La maldición del vidente

La maldición del vidente

Me he hecho viejo prediciendo el futuro de los demás. Es una buena profesión para gastar la vida y me ha permitido conocer a gente de todo tipo. Hay quien piensa que a los videntes solo van los ignorantes y no digo que estos sean pocos, pero bien podría decirse que todos los que han solicitado en algún momento mis servicios eran ignorantes: nada conocían de su futuro y, lo más importante, lo temían. Lo sé, porque yo soy como ellos, pues nunca he visto mi propio futuro más que a través de otros. Un colega lo llamaba la maldición del vidente y no le faltaba razón. Tan solo en dos ocasiones he podido entrever algo de lo que me iba a pasar.

La primera vez fue con mi querida Silvia y aún no era consciente de lo que podía hacer. La gente piensa que el futuro se representa ante mí como una escena de teatro a la que uno asiste tranquilamente sentado en su butaca. Cada uno tendrá su manera de acceder a lo que ha de pasar, pero en mi caso son como ráfagas que acaban simplificándose en unas cuantas imágenes, que pueden ser muy distintas entre ellas, como varias posibilidades que podrían suceder. A veces, son incluso cambiantes. No escojo las imágenes que parecen más felices, sino que le describo al cliente todo lo que percibo, lo que me parece oír en cada situación, quiénes están a su alrededor y dónde. Jamás vi a cliente alguno en situaciones inequívocamente buenas, como para no dudar de lo que estoy viendo. Pero con mi esposa fue distinto. Tal vez, porque aún pensaba que lo mío no era más que un caso de intuición desbordada. Hasta que nos presentó mi amigo Juan Pablo en una de las fiestas que organizaba en el chalé de sus padres.

Juan Pablo disfrutaba de una especie de semisótano que tenía su entrada propia y que sus padres llamaban “la cueva”. Allí, mi amigo hacía y deshacía, y, en verano, llevaba una vida casi independiente; es decir, era un héroe adorable para todos nosotros. Después de bailar, beber y fumar, solíamos acabar desparramados sobre las alfombras astrosas y deshilachadas, y Juan Pablo comenzaba a hablar sin orden de la vida que no conocíamos, de los libros que no habíamos leído, de las películas que jamás veríamos y, cuando ya parecía que no quedaba ningún tema por tocar, interpretaba las formas de los dibujos sobre los que nos sentábamos. Aquella vez, yo fui uno de los últimos a los que se dirigió. Se acercó muy serio hasta mí y, desde arriba, me dijo que yo estaba sentado en el borde de varias alfombras, en su confluencia, sobre los flecos, que eran los hilos sueltos de las vidas que habíamos de vivir y que ahí, ahí, estaba lo que yo sería, porque eso era lo que yo tenía dentro desde antes de nacer.

‒Y los flecos de tu alfombra llegan hasta Silvia ‒remató.

En aquel momento pensé que era el alcohol, a partes iguales con el agotamiento y la proximidad de los amigos que uno supone eternos; pero no tardé demasiado en aprender que allí tuve mi primera visión al mirar a Silvia. Recibí docenas de imágenes sucesivas y en todas yo estaba a su lado, hablando, riendo, sintiendo el dolor de los hijos no nacidos y, aun así, juntos. Supe que siempre estaríamos uno al lado del otro y abracé ese futuro que era el de ella y, para mi fortuna, también el mío.

La segunda vez que atisbe parte de mi futuro fue con el propio Juan Pablo, cuando yo tenía unos cuarenta años. Nos cruzamos en la Plaza Mayor y él llevaba mucha prisa. Eso no le impidió darme un abrazo, preguntarme por Silvia y sumergirme en un revuelo de imágenes que se superponían sin apenas variantes, mostrándome que Juan Pablo estaba arruinado y feliz. Parecía centenario y estaba hablando con otro anciano y ese anciano era yo. Estábamos de nuevo en la Plaza Mayor y debía de ser invierno, porque parecía que buscábamos el sol. Yo tenía unas arrugas muy marcadas, en especial una que me cruzaba la frente, pero no parecía tan viejo como él, así que tal vez lo suyo era desgaste por alguna enfermedad; o la vida, sin más. Él me preguntaba qué tal me había ido y yo le contestaba que me había quedado solo y él me daba un gran abrazo sin fin, como al terminar las fiestas en el chalé de sus padres cuando éramos jóvenes. Yo cambiaba de tema y me interesaba por él y me respondía que se había quedado casi sin nada y que vivía muy bien. Nos reíamos muy fuerte, hasta que la tos detenía la risa, y él me decía que por qué no tomar algo y yo le contestaba que un poco de agua, porque varios médicos me habían prohibido todo lo demás y él se reía de nuevo con una carcajada estruendosa para terminar diciendo: “Pues, entonces, dos aguas, ¡pero con gas y que sea lo que Dios quiera!”. Las imágenes se perdieron y Juan Pablo ni siquiera notó un cambio en mi forma de mirarle. Tenía prisa, pero teníamos que vernos para hablar con tranquilidad y que le diera muchos recuerdos a Silvia.

Jamás he vuelto a contemplarme en el futuro de ningún otro. Sé de sobra que un pequeño trozo de lo que ha de venir puede llevar a confusión, necesita de contexto, como les he dicho siempre a todos mis clientes. Así que intento hacerme a la idea de que mi futuro va llegando a la velocidad de un segundo por segundo, como el de cualquier otro. He visto surgir las arrugas en mi cara, cada vez me parezco más al anciano que yo era en mi visión de Juan Pablo y el surco que me ha de partir la frente comienza a marcarse. No dejo de preguntarme cuánto tiempo le quedará a mi Silvia.

[Este cuento se publicó en el número de agosto de 2020 del periódico Salamanca al Día. Enlace al documento en formato PDF del periódico (página 20): https://salamancartvaldia.es/a… ]

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS