Eran vísperas de semana santa. No había nadie en la casa. De hecho, había pasado sola la noche. La hermosa Estela en Bratislava, Pedro de vacaciones, con sus amigos en Cancún. Amado se había ido a una conferencia a Ciudad Juárez y por más que le insistió, no quiso llevarla. De domingo a miércoles estaría lejos. Sabía que se había estado mensajeando con su amiga de allá y que se la pasarían muy feliz, tal y como decían sus mensajes. Con mezcla de celos y rabia se cuestionaba que buscaba en otras. Recordó las fotos en lencería que le enviaba su exalumna. “Hola bebé ¿cómo estás? Y otra amiga con unas poses un poco complicadas en piernas abiertas.
Inés había dormido muy bien y muy profundo. Se había levantado muy descansada. El blanco de la puerta de madera y los azulejos beige del baño hacían que el sol primaveral entrara por las ventanas y chocara en las paredes produciendo destellos y reflejos cálidos. Reflejos que realzaban su piel tostada. Su piel radiante por el descanso, dorada por el deporte al aire libre, se le antojaba apetecible. Se miró al espejo y se analizó. Aún sin maquillaje Inés se veía bonita al espejo, a pesar de sus cincuenta, su piel era consistente y sus nalgas duras. Comenzó a imaginarse en unas fotos con lencería. Las imaginó a ellas tomándose las selfis. Entró en sus mentes. Comenzó a sentirse caliente, cada vez más. Practicó diferentes poses. Le gustaba tomar fotografías, y las imaginó desde todos los ángulos. Tomó muchas fotos y al final seleccionó las más sexis, unas que hicieran babear a cualquiera, unas que despertaran el deseo de cualquier hombre. Unas que le provocaran a quererla de nuevo como antes, a desearla con locura y pasión. Unas que al mirarlas lo hicieran temblar de ansiedad por tenerla. Como había temblado con ellas.
La sesión de fotos y selfis con una y otra pieza de lencería y una que otra sensación de cachondeo, concluyó al cabo de unas horas. Su estómago pedía a gritos un poco de comida. Se sentía muy satisfecha y super relajada, hasta cierto punto liberada de una carga. Después de desayunar tuvo la calma para borrar todas las fotos que no servían y seleccionar las más sensuales, las provocativas, las de anuncio de lencería. Como no se había maquillado, solo saldría del cuello para abajo.
Y en la tarde: – Hola amor, ¿cómo estás? ¿Cómo van tus conferencias? ¡Te mando estas fotos, te amo, ya te extraño! – Nunca había hecho algo así. Sentía mucha cachondez y nerviosismo a la vez. ¿Cómo no se le había ocurrido esto antes? No cabe duda de que el ocio era la madre de todos los vicios. La reacción fue chistosa. Ojitos bien abiertos y caritas sonrojadas. Y al final: -¡te amo, estás guapísima!- Bueno ahora ya estaba comenzando a incursionar en la esfera de “la otra”. Era chistoso y hasta divertido. Era un sentimiento como de tener una correa que podía jalarlo hacia donde ella quisiera. Así lo hacen ellas, ¿o no? Esas mujerzuelas pervertidas, malvadas, sin escrúpulos y sin autoestima cuando hacen que un hombre casado les gaste y se enamore de ellas. La situación es que ellas se aprovechan de su condición de casi ancianos, inseguros de su masculinidad y hombría. Y ellos se aprovechan de las pobres vulnerables que van tras una billetera bien forrada. Ellos con la carita bien taruga e ilusionada por hacerse de placer y sexo fácil, sacando juventud de sus carteras, claro sacándole punta a la vida antes de pasar a mejor vida. Ellas sin dignidad y amor propio, dispuestas a las patanerías de un depravado, con tal de obtener un ascenso social o ganar artículos de lujo.
Prototipos sensuales de pechos y traseros fabricados por los cirujanos y que la mercadotecnia del consumismo banal en torno al sexo ha comercializado. Mujeres que se convierten en mercancías sexuales, y hombres que abusan de su poder y dinero. Contratos ganar-ganar, como los llaman hoy en día, que hacen a ambas partes perder la humanidad y la decencia y que terminan por deshacerles el alma en pedacitos. Mujeres cegadas de ambición y complejos de inferioridad. Tal vez por haber sido abandonadas por sus propios padres. Ven en hombres casados la manera de escalar posiciones sociales. Se aguantan la repugnancia que implica el amor a un senil. Y ambos tras la pasión carnal van dejando una estela de dolor y miserias a su paso.
Con todo ese teatro de emociones y sentimientos en que se volcaba su mente, y los nuevos descubrimientos en ella, echaba mano de su experiencia de mujer. Se remontaba a sus años de juventud y siempre terminaba reflexionado sobre la atracción y el amor verdadero. Ese que se funda en la igualdad, en el amor ingenuo y desinteresado de dos jóvenes en plenitud. Ese amor que se acerca a la virtud. Que crece y produce frutos humanos y económicos. Ese amor que sigue existiendo en las almas jóvenes y buenas que Inés todavía observa con gran curiosidad y alegría. Ese amor que prevalece a pesar de la podredumbre de nuestra sociedad actual. En esta etapa de su vida mira con ilusión y esperanza a aquellas parejitas de novios que disfrutan de su amor sencillo y desinteresado. Se acuerda de cuando ella estuvo en esa misma sintonía de amor y vida, incomparable, irremplazable, simplemente plena. Aunque la tachen de romántica e ingenua, seguirá teniendo fe en el amor verdadero.
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