Sara y el espíritu del bosque, el gran Graunor.

Sara y el espíritu del bosque, el gran Graunor.

Descripción de la portada: Una niña, vista de espaldas, se encuentra frente a la entrada de un bosque frondoso y oscuro. La niña viste un vestido y botas de estilo medieval, con el cabello rubio hasta la cintura. En las sombras del bosque se perfilan las siluetas de unos enormes ojos felinos. La imagen tiene un estilo similar al de un cómic.


Dedicatoria:

La escritura, sin importar el tipo, siempre ha sido algo que he evitado. Siempre he sentido que lo que soy capaz de escribir carece de originalidad, y que quienes me lean pronto se aburrirán o pensarán que lo que están leyendo es una basura. Por tanto, nunca me atreví a escribir algo más allá de lo meramente necesario académicamente hablando.

Este es, por tanto, mi primer escrito de ficción, o cualquier escrito que intente hacer para que otro lo lea. Espero que así como me emocioné escribiendo cada línea, de igual modo, pueda ser grato para quien lo lea. Pero esto fue gracias a un empujón, ese primer empujón que hizo que me atreviese a terminar este, mi primer cuento.

Por tanto, este cuento esta dedicado a la persona que me invitó a terminarlo. Espero que les guste el resultado tanto como a mí. Las emociones que sentí al poner el último punto son indescriptibles y, sin importar el resultado final, estoy feliz de haberlo hecho.

Capitulo 1:

Al oeste del reino central, más allá del Valle de los Peregrinos, en las inmediaciones del Lago Azul y las Montañas Bajas, se encontraba el bosque del gran Graunor.

El bosque de Graunor, así llamado por su amo, el imponente y grande Graunor, la mayor de las bestias felinas. En el bosque vasto, casi cerca de la cordillera norte, se decía que habitaba Graunor, un imponente felino cuyas mandíbulas eran formidables. Aquellos que afirmaban haberle visto decían que era algo así como un gran gato de más de dos metros de altura. Sus grandes patas contenían garras capaces de abatir cualquier armadura, y su cola peluda se decía que era capaz de mover el viento.

En los relatos originarios de los primeros exploradores, se narraba la peligrosidad que rodeaba al bosque del gran Graunor. Durante la expansión de los dominios de los cuatro lores y sus ansias desmedidas por conquistar cada rincón conocido. Los grupos expedicionarios que se aventuraban más allá de los límites conocidos nunca emergían con vida de las profundidades del bosque. Las leyendas de aquellos días hablaban de un silencio ominoso que se instalaba en el aire después de que los exploradores ingresaban entre los espesos árboles. Un rugido atronador, un eco que parecía resonar desde las entrañas mismas de la tierra, era lo único que quedaba para marcar su fugaz paso por esas tierras enigmáticas.

Se decía que la propia flora del bosque conspiraba para ocultar sus secretos, con árboles retorcidos que se alzaban imponentes, sus ramas entrelazadas formando una maraña que apenas permitía penetrar la luz del sol. Las sombras, densas y persistentes, envolvían el bosque, creando un escenario donde la penumbra y el misterio se entrelazaban. La fauna, adaptada a la presencia del gran Graunor, se movía en la oscuridad con sigilo, sus ojos brillando con una intensidad que delataba su naturaleza salvaje y feroz.

Aquellos valientes que osaban adentrarse en el bosque no solo enfrentaban la amenaza del imponente felino, sino también la magia latente que impregnaba el aire. Se decía que los sonidos susurrantes del viento entre los árboles eran en realidad palabras olvidadas, encantamientos que se tejían en la trama misma del bosque. Cada rincón parecía resonar con una energía ancestral, un eco de tiempos pasados que susurraba advertencias y desafíos a quienes se aventuraban demasiado lejos.

El gran Graunor, era conocido como una de las deidades menores, se reputaba por su comportamiento reservado y su reluctancia a atacar sin necesidad. A pesar de reinar sobre el bosque, rara vez se dejaba ver, seleccionando cuidadosamente a aquellos que merecían su presencia. Los intrusos que osaban violar la sacralidad del bosque eran recibidos con la furia de Graunor.

Cuando la deidad decidía manifestarse, el bosque entero vibraba en respuesta, y un estruendoso chirrido de un felino enfurecido resonaba en todos los rincones del bosque. Algunos creían que Graunor era un espíritu que adoptaba una forma tangible solo cuando la situación lo requería, ya que de la misma manera que aparecía, desaparecía sin dejar rastro. Otros sostenían la creencia de que Graunor tenía la capacidad de adoptar la forma que quisiera y que siempre vigilaba las orillas del bosque transformándose en una ardilla o algún zorro pequeño. Solo cuando alguien profanaba el bosque, asumía la majestuosa forma del gran felino para castigar a aquellos que osaban invadir sus territorios sagrados.

Así, el bosque del gran Graunor se convertía en un escenario de peligro y misterio, donde ni el mas osado quería aventurarse. Historiadores, mercenarios, guerreros, todos ahuyentados por el miedo que el señor del bosque causaba con su mera idea y el final que aguardaba a quienes invadiesen su terreno.

La forma poco natural del bosque y la manera en que sus zonas límites estaban rodeadas daban la impresión de que la propia naturaleza cuidaba estas tierras. Era difícil acceder a ellas, ya que un río serpenteaba a lo largo del bosque, formando una barrera protectora. Las aguas rápidas y llenas de vida acuática convertían al río en un obstáculo que pocos estaban dispuestos a cruzar en sus partes principales. Desde su origen en las montañas del norte, el río se extendía serpenteando a lo largo del bosque hacia el sur, para luego romper bruscamente al este, donde se encontraba Ferendi, el único pueblo construido del lado del río que bordeaba el bosque.

Ferendi era una pequeña aldea cuyo interés para los extranjeros era nulo; nadie posaba sus ojos en aquel rincón que apenas constaba de algunas casas desperdigadas a las orillas de uno de los ríos provenientes del bosque. Apenas cuatro casas, un único molino, una sola posada y un solitario establo constituían la totalidad de este olvidado lugar.

Al encontrarse apartado de la ruta comercial principal que culminaba en el desierto del noreste y las tierras del sureste, rara vez se apersonaban viajeros en tan modesto poblado. En ocasiones, algún comerciante ocasional que venía periódicamente era todo lo que el lugar tenía para mantenerse informado sobre lo que ocurría en el mundo exterior.

El camino principal, si es que se le podía llamar así, provenía del sur del pueblo. Atravesaba el poblado mediante un puente de madera que se alzaba sobre el río para luego girar a la izquierda, continuando en línea recta hasta llegar abruptamente a la entrada de la única posada del lugar y las demás casas se distribuían en partes iguales a ambos lados de la calzada.

El río principal que alimentaba el molino trazaba su serpenteante curso alrededor del poblado. Iniciaba por el norte, bordeando el lado izquierdo de la localidad, pasaba por el sur bajo el puente principal del pueblo, curvaba hacia el norte nuevamente y luego hacia el este, perdiéndose de vista en la distancia.

Las únicas salidas del pueblo se encontraban al sur, a través del puente, y al noreste, aunque hacia este último lugar nadie se atrevía a aventurarse, ya que eran los dominios del gran Graunor. Un bosque inmenso, casi sobrenatural, cuyos árboles parecían elevarse por encima de los bosques circundantes, como si siguieran una línea imaginaria trazada por la propia naturaleza. Los árboles se distinguían fácilmente de los demás, y la atmósfera que se respiraba en sus cercanías infundía miedo a aquellos que osaban invadir los territorios del protector de la naturaleza que ahí habitaba.

El poblado de Ferendi era lo más cercano que se podía llegar al bosque. Leyendas y relatos de personas perdidas al adentrarse en el bosque sin querer eran lo único que quedaba con el paso del tiempo. En la actualidad, casi nadie se aventura al bosque, convirtiendo a Ferendi en un lugar de historias escalofriantes que sirven para educar tanto a grandes como a pequeños.

Los habitantes de Ferendi han aprendido a vivir respetando los dominios del gran Graunor. El río, del cual se dice que rodea el bosque, provee riqueza y alimentos a quienes habitan en sus orillas. La pesca en aguas dulces, la madera y las granjas de quienes viven en el lado opuesto son de una calidad inigualable en comparación con cualquier otra parte del reino.

El aislamiento geográfico, la ubicación remota y el difícil acceso desde el camino principal convertían a Ferendi en un lugar perdido en el tiempo. Los lugareños solían trabajar en el lado opuesto del río, y pocas personas, incluso de casas o granjas alejadas, visitaban con frecuencia el pueblo. La posada de Ferendi llevaba tiempo sin recibir visitantes.

Desde fuera, Ferendi podía parecer un lugar monótono, sin grandes sucesos ni emociones; el paso del tiempo había disuadido a cualquiera de invadir las tierras de Graunor o aventurarse a otras regiones. Pocas familias habitaban ese rincón, incluida la joven Sara.

Sara residía en la posada, o al menos su familia insistía en mantener ese nombre para el lugar. Su padre solía ir a trabajar a la granja del señor Alvaceda diariamente, situada una hora de camino a través de las colinas al oeste del pueblo. Su madre y ella pasaban el día cuidando el huerto y atendiendo a los vecinos que, tras una jornada laboral, solían pasar por la posada en las noches para charlar y pasar el rato.

Chismes, anécdotas o conversaciones triviales eran todo lo que adornaba las noches en la posada de la familia de Sara. Las tardes eran los momentos más animados, tanto que ya era una costumbre que las personas de las demás casas fueran a cenar al lugar y disfrutar de una cerveza añejada por la propia madre de Sara.

En las casas cercanas vivían el señor Mountainstone, propietario del molino, y en las demás residencias, solo dos familias: los Bunnoch y los Gardcon. Ambas parejas trabajaban en el aserradero al otro lado del río al este. En este pequeño poblado, Sara era la única niña, pero su presencia era enormemente apreciada por todos los habitantes.

Capitulo 2

Sara descansaba plácidamente en su habitación, ubicada en el segundo piso de la posada de su familia. Su cuarto, espacioso y acogedor, había sido ampliado con el tiempo, ya que la falta de visitantes que necesitaran habitaciones en el lugar lo permitía. Una amplia ventana iluminaba la estancia, ofreciendo una vista panorámica del bosque con sus grandes árboles. En más de una ocasión, la fascinación de Sara por la naturaleza le había hecho perder la noción del tiempo hasta que su madre la llamaba desde afuera.

La habitación de Sara albergaba su cama, una mesa de noche, un escritorio y un librero a un lado. En la pared opuesta, un armario y varios cuadros adornaban el espacio. La energía y curiosidad de Sara la convertían en alguien que, en lugar de aburrirse, aprendía a aprovechar bien su tiempo.

Dado que sus padres no sabían leer ni escribir, Sara se convirtió en la encargada de todo lo relacionado con los libros y las cuentas del lugar. Aprendió a leer y a usar las matemáticas gracias al señor Alvaseda. Desde niña, acompañaba a su padre, y mientras este trabajaba, Sara aprendió a leer y escribir en compañía del señor Alvaseda y su esposa. Ambos eran personas cansadas de la vida en el reino central, que decidieron irse al este para vivir en el campo, arando y cuidando la tierra.

Habían comprado una cabaña bastante grande y, con sus esfuerzos, crearon un lugar cómodo con varios sembradíos. Cuando la posada dejó de dar frutos, el padre de Sara buscó fortuna al otro lado del río. Al llegar para pedir trabajo al lugar del señor Alvaseda, este le dio empleo inmediatamente. En una ocasión que el padre de Sara llevó a su hija a trabajar con él, Alvaseda se molestó y le dijo que una niña nunca debía trabajar así. La tomó como su protegida, y junto a su esposa, la trataban como a su propia hija.

