Viajando por las Barrancas de mi Mente-Capítulo 1

Viajando por las Barrancas de mi Mente-Capítulo 1

Ahora lo recuerda con más paz y lejanía. Pero cuando todo esto sucedió hace ya más de siete años, su ser sufría la tristeza más profunda y la incertidumbre más intensa. Habían viajado a Chihuahua en diciembre a una boda de amigos. Después de la boda tomarían el Chepe rumbo a las Barrancas del Cobre y Divisadero. Después viajarían a Ruidoso, Nuevo México para hacer un poco de esquí en nieve.

Había sufrido un esguince de segundo grado tres meses atrás y prácticamente ya estaba dada de alta. Pero Inés seguía sintiéndose convaleciente, frágil y muy vulnerable. Había un cierto zumbido de oídos, el frío de nieve era más seco y doloroso en ella. Su mente rondaba pensamientos mezclados y entrecortados por las noches. Frecuentemente, se sentía temerosa y ansiosa al estar sola. Sus cervicales ya habían sanado pero su cuerpo y mente se habían estacionado en un estado de convalecencia permanente.

Su voluntad anhelaba regresar al estado normal, pero algo dentro de sí lo impedía. Sus sentidos como aletargados. Se sentía torpe y lenta en sus movimientos y reacciones. A pesar de ese estado, podía admirar los escenarios naturales de las tierras de los tarahumaras. Disfrutó la convivencia con familia y amigos durante la boda, pero Inés sentía algo así como si estuviera mirando desde adentro, desde lo más profundo de su ser. Como si sus sentidos estuvieran hasta cierto punto desconectados de su alma. Y salieron de la boda de madrugada con ese frío invernal chihuahuense. Al día siguiente el desayuno de la tornaboda y luego a tomar el Chepe rumbo a las Barrancas.

Conversaciones agradables con el grupo de amigos de los novios, y luego asomando la cabeza para ver las colinas, las planicies y los valles, y a lo lejos se podían ver los últimos vagones del tren en una curva muy pronunciada cuesta arriba, y no se les cansaba la vista de tan espectaculares paisajes arbolados. Sus hijos disfrutando de esa primera experiencia en ferrocarril y caminando de vagón en vagón para explorar a todo lo largo el ferrocarril. Ya en el Hotel Mirador y después de unas compras de canastos tarahumaras en Divisadero, se instalaron.

Interesante la convivencia con los viajeros que llegan procedentes de Topolobampo y que hacían escala en las Barrancas. La magnífica terraza del hotel desde donde se divisaba la inmensidad del cañón, la lejanía y las pequeñas cabañitas con sus chimeneas humeantes de los pocos tarahumaras establecidos sobre las laderas a metros del hotel. El viento helado de nieve y los cantos de las aves de pecho rojo que aterrizaban en los árboles más próximos, y que distraían la vista de esa magnífica pintura natural de abismo, laderas rocosas e inmensidad. Las nubes que pasaban frente a sus ojos eran un escenario cambiante de formas y tonalidades. Cielos rojizos, azules y amarillentos del horizonte que regalaban una infinidad de paisajes cambiantes y fundían el alma al contacto con el viento helado.

Pedro el menor de sus hijos desafiando el clima con solo una sudadera encima. Inés sentada en un camastro en la terraza respondiendo a las preguntas al aire de Francisco su hijo mayor entonces en sus 22. ¿Y si viviéramos como los tarahumaras? ¡Y si no necesitáramos coches ni tecnología? ¿Por qué son tan pobres? ¿Por qué la falta de oportunidades para esta gente? ¿Y si son más felices que nosotros? Es que, ¿por qué? ¿por qué sucede esto en nuestro país? Es que, no entiendo. No entiendo nada. Inés sorprendida tratando de hallar respuestas y explicaciones. Su mente se forzaba en filosofar ante tantos cuestionamientos sinceros y profundos. Ya adentro, en torno a la chimenea, la convivencia con los otros disipaba sus pensamientos, pero no los de él. Sus dudas e inquietudes le llamaban la atención, pero a la vez le preocupaban. Sus reflexiones realmente lo perturbaban. Solo a ratos ella lo lograba apartar de su mente. Pero en ese estado de convalecencia y con sus sentidos más agudos que de costumbre, sentía estar en su misma frecuencia, creía entenderlo.

