó una cabeza y retozó lúbrico. Luego de la cabeza, la conspiración de unas manos cavó una fosa hasta desaparecerse. Manos y cabeza dieron a ese río sangriento en el que hervía la violencia echando unos espumarajos rojos y negros.
Emiro gritó con fuerzas para sacar a los hombres del sopor de sus sueños. “HM” estaba extenuado. El primer círculo lo sumergió en una esfuerzo de lágrimas y muertos. López estaba como aturdido. “Llegamos”, dijo el chofer tratando de convencer a los hombres de que el viaje había acabado. Estaban a las puertas de la casa de campo tal como se los indicó Alfonso.

“HM” abrió la tranquera de lado a lado. Entraron donde el chalet. Era un terreno amplio. Calculó “HM” veinte metros de frente por cuarenta de fondo. La casa, vista de frente, hacia la derecha del terreno. Atrás, detrás de la casa, la cochera. Desde afuera no se podía ver el automóvil. Eso le dio una primera pauta a “HM” de cómo fueron los acontecimientos que terminaron con la decapitación y amputación de Luana/María Betania.
El policía del pueblo llegó donde los hombres. “HM” lo interpeló. Exhibió su credencial y lo mismo hicieron López y Emiro.
—Soy el detective a cargo de la investigación de un homicidio. –El policía pueblerino no pudo disimular su sorpresa.
—¿Aquí, señor? ¿Un homicidio?
—Sí.
—Dígame que busca y veré si puedo ayudarle.
—Busco a un tal Ramiro –“HM” extrajo su libreta de la muerte y leyó Ramiro Sambrano.
—El “Pardo” Sambrano, sí señor. Está alambrando a tres kilómetros de acá.
—Vaya a buscarlo. El oficial Gragnano lo llevará en nuestro auto.
El policía asintió sin objetar la orden. Por esa calle regada con pequeñas piedras, el auto se escondió tras una nube de tierra. Luego dejó de verse, seguramente oculto por las grandes arboledas. Pocos minutos después, regresaban y con ellos, Ramiro. Emiro estacionó fuera de la casa. “HM” había recuperado su parsimonia. Su sueño había quedado en un sustrato de su conciencia a la espera de recuperar su entidad. Se aproximó al automóvil y saludo a Ramiro.
—Buen día, señor Ramiro.
—Buen día, señor. ¿En qué puedo servirle?
“HM” le mostró su credencial, fue un acto mecánico, el puestero entendía que algo grave estaba pasando como para que lo fueran a buscar al campo donde estaba alambrando.
—Necesito que abra la puerta de la casa. Si tiene alguna duda tengo aquí una orden de allanamiento.
Ramiro hizo un gesto desentendiéndose del papeleo.
—No tengo la llave, señor.
—¿Por qué no la tiene?
—El propietario me la retiró hace tiempo.
—¿El propietario?
—Bueno, no el propietario, no Don Alfonso. El yerno del propietario. El esposa de María Angélica. El extranjero. Él se ocupaba de la casa. Solía venir todos los meses, jueves o viernes, pasaba la noche y luego se iba temprano a la mañana. De madrugada.
—¿Lo vio recientemente?
Ramiro repasó de a uno sus recuerdos recientes.
—Hará algo más de un mes, mes y medio, tal vez.
—¿Vino en su auto Volkswagen?
—Peugeot, señor. Venía en un Peugeot.
“HM” anotó en su libreta ese nuevo dato.
—¿Peugeot?
—Si señor.
—¿Recuerda el modelo, el color, la patente?
—El color señor. Era un Peugeot blanco.
—Peugeot 307, señor. –Dijo el policía quien recordaba el modelo.
—¿Modelo?
—Se me hace 2010, muy bien cuidado.
—¿Recuerda la patente?
—No señor.
—¿El hombre llegaba solo?
—Eso parecía. –Ramiro respondió sin dudar.
—La última vez que lo vio, ¿pudo saber qué hizo?
—No señor. Siempre estacionaba detrás de la casa, no en la cochera. La cochera se ve desde afuera. Entraba a la casa por la puerta de atrás.
—¿Habló con alguien en el pueblo?
