–Capitán, ¡nos hundimos! –grita el auxiliar.

–¿Qué pasa acá? –pregunta el capitán, entrando al dormitorio de la tripulación.

–Es otra vez el auxiliar Ramírez –dice uno de sus compañeros–, es esa pesadilla.

–Nada por qué preocuparnos –los tranquiliza– siempre es lo mismo con estos aprendices.

La embarcación «María Antonieta» partió hace tres días hacia la Isla de Jamaica con diez tripulantes desde el puerto de bahía Hondita, ubicado en la Península de la Guajira en Colombia.

Mirando hacia el horizonte, el capitán sale a cubierta, se acomoda su gorra roja de marinero, la cual nunca se quita, prenda que lo identifica entre los contrabandistas en el mar Caribe. Trata de no estar nervioso, pues su carga debe llegar a feliz término, pero tiene el presentimiento que algo malo pasará: “¿Será una tormenta?”, se pregunta mientras se apresura para ver si ya está listo el desayuno.

–Buenos días capitán –le dice la auxiliar Casandra, es la única mujer a bordo–. ¿Se le ofrece un poco de café?

–Sí, por favor.

La cocina de Casandra huele maravillosamente, es una mezcla entre picante y dulce. Es una combinación de olores y colores que hace que todos se deleiten y no quieran salir de allí.

–Volví a escuchar los gritos del auxiliar Ramírez –dice Casandra, mientras le sirve un humeante café y unos huevos revueltos con langosta que les da un color naranja muy especial, acompañado de unas sabrosas arepas de queso.

–Huele delicioso el café. –Elogia el capitán.

–Gracias señor lo hago especialmente para usted. –Se lo sirve en una gran taza.

–¿Cree usted capitán que tenga razón lo que dice el marinero en sus sueños?

–Como se le ocurre señorita son pesadillas de novato. Cuénteme mejor, ¿usted qué hace en esta embarcación?, ¿usted debe tener unos 16 años, cierto?

–Es una historia larga mi capitán y un poco confusa, y tan triste qué tal vez no vale la pena contarla –le contesta nerviosa, mientras retira los platos de la mesa.

–No tengo ningún afán, sírvame un poco más de café y empiece a hablar.

–Como usted diga mi capitán. Podrá darse cuenta que soy wayúu, pertenezco al clan Epieyuu. Mi hermano y yo desde muy niños aprendimos a hacer pastoreo; todos los días nos levantábamos a las cuatro de la madrugada para ordeñar y dar de comer a las cabras y a las cinco de la tarde íbamos a recogerlas; había días difíciles, especialmente cuando se salían de los linderos hacia el desierto; afortunadamente aprendimos a silbar y ellas reconocían ese sonido, como la hora de volver a casa.

–Suena muy familiar su historia señorita y no veo nada de triste en ella, pero continúe.

– Un día el cielo empezó a oscurecerse muy temprano –empieza a mover sus brazos y cuerpo para describir cada momento de lo vivido y al capitán le pareció que danzaba la Yonna– salimos por los animales y cada uno tomó una dirección para encontrarlos. Por el camino que elegí, no solo se veían arenales y dunas, también había arbustos espinosos y cactus, era un camino fascinante, imposible evitar sentirse envuelta en esa majestuosidad. Observé pequeños remolinos de la tierra, esto no era buena señal, aprendí que de esa manera empezaba la tormenta de arena y sabía bien que debía regresar. Traté de silbar, pero no aparecieron. Entonces decidí retornar a casa y fue en ese momento que no supe cómo hacerlo, perdí el camino de regreso hasta el día de hoy.

–Señorita Casandra, ¿usted no volvió a su hogar? –pregunta el capitán, deleitándose con el baile imaginario y una empanada de salpicón de chucho que le había preparado con la mantarraya que pescaron ayer.

–Sí, mi capitán, fueron días y noches deambulando por esos terrenos ásperos y bellos a la vez, pero misteriosos. Fue así como llegué a bahía Hondita, el lugar de donde zarpamos. Allí me di cuenta que estaba realmente perdida. Empecé a trabajar en el restaurante del puerto y aprendí a cocinar estas delicias guajiras: el friche, arroz de camarones e iguana guisada de coco, este último es mi plato especial.

–Siga, siga –suplica el capitán degustando su bebida.

Mientras Casandra cocinaba y hablaba, a él se le hacía agua la boca con esas comidas que describía su chef y el aroma que salía de la olla en ese momento; estaba fascinado con la historia de esta belleza indígena de ojos y cabello azabache, olvidando que los nudos del viento estaban subiendo.

–¡Objetivo a la vista mi capitán! –Interrumpe un auxiliar que se asoma a la cocina mientras saborea el olor que logra percibir.

El capitán se levanta, se siente un poco mareado y debe sostenerse del borde de uno de los portillos.

–¿Le pasa algo mi capitán? –pregunta Casandra.

–No, debe ser por todo lo que comí, gracias por el café. –Sale dando tumbos.

Casandra se dispone a limpiar la loza, como si allí nadie hubiera comido ni bebido café; no debe dejar rastro.

El capitán llega atolondrado al puesto de mando y casi a punto de desmayarse, le da la orden al primer oficial.

–Sí, ellos son. Prepárese marinero hay que entregarles la carg… –Y de

repente cae al suelo echando sangre por la boca.

–¡Llegaron! –anuncia el primer oficial por el altavoz y pasa por encima del cuerpo allí tendido.

El auxiliar Ramírez escucha el llamado, se levanta de un salto, se dirige hacia la proa, se acomoda la gorra roja del capitán que recoge del suelo, y levanta su brazo para saludar, al parecer, al jefe de la banda que se acerca en una chalupa a gran velocidad.

Antes de recibir al invitado pasa por la cocina, allí la ve, la toma por la cintura y le susurra:

–Coronamos reina wayúu, ¡todo lo que va en este barco y en mi corazón son tuyos! Atendamos al invitado como lo sabes hacer.

–Suba señor, bienvenido, ¿le provoca un café?

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