Alvaseda y su esposa, sin hijos propios, encontraron en Sara a una niña alegre y tenaz con la cual simpatizaron profundamente. Con el tiempo, Sara desarrolló un afecto especial por estas personas, y siempre que podía, iba a visitarlos junto a su padre cuando su madre no requería su ayuda en casa.

La esposa del señor Alvaseda le enseñó a pintar a Sara, y los cuadros que creaba adornaban su habitación. La estantería, un regalo de su padre, había sido construida especialmente para ella cuando vio la felicidad que le proporcionaba la lectura. Allí colocaba los libros que el señor Alvaseda le regalaba o prestaba. Unos pinceles y unas pinturas que había logrado comprar a un mercader que una vez pasó por el pueblo eran los tesoros de Sara. Además, unos folios de papel, un regalo de la esposa de Alvaseda, complementaban su pequeño rincón creativo.

Cuando no estaba en su cuarto leyendo frente a la ventana o pintando en su escritorio, Sara pasaba el día ayudando a su madre. Sin embargo, ese día en particular, Sara llevaba rato dormida y no se había levantado ni siquiera cuando su padre se fue temprano a trabajar.

Dos golpes secos desde afuera despertaron a Sara, seguidos por la voz enérgica de su madre llamándola.

—¡Sara, niña! ¡Despierta de una vez, ¿no piensas ayudarme el día de hoy?!—

Sara se encontraba sumida en un sueño profundo cuando el llamado resonó a través de las paredes de su habitación. Al principio, el sonido pareció llegar desde lejos, como un eco distante que interrumpía la tranquilidad de su descanso. Su mente, envuelta en los fragmentos de un sueño, se resistía a despertarse.

Sin embargo, a medida que la llamada persistía, los contornos de la realidad comenzaron a filtrarse en su conciencia. Las sombras del sueño se desvanecieron lentamente, cediendo paso a la habitación iluminada por la luz suave que se filtraba por la ventana. Los objetos familiares de su entorno cobraron forma y significado a medida que volvía en si.

Sara, al identificar la voz de su madre y recuperar plenamente la conciencia de su entorno, se preparó para responder con energía y un toque de ensoñación en su tono.

—¡Sí, madre, perdona! ¡Ya casi bajo!— respondió con fuerza mientras se incorporaba en su cama.

De un salto ágil, se levantó de la cama y cambió su ropa por un vestido que tenía junto a la cama. Sara, era una joven delgada de no más de 16 años, con piel blanca como la leche y cabello dorado que le llegaba a la cintura.

Una vez lista, se acercó a la ventana desde donde se divisaba el huerto. Su madre, con esfuerzo y dedicación, revisaba las plantas y cosechaba lo que ya estaba listo. La belleza de Sara se hacía evidente al lado de su madre, una mujer igualmente blanca, curtida por el sol, con una melena dorada adornada con tintes blancos de canas. Su corpulencia, propia de una mujer que trabajaba en el campo, la hacía ver imponente y agraciada al mismo tiempo.

—Madre, ¿cómo amaneciste? Perdóname por haberme quedado dormida, ya voy a ayudarte—gritó Sara desde su ventana.

—No digas eso, niña. Mejor toma algo de dinero y ve al molino del señor Mountainstone. Tráeme maíz molido y un poco de café para la comida de la tarde. Estoy recogiendo algunas verduras que ya están listas y pienso hacer sopa hoy—respondió su madre.

—Está bien, madre. Ya mismo hago lo que me pediste—

Sin preocuparse por el desorden de su cuarto, Sara salió rápidamente por la puerta, bajó las escaleras y entró al cuarto de sus padres, que era bastante sencillo y austero. Se dirigió a un baúl junto a la cama y de él extrajo un saco que contenía el dinero de la posada. Cada noche, antes de cerrar, Sara, junto a sus padres, contaba el dinero, lo guardaba y rellenaba las cuentas.

Sara tomó algunas monedas, colocó el saco en su lugar y salió del cuarto. Corrió por el salón de la posada y salió por la puerta principal. El molino quedaba a pocos metros de su casa, funcionando a toda marcha y rechinando como un molino antiguo. Sara pensaba que, en algún momento, la rueda que alimentaba el molino se soltaría y terminaría en el fondo de este.

El molino, de agua y de tamaño modesto, solo servía para moler granos en su interior. En el pasado, también proveía de agua mediante un acueducto, pero la Atarjea superior había dejado de funcionar, y su dueño, el señor Mountainstone, había decidido no repararla. En su lugar, con el tiempo, había desechado los canastos que acompañaban el movimiento de las paletas de la rueda del molino, dejando solo en funcionamiento el mecanismo de molido.

Quizás por el mal estado de la rueda principal o por la falta de interés, al fin y al cabo, las pocas personas y la facilidad para sacar agua del río con apenas una cubeta habían vuelto poco útil esa parte del imponente artilugio.

Sara se deslizó por uno de los lados de la casa junto al molino. Sabía que el señor Mountainstone pasaba de sol a sol en el molino. La casa se veía más bien descuidada y sin limpiar, pero Sara, en alguna ocasión, le había ofrecido limpiar y ordenar cosas. Podría pasar por un lugar abandonado si no fuera por ella. El señor Mountainstone no tenía esposa y, al parecer, nunca la había tenido. En una conversación pasada, le había contado a Sara en confianza que antes de vivir en Ferendi y construir por su cuenta el molino, era mercader y que había recorrido la mayor parte del reino, desde el desierto del este hasta los pantanos del oeste, incluyendo la ciudad costera de las gaviotas y el reino central. El único lugar que nunca había visitado eran las tierras del norte, donde vivían los recelosos maestros forjadores.

Con el paso de los años, el señor Mountainstone había acumulado buenos ingresos comerciando con pieles extrañas de bestias y otros materiales. Sin embargo, cansado de lidiar constantemente con personas, regateando y exigiendo mejores precios, decidió en un arrebato cancelar sus cuentas en el banco del reino y tomar todo lo que tenía para buscar un lugar donde pasar sus últimos días. Conocía Ferendi de una ocasión en que se perdió del camino real y terminó allí. En ese tiempo, el pueblo era aún más pequeño, y pensó que sería un buen lugar para vivir.

Con sus manos y mucha paciencia, contrató trabajadores y compró los materiales necesarios. En asociación con el señor Alvaseda, diseñó los planos del molino y en poco tiempo lo tenía listo. Luego construyó la casa al lado, pensando que en algún momento se casaría y tendría descendencia. Decidió construir una casa grande con varios cuartos. Sin embargo, con el tiempo, esa casa se convirtió en un lugar solitario, ya que ni el propio Mountainstone disfrutaba de pasar más tiempo del necesario entre esas paredes. Tal vez por la tristeza de nunca haberla compartido con una esposa o hijos.

Quizás por esa razón, el señor Mountainstone era tan bueno con Sara. Veía en la niña a una hija que nunca tuvo y, por lo tanto, siempre la trataba con mucho cariño. En ocasiones, incluso no le cobraba y le decía que podría dejar el dinero para gastarlo o guardarlo si quisiera. En esas ocasiones, Sara devolvía el dinero al mismo lugar del cual lo sacaba, pues pensaba que, para alguien como ella, el dinero no representaba ningún interés. Alimento y cobijo eran proporcionados por sus padres, y sus pasatiempos y estudios estaban cubiertos por el señor Alvaseda.

Sara se acercó a la puerta del molino, donde el mecanismo generaba un constante golpeteo rítmico. En el techo, un cilindro de madera reforzado con anillos metálicos giraba, sostenido por varios soportes. Este cilindro terminaba en un engranaje de hierro, que, a su vez, hacía girar otro engranaje dispuesto horizontalmente. De este último, suspendido del techo, descendía otro cilindro de madera de menor diámetro, que finalizaba en la muela de piedra encargada de moler el maíz y otros granos contra otra superficie de piedra. La tolva y la canaleta en forma de embudo contenían los granos que caían en las moliendas de piedra, y a los lados de estas, un aro en forma de canal recogía el producto molido.

Al entrar, Sara se sorprendió al ver que, a pesar de que el molino estaba en movimiento, la muela de piedra que giraba estaba levantada y sin uso. En su lugar, el señor Mountainstone intentaba reparar uno de los soportes del techo que sostenían el mecanismo vertical que hacía girar la muela de piedra.

—Hola, señor Mountainstone. No sería mejor detener el molino antes de hacer eso que está haciendo. Creo que está corriendo un riesgo innecesario —dijo Sara desde el suelo.

—Sara, niña, ¿cómo estás el día de hoy? Me preguntaba si hoy vendrías por aquí o no —respondió Mountainstone. —Tienes razón. Aprovechemos que estás aquí y, si no sería mucha molestia, ¿podrías ayudarme con esto? Te prometo que te haré precio por la ayuda —añadió.

—Claro, dígame usted qué necesita, y con gusto lo haré —respondió Sara mientras cruzaba la puerta.

—Toma la palanca que detiene el molino y sostenla sin detenerlo por completo. Lo que requiero es que gire más lentamente para poder reordenar este maldito soporte que lleva varios días soltándose —explicó Mountainstone desde donde se encontraba.

Como alguien que ya había hecho eso antes, Sara se movió por un lado de la pared derecha, hasta acercarse a la pared opuesta a la entrada. De esta, una palanca de madera pegada a la pared, justo debajo y paralela al cilindro principal, comenzó a jalarla hacia abajo de forma firme y sin dudar. Lentamente, el cilindro principal empezó a girar cada vez más lento a medida que la palanca hacía su recorrido.

—¡Sostenlo justo ahí, Sara niña! Tiene la velocidad perfecta para reparar este soporte —gritó Mountainstone.

—Perfecto, señor Mountainstone. Usted me avisa cuando debo dejar de sostener la palanca —respondió Sara desde el suelo.

Mountainstone se dedicó a reparar el soporte. Utilizando una abrazadera de metal, similar a una pinza circular, sujetó el soporte. Luego, con un martillo, empezó a darle forma de nuevo a la pieza desgastada. Después de un rato, comenzó a meditar mientras observaba el soporte. Sara podía ver toda la faena desde donde estaba, y sostener la palanca no representaba un gran problema. En algún momento, sentía un tirón proveniente del exterior, quizás por la propia fuerza del agua, pero lo contrarrestaba rápidamente.

Después de intentar dar forma a la pieza desgastada del soporte, Mountainstone dejó la abrazadera fijada a la pieza y, con el martillo, golpeó aún más el mecanismo. Una vez terminado su trabajo, gritó desde arriba.

—¡Sara, ya puedes dejar correr el molino con normalidad! —Sara soltó rápidamente la palanca y, como si fuera un látigo, el mecanismo volvió a funcionar rápidamente, tal como lo hacía cuando Sara entró al sitio.

Mountainstone con calma y cuidado comenzó a bajar por uno de los lados de la estructura que sostenía el techo. Una vez en el suelo, se sacudió las manos, suspiró y con la mirada fija en el lugar donde había estado trabajando, hizo una expresión de resignación. Sara pensó que quizá no había logrado resolver completamente el problema.

—¿Todo bien, señor Mountainstone? —preguntó Sara.