—El propietario nunca hablaba con nadie, se lo notaba… –Ramiro no encontraba las palabras para describir la actitud del señor Wilhelm–, cómo decirlo…
—Despreciativo, soberbio, maleducado…
Ramiro se encogió de hombros. El policía sonrió. Luego dijo:
—No hablaba con nadie, señor. No era muy sociable. Venía, se quedaba en la casa y se iba. Nunca un problema.
“HM” repitió mecánicamente “nunca un problema”.
—Verá que el problema es grande. –Miró en dirección a la casa–. ¿Hay cerrajero en el pueblo?
—No señor.
—Vamos a entrar por detrás.
López y Emiro retiraron del baúl del coche unas poderosas barretas para romper la puerta.
—No quiero importunarlo, señor –Ramiro trató de ser muy respetuoso–, pero se puede saber qué pasa.
“HM” lo miró directo a los ojos. La serena mirada de Ramio lo hizo dudar de las palabras que iba a pronunciar.
—El yerno del propietario, el yerno de Don Alfonso, el extranjero como usted lo llama mató a toda su familia y, por lo menos, a tres personas más. Probablemente, aquí decapitó a una de ellas. Como verá, el problema es grande, como les dije. ¿Me comprenden? Los hombres se sintieron horrorizados.

¿Alguien sabe como es el sonido de una cabeza que abandona su cuerpo al paso de una sierra? ¿Alguien sabe cómo es el sonido de una mano que se separa del antebrazo al paso de una sierra?
“HM” lo preguntó, apenas ingresó a la casa y el olor a un espectáculo macabro llegó del fondo de la propiedad. Los hombres que lo seguían iban detrás como pisando fantasmas de entrañas.
Desde donde estaba, “HM” percibió el fondo de la casa. En el fondo, el baño. Grande. Nada de lujos. Grande. Lavatorio, inodoro, bidet, bañera. Cómodo, pero para nada lujoso.
Veinte pasos modestos y allí estaban. En el fondo de la bañera sangre-sangre-sangre. Se olía perfectamente. O al menos “HM” podía sentir ese olor. Sangre en la bañera limpiada con esmero. Pero el luminol fue el sabio de la quimioluminiscencia que hizo brillar la muerte desde el último vapor de sangre.
Vapor-vapor-vapor. Vapores rojos ya secos en la curva lisura de los enlozados y en los azulejos la mancha irreemplazable hormigueando de un lado al otro de las comisuras. En toda la casa ningún remordimiento humano. Apenas una crispación, el peregrinaje de una voz ya caduca y ese olor tan particular de los descuartizamientos.
Así era el señor Wilhelm. Todo lo que el olor decía era verdad pura. Lo habrá visto a escupitajos y a puro hipocresía hombruna deshacer los frágiles tejidos del pescuezo.
Luego del crimen, creyó “HM”, Wil mezcló la sangre con una vieja ceniza que quedó en el hogar desde hacía inviernos. ¿Por qué? Imposible saberlo. Diversión. Distracción. Rito.
López llamó a científica, estaba asqueado. Los de científica llamaron a su jefe para decirle de las novedades. Todos estaban asqueados menos el jefe que esperaba un suceso salvaje contra el prófugo.
Ese jefe llamó al ministro y el ministro maldijo como en una carnicería que apestaba de gusanos. El señor Wilhelm Wherner les revolvía las tripas y no había remedio para ello.
Todos querían la cabeza de la muchacha. Y las manos. Las manos y la cabeza para exhibirlas. Que el público viera el abismo que separaba al señor Wilhelm Wherner de toda consideración. ¿Le importaría a Wil que alguien le tuviera consideración? Conmiseración. Piedad cristiana. “HM” sonrió sin exagerar. A Wil nada le importaba nada. Piedad, recogimiento, religiosidad eran solo máscaras que Wilhelm Wherner lució sin esfuerzo. “HM” sospechaba que ante un crucifijo, Wil fumaría su pipa con desparpajo en un lugar inaccesible mientras acariciaba el cabello de la decapitada y disfrutaba de su nuevo estupro.
La gente se enfurecía a cada rato. Pero despotricar, maldecir, no resuelve homicidios. Solo le daban marco a la profanación que el aristócrata había cometido.
Afuera de la casa el paisaje adquirió los contornos de una estatua. Se tornó frío y melancólico y apenas la mordedura del sol le daba alguna tibieza a la mañana. Las monstruosidades del señor Wilhelm atravesaron de inmundicias un paraje que hasta hacía un par de horas era un esfuerzo lánguido de supervivencia.