Luego rumbo a Ruidoso, Nuevo México y después de un cruce fronterizo de lo más lento y desesperante, ya estaban del otro lado con las orejas y la nariz heladas a punto de reventar. Su hijo menor con fiebre y sus teléfonos celulares sin señal, por los inhibidores de señal de la frontera con los Estados Unidos. Se sentían como indocumentados con la migra acechando. Nevaba. Un amable paisano con el que habían estado platicando en la fila de migración los vio tan desamparados que les preguntó si querían un aventón. Le pagaron por su amable ofrecimiento de llevarlos a su hotel. Ya en Ruidoso, en el parque de ski de los indios mezcaleros, sus hijos practicaron el esquí en nieve, nuevamente. Francisco llevaba ya su plan de aprender a andar en snowboard. El primer día fue a prueba y error. El segundo día lo filmó bajando de la montaña deslizándose con mayor destreza sobre el snowboard. Al tercer día el ejercicio de días previos lo tumbó, con mucho dolor en todo el cuerpo y después de un baño de tina con yerbas relajantes quedó sin energías para visitar el museo Hubbard del Oeste Americano, y los cuestionamientos seguían presentes en su actitud y negativa a disfrutar lo que todos disfrutaban.

Ya de regreso de tan bello viaje y de vuelta a la realidad, Francisco les anunció que ya no seguiría en la carrera de Ingeniería Mecatrónica pues no era para él. Quería hacer algo con lo que hiciera feliz a la gente. Quería estudiar Gastronomía. Y con toda la contradicción de sentires y expectativas frustradas de tener un egresado del Tecnológico de Monterrey, su esposo lo inscribió a la carrera de Administración de Empresas de la Hospitalidad. Para el primer semestre hubo desajustes en la familia, su hijo sintiéndose adulto y dueño de sus decisiones y Amado, su esposo sintiéndose que ya no debía apoyar a un adulto voluntarioso. Hubo un rompimiento entre padre e hijo.

Inés continuaba con su trabajo en la universidad. A partir de ese semestre ya no trabajaba de tiempo completo. Había conseguido tener sólo trece horas de clase a la semana y ganaba casi lo mismo que cuando trabajaba de tiempo completo. Mantuvo su plaza, sus prestaciones y su antigüedad. Ya pasaba más tiempo en casa. Algunos días se sentía un poco extraña pero luego esto pasaba. Un día de plano se dio por vencido y llamó para que fueran por ella a la universidad. Se había sentido tan rara que se había diagnosticado ella misma una baja súbita de presión. Francisco la llevó a casa y esto pasó. Sus cervicales convalecientes y el haber tomado tanto medicamento para desinflamar habían hecho trizas su estómago. Le daban constantemente náuseas y se le había ido el apetito. Cada vez comía menos. Con el pretexto de haber tenido un esguince de segundo grado en las cervicales se levantaba tarde y pasaba más horas de lo normal en la cama.

En las vacaciones de semana santa viajaron a Acapulco con la familia de Amado. A Inés le encanta el mar, la playa y el calorcito tropical, pero ese viaje no estaba siendo un disfrute como generalmente lo habían sido muchos viajes anteriores. Se veía tan delgada en bikini que recordó sus años mozos de juventud. Después de estar casi toda la mañana en la alberca sintió mucho frío, escalofríos y hasta una especie de temblorina. Subió a bañarse al departamento y sintió mareos, un gran temor de que algo le pasara. La posibilidad de morir, de sufrir un ataque y que nadie estuviera ahí para ayudarla, sintió terror de estar sola. Amado subió e Inés le reclamó llorando por haberla dejado subir sola. No sabía cómo explicarle como se sentía. Y pasó. Intentó disfrutar de las vacaciones, las conversaciones, la compañía, el baile, el mar y el calorcito. Su mente no podía desacelerar por las noches. Y en las mañanas sentía el viento entrando por las ventanas más intenso que de lo normal. Sensación de vértigo casi constante. Su mente rondando ideas extrañas. Sabía que algo no andaba bien en ella, pero no sabía qué era. Temía lo peor. Intentaba ser optimista y distraer su mente, para no darle vueltas al asunto, pero le costaba mucho lograrlo.

