Viene a su memoria ese día fatídico, cuando al ver el celular de su marido sintió como si un bloque de hielo enorme le golpeara directo en la cabeza, el dolor la sacudió y la debilitó al instante, provocó un llanto interno que no tenía lágrimas, su respiración sofocada quería cesar para siempre. No lo comprendía, era demasiado para su entendimiento. No correspondía con lo que ella pensaba, con sus planes futuros, con la alegría vivida en los últimos meses, con lo empoderada que se sentía. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué estaba pasando todo esto? Nada de esto tenía sentido.
Ese descubrimiento, ahora que Inés lo piensa, fue la mano de Dios queriendo que así fuera, que lo supiera. No una semana antes, ni un mes después, ni el siguiente año, sino en ese mismo momento. Ese recuerdo todavía lo tiene aquí clavado. Eran cerca de las cuatro de la mañana, todavía de noche, e Inés se había levantado al baño. El celular de Amado estaba ahí, como casi todos los días, se estaba cargando. Entró un mensaje, se acercó a la pantalla para ver qué hora era. Leyó el mensaje, y en ese momento todo se vino abajo, la persona fuerte, independiente, autónoma, transparente, confiada, segura de sí misma, que Inés había sido se desmoronaba, se hacía trizas, se desbarataba.
Cinco años atrás creyó haber superado el peor suceso de su vida. Llegó a pensar que no habría, peor cosa que la vida le trajera. Había sido un antes y un después en su vida. Había agradecido a Dios por todo lo bello que había vivido y había estado decidida a enfrentar lo peor. Ni modo, ese había sido su destino. Ahora y después de ese horrible suceso estremecedor y desgarrador había logrado volver a ser ella misma, renovada, aún más fortalecida, empoderada, empática, positiva, menos arrogante ante la vida. ¿Y ahora esto? No. Simplemente no era real. Su alma dolida ya no podría más. ¿Por qué?, ¿por qué otra vez?
Los días que siguieron fueron desgarradores. Su mente no paraba de pensar. Le reclamó una y otra vez, le gritó, lo maldijo. Él sorprendido, enojado, incrédulo, lo negó, una y otra vez. Se había vuelto loca o qué. Comenzó a buscar por toda la casa y dicen, las lenguas malas, que el que busca encuentra. Lo que encontró en la bolsa de su saco, fueron vestigios de un fetichista a quien Inés no conocía. Lo enfrentó, lloró, renegó, lo maldijo y lo odió.
Quería sacar de su mente sus razones, quería pensar que eso no había sucedido, quería creer que era algo irreal, quería terminar de una vez por todas con ese sentimiento. Pero no podía, sencillamente no podía. Quería irse lejos muy lejos, huir, salir corriendo. Y si, salió corriendo de ahí, en piyama. Había llorado tanto que no sentía ya el frío. La noche hacía más incomprensible su sentir. Quería que le dijera lo que ella quería oír. Quería cobijarse en su regazo sabiendo que eso nunca había sucedido. Pero por más que quería acomodarlo en su mente la confirmación era evidente. Más real de lo que ella hubiera querido. Y regresó, se apaciguó su alma y se durmió.
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