“HM” ordenó a López permanecer en el lugar hasta que los de científica llegaran capitaneados por Duro Cosido. Él se marcharía a la ciudad a repasar los tenebrosos laberintos del homicida. Su experiencia le indicaba que todo estaba en su lugar. El asesino y su nueva amante en viaje a la opulencia y el sexo descarado. Los detectives a apilar legajos de asuntos que solo repetían lo que ya se sabía de memoria. El tiempo devoraría la verdad hasta hacerla desaparecer o la dejaría reducida al tamaño de un pedazo de mortaja podrida.

Emiro aceleró a fondo. “HM”, impávido, a su lado asistía a la cadaverización del paisaje. ¿Vería Emiro los mismos paisajes que él? Dejó esa respuesta para más adelante. Él no tenía fuerza para preguntar y Emiro estaba dedicado a diseñar el camino desde el volante del auto.
El cielo lanzaba piedras en dirección al auto. Era un granizo negro. Todas golpeaban la blanda chapa y hacían un ruido que, sin embargo, no alteraba en nada la tranquilidad del joven chofer que apenas sonreía como poseído.
Los árboles caían fétidos y en una jugarreta el viento los deshacía como si solo fuera espuma de ceniza. Se sentía extrañamente agotado. Más de un camarada le había dicho que su aspecto, desde que se debió hacer cargo del caso de “El monstruo de la mansión Wherner” había desmejorado notablemente. Así se sentía, de mal en peor.
“HM” bajó de donde estaba a otro nivel de su conciencia. Pasó por un estrecho sumidero en el que se apretujaba más dolor y más perjurios. Profundo. Profundo. Allí gruñía un animal clandestino, gruñía malsano mientras un viejo dejaba por sus narices los pulmones. Cuando se acabó el oxígeno, una última sangre se abrió espacio por los ojos. Un escupitajo murmuró una inmundicia, pero solo obtuvo por respuesta una impúdica risa. Wil reía glorificando la muerte.
“HM” asistía desde un lugar de luz muda, en el que mugía una sombra tempestuosa, a la momificación de un hombre anciano que embestía ciego al suplicio del envolvimiento. Pero antes, antes, sin gritos, sin llantos, sin lamentos, una mujer anciana desistía de sus últimos latidos vencidos por el agobio del somnífero.
“HM” descendió aún más en su conciencia para discernir realidad de sueño. Abrió su mente, y lo agobiaron nuevos atormentados y tormentos. Algo de fría lluvia eterna, maldita y despiadada lo impactó de frente mientras la anciana esparcía la última voz por un laberinto enfermo. Aquel gusano que se presentaba aleatorio lanzó sus colmillos donde el viejo postrado yacía envuelto en una despótica e interminable transparencia.
Wil era un sesudo homicida. Amortajando a las víctimas les ofrendó la imagen de una cabeza y unas manos femeninas. La imagen desgraciada lo fue todo. Dijo de lo irremediable del destino, y al pasar, mientras la muerte se esparcía como una úlcera, dijo, “Este es el abismo, es el infierno, por nuestros amigos habitado, rodemos hacia él a fin de eternizar el ardor de nuestro odio”.

Emiro detuvo el automóvil a la entrada de la estación de policía. La brusca frenada despertó al detective. Emiro no le quitaba la vista de encima. “HM” estaba pálido, iba desmejorando hora a hora. Su aspecto era enfermizo.
—¿Se siente bien, señor?
—Nunca más pequeño Troll de mierda. –Tomó aire y fijó sus ojos en los del muchacho–. Usted y yo no somos más que dos pequeños Troll de mierda. Acéptelo joven y vivirá más y mejor. No siga el ejemplo del más pequeño y famoso Troll de mierda.
Emiro se sorprendió por el comentario. Él nunca lo había llamado de ese modo y no solo eso, solía discutir a los gritos cuando alguien así lo hacía. “HM” sabía de esa actitud solidaria del joven oficial y la apreciaba, de todos modos la consideraba exagerada. A él no le molestaba ser considerado un “pequeño Troll de mierda”. Lo que lo molestaba era el modo de actuar del señor Wilhelm Wherner. Tanta impunidad lo fue convenciendo de que el famoso “monstruo de la mansión Wherner” no actuaba solo. No era un homicida múltiple solitario.