—Sí, niña mía. Creo que con el arreglo que hice, puede seguir funcionando alguna temporada más. Solo que esa era la última abrazadera que me quedaba. Si algo del mecanismo se empieza a erosionar, no creo que pueda arreglarlo esta vez sin tener que ir a alguno de los pueblos junto al camino real, lo cual me llevaría días —dijo Mountainstone con aire de desilusión en sus palabras.

—Pero al mal tiempo, buena cara, mi niña. Así que sigamos trabajando mientras este viejo molino, tan viejo como yo, siga funcionando. Entonces, dime, ¿qué te trae el día de hoy a mi humilde molino, querida Sarita? —le dijo Mountainstone a Sara con una sonrisa en el rostro.

—Mi madre manda comprarle algo de maíz molido y café, si aún le queda de la última repartida —dijo Sara.

—Sí, claro. Aún me quedan de ambos granos, y no tienes que esperar, ya que hice una molida hace un rato antes de darme cuenta del desperfecto. Sobre la mesa puse un poco de lo que logré moler de ambas cosas. Revísalo y dime si con esas cantidades crees que está bien o si no para ponerme a moler más —respondió Mountainstone al tiempo que gesticulaba con su brazo en dirección a la mesa.

Sara se acercó a la mesa donde Mountainstone acostumbraba a poner en varios tazones grandes lo que había molido ese día. Observó que no había traído nada para llevarse los granos molidos y, consciente de su error, visualizó dos tarros de madera a un lado.

—¿Me prestaría estos dos tarros para llevar el maíz y el café? Prometo cuidarlos y traerlos más tarde —dijo Sara con un tono de vergüenza.

—Claro, niña. Toma lo que necesites. Igual no los estoy ocupando por ahora. Llévatelos con confianza —respondió Mountainstone.

Sara tomó ambos recipientes, les quitó la tapa de madera y comenzó a rellenarlos. Una vez había llenado ambos, los tapó, los puso en el suelo junto a ella y sacó el dinero que había tomado de su casa. Lo colocó a un lado sobre unos papeles que tenía Mountainstone en la mesa, junto con más monedas. Sara estaba segura de que algunas de esas monedas eran las que ella misma le había traído como pago en días anteriores; el señor Mountainstone era tan despreocupado que de seguro ni había reparado en el pago sobre la mesa. Sara tomó todas las monedas y las metió en una pequeña forja y dejó todo sobre la mesa al lado de los papeles.

Sara tomó ambos recipientes ya listos, puso uno en cada brazo y con ritmo rápido y ágil se dirigió hacia la puerta.

—Gracias por todo, señor Mountainstone. Le dejé el pago en la mesa junto a los papeles que tiene allí. Recuerde recoger el dinero, ya que hay otros pagos ahí tirados también. Luego le traigo los recipientes. Cuídese mucho —dijo Sara mientras salía del lugar.

—Gracias por la ayuda, niña. Cuídate y dile a tu madre que en la noche voy por un poco de sopa y una cerveza. Que no le ponga mucho condimento a mi porción, por favor —dijo Mountainstone desde dentro.

Sara regresó a la casa, cruzando el umbral de la puerta de la cocina. Colocó con cuidado los dos recipientes sellados sobre la mesa, donde la luz tenue del día se filtraba por la ventana, iluminando su contenido. Después de dejar los granos en la cocina, se dirigió hacia la puerta opuesta que conducía al patio trasero de la posada, donde su madre se ocupaba del huerto.

Al salir, Sara encontró a su madre inmersa en la tarea de revisar las plantas y cosechar los vegetales maduros.

— Hola, madre. Ya he hecho lo que me pediste y estoy lista para ayudarte en lo que necesites — anunció Sara con una sonrisa mientras se acercaba.

— Gracias por ocuparte de eso, hija. Ahora, ayúdame a recoger algunos vegetales para la comida de la tarde. Después, si quieres, puedo preparar unos panecillos con el maíz que trajiste y reservar algo para la sopa de esta noche — respondió la madre de Sara con calidez.

— Gracias, madre. Suena como un plan maravilloso — expresó Sara con entusiasmo.

Madre e hija se sumergieron en la tarea, con Sara siguiendo de cerca a su madre, sosteniendo un canasto donde los vegetales frescos eran cuidadosamente depositados. La meticulosidad con la que la madre trabajaba en el huerto era admirable. Examinaba cada planta con atención, tomaba cada fruto entre sus manos y evaluaba minuciosamente su madurez. En ocasiones, seleccionaba uno, lo retiraba delicadamente de la planta y lo depositaba con cuidado en el canasto que Sara sostenía en sus manos. La conexión entre ambas era palpable mientras compartían este momento de cosecha.

Así pasaron un rato repasando el huerto completo, organizado en hileras con diferentes tipos de plantas. Cada una estaba destinada a un propósito específico: papas, tomates, cebollas, limones y otros frutos se distribuían ordenadamente.

— Bueno, creo que con esto tenemos suficiente para el día de hoy. Hay algunos insectos rondando por las plantas de la esquina; debemos limpiar la parte exterior del huerto para evitar que una plaga lo arruine. Tendremos que hacerlo tú y yo mañana, porque tu padre seguramente estará demasiado cansado para ayudarme con eso. Así que nada de levantarse tarde mañana, ¿entendiste? — advirtió la madre a Sara mientras se ponía de pie.

— Está bien, madre, no te preocupes. Con gusto te ayudaré — respondió Sara con determinación.

Madre e hija llevaron la cosecha a la cocina. Al entrar, Sara movió algunos recipientes de la mesa principal. La madre, que llevaba el canasto en sus manos, lo depositó sobre la mesa. Luego comenzó a sacar las verduras y a organizarlas. La cocina era una estancia acogedora, con una gran mesa rodeada por estantes y una cocina alimentada por leña. En un rincón se encontraba un pilón donde se podía depositar agua para lavar utensilios y alimentos.

— Sara, hija, por favor, toma ambas cubetas y llena el lavatorio con una de ellas para poder lavar y limpiar todo lo que necesitamos para la cena de hoy. Luego, por favor, comienza a lavar estas verduras mientras yo preparo el fuego y los condimentos. Mientras tanto, ve al río, y yo sacaré de la despensa lo que necesitamos — indicó la madre con ternura.

— Está bien, madre, lo haré de inmediato — respondió Sara, preparándose para comenzar las tareas encomendadas.

Sara tomó las dos cubetas de madera lisa y salió por la puerta trasera de la casa, dirigiéndose al río. La distancia hasta el agua era tan corta que la tarea no le llevaría más que unos minutos entre rellenar y llevar ambas cubetas. Había aprendido la lección de no intentar llevarlas juntas, como le sucedió una vez al querer hacer la tarea rápido por pereza. Era preferible hacer dos viajes que arriesgarse a tirar el contenido y enfadar a su madre por descuidos.

En aquella ocasión, al intentar apresurarse para completar rápidamente la tarea asignada, terminó en el suelo completamente empapada de pies a cabeza. Además de sufrir un golpe en las sentaderas, tuvo que pedir ayuda a su madre para poder ponerse de pie, lo que resultó en una reprimenda de parte de ella. Los efectos no se limitaron al dolor físico, ya que también tuvo que lidiar con un resfriado posterior y se vio obligada a tomarse un día de reposo debido a los golpes sufridos, enseñándole la lección de que a veces la prisa puede llevar a consecuencias no deseadas.

Cuando entró a la cocina en el primer viaje, su madre aún estaba frente a los estantes, sacando botellitas de vidrio donde guardaba condimentos y otros elementos para cocinar. Sara conocía algunos de ellos y estaba aprendiendo a utilizar otros. Al regresar del segundo viaje con la última cubeta de agua entre sus manos, su madre ya se había adelantado y la pileta estaba rellena. Sin decir palabra ni hacer gesto alguno, Sara puso la segunda cubeta junto a la cocina y depositó los vegetales en la amplia pileta.

Su madre tenía lista la madera para avivar las llamas de la cocina de leña, una construcción rústica empotrada en la pared, hecha de madera, hierro y barro. Sobre la encimera descansaba una enorme olla, capaz de contener una gran cantidad de alimentos, propia de lugares como posadas o entornos donde se alimentaba a mucha gente. Sobre la cocina, una chimenea llevaba el humo fuera de la estancia. En un lateral, a la altura del techo, trozos de carne seca envueltos en sal y hojas colgaban de ganchos, completando la atmósfera de la cocina.

La madre de Sara se encontraba en cuclillas, depositando cuidadosamente madera seca en la caja de fuego y ceniza de la cocina. Una vez alistado el suficiente combustible, tomó una piedra y la frotó contra una de las paredes del cajón interno, haciendo brotar chispas que encendieron la madera. Con la maestría de quien domina el arte de este tipo de artilugios, la madre de Sara comenzó a soplar suavemente donde se estaban formando las primeras llamas. Cuando el fuego cobraba vida, cerró la puerta del cajón y se puso en pie. Con habilidad, tomó la cubeta que Sara había traído y llenó la gran olla con agua. Luego, seleccionó unos trozos de carne seca que descansaban sobre la cocina, los limpió y los incorporó a la olla.

Mientras su madre realizaba estas tareas, Sara, uno a uno, comenzó a lavar cada uno de los vegetales con calma y cuidado. Una vez que terminaba de lavar uno, lo depositaba en un pequeño canasto que tenía al lado, que su madre le había dado momentos antes mientras llevaba a cabo su labor. Como dos personas sincronizadas por el costumbrismo, el silencio y el sonido de las acciones de ambas llenaban la estancia.

Mientras Sara continuaba lavando los vegetales, su madre pasaba junto a ella y tomaba algunos ya listos. Aunque Sara no la veía, estaba de espaldas a ella, podía escuchar cómo su madre empezaba a picar uno a uno cada vegetal. Después de un tiempo, Sara, habiendo completado su labor, recogió los vegetales y los dispuso sobre la gran mesa. Se posicionó en el lado opuesto a la misma, donde una tabla y un cuchillo la esperaban listos para que comenzara a picar junto a su madre.

Ambas, inmersas en su trabajo rítmico, continuaron así durante un rato. De vez en cuando, Sara levantaba la vista para comprobar si su madre necesitaba algo. Con el tiempo, habían aprendido a usar gestos en lugar de la voz para comunicarse sin interrumpir la tarea. Al no notar ninguna señal, volvía a concentrarse en su trabajo.

En un momento, mientras madre e hija intercambiaban miradas cómplices, se dedicaron una sonrisa. La madre de Sara, mientras esperaba más vegetales picados para agregar a la olla, desvió la mirada hacia la ventana que daba al extenso bosque de Graunor. Como quien desea entablar una conversación y romper el silencio que se había instalado en la estancia, le dijo a su hija:

— ¿Sabías que cuando estaba embarazada de ti, me perdí en el bosque y estuve cara a cara con el gran Graunor? —

Sara, como quien emerge de sus pensamientos, levantó la mirada hacia su madre.

— Sí, madre, me lo has contado varias veces, y sabes que es una de mis historias favoritas. ¿Me la contarías de nuevo, por favor? Nunca me canso de escucharla — respondió Sara con emoción en su mirada.

La madre de Sara, con un tono nostálgico en su voz, comenzó su relato:

— Tu padre y yo llevábamos poco tiempo de haber llegado —comenzó a narrar—. La casa y la posada no eran lo que son hoy día; apenas si era una casucha con un par de habitaciones y el salón. Yo llevaba poco de haberme casado con tu padre y apenas comenzaba a notarse mi barriga. Tu padre ya había vivido más tiempo aquí; él había abandonado su trabajo como mercenario, yo era nueva y no me había advertido aún de los peligros de aventurarme al bosque. Siempre me pareció curioso por qué tanto tu padre como los vecinos nunca tocaban los árboles del gran bosque. Siempre traían la madera del otro lado del río —.