Ya de regreso a casa y después de las vacaciones sabía que se quedaría sola. Todos se irían a hacer sus actividades. El primer día vendría la muchacha del servicio. Pero al día siguiente se comenzó a sentir terrible cuando se metió a bañar. No sabía que le pasaba. Le llamó a Amado y le pidió a Francisco que la llevara a la doctora. Ella la revisó y le dijo que todo estaba bien. Tal vez un perfil hormonal sería necesario. Le platicó de su recién convalecencia de las cervicales, de sus náuseas matutinas, de su pérdida de peso. Y ya casi se iba, cuando la doctora reparó en sus síntomas y sospechó el diagnóstico, le hizo más preguntas. Le recetó un medicamento que le haría sentir los labios secos pero que le ayudaría a superar el ataque de ansiedad. Inés se negó a aceptar ese diagnóstico. Estaba escéptica. Le sugirió visitar al ginecólogo. Ya el ginecólogo le explicó que los ataques de ansiedad y depresión eran muy comunes en mujeres de su edad por los cambios hormonales en la premenopausia y le dio un tratamiento. -Será un tratamiento de seis meses a un año, depende como te vayas sintiendo-, le dijo. -Pero yo no quiero depender de un medicamento-, Inés replicó en tono enfático. -De ti depende cuanto tiempo lo tengas que tomar, pero lo tienes que tomar cuando menos seis meses, además te ayudará mucho hacer ejercicio-, le sugirió el médico.

Unas lindas amigas se enteraron de lo que le pasó a Inés, gracias a lo muy comunicativo de su marido y la buscaron para hablar con ella. Ellas habían padecido lo mismo. A una de ellas la habían diagnosticado muy tarde y había sufrido mucho. Incluso había llegado a pensar que estaba loca. Una de ellas lo había padecido siendo joven y lo había superado con un curso de respiración y medicamentos, obviamente. El alma le regresaba y descansaba al saber que no era la única en sentirse al borde de la locura o algo parecido. Inés sintió un cierto alivio. A partir de entonces se estableció ella misma una rutina de ejercicios por la tarde, cuando se acentuaban más sus síntomas. Tuvo que estar dos semanas con la compañía constante de su madre para no quedarse sola. Amado trataba de entenderla, aunque no lo lograba. Un día la invitó a desayunar y bromeando le dijo que le pasaba eso porque ya estaba viejita. Inés lloró desconsoladamente y Amado en tono muy molesto e indignado le dijo que nunca le volvería a decir eso.

Después de dos semanas tal como lo pronosticó la doctora y el ginecólogo, Inés ya no sentía el gran temor a quedarse sola, pero la falta de armonía entre mente, cuerpo y espíritu persistía. Se sentía lenta, torpe, con dolor en el cuerpo, y también en el alma. Las sensaciones se magnificaban en ella y seguía viendo en los demás, cosas imperceptibles al ojo humano, cosas del espíritu, del tiempo, de la historia pasada y futura de cada persona. Como si ese estado la hubiera provisto de una bola de vidrio capaz de ver el futuro de cada uno. Podía descubrir sus sentires, temores y estados que venían de lo más profundo del alma de las personas cuando las observaba con detenimiento.