Tenía mucha experiencia policial, sabía que la línea que dividía a la estupidez de la alevosía era muy delgada. Estúpidos como Stultus los había y en demasía, era una masa inútil, viscosa pero absolutamente necesaria. Esos servían para engordar el presupuesto de seguridad y, al mismo tiempo, proveer de atajos a las autoridades para los imprescindibles fracasos. Sin fracasos no hay futuro. El simple éxito permanente llevaría al aburrimiento, a la modorra institucional. El fracaso era virtuoso, visto desde el poder, daba razones, motivaba debates, aproximaba revoluciones.
Necesitaban una legión de Stultus dispuestos a obedecer y echar todo a perder sin remedio. Pero Stultus era quien era porque los que gobernaban eran los alevosos. Así le llama “HM” a los responsables de la organización sistemática de la impunidad. La trilogía era simple, política, policías, jueces. La Justicia siempre para repartir cuotas de impunidad de acuerdo a la jerarquía social de los delincuentes. Y el señor Wherner estaba en la cúspide de la cadena delictiva. Aristócrata, rico, parte de una familia de poder, necesariamente debía contar con fluidos contactos en esa cúspide social que el frecuentaba desde hacía años. Era un connotado caníbal, un comedor de carne humana que debía mover a la admiración a sus pares.
“HM” ya había recorrido tres círculos creados por el señor Wilhelm repitiendo el diseño del Dante y sus nueve infiernos. Dante y Baudelaire habían sido elegidos por el señor Wilhelm para orientar (o condenar) al detective que estuviera a cargo de la investigación. Wil sabía cómo escribir su propia poética criminal.
“HM” tenía ocho cadáveres para ocho círculos. ¿El noveno? ¿Celeste XXX? ¿Otro? ¿Quién?
Sabiendo que Emiro no le quitaba la vista de encima dijo para que el muchacho escuche “en los colegios está la clave”.
—¿En los colegios? –Emiro no podía seguir el razonamiento del detective, solo podía apreciar las formas exteriores de ese modo de pensar tan particular que tenía “HM”.
—Ahí eligen. Como si fuera ganado. Tiene que haber otras “Luana” otras “Celeste”. Piénselo bien, Emiro.
—Trato señor.
—¿Quiénes tienen acceso a las fichas personales de decenas y decenas de niñas? ¿Quiénes saben de su condición social y familiar? Psicólogos, profesores; mejor aún si son psicólogos y profesores. Tuvo y tiene que haber colaboración en la elección de las víctimas. Edad, belleza, entorno familiar, ambiciones, frustraciones, deseos ocultos, todo. Una jovencita puede ser auscultada por gente como el señor Wilhelm Wherner hasta saber de qué dimensión sus más ocultos deseos. Luego se decide el reparto tal un conciliábulo inquisitorial. Esta nena para vos, esta otra para él, esta para aquel otro. Una red de colegios, una red de pederastas, una red de sodomitas. No es tan extravagante. ¿Wil planificó todo esto? Sí. Pero alguien le cubre la retirada.
—¿Y por qué los crímenes?
—Ese es Wilhelm Wherner en su verdadera naturaleza. Creo que debe sentirse como una encarnación moderna de Jekyll y Hyde. Pero no una cualquiera. Una tamizada en la poética francesa, en la Divina Comedia. Alguien a quien no le vasta la seducción y el simple consumo del sexo de esas niñas para colgar su virginidad en su vitrina de trofeos. Quiere sus vidas. Las succionas, las chupas como las abejas chupan el néctar de las flores, el vampiro, la sangre de sus víctimas, las moscas, la mierda. Pregúntese Emiro y pregunte a sus próximos si ¿alguna vez vieron una nube de moscas revolotear en torno a una plasta de mierda, aterrizar y trabajar en la mierda? ¿Han visto moscas alguna vez en la mierda? Eso es el señor Wilhelm Wherner y sus compadres.
Él, vanidad de por medio, considera que está en la cúspide de la depredación. Y sus compadres disfrutan el juego que les propone, total, a ellos, no los compromete. Nunca lo denunciarán, nunca dirán “esta boca es mía”.