Su madre hizo una breve pausa en su relato para agarrar otro vegetal y comenzar a picarlo. Mientras llevaba a cabo esta tarea, prosiguió con el relato.

— Un día, mientras tu padre trabajaba en la casa, decidí ayudar buscando madera para el fuego. Me sentía bastante aburrida y nunca he sido de estar quieta descansando, así que tomé un par de cuerdas y caminé al bosque en busca de ramas y madera seca para el fuego. No me había adentrado mucho; aún se lograba divisar la casa desde donde estaba. Estando allí dentro, sentía como si algo me vigilase. Como quien no sabe lo que está pasando, yo seguía tranquila, tomando ramas secas de aquí y allá. En un momento, sentí como si el aire a mi alrededor comenzase a moverse; el viento provenía de todas partes y ninguna. Admito que me asusté en ese momento, ya que entre tanto árbol era imposible que el viento llegase de cualquier parte con tanta fuerza. En un momento incluso me desequilibré y casi me caí al suelo. Estaba mirando hacia abajo y solo pude sostenerme de un árbol que había a un lado. Sentí algo a un lado, como si aquello que me miraba de pronto a otro se sintiese proveniente de una sola dirección. Cuando levanté mi mirada hacia el sitio, allí estaba, sobre un tronco gigante que impedía ver más allá —

La madre de Sara, como quien suspira y se queda sin aire por algo que recordó, detuvo momentáneamente su relato, luego de respirar, continuó narrando su historia.

— Era inmenso, su tamaño hacía parecer el tronco gigantesco sobre el cual estaba como el tronco de un árbol cualquiera. Estaba a pocos pasos de mí, sobre el mismo, podía ver cada parte de su pelaje, majestuoso de un blanco brillante con bellas rayas negras y doradas. Se parecía a esos grandes tigres de los cuentos del norte, pero al mismo tiempo me recordaba a un gato montés. Sus grandes ojos amarillos me miraban fijamente. No pude sentir terror al verlo, y por instinto me hice hacia atrás y caí sentada. Graunor bajó de un salto del árbol; lo tenía a menos de diez pasos de mí. Era más alto que yo de pie, estirando mi brazo hacia arriba —la madre de Sara levantó un brazo casi alcanzando el techo—. Creo que casi como este techo de alto era —dijo la madre.

Sara escuchaba atentamente, imaginando cada detalle de la experiencia de su madre.

—- Y ¿cómo te sentiste en ese momento? —preguntó Sara con entusiasmo e interés en la historia, tal y como si fuera la primera vez que la escuchaba, aunque no fuera así.

—- Yo estaba aterrada, no podía correr ni gritar, estaba paralizada, sentí tanto miedo como nunca en la vida lo había tenido. Graunor se acercó lentamente sin titubear ni distraerse, no apartaba su mirada de mí. De un pronto a otro ya lo tenía tan cerca como estás ahora, su cabeza era tan grande que no podría abrazar ni su hocico si extendía mis manos. Graunor se acercó y me olfateó, luego acercó su nariz a mi barriga mientras seguía olfateando, como si se diera cuenta de que tú estabas allí. Contra toda lógica, mientras yo esperaba morir en ese sitio, él solo se alejó lentamente sin darme la espalda. Con una de sus patas golpeó el suelo, desperdigando las ramas que había recogido, y con su hocico, como en un gesto de desaprobación, bufó hacia el suelo en dirección a la casa. Luego se dio la vuelta, saltó sobre el tronco donde estaba cuando lo vi y, en ese momento, rugió fuertemente en dirección al cielo. Todo el suelo y el bosque se estremecieron, sentí como mis huesos se helaban con el sonido recorriendo cada centímetro de mi cuerpo. Después de rugir, Graunor se perdió en el bosque. Yo solo me puse de pie y corrí hacia la casa. Tu padre, como quien preveía lo que había pasado, corría en mi dirección junto a los vecinos. Yo solo pude llegar a sus brazos y desvanecerme de la impresión. Entre tus padres y los vecinos me llevaron cargada a la casa.

Sara observaba a su madre con atención, mostrando asombro y sorpresa mientras intentaba imaginar estar frente a tan majestuosa criatura. Al mismo tiempo, dejó escapar un suspiro de asombro. La madre de Sara continuó relatando:

— Luego, cuando desperté, tu padre estaba ahí, asustado, no se explicaba cómo era posible que yo siguiese con vida. Con el paso del tiempo, nos llegaron a contar que en las leyendas antiguas, donde se relataban los infructuosos intentos de entrar al bosque, había relatos o mitos que supuestamente afirmaban que Graunor no mataba ni atacaba a niños y mujeres embarazadas. Se decía que niños que habían entrado en un lado del bosque, después de días y meses perdidos, eran encontrados en otro lado sin rasguños ni heridas y sin recuerdos de lo que había pasado. Yo quise pensar, y es lo que siento después de lo que pasé, que Graunor tan solo me perdonó la vida porque era la primera vez que visitaba estas tierras y desconocía sus terrenos. Al sentir que tú, mi querida y amada hija, estabas dentro de mí, quiso darme la oportunidad de salir con vida de allí. No creo que Graunor sea una deidad mala ni despiadada, solo quiere preservar este majestuoso lugar intacto y libre de la mano codiciosa de los hombres. Siempre le estaré agradecida por perdonarme la vida y por permitirme llegar a verte nacer y criarte.

Sara escuchaba con atención, sintiendo una mezcla de asombro y cariño hacia su madre. La historia de Graunor era una de sus favoritas, y escucharla de nuevo siempre le generaba una sensación especial.

Sara notó cómo la emoción iluminaba los ojos de su madre, y ella misma se ruborizó un poco al escucharla. —Graunor es una deidad muy hermosa, es curioso que eligiese un felino como su forma material, es algo que nunca he comprendido —comentó la madre de Sara. —Y bueno, esa es la historia de cómo la descuidada de tu madre casi muere por invadir los territorios de una de las deidades que aún habitan este mundo —añadió mientras se frotaba las manos en su delantal. —Pero dejemos de recordar viejas historias y volvamos al trabajo —dijo, dándose la vuelta para revisar el fuego. —Yo creo que con la ayuda que me has dado hasta ahora es suficiente. Mientras yo le alisto el almuerzo a tu padre para que se lo lleves, ve y cámbiate y prepárate para ir a las tierras del señor Alvaseda. Yo terminaré de alistar la cena mientras tú y tu padre vuelven más tarde—

Sara dejó lo que estaba haciendo, asegurándose de que los vegetales picados estuvieran correctamente depositados en la taza frente a ella, y se sacudió las manos. —Está bien, madre. Subiré a alistarme e iré a llevarle el almuerzo a padre. Gracias por volverme a hablar de Graunor, sería genial llegarle a ver alguna vez —comentó Sara con una chispa de emoción en sus ojos. —No digas esas cosas, niña. Evita acercarte al bosque; la suerte no creo que sea algo de lo que podamos tirar cuando se trata de las deidades —respondió la madre con una mezcla de preocupación y firmeza en su tono.

Sara, absorta en la emoción de la historia de Graunor, asintió sin prestar mucha atención a las precauciones de su madre. Dejó la cocina con paso rápido, sintiendo una energía revitalizada después de la narración de su madre. Subió corriendo las escaleras hasta su habitación y se dirigió directamente a su armario. Sacó un hermoso vestido verde que le encantaba, junto con unos calcetines y unas botas que descansaban en una esquina.

Con agilidad y determinación, se cambió rápidamente y, antes de salir de la habitación, tomó una pequeña cuerda para hacerse una coleta en el pelo. Listo y llena de entusiasmo, salió de su habitación dispuesta a enfrentar las tareas que le esperaban, empezando por llevarle el almuerzo a su padre en la finca del señor Alvaseda. La historia de Graunor resonaba en su mente, y la idea de aventurarse hacia el bosque le daba un toque de intriga a su día.

Bajó al salón donde su madre estaba ocupada preparando tasas con tapas de madera y colocándolas en una alforja pequeña. Al llegar a la cocina, su madre le habló, —Aquí está la comida para tu padre, también puse algo para ti—. Sara asintió agradecida mientras su madre le advertía, —Ve rápido y no te detengas, mira que a pesar de que no sean los terrenos de Graunor, el otro lado del río tampoco es un lugar libre de riesgos—.

Sara, con una mezcla de determinación y emoción, respondió, —Está bien madre, no te preocupes tanto, iré a toda prisa. Quiero ver cuánto puedo reducir el tiempo que duré llegando donde padre esta vez—. Tomó la alforja y se la colgó sobre el hombro, luego le dio un beso a su madre antes de salir a toda prisa de la cocina. Cruzó el salón y salió por la puerta principal, lista para cumplir la tarea que su madre le estaba encomendando.

Capitulo 3

Sara salió apresurada por la puerta principal, ajustando la alforja para que no le molestara al correr. El sol brillaba en el cielo, y el suave murmullo del molino del señor Mountainstone marcaba el compás de la vida cotidiana en el pueblo.

Mientras corría, sintió la brisa fresca acariciar su rostro y el crujir de las hojas bajo sus botas. No pudo evitar saludar al señor Mountainstone, quien, absorto en su trabajo, apenas levantó la mirada, pero le dedicó una sonrisa amistosa. Desde fuera, Sara gritó con energía: —¡Adiós, señor Mountainstone! Voy al trabajo de mi padre. Lo veré en la noche, como de costumbre—.

A medida que se alejaba, el sonido del molino quedó atrás, y Sara sintió la emoción de la carrera y la libertad. No obstante, desde el interior del molino, llegó una voz apenas audible, como un susurro arrastrado por el viento. —Ten cuidado y no te desvíes—, gritó el señor Mountainstone, preocupado por la seguridad de la joven mientras emprendía su camino hacia el trabajo de su padre.

Al salir del pueblo y cruzar el pintoresco puente, el camino se bifurcó a pocos metros de distancia. La elección estaba frente a Sara: el camino de la izquierda se extendía más allá de la vista, mientras que el de la derecha se serpenteaba y se perdía a lo lejos. Sin dudarlo, Sara optó por el camino de la derecha, el que la llevaría hacia las tierras del señor Alvaseda.

Sara se movía con gracia y rapidez, sus cabellos dorados ondeaban en el aire como una melena al viento. Si alguien la hubiera observado desde la lejanía, solo habría visto esa figura enérgica, imbuida de un espíritu libre, corriendo por el camino con determinación y vitalidad.

El sol radiante acariciaba suavemente el camino y el bosque , pintando de tonos dorados los campos que se extendían a ambos lados del camino. Sara avanzaba con paso ligero, sumergida en la simplicidad de la naturaleza que la rodeaba. A lo lejos, el murmullo del río acompañaba sus pensamientos mientras se dirigía hacia las tierras del señor Alvaseda.

Las aves danzaban en el cielo, y el suave susurro de las hojas en los árboles se unía a la melodía de la naturaleza. A medida que avanzaba, el camino se volvía un túnel verde, con árboles que se arqueaban formando una especie de dosel natural. Un fresco aroma a hierbas y tierra mojada llenaba el aire, alimentando sus sentidos mientras recorría la ruta ya familiar para ella.

Sara disfrutaba de cada paso, sintiéndose conectada con la tierra y el entorno que la rodeaba. Las risas de los arroyos cercanos y el suave murmullo del viento entre las hojas formaban una sinfonía única que le recordaba la belleza simple pero asombrosa de la vida en el campo. Con cada zancada, la joven se sumergía más en ese idílico paisaje, dejando que el camino la guiara hacia su destino.