Venían a su mente pensamientos como: -¿cómo puede estar esta señora tan segura con tres hijos sabiendo que su esposo podría enfermar por su estilo de vida tan poco saludable y morir pronto?- O -¿cómo pueden estos padres sobrellevar la vida cuando sus dos hijos pequeños tienen diabetes infantil?- pero sobre todo observaba más el lado trágico del alma humana. Había perdido esa capacidad de disfrutar la vida, de ver los momentos con optimismo. La pulsión de muerte estaba prevaleciendo en ella. Era muy difícil comprender lo que le estaba sucediendo.

Quería volver disfrutar como antes, a pesar de intentarlo diariamente solo muy pocas veces lo conseguía. Seguía haciendo su rutina de ejercicios por las tardes hasta que se cansaba y lograba aminorar la ansiedad en su cuerpo. Trataba de enfocar su mente en repeticiones con cierto ritmo. En ese estado lograba ver lo que otros no veían, podía leer los sentimientos en los rostros de la gente, podía sentir y predecir las vidas presentes y futuras con tan solo ver a los ojos de las personas. Su sensibilidad y percepción se encontraban al máximo. Podía filosofar sobre la vida y la muerte y podía tocar lo más sutil de los sentimientos ajenos. Pero a pesar de eso, su cuerpo y mente no estaban sincronizados, no lograba sentirse libre, no lograba sentir el placer cotidiano. Podía tocar y palpar sentimientos ajenos, pero no lograba sentir paz y tranquilidad dentro de sí. Algo se lo impedía. Los sonidos los escuchaba más fuertes de lo normal. El frío y el calor más intensos que antes. Había una especie de zumbido permanente en su mente. Esta enfermedad le dolía.

Seguía librando su batalla interna contra esa horrible enfermedad. El medicamento hacía su parte. Y pasaron los meses, Inés logrando volver a la normalidad y haciendo sus actividades cotidianas siempre buscaba compañía. A veces era difícil y era un triunfo lidiar con la soledad en espacios públicos y sobre todo lograr estar en compañía, de alguien que no entendía por lo que ella estaba pasando. Le costaba mucho mantener una conversación. Cuando le acompañaba Estela su hija, jugaba tenis con ella. Aunque sintiéndose generalmente torpe y lenta de movimientos y reacciones. A veces salían a pasear con su labrador negro a la pradera. El aire fresco, el verdor de la hierba, los sonidos de los insectos y los sorprendentes cielos al atardecer iban sanándole el alma, cada día un poquito más. Y solo su labrador sabía exactamente por lo que ella pasaba, lo podía sentir.

Inés continuaba sus rutinas sobreponiéndose a su enfermedad. Intentaba volver a disfrutar como antes. El tenis era su deporte y siempre había sido su pasión. Siempre había buscado el espacio y el tiempo para jugar. Cuando sus hijos eran pequeños no tenía tiempo. Cuando entró a trabajar había poco tiempo, pero buscaba el espacio. Y ahora que ya tenía el tiempo, a los hijos ya casi autosuficientes, tenía el club y los recursos, esta enfermedad le había quitado las ganas de disfrutarlo. Poco a poco comenzó nuevamente a involucrarse en torneos y a pesar de su condición logró ganar primeros o segundos lugares. Eso la alentaba. Sabía que iba mejorando, sus esperanzas de regresar a la normalidad aumentaban.

Tras los seis meses de tratamiento, los síntomas iban aminorando. La seguridad en sí misma poco a poco se iba recuperando. La vida poco a poco y de manera imperceptible volvió casi a la normalidad. Atendió un problema de muelas que había estado ahí encapsulado por meses y que posiblemente hubiera sido un causante de su depresión. Fue sanando cuerpo, mente y alma. Siempre estaba latente esa preocupación de no regresar a ese estado insoportable. El ejercicio regular fue un factor clave. El apoyo de su familia también. Su mente fuerte yla determinada decisión valieron el gran esfuerzo. A sus cuarenta y cinco, otros acontecimientos dolorosos vinieron en esos años subsecuentes. Fueron también superados con valor, perseverancia y la ayuda de Dios.

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