Solo faltaba un “pequeño Troll de mierda” para completar ese divertimento. Eso les permitiría llevar su juego hasta el último estadio.
—¿Por eso cree que lo eligieron a usted?
—Por eso, corro detrás de algo que ya está resuelto. Puedo ir y venir, pensar y pensar, hacer pruebas, interrogatorios, ADN, lo que quiera, pero siempre iré detrás de los acontecimientos.
—Pero eso significaría que alguien del propio departamento de policía está colaborando con ellos.
“HM” sonrió. Nunca podía carcajear a gusto, era algo que su anatomía se lo impedía. ¡Claro! Debió decirle a Emiro. ¡Exacta deducción! El problema era quién. Tenía que ser alguien que conociese el sistema de pensamiento del detective. Y eran pocos los que podían decir que lo conocían.

Emiro y “HM” entraron a la sede policial como arrastrando un asno muerto. Tenía en su despacho varias comunicaciones de López. Duro Cosido estaba en la casa de campo donde Wil mutiló a Luana/María Betania. No quedaba la menor duda que ese fue el lugar donde se cometió el crimen, aunque las pruebas científicas tardarían unos días.
Asunto no considerado hasta ese momento, la escena del crimen involucraba al legítimo propietario de la casa, Alfonso. “HM” sabía que el pobre hombre no tenía nada que ver, pero eso no impediría que la legión de pequeños y miserables Jorge Asís se dedicaran a involucrar al anciano en la cadena de responsabilidades o, incluso, de perversiones. Eso terminaría por acabar con la vida del hombre.
Era un aspecto del sádico entretenimiento del Wil que “HM” ni había tenido en cuenta. Las víctimas indirectas. Las habría y no serían pocas. Madres, padres, parientes más o menos cercanos, amigos, todos sufriendo por los horrendos crímenes, por las desapariciones, por las consecuencias.
“HM” debió atender infinidad de llamados de las autoridades policiales y políticas en estado de histeria. Uno en nombre del ministro exigía “hay que atrapar a ese maldito hijo de puta”. Otro en nombre del jefe de policía “queremos la cabeza y las manos de la mujer para exhibirlas”. Otro en nombre de un vidente aconsejaba “encuentre a la última amante y encontrará a ese desgraciado”.
Todos le daban consejos a los gritos, pero el detective no podía saber quién de todos esos exigentes burócratas que gritaban a través del auricular del teléfono fijo de su despacho, era el que estaba protegiendo al señor Wilhelm Wherner, adelantando información, allanando el camino para su fuga, sugiriendo qué hacer y qué no.
Si el aspecto de “HM” era malo cuando llegó a la sede policial, cuando la abandonó era lastimoso.
Emiro se ofreció a custodiarlo, pero “HM” jamás pensó en tal posibilidad. Detestaba las custodia. Las propias y la de aquellos que las reclamaban para protegerse. No había elegido esa profesión para luego reclamar protección. El crimen es el crimen y así se vivía de un lado y del otro. Víctima y victimario. Cazador y presa. Y él siempre del lado de la víctima, del lado de la presa para tornar posible lo imposible.
Esa noche solo deseaba que Emiro lo deje en su casa para darse un buen baño, tomar un café y dormir más, no fuera un par de horas.

XXIV

“No podemos saber de la naturaleza real de las cosas. Lo mejor es privarse de hacer juicio alguno acerca de las mismas. Tal renuncia te posibilitará alcanzar el sosiego del alma. Sosiégate y serás redimido. Rechaza el consejo y serás condenado” López, en una comunicación telefónica le reveló este curioso dato al detective. No esperó a regresar a la ciudad para comunicárselo. Duro Cosido le rogó que lo dejara en paz, que lo dejara dormir, le aseguró que “HM” debía descansar porque era evidente que se aproximaba a un colapso nervioso. López, descreído, desoyó el consejo y lo llamó, estaba seguro de que esa inscripción estaba dirigida a él. “HM” creyó lo mismo. Se convenció por completo que Wil sabía de antemano quién sería su perseguidor. La ventaja que el señor Wilhelm Wherner le llevaba era mucho mayor de lo que siempre supuso.
El viaje a la oscuridad ya estaba escrito. La pregunta fue qué haría un vivo en el reino de los muertos. “HM” entendía bastante bien a qué se enfrentaba, pero era dudoso que comprendiera el alcance de los sucesos en los que se hallaba involucrado y a dónde los conducirían.