El sol comenzaba a descender en el cielo, arrojando sombras largas sobre el sendero. Aunque Sara tenía prisa por llegar a la finca, se permitió disfrutar del viaje, absorbiendo la energía revitalizante de la naturaleza que la rodeaba. Con el viento acariciando su rostro y la promesa de un atardecer sereno, avanzaba con determinación y gratitud por la belleza que la envolvía.

Sara se detuvo abruptamente, sorprendida por un repentino alboroto entre la maleza que había dejado atrás. Los pájaros alzaron el vuelo en un frenesí de alas batientes, creando un bullicio repentino en el tranquilo paisaje. Una extraña sensación de ser observada la invadió, como si unos ojos invisibles la miraran desde la espesura del bosque.

Con cautela, la joven se agachó ligeramente y aguzó su percepción. Escuchó atentamente, esperando captar cualquier sonido fuera de lo común entre el susurro del viento y los lejanos trinos de los pájaros. Sin embargo, aparte de la armonía natural que llenaba el aire, no logró identificar ninguna presencia inusual.

Respirando profundamente, Sara descartó la sensación como un capricho momentáneo de su imaginación. Sacudiendo la cabeza, decidió no darle más importancia y reanudó su carrera hacia donde su padre la esperaba con el almuerzo. Con cada zancada, dejó atrás el lugar misterioso, dispuesta a compartir la comida con su padre y olvidar momentáneamente la extraña sensación que la había detenido en su camino.

Continuó su trayecto, y el camino que la conducía a la casa del señor Alvaseda se tornó más desigual. Este sendero se había moldeado con el paso del tiempo, con tierra y barro endurecido por el tránsito constante de caballos y carretas. Distanciándose del río principal, el camino ascendía por varias laderas, flanqueado por altos árboles frondosos que custodiaban el sendero.

A medida que se acercaba a la casa del señor Alvaseda, el paisaje cambiaba gradualmente. El frondoso follaje descendía en tono y densidad, dando paso a tierras abiertas repletas de campos y sembradíos. Antes de llegar a la residencia del señor Alvaseda, el camino ascendía ligeramente una colina, descendía y giraba abruptamente a la derecha, culminando en la entrada principal del lugar. Un arco de madera sobre el camino marcaba el inicio de las tierras de su amo, un símbolo tangible de la transición entre los densos bosques y las extensas tierras cultivadas.

La residencia del señor Alvaseda se erigía al final del camino, una imponente estructura que se destacaba entre algunas cuarterías y casas dispersas por sus tierras. En comparación con Ferendi, las tierras del señor Alvaseda parecían más bulliciosas y activas. El camino principal continuaba su curso y se perdía en la distancia, llevando consigo secretos y destinos desconocidos para Sara. Nunca se aventuró más allá, pero el señor Alvaseda le había revelado que, a unos días a caballo, se encontraba un poblado más grande con el cual realizaba intercambios comerciales de sus cosechas y otros productos.

Los campos del señor Alvaseda se extendían con sembradíos de maíz y otros productos agrícolas. Con el objetivo de ahorrar tiempo, Sara optó por no dirigirse directamente a la entrada principal. Con agilidad, saltó a un lado del camino, subió un pequeño trecho y entró al campo desde un lateral. Desde su posición elevada, tenía una vista panorámica de los vastos sembradíos. La escena le parecía siempre hermosa, con campos rodeados de bosques que coexistían en armonía. Mientras observaba, varios peones trabajaban la tierra, arando y recolectando la cosecha con dedicación.

A la distancia, Sara logró divisar a su padre, quien se encontraba laborando con el arado. Protegido del sol por un sombrero de paja, él tiraba de las riendas de un caballo que arrastraba el arado a lo largo del terreno. Tras el paso del caballo, se formaban surcos en la tierra arada. Su padre, un hombre alto y corpulento, destacaba en el paisaje con su piel curtida por el sol y sus brazos fuertes, evidenciando su laboriosa jornada.

Su padre, con una destreza adquirida por años de experiencia, guiaba al caballo con precisión, asegurándose de que los surcos quedaran perfectos. La conexión entre el hombre y el animal era evidente en la armonía de sus movimientos. A pesar del esfuerzo, una expresión de satisfacción se reflejaba en el rostro del padre de Sara.

Sara, al verlo, corrió deslizándose por la colina. Rápidamente subió por la ladera y entró al campo. Sin demora, alcanzó a su padre. —¡Hola, padre! Madre me envía con el almuerzo. Espero que tengas hambre porque está muy bueno—, anunció con entusiasmo. El padre de Sara se sobresaltó al verla allí, y como quien recobra la compostura, dibujó una sonrisa al verla.

—Hola, hija hermosa. ¡Qué dicha que has venido! Gracias por traer el almuerzo; estoy tan hambriento que devoraría a este viejo caballo—, respondió el padre de Sara mientras soltaba una carcajada enorme. Sara adoraba la risa contagiosa de su padre y, contagiada por esta, comenzó a reír junto a él. Aunque el chiste de su padre le pareció algo bobo, no podía evitar compartir esas risas con él cada vez que soltaba una carcajada tan llena de fuerza y alegría. La complicidad entre padre e hija se reflejaba en esos momentos de risas compartidas.

—Llevemos este viejo caballo a la sombra para que descanse un poco, que también lo merece —dijo el padre de Sara. Tomando los estribos, los soltó y sacó al animal del arado. Dócil y cooperativo, el caballo apenas hizo gesto alguno cuando el padre de Sara lo jaló para llevarlo. Soltándolo un momento, caminó hacia su hija, le dio una palmada en el hombro.

—Dame esa forja, hija, yo la llevaré —tomó la forja del brazo de Sara, se la puso sobre el hombro y, sin que Sara se diera cuenta, rápidamente la tomó de los hombros. Con agilidad y gritando efusivamente, le dijo: —Pues bueno, muchacha, tú vas sobre este viejo caballo.

Sara se espantó por un momento, pero rápidamente sintió el abrazo paternal y se dejó sujetar por su padre. Con facilidad, como quien toma una liviana hoja de un árbol, el padre de Sara la subió a lomos del caballo. Siendo sujetada por su padre, Sara sentía como si un gigante le tomase suavemente. Su padre alto y enorme, con sus grandes manos hacían parecer a Sara una pequeña y delicada muñeca.

Luego, ambos comenzaron a dirigirse a un lado del campo. Mientras se alejaban hacia la sombra de un inmenso roble, el padre de Sara silbó e hizo señas a otros trabajadores. Estos, al percibir la señal, dejaron sus tareas y se alejaron. Sara asumió que todos tomarían un merecido descanso y aprovecharían para comer algo, siguiendo el ejemplo de su padre.

Bajo la sombra fresca del roble, Sara se deslizó ágilmente del caballo, dándole unas palmaditas reconfortantes en el lomo antes de liberarlo. Agradeció al noble animal por su trabajo mientras su padre lo llevaba a un lado donde había arbustos, amarrándolo a un tronco cercano. Rápidamente, el caballo comenzó a masticar las hojas de un arbusto y el fresco follaje que estaba debajo, disfrutando de su merecido descanso.

Mientras tanto, padre e hija se sentaron bajo el enorme árbol, cobijados por su majestuosa sombra. Desde lejos, podrían pasar desapercibidos. Sara nunca se acostumbraba al tamaño colosal de tan hermoso árbol. Con el tiempo, llegó a disfrutar esperar a su padre bajo esa sombra frondosa, deleitándose con el suave susurro del viento al mecer las ramas. En días de viento más fuerte, podía escuchar cómo el árbol se balanceaba armoniosamente, y a Sara le parecía casi imposible imaginar que alguien pudiera darle la vuelta al tronco sin perderse fácilmente de vista.

Sara y su padre tomaron los recipientes de madera; él le pasó uno a ella, y él tomó el otro. Ambos empezaron a comer en silencio, acompañados por el susurro de la naturaleza. El viento jugueteaba entre las hojas y el caballo, con su constante masticar, añadía un ritmo tranquilo al entorno.

El padre de Sara, tras un bocado, rompió el silencio con un suspiro de satisfacción. —Tu madre siempre prepara la mejor comida. No hay nada como un buen almuerzo después de una mañana de trabajo —.

—Ha estado duro el trabajo del día de hoy, padre —preguntó Sara a su padre.

—No tanto, hija mía —respondió su padre con una sonrisa tranquilizadora—. Estamos en periodo de arar la tierra para la próxima siembra. Algunos de los cultivos que ya se han cosechado están listos para su molienda, y el señor Alvaseda quedó de venir con nosotros al atardecer. Planea quedarse hoy en la posada y aprovechar para poner a trabajar el molino a toda máquina.

Sara asintió, procesando la información.

—Será interesante tener al señor Alvaseda en casa. Espero que la molienda y el trabajo en el molino vayan sin problema y de paso escuchar las historias del señor Alvaseda que me encantan tanto—.

Su padre asintió con aprobación.

—Seguro que sí. Será un buen momento para discutir los planes para la próxima temporada y coordinar con el señor Alvaseda. Cuando terminemos de comer y descansar un rato, puedes ir a la casa del señor Alvaseda. Su esposa preguntó efusivamente por ti; lleva días sin verte y estará muy feliz de saber que estás aquí. Aprovecha el tiempo y, de paso, no olvides agradecer todo lo que han hecho por ti —le dijo su padre.

—Claro, padre, así lo haré. Estoy ansiosa por ir a saludarla y saber qué querrá de mí la señora Alvaseda —respondió Sara a su padre.

Ambos continuaron su almuerzo. Mientras comían, el padre de Sara contaba bromas a su hija, como la vez en que uno de los trabajadores se había caído sobre los desperdicios de los caballos al tropezar por no prestar atención a por dónde iba. Sara, emocionada y entre risas, no pudo evitar soltar algo de comida por la sorpresa. Ambos, sorprendidos por lo ocurrido y por la anécdota, empezaron a reír efusivamente.

Pasado un momento, Sara, como quien recuerda parte de la anécdota de su madre sobre Graunor, recordó un detalle que la llevó a preguntar algo a su padre.

—Padre, madre me contó que antes de que ella y tú llegaran a Ferendi, eras un mercenario. Recuerdo que una vez me contabas cómo vivías tu vida yendo y viniendo de un lado al otro del reino. Siempre me he preguntado, cuando escucho esas aventuras y con la energía que las cuentas, ¿por qué abandonaste esa vida tan emocionante para venir a vivir a un sitio tan aburrido y alejado de toda civilización?

El padre de Sara, sorprendido por la pregunta inesperada, cambió momentáneamente su semblante. Adoptó una actitud seria y, con un tono de voz solemne, respondió a su hija.

—Nunca he renegado de mi vida, querida hija. Antes era un soldado al servicio de quien tuviese el dinero para pagar mis servicios. He vivido mucha violencia, sangre y sufrimiento. Vivía absorto por la aventura y la riqueza. Era reconocido en todos los lugares; mi nombre era recordado por mis amigos y adversarios. Pero llegó el día en que conocí a tu madre. Era lo más hermoso que había visto nunca. Ella en poco tiempo se robó mi corazón. Todo cuanto quería y en quien pensaba era en ella. Con perspicacia, o como quien cree tenerla, la conquisté, pero siempre he pensado que el conquistado fui yo. Al poco tiempo nos casamos, y ella me acompañó en mis viajes, pero no había pasado mucho antes de que ella quedara embarazada.