La pregunta era bastante simple, ¿cómo podría componérselas para enfrentar a quien había disfrutado largamente la planificación de sus crímenes y contaba con la complicidad de jerarcas poderosos?
Pensar. Pensar. Pensar. En su cerebro bullían preguntas y respuestas, relaciones y ficciones, detalles que, seguramente, había obviado por indiferente. Su torpeza, se recriminaba, lo acercaba mucho más a su condición de “pequeño Troll de mierda”. Contra la propia naturaleza es inútil ir, de eso estaba más que seguro. Él era su propia trampa.
Necesitaba pensar.
Pensar.
Pensar.
¿Soñar?
¿Dormir?
Repetía algunas de las palabras escritas en la casa de campo. “No podemos saber de la naturaleza real de las cosas.” Era la advertencia. Entonces los tres primeros círculos se presentaron ante él: Luana/María Betania sostenía su propia cabeza entre sus manos amputadas. De su boca borboteaba una explicación, un agobio, una carta de amor, la mordida de una víbora. Miraba los cuerpos embalsamados uno al lado del otro. Mórbidos bajo la trasparencia que los envolvía. Alrededor, inciensos de perfumes impíos. El odio abriéndose camino en una farsa. Wil llevaba su máscara y tutelaba los muertos con pasmosa tranquilidad. “HM” podía verlo aún en la oscuridad que lo envolvía.
Luego el señor Wilhelm citó los nombres en un orden preestablecido y “HM” los escuchó perfectamente. Antoine, Baptiste, Cédric, Dafneé, María Angélica, el último nombre pronunciado. Antoine y su lengua. Baptiste y sus dedos. Cédric y su sexo. Dafneé y sus laureles. María Angélica y sus ojos. Ofrendas a cada lado de los muertos. Sepulturas, y en las sepulturas elixires de miasmas. Abalorios absurdos.
“HM” necesitaba saber el porqué de los laureles en la frente de la niña. Pero Wil, al borde de la risa, le habría dicho que para ello debía descender al mismo círculo donde Dafneé. No había modo de echarse atrás. El señor Wilhelm comprendió la molestia del detective, pero no era él el responsable de su curiosidad. Descendieron los dos, cada uno por su lado.
Wil, pasó su lengua por el sexo de Dafneé, fue para llevarse en la boca ese sabor definitivo luego de esperar tanto tiempo, siempre atormentado por un deseo que no podía satisfacer a riesgo de ser descubierto su esmerado plan. Sexo e incesto, algo realmente simple.
Sexo e incesto. Nada que el detective no hubiera conocido en tantos otros padres-hijas, madres-hijos. Desde Edipo a Electra, si es que dudaba de su palabra. ¿Los laureles? Una coronación. Un entretenimiento nada sofisticado. Podía haber repetido a Baudelaire, ¡Su frente de mármol parecía hecha para laureles!
En el diseño de las muertes ejerció un verdadero giro copernicano que puso las cosas en su debido lugar. Aquel puso al sol en el centro del universo próximo, él se colocó en centro de un universo clandestino en el que se regodeaban muchos de los que ostentaban pergaminos de sabios, prudentes y dignos.
Su giro que iba del Dante en un extremo a Baudelaire en el otro, sin solución de continuidad. De uno al otro, en movimiento perpetuo hasta la última muerte, la más perfeccionada, la del noveno círculo, que sería cuando el movimiento perpetuo se detendría porque había alcanzado la máxima perfección imaginada.
Wil le hubiera confesado su último propósito, “HM” lo merecía. Pero ese no lo cometería él. Así como se privó del sabor del sexo de la hija hasta el último instante de la vida de esta, así como esperó a que Mary viera cómo acaba con su prole, como la mutilaba, cómo saboreaba el sexo deseado de la hija hasta cegarla en el último suspiro, se privaría del espectáculo placentero de completar el noveno círculo.
¿Recordaba el afamado detective cuál era ese noveno y último círculo infernal? Él se lo recordaría. No era el de los no bautizos, ni el de los lujuriosos, ni el de los glotones. Tampoco el de los avaros y pródigos, ni el de los iracundos, herejes o violentos. Tampoco el de los fraudulentos. Era el de los traidores. Wil le habría dicho que sus sospechas contra sus superiores estaban bien fundadas, pero que él había resultado un pusilánime a la hora de hacer valer su condición de gran investigador.
Los que decidieron involucrarlo en la investigación de los crímenes lo habían traicionado. Se excusaba de mayores explicaciones. Esos fueron los que se ocuparon de ocultar algunos detalles durante la investigación. Por ejemplo, quienes le dijeron que la caja estaba vacía y que fue algo de lo que él sospechó pero sin verdadero convencimiento.
Wil le hubiera informado que él mismo, de puño y letra, le dejó la advertencia en la caja sobre la tumba de Baptiste. Estaba escrito en un delicado papel para cartas con letra pequeña y perfecta “¡Perded toda esperanza los que entráis!” Y era lo que estaba ocurriendo. La última esperanza estaba por demostrarse inútil. Fue en ese momento –“HM” no podría precisarlo–, qué alucinación y realidad se fusionaron. Pudo haberle ocurrido en otras etapas de su vida, pero entonces, más joven, menos escéptico, esa fusión no pudo perturbarlo. En cambio, en ese preciso momento, esa aleación de realidad y delirio lo desconcertó. No podía definir si realmente oyó la puerta de su casa abrirse o fue solo una ofuscación producto de la fatiga y el abismo al fracaso en el que se sentía caer y caer indefinidamente. Se preguntó a sí mismo “¿quién tiene llave de mi casa?” Duro Cosido. Su ¿verdadero amigo? Pero Duro no estaba solo, eso sí podía sentirlo como un hecho totalmente seguro. “HM” repitió varias veces “morir, dormir, tal vez soñar”. Shakespeare apenas era un consuelo que alivianaba su tránsito entre la alucinación y el concreto real.
Duro Cosido indicó al hombre que lo acompañaba dónde dormía el detective. Conocía al detalle todos sus hábitos.
“El Interrogador” se aproximó a su víctima sin hacer ruido. El señor Wilhelm se habría admirado de la profesionalidad con que el sicario actuaba preparando la ejecución. Los consejos de Duro Cosido sobre el mejor de los asesinos a sueldo fueron costosos pero valiosos.
“HM” vagaba entre la pesadilla y las lentas ondas del sueño delta. Su respiración era lenta, su corazón latía aliviado de toda congoja. No fue que a “HM” lo tomó desprevenido. De ninguna manera. Cuántas veces sintió esas raras sensaciones de muerte que lo invadieron durante toda la investigación. Pero esa noche las cosas salieron del terreno de la conjetura y se encaminaron directamente al de la resolución.
A medida que penetró en el sistema de pensamiento del señor Wilhelm Wherner, lo que encontró, y estaba dicho, fue su propia muerte. Wil no solo había previsto su enriquecimiento con el desfalco a María Angélica, no solo había diseñado el asesinato de toda su familia y el ensayo previo de Luana, Ana y Camilo para ponerse a prueba y poner a prueba a su perseguidor.

No solo había organizado en detalle la fuga, sino que supo tomar muy bien aconsejado, las medidas correctas para acabar con su oponente, el pequeño, despreciado y traicionado “pequeño Troll de mierda”.
“El Interrogador” consideró que ese fue un trabajo “demasiado fácil” y por el que cobró muy buen dinero. El Sindicato se lo había advertido. Un tiro y a cobrar. No había de qué quejarse. No acostumbraba a someterse a la guía de un lazarillo mortal, pero la orden del Sindicato fue aceptar el modus operandi y entonces no había lugar a ninguna desobediencia.
No sabía si el dinero que recibió fue tanto como el que cobró el entregador, el afamado perito forense que le dijo en tono de confesión que estaba harto de oler mierda y saborear mierda de otros. Cadáveres, gusanos, sangre podrida, fetideces, tripas destrozadas, miradas muertas, secreciones patéticas. Pura mierda humana en la más cabal acepción de sus palabras.
Sobre el escepticismo del perito, un ave negra revoloteaba histérica. Pero a Duro Cosido ese vuelo no le alteró el ánimo, en cambio, “El Interrogador” lo disfrutó.
¿Pederasta? No. No. Así rotundo respondió Duro a la pregunta.
No se trató de sexo con niños, ¡no! Eso no era la suyo. Esa mierda era del señor Wilhelm Wherner y otros que lo protegían. El desgraciado huía sin impedimentos con la niña de nombre Celeste, a la que ultimaría una vez que se hubiera satisfecho de ella. Él era apenas un hastiado perito forense y no un salvador de almas erradas. Un ser que el tiempo había vuelto minúsculo y despreciable, pero nunca comparado con todo lo que había visto en su larga carrera de perito. No sentía acosarlo ningún reproche. No había nada que reprocharse.
Lo de él fue dinero, así lo explicó al sicario. Mucho dinero. Tanto como no hubiera tenido ni en cinco vidas. Eso lo dijo como quien avisa que va a comprar una hogaza de pan o una manzana roja y deliciosa.
“El Interrogador” disfrutó el desconcierto, porque luego de confesar suelto de cuerpo su traición y justificarla, Duro Cosido tarareó “Lamento della Ninfa”, de Monteverdi, sin decir en esa oportunidad que necesitaba entonar la melodía para calmar la angustia que le provocaba el tener que reconocer el cadáver de su traicionado.
“El Interrogador” decidió abstenerse de preguntarle sobre su deslealtad. Temió que el forense le respondiese como aquel viejo y pervertido político “No traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición es expresión superior del pragmatismo”8. No preguntó sobre su traición, porque él detestaba a los traidores, código de sicario chapado a la antigua.

XXV

Emiro y López llamaron a la puerta del domicilio de “HM” durante largos minutos. No obtuvieron respuesta. Llamaron por teléfono. Llamaron por celular. No obtuvieron respuesta.
Emiro jaló el picaporte más por un acto reflejo que por convencimiento. La puerta se abrió. Estaba sin llave. Eso le resultó sumamente extraño. Él mismo acompañó al detective hasta su casa y esperó a que este entrara y echara llave a la puerta. Recordaba perfectamente el sonido de las placas de la cerradura cayendo al giro de la llave.
Desde la puerta gritó a viva voz ¡“HM”! Tres veces lo llamó. ¡“HM”! ¡“HM”! ¡“HM”! No obtuvo respuesta.
Emiro y López entraron. El silencio era espeso y el aire dulce. Ninguno de los dos conocía la casa del detective. Por intuición se dirigieron a la habitación que supusieron era el cuarto de dormir de “HM”. Ninguno de los dos dudó de lo que veían. En la cama yacía el detective. Estaba de espaldas, boca abajo. Su cabeza parecía una perfecta esfera moteada de sangre. El orificio de entrada de una bala se apreciaba nítidamente en la base de la nuca. Los hombres se miraron y permanecieron en silencio.
Emiro preguntó:
—¿A quién llamamos primero?
—A Duro Cosido, él era como su amigo.
Emiro buscó en la lista de contactos el nombre del perito forense. Llamó y llamó, pero no obtuvo respuesta. Le sugirió a López quedarse en custodia, López aceptó con un simple movimiento afirmativo de su cabeza. Sacó de su bolsillo un pequeño papelito donde estaban escritos números y letras de la patente de un Peugeot 307 blanco, modelo 2010, que pertenecía a una tal María Betania Lu Dinello y Ustirea, en el legajo “Luana”, muerta por decapitación.
López solo quiso putear. Gritó “¡La puta madre que me parió!” El insulto fue un necesario desahogo. Después se puso a llorar.
Emiro salió a la calle. El aire era aún más dulce que en la casa. Subió al automóvil y se dirigió a la central de policía a avisar del desgraciado hallazgo. El joven chofer supo en ese momento que no pasaría mucho tiempo en que la investigación de los crímenes del señor Wilhelm Wherner iría a dar al viejo y roñoso archivero de la división de crímenes complejos de la mano de alguno de los muchos Stultus siempre dispuestos a cerrar un caso sin mayores esfuerzos, y que el asesinato del detective “HM” sería otro de los tantos que nunca se alcanzarían a esclarecer.
En algún lugar paradisíaco, el señor Wilhelm Wherner disfrutaba de su fortuna, su joven amante y la consagración de su definitiva impunidad. En la gran ciudad, ese día de sol potente y aire dulce, los pederastas sonrieron satisfechos. Un ave negra, como un espléndido cuervo, voló en dirección al último horizonte. Cantó, cantó y cantó, hasta el anochecer.

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