El padre de Sara detuvo su relato por un instante, tomó un sorbo de su bebida y continuó relatando con una mezcla de nostalgia y sinceridad en su voz.

—Cuando tu madre me dijo que estaba embarazada, no sentí alegría en ese momento. Admito que lo que sentí fue terror, pero no por tener que hacerme responsable de un bebé y tu madre; eso era algo hermoso. Lo que me aterró fue comenzar una familia en esas circunstancias. ¿Qué futuro podría tener un bebé entre espadas, caminos interminables y sangre? No quería empezar una familia así. La respuesta a la pregunta de por qué dejé esa vida eres tú. Ninguna aventura se compara con la mayor de las aventuras que ha sido elegir venir a Ferendi y cuidar de tu madre y de ti. De esos tiempos, lo único que queda ahora es esa vieja espada que se encuentra oculta en la posada, y espero nunca tener que sacarla de allí. Conocí Ferendi por un trabajo que había hecho en el pasado para unos lores del este, y al enterarme del estado de tu madre, decidí dejarlo todo y venir aquí. Luego la traje a ella, y al poco tiempo, viniste al mundo. Viniste a mejorar nuestros mundos.

Sara se ruborizó al escuchar a su padre decir esto. Mientras veía la ternura en la mirada de su padre, ambos intercambiaron un abrazo, un gesto que expresaba más que palabras todo el amor y la gratitud que sentían el uno por el otro.

El caballo, absorto en su descanso, alzaba la cabeza de vez en cuando en dirección a los dos; al no ver movimiento, volvía rápidamente a su comida. El tiempo pasaba, y padre e hija seguían compartiendo. Al darse cuenta de que ya había pasado mucho tiempo de descanso, el padre de Sara se puso en pie. El caballo ya había terminado de saquear un par de arbustos y el follaje bajo ellos; empezaba a hacer lo mismo con uno cercano cuando el padre de Sara lo desató y lo acercó a él para volver al trabajo. Como si estuviera distraído de su actividad, el caballo tan solo se dignó a seguir a su amo dócilmente.

Mientras su padre hacía esto, Sara acomodaba los recipientes en la forja, limpiaba un poco donde su padre y ella habían estado y tiraba los restos de la comida cerca de las raíces del gran roble. Habiendo terminado, se volteó en dirección a su padre y ambos comenzaron a dirigirse al campo para continuar la jornada.

—Iré en este momento donde la señora Alvaseda si no me requieres para algo más, querido padre—. Le dijo Sara a su padre. —No hija querida, puedes ir y pasar tiempo con la señora Alvaseda, yo continuaré con el arado de esta tierra. Más tarde iré cuando sea tiempo de volver a casa. Espero que tu madre haya preparado bastante comida el día de hoy— le dijo su padre a Sara.

—Sí. Se notaba que estaba preparando una gran cena, incluso le ayudé un poco. Con seguridad nos sorprenderá, ya sabes que madre es muy buena en la cocina y siempre nos deleita con sus comidas— le dijo Sara a su padre mientras se alejaba.

Sara se alejó de su padre por uno de los costados del campo y luego tomó uno de los senderos paralelos, el cual dividía el campo. A un lado, la tierra estaba siendo arada por su padre, mientras que, al otro, los obreros recogían la cosecha de otros sembradíos. Sara saludó a los obreros mientras corría por el camino, y ellos, al verla pasar, agitaron sus sombreros y le saludaron con alegría. Sara y su padre eran muy queridos por todos en ese lugar.

Desde que el señor Alvaseda había tomado a Sara como su protegida y había nombrado a su padre como capataz, los obreros habían desarrollado un gran cariño y aprecio por ambos. El padre de Sara, aunque enérgico y trabajador, mostraba dulzura y alegría al tratar con su hija, y extendía esa misma bondad a los demás.

Todos en ese lugar la respetaban mucho, incluso bromeaban diciendo que Sara no era hija de su padre, sino la heredera de los Alvaseda. Estos momentos de risas y bromas eran comunes en los días que pasaban en las tierras del señor Alvaseda, y tanto Sara como su padre disfrutaban enormemente de esa camaradería.

El señor Alvaseda, con el paso del tiempo, había delegado todo lo relacionado con las cosechas y su almacenamiento al padre de Sara. Decía que era un hombre responsable que inspiraba respeto. Poco tiempo le tomó aprender todo lo necesario sobre el cuidado de los campos. Aunque podría dedicarse solo a dirigir a los obreros desde la sombra, era un hombre trabajador y dedicado, participando en las labores del campo junto a los demás, sin importar si era una tarea difícil o laboriosa. Esta actitud le había ganado el respeto y aprecio de los demás obreros.

Sara llegó a la casa de los Alvaseda por la parte posterior. La residencia era impresionante y enorme, con tres pisos majestuosos. En el primero, se encontraban salones y la cocina que adornaban la planta. En los pisos superiores, había cuartos destinados para la servidumbre, así como las habitaciones y salas de estar de la pareja. A unos metros al lado de la casa, se hallaban las cuarterías para los obreros. Allí acostumbraban a descansar y alimentarse en el amplio comedor de la casa principal.

Para su tamaño, la casa no estaba muy poblada en realidad. Unas cuantas empleadas encargadas de la cocina y la limpieza eran las únicas habitantes del lugar, junto con los Alvaseda. Algunas de las habitaciones habían sido reacondicionadas como espacio para las pinturas de la señora Alvaseda, mientras que otras se habían modificado para ampliar la biblioteca y el despacho del señor de la casa.

A Sara siempre le había parecido un laberinto. La primera vez que estuvo allí fue cuando el señor Alvaseda descubrió a Sara trabajando junto a su padre en el campo. Ese día, cuando Alvaseda vio a su padre, lo llamó a su despacho. Sara se quedó fuera, preocupada por lo que podría pasarle a su padre.

Mientras esperaba junto a la entrada de la casa, pensó que podría perderse si entraba sola a ese sitio y fue así. De esta manera, conoció a la señora Alvaseda. Sin quererlo, había dado con una de las habitaciones donde las paredes estaban adornadas con los cuadros de la señora. Un caballete y pinturas y pinceles atraparon la atención de la niña en esa ocasión. Absorta por todo lo que estaba frente a ella, no se dio cuenta de su intromisión.

Como quien queda invadido por un mundo inexplorado, repleto de posibilidades y aventuras, Sara comenzó a imaginar las historias detrás de cada cuadro que adornaba la pared. En el caballete, un cuadro de un corcel corriendo libre por una pradera se estaba secando. El corcel blanco y majestuoso corría en dirección hacia el cuadro, detrás de él un campo verde y un bosque adornaban el resto, montañas altas y blancas con un cielo azul terminaban el cuadro.

Sara se perdió en la contemplación de los cuadros, maravillada por la destreza artística de la señora Alvaseda. Cada trazo parecía contar una historia, y la joven imaginaba vívidamente los escenarios que se desplegaban ante sus ojos. Mientras tanto, el cuadro en el caballete, con su corcel en plena carrera, despertaba su espíritu aventurero. Se sumergió en la fantasía de un vasto paisaje, donde la libertad del corcel reflejaba sus propios anhelos de exploración y descubrimiento.

El ambiente de la habitación resonaba con la quietud propia de un santuario artístico. Sara, sin querer, se había introducido en el mundo creativo de la señora Alvaseda, un rincón de la casa que rara vez era visitado por los demás. Las paredes hablaban de la pasión y el talento artístico de la señora, y Sara se sintió agradecida por la oportunidad de experimentar esa manifestación visual única.

La niña quedó absorta en los detalles de cada cuadro, buscando interpretar las emociones y los matices capturados en la paleta de colores. Se preguntó cuántas horas la señora Alvaseda había pasado allí, inmersa en su arte. La imaginación de Sara la transportó a mundos lejanos, donde los paisajes de los cuadros cobraban vida propia, invitándola a explorar lo desconocido.

Después de un rato, la señora Alvaseda entró en la habitación, sorprendida al encontrar a Sara maravillándose con sus obras. La calidez de su sonrisa y la sinceridad en sus ojos hicieron que Sara se sintiera bienvenida en ese espacio creativo.

La señora Alvaseda, con sus cabellos plateados que parecían danzar con la luz, emanaba una elegancia que dejó a Sara momentáneamente sin palabras. Sin embargo, la sonrisa amigable de la señora Alvaseda tranquilizó a la joven, disipando cualquier temor que pudiera haber sentido.

—¡Oh, no te preocupes, querida! —exclamó la señora Alvaseda con voz serena—. ¿Eres una amiga de los campos de mi esposo? ¿O tal vez buscas algo en particular? —

Sara, recobrando su compostura, respondió tímidamente:

—Soy Sara, la hija del capataz. Me perdí un poco al entrar y, al ver estos cuadros, no pude resistirme a mirarlos. Son increíbles, señora Alvaseda—.

La señora Alvaseda, encantada, se acercó a Sara con una amabilidad que sorprendió a la joven.

—Sara, encantada de conocerte. No hay problema en que explores este lugar. De hecho, estoy encantada de que te intereses por mi arte. ¿Te gustaría que te cuente la historia detrás de alguno de estos cuadros? —

Sara asintió emocionada, y así comenzó un diálogo entre la joven y la señora Alvaseda, quien compartió las historias y las emociones que inspiraron cada obra maestra que adornaba la habitación.

Luego de un rato, la señora Alvaseda condujo a Sara al despacho de su esposo. La atmósfera en la habitación era de seriedad y reflexión, pero también se sentía la calidez que emanaba de la pareja. La conversación transcurrió entre el señor Alvaseda y el padre de Sara, quien, aunque inicialmente preocupado, aceptó la decisión de que su hija no trabajara más en el campo.

Fue en aquel momento que Sara se convirtió oficialmente en la protegida de los Alvaseda. El señor Alvaseda, con su sabiduría y generosidad, acogió a la joven en su despacho para iniciar un nuevo capítulo en su vida. Así, Sara dejó atrás los campos y las tareas rurales para sumergirse en un mundo de conocimiento y creatividad.

Los días de trabajo en el campo dieron paso a jornadas de aprendizaje en la biblioteca y el estudio de los Alvaseda. Bajo la tutela del señor Alvaseda, Sara exploró las maravillas de la literatura, mientras que la señora Alvaseda le enseñó los secretos del arte de la pintura. La transición fue rápida, pero Sara abrazó con entusiasmo las oportunidades que se le presentaban.

Los Alvaseda, con su nobleza y amor, se convirtieron en guías fundamentales para Sara. Aunque al principio extrañaba la sencillez del campo y a su padre, la joven pronto se dio cuenta de la riqueza que la rodeaba en aquel hogar lleno de conocimientos y cultura. Cada día representaba un nuevo descubrimiento, y Sara, con gratitud en el corazón, se sumergía en ese mundo lleno de posibilidades.

Antes de angustiarse o molestarse, los padres de Sara vieron en esa situación la posibilidad de que su hija tuviera un futuro mejor que el de ellos, con acceso a estudios y habilidades que nunca podrían haberle proporcionado. Mientras reflexionaba sobre esto, Sara entró por la puerta de la cocina de la casa y saludó a una de las empleadas que estaba ocupada con sus labores.

—Hola, señora Jathir —dijo Sara con tono respetuoso.

—Hola, Sarita niña. ¿Cómo estás? Llevabas días sin venir por aquí. Ya estábamos pensando que no volverías— expresó la señora Jathir con alegría en su rostro.

—Yo estoy bien, señora Jathir. He estado ayudando a mi madre en la posada, pero aquí estoy de vuelta. ¿Está la señora en casa y disponible? —preguntó.

—Sí, claro, mi niña. Ya sabes que la señora no sale de este lugar más que para ir con ustedes al molino o para acompañar a su marido a hacer negocios fuera. Está en su estudio pintando como de costumbre. Ve a saludarla, se pondrá muy feliz de verte. En unos minutos te llevaré algunas golosinas y un poco de té—

—Muchas gracias, señora Jathir. Con su permiso, iré a saludar a la señora —dijo Sara mientras se alejaba por la puerta opuesta a la que había utilizado para entrar. La cocina daba a un comedor enorme, una mesa gigante rodeada de decenas de sillas adornaba la estancia. Las paredes, todas cubiertas por los cuadros de la señora Alvaseda. Luego de esta, un salón con dos escaleras laterales con varias puertas a distintas estancias. Sara subió rápidamente las escaleras de la derecha, giró a la derecha en la segunda planta y caminó hasta el final del pasillo.

Como quien conoce cada rincón de la casa, llegó hasta una puerta al final del pasillo y la abrió. El estudio de la señora Alvaseda era todo lo que se podría esperar de un estudio de pintor; cada centímetro de las paredes estaba cubierto por cuadros. Varios caballetes en distintos puntos de la estancia sostenían cuadros cuya pintura se estaba secando. En el caballete más cercano a la ventana, la señora Alvaseda pintaba absorta en su tarea y no se había percatado de la entrada de Sara.

con un tono de voz respetuoso, Sara se presentó.

—Hola, señora. He venido a saludarla y saber cómo se encuentra el día de hoy. Me disculpo por no haber venido anteriormente, pero mis tareas y obligaciones me lo impedían—.

La señora Alvaseda, al darse cuenta de la presencia de Sara, con voz dulce y seria, le respondió.

—Hola, hija mía. Me alegra verte. Pensaba que ya no ibas a volver por aquí. ¿Qué tal está tu madre y la posada? Espero que todo esté bien en tu hogar—.

—Todo está bien, señora. Todo ha ido bien en mi casa y mis obligaciones. Como tenía algo de tiempo, mi padre me ha dicho que viniese a saludar —respondió Sara.

—Me parece bien – dijo la señora Alvaseda con una sonrisa cálida. – Aprovechemos el tiempo juntas que nos brinda esta hermosa tarde. Toma ese caballete de allí, quita la pintura que tiene; ya está seca. Ponla en el suelo contra la pared y prepara un lienzo nuevo. Quiero ver cómo está tu técnica de pintado el día de hoy. Pintemos juntas, y más tarde, mi esposo y yo iremos contigo y tu padre a la posada. Mi esposo tiene algunos negocios que llevar a cabo con el molinero y sería agradable compartir un momento todos juntos—.

Sara se sintió emocionada por la invitación y se apresuró a seguir las indicaciones de la señora Alvaseda. Mientras preparaba el nuevo lienzo, recordaba las veces anteriores en las que había tenido la oportunidad de aprender y crear en ese estudio tan especial. La señora Alvaseda, con su sabiduría artística, compartía valiosos consejos y anécdotas, haciendo que la experiencia fuera no solo educativa, sino también inspiradora.

Mientras ambas, maestra y aprendiz trabajaban en sus pinturas, el sol descendía lentamente en el horizonte, arrojando tonos cálidos y dorados sobre el estudio. Sara se sumergió en su obra, absorbida por la mezcla de colores y las pinceladas que daban vida a su creación. La señora Alvaseda, con su mirada experimentada, admiraba el progreso de Sara y al mismo tiempo ofrecía orientación para pulir sus habilidades.

Entre risas y conversaciones sobre la vida, la pintura se volvía un medio para expresar pensamientos y sentimientos. Sara, agradecida por la oportunidad de aprender y crear junto a la talentosa señora Alvaseda, absorbía cada enseñanza con entusiasmo. La conexión entre ambas se fortalecía, no solo a través del arte, sino también a través de las historias compartidas y los momentos de complicidad.

A medida que avanzaba la tarde, las pinturas iban tomando forma, reflejando la armonía entre la maestría y la creatividad. La señora Alvaseda, orgullosa de la obra conjunta, elogiaba la dedicación y el talento de Sara. — Tu espíritu creativo es un regalo, Sara. Sigue cultivándolo y verás cómo florece con el tiempo—.

Sara, en estas ocasiones, se concentraba tanto en prestar atención a cada instrucción de su maestra que, en muchas ocasiones, el tiempo pasaba volando. Aunque el ritmo de la señora Alvaseda era agotador y algo exigente, Sara disfrutaba mucho de estos espacios.

En dos ocasiones, Jathir había entrado a la sala. La primera vez fue para dejar el té y unas golosinas, las cuales Sara y la señora Alvaseda compartieron juntas. Sara le contó la historia de su madre y Graunor, y la señora Alvaseda la escuchó atentamente. Aunque había cierta duda y algo de incredulidad en su expresión, la señora Alvaseda había prestado atención con respeto.

—Nunca he visto ninguna criatura mágica, aunque he escuchado miles de historias al respecto —le confesó—. Vamos a aprovechar la historia de tu madre para practicar tu pintura. Quiero que pintes a esa bestia felina, quiero que intentes imaginar cada detalle sin importar que lo conozcas o no, y quiero que hagas una pintura de esto. Ahora te llevarás un lienzo nuevo y unas pinturas para que realices este cuadro que te pido. Cuando vuelvas, me mostrarás tu trabajo. ¿Estás de acuerdo? —propuso la señora Alvaseda.

—Me parece una idea hermosa —respondió Sara emocionada.

La señora Alvaseda se levantó y seleccionó cuidadosamente los colores y el lienzo necesario para el proyecto. Mientras Sara preparaba su área de trabajo, la señora Alvaseda la asesoraba sobre cómo plasmar la esencia mágica de la criatura en su pintura. Ambas se sumergieron en la tarea, explorando la magia no solo en la historia, sino también en la representación artística de la criatura fantástica.

La señora Alvaseda continuó con su relato mientras Sara trabajaba en su cuadro. —Eres una niña muy enérgica, eso me alegra. Esta forma de pintar es la que yo uso para muchos de mis cuadros. Como te contaba, nunca he tenido el privilegio de mirar bestias mágicas, pero he leído algún que otro texto al respecto. Mi esposo tiene alguna que otra edición del bestiario más grande de los cuatro puntos. Según él, se lo compró a un bibliotecario del reino central hace muchos años y lo he usado para hacer imágenes de cómo me imagino cosas como los lobos blancos del norte, los trols de piedra e incluso criaturas que habitan los pantanos del Oeste cerca de las murallas. Deben de ser criaturas formidables, pero si te soy sincera, prefiero pintarlas antes que verlas o enfrentarme a una de ellas. Las pinturas son mi pasión, y es lo único que tengo para hacer en este lugar. No reniego de mi pintura ni de mi vida; esta me gusta y me apasiona hacer cuadros que pueda regalar, vender o poner a adornar mi casa. Muy a pesar de las quejas que pueda soltar el cascarrabias de mi marido —la señora Alvaseda se ruborizó un poco por perder su compostura y hablar de forma más relajada—. Rápidamente retomó su compostura habitual y solemnidad que le caracteriza, y ordenó a Sara continuar con su trabajo.

Sara, inspirada por las palabras de la señora Alvaseda, continuó con su pintura con renovado entusiasmo, tratando de plasmar en el lienzo la magia y la fuerza de la criatura mágica imaginaria. Mientras ambas compartían el arte, el sol descendía en el horizonte, teñiendo el estudio con cálidos tonos dorados.

Así estuvieron largo rato hasta entrada la tarde. El sol comenzaba a bajar cerca de las montañas. La segunda vez que la señora Jathir las interrumpió fue para avisar que el señor de la casa ya estaba listo para partir. Sara no había tenido tiempo de ir a saludarle, ya que la señora Alvaseda le había puesto a practicar todo el rato que estuvo allí.

Ambas mujeres se levantaron de sus asientos. Sara dejó los pinceles en su lugar y siguió a la señora Alvaseda al estudio de su esposo. —Jathir, quiero que tomes un par de lienzos y prepares unas pinturas para llevar antes de que partamos. Llévalas fuera cuando nos vayamos a ir —le dijo la señora Alvaseda a Jathir. —Sí, señora, con mucho gusto lo haré —respondió Jathir.

Mientras Jathir se ocupaba de los preparativos, la señora Alvaseda tomó a Sara del brazo y salieron del estudio hacia la oficina del señor Alvaseda.

Sara y la señora Alvaseda caminaron juntas al extremo opuesto del pasillo, el estudio del señor de la casa se encontraba al otro lado de la planta. Al entrar, el señor Alvaseda se encontraba en su mesa trabajando, papeles desperdigados por todo lado adornaban la estancia. El lugar era muy amplio, las paredes estaban cubiertas de libreros hasta el techo. Una mesa central con un par de sillones y el escritorio del señor Alvaseda y una chimenea en la pared completaban la estancia.

Cuando entraron, el señor Alvaseda al darse cuenta de la presencia de Sara se emocionó muchísimo, con alegría en su voz le dijo: —Sara, hija mía, ¿dónde te habías metido, pequeña? Ya te extrañábamos por estos lados. Qué dicha que viniste hoy, imagino que mi amada esposa te ha retenido toda la tarde pintando. Pensaba en llevarte unos libros sobre historias de la ciudad costera y los pantanos del Oeste ahora que íbamos a tu casa, pero ya que estás aquí. Te los puedo dar de una vez. Los tengo aquí listos, permíteme un momento—.

El señor Alvaseda se puso de pie y caminó hacia uno de los libreros de la pared. Tomó tres tomos grandes que estaban en uno de los espacios del librero y que se encontraban amarrados a lo largo y lo ancho.

—Toma, niña, son tuyos. Me los encontré en una feria cuando fui a vender algo de mi cosecha. Los conseguí por un buen precio. Al ver sus títulos, de inmediato pensé en ti y que con toda seguridad te gustarían. Cuídalos bien —le decía mientras se los daba en la mano.

—Muchas gracias, señor Alvaseda. Es un regalo sumamente hermoso, prometo cuidarlos con cariño —respondió Sara mientras tomaba los libros.

—Quédate con mi esposo mientras yo me alisto para salir —dijo la señora Alvaseda mientras dejaba a Sara con su esposo.

—No tardes mucho, amada esposa. Estamos listos para salir —le dijo Alvaseda a su esposa mientras esta se retiraba. Sara, absorta en su nuevo regalo, examinaba los libros que tenía en la mano. Eran tres ejemplares con una encuadernación en piel, con logotipos en relieve que adornaban la portada del primer libro visible.

Al verla emocionada, el señor Alvaseda expresó su felicidad.

—Me alegra que tu regalo te emocione. Cuando los termines, avísame y te daré algunos más de mi colección personal. La mente debe mantenerse activa, y la lectura es la mejor medicina contra la ignorancia y la estupidez. Tanto tú como quienes viven bajo mi techo están obligados a aprender a leer. Es una regla que hasta los obreros han respetado, excepto tu padre. Es testarudo, pero lo que le falta en lectura, la vida se lo ha dado en experiencia, y por eso no le he molestado al respecto. Ven, vamos afuera. Ya deben de tener lista la carreta con el grano, y la señora nos alcanzará allí—.

Ambos se dispusieron a salir de la estancia. Al salir de la casa, una carreta enorme cargada de grano los esperaba. El padre de Sara ajustaba las riendas de los caballos que tirarían de la carreta, mientras otros obreros terminaban de cargarla. Sara se acercó a su padre y le mostró el regalo que el señor Alvaseda acababa de hacerle. Su padre, muy feliz por el gesto, agradeció a su jefe. Este tan solo le hizo un gesto con la mano mientras le decía que no era nada.

El padre de Sara, una vez terminó de alistar los caballos, subió al asiento del conductor y extendió la mano a su hija para ayudarla a subir. Padre e hija irían al frente; el padre de Sara dirigiría la carreta, y sus patrones irían detrás con la carga. Sara colocó los libros que el señor Alvaseda le había regalado detrás de ella junto a la forja donde traía los utensilios del almuerzo que horas antes había compartido con su padre.

Mientras se terminaban de preparar, la señora Alvaseda, seguida de Jathir, salió de la casa. Jathir llevaba los materiales de pintura que su ama le había pedido preparar y se los entregó a Sara, quien los colocó junto a los libros y la forja.

Luego, un par de obreros ayudaron a los señores a subir a la carreta. Mientras terminaban los preparativos, el señor Alvaseda dejaba instrucciones. Los únicos que participarían en este viaje serían Sara, su padre y los señores Alvaseda. Tan solo debian esperar su regreso dos días después.

Más que por el cuidado de la carga que llevaba el padre de Sara, los Alvaseda acompañaban en este viaje para disfrutar del tiempo en la posada con los padres de Sara. Una vez finalizados los preparativos, el padre de Sara agitó las riendas de los caballos, y la carreta se puso en marcha. El suave balanceo de la carreta, deslizándose por los surcos de la calle, comenzó a adormecer a Sara. Su padre, al notar su sueño, la atrajo hacia él, tomó las riendas con una mano y con el brazo libre abrazó a su hija. Este gesto hizo que Sara se sintiera aún más cómoda y terminara quedándose dormida.

El padre de Sara, mientras dirigía la carreta hacia la posada, reflexionaba sobre la jornada que se avecinaba. Observaba los campos y pensaba en los ciclos de siembra y cosecha, en la laboriosa vida que llevaban, pero también en las pequeñas alegrías que encontraban en su rutina diaria. Apreciaba el vínculo que compartía con su hija y la relación que habían construido con los señores Alvaseda.

El suave crepúsculo se extendía sobre el paisaje, pintando el cielo con tonalidades naranjas y rosadas. El padre de Sara disfrutaba del tranquilo trayecto, sintiendo la calidez de su hija a su lado y el ritmo constante de los caballos. Mientras avanzaban, recordaba anécdotas y risas compartidas con los Alvaseda, agradecido por la estabilidad que les brindaban.

Mientras Sara dormía plácidamente en brazos de su padre, su mente se sumergía en un sueño envuelto en la magia y la fantasía. Se encontraba de pie frente al imponente bosque de Graunor, donde los árboles se alzaban hacia el cielo con una majestuosidad que desafiaba la realidad. Las hojas de los árboles centelleaban con destellos dorados, como si estuvieran imbuidas de la luz de las estrellas.

Frente a ella, luces titilantes y criaturas misteriosas danzaban en la lejanía, en las profundidades del bosque de Graunor. Sara sentía la atracción de adentrarse en aquel mágico escenario, pero algo invisible la detenía, como una fuerza misteriosa que la mantenía en su lugar. Quiso levantar la mano hacia el bosque, anhelando tocar ese mundo encantado, cuando de repente, una luz parpadeante se reflejó en su brazo, capturando su atención.

Intrigada, Sara desvió la mirada hacia atrás, como si una presencia invisible la llamara desde el otro lado. Fue entonces cuando, en la realidad, su padre la despertó con ternura, anunciando que ya habían llegado a casa.

Sara, envuelta aún en la magia de su sueño, parpadeó con sorpresa al despertar. Las luces y las criaturas danzantes del bosque de Graunor se desvanecieron lentamente mientras se encontraba de vuelta en la carreta, a las puertas de la posada. La luz parpadeante en su brazo resultó ser el resplandor de las linternas que iluminaban la entrada.

Capítulo 4

Al llegar a Ferendi, el día se había transformado en noche. El susurro de los grillos y otros sonidos nocturnos llenaban el aire, creando una atmósfera tranquila y familiar. La calle frente a la entrada de la posada estaba bañada por la tenue luz de varias farolas de aceite. Era evidente que el señor Mountainstone y la madre de Sara se habían encargado de encenderlas, ya que Sara, quien normalmente realizaba esa tarea, no estaba presente antes del anochecer.

Sara se percató de que las casas de los Bunnoch y los Gardcon emitían luces desde su interior. Esto la llenó de alegría, pues significaba que podría ver a ambas parejas y saber cómo habían estado. Sabía que durante las temporadas de tala y transporte de árboles, solían viajar por días o semanas, por lo que pensaba que no los volvería a ver durante al menos dos semanas más.

Descendió rápidamente de la carreta por un lado, mientras su padre lo hacía por el otro.

—No olvides tus cosas, Sara, y lleva también la forja dentro —le dijo su padre a Sara—. Yo terminaré de soltar los caballos y llevarlos al establo. Dile a tu madre por favor que prepare la habitación de invitados para los Alvaseda y que agregue más agua a esa sopa —añadió, soltando una risa.

—Sí, señor, iré de inmediato y haré lo que me pides, padre —respondió Sara mientras tomaba las pinturas y demás cosas que traía en la carreta junto a ella durante el camino. Luego se dispuso a despedirse de los Alvaseda mientras su padre ayudaba a la señora Alvaseda junto a su marido a bajar de la carreta.

Sara entró por la puerta principal de la posada. El salón principal estaba iluminado por la cálida luz de la chimenea central, que arrojaba destellos danzantes sobre las paredes de piedra. Algunas farolas en la pared opuesta proporcionaban una luz adicional que llenaba el ambiente de una atmósfera acogedora. En una de las mesas del salón, el señor Mountainstone se encontraba sentado, disfrutando de un plato humeante de sopa. Detrás del mostrador, la madre de Sara acomodaba platos y otros utensilios, mientras sostenía una animada conversación con Mountainstone.

—Hola, madre, hola señor Mountainstone —saludó Sara al entrar al lugar.

—Hola hija — respondió su madre con una sonrisa cálida.

—Hola Sarita — añadió el señor Mountainstone con amabilidad.

—¿Cómo ha ido todo por las tierras del señor Alvaseda, hija mía? — preguntó su madre con interés.

—Todo ha ido bien, madre. Hemos estado almorzando juntos, padre y yo, y luego la señora Alvaseda me ha puesto a pintar junto a ella toda la tarde. Me ha regalado estas pinturas y lienzos, y el señor Alvaseda me dio estos libros para leer como regalo. Ah, antes de que lo olvide, padre me envía a decirte que debemos alistar la habitación de huéspedes, ya que los Alvaseda están fuera y vienen a quedarse. Traen grano en una carreta para ser molido mañana, y vienen dispuestos a formar parte de la cena— explicó Sara con entusiasmo.

—Está bien, ve y deja esa forja en la cocina. Luego sube y cámbiate, y mientras yo termino de alistar todo aquí y sirvo la cena, prepara por mí la habitación de huéspedes, si me haces el favor, hija mía. No puedo dejar la cocina justo hoy cuando los Bunnoch y los Gardcon también vienen. Llegaron pasada la tarde y se nota que vienen cansados por el viaje y con mucha hambre — solicitó la madre a Sara mientras sacaba más platos de un cajón sobre la pared opuesta al mostrador.

—Con mucho gusto te ayudo, madre. Iré rápido a hacer lo que me pides y luego volveré a ayudarte — respondió Sara mientras cruzaba rápidamente el salón principal. —¡Provecho, señor Montainstone! — le dijo Sara mientras se alejaba. —Gracias, mi niña — respondió este con alegría, mientras continuaba cenando.

Sara subió rápidamente las escaleras y entró en su habitación. Al hacerlo, se encontró con la habitación sumida en penumbras, mientras una brisa helada invadía la estancia. En su afán por ayudar a su madre por la mañana y salir hacia donde estaba su padre, había olvidado cerrar la ventana. Deposito lo que traía en la cama y cerró rápidamente la ventana para evitar que el frío penetrara aún más. Luego, tomó una lámpara de aceite que tenía en su escritorio y la encendió, llenando la habitación con una tenue luz.

Luego se cambió de ropa, optando por un vestido con tonos grises que tenía en su armario. Se despojó de las botas sucias que había estado usando, reemplazándolas por un par limpio que guardaba junto a la cama. Un ligero rubor de vergüenza tintó sus mejillas al darse cuenta de que había pasado toda la tarde con la señora Alvaseda con el calzado sucio y cubierto de barro. No había sido consciente de ello en el momento. Sin embargo, Sara rápidamente desplazó ese sentimiento y se concentró en terminar lo que estaba haciendo. Sabía que no tenía tiempo que perder.

Sara tomó las cosas que había traído de la cama y las colocó sobre la mesa. Desató los libros que el señor Alvaseda le había dado y los colocó sobre el librero que tenía en la pared, junto a otros libros. Satisfecha con la organización de su habitación, salió y cruzó el pasillo hacia la habitación contigua. Al entrar, notó la sencillez del lugar: una cama y una pequeña mesita a un lado, con una lámpara en una de las paredes.

Sara recargó la lámpara con una botella de aceite que encontró en uno de los cajones de la mesa y la encendió. Luego, sacudió las sábanas que cubrían la cama y al notar un poco de polvo en ellas, decidió cambiarlas. Salió del cuarto en busca de unas sábanas nuevas, sabiendo que su madre siempre tenía un par listo en el cuarto del fondo, el cual rara vez se utilizaba. La tarea no le tomó más que unos pocos minutos, pues sabía exactamente dónde encontrar lo que necesitaba.

Al terminar de dejar lista la habitación, Sara regresó a la suya y se quitó la cola que llevaba en el pelo, dejando que sus cabellos cayeran libres. Tomó uno de los libros que le habían regalado y se quedó contemplando su encuadernación. En la portada, había un dibujo de un dragón y un caballero en armadura dorada con una capa blanca. El título decía: “Cuentos Perdidos de los Caballeros Dorados”, por Albert Morses. Sintió la tentación de abrir el libro y hojear su interior, pero entonces escuchó ruido proveniente de la planta baja. Recordó la promesa que le había hecho a su madre y devolvió rápidamente el libro a su lugar antes de salir por la puerta.

Al llegar a la planta baja, el silencio diurno de la posada había sido reemplazado por el bullicio propio de las noches. Al llegar al salón, Sara se encontró con que los Alvaseda ya habían llegado y se habían acomodado en una mesa cercana al señor Montainstone. En otras dos mesas frente a ellos, los Bunnoch y los Gardcon charlaban animadamente. El señor Alvaseda había dejado por un momento sola a su esposa para conversar con el señor Montainstone.

La señora Alvaseda conversaba animadamente con la madre de Sara, mientras que el padre de Sara charlaba entre risas con los Bunnoch y los Gardcon. El ambiente en la posada era vibrante y bullicioso. Sara pasó por detrás de las mesas, saludando a los Bunnoch y los Gardcon con una sonrisa antes de dirigirse hacia donde se encontraba su madre. Al pasar junto a su padre, este le acarició levemente la cabeza mientras ella seguía su camino.

—Hola madre, ya estoy aquí para ayudar —dijo Sara, dirigiéndose a su madre.

—Claro, hija. Por favor, ve a la cocina y prepara varios platos listos para servir. Ten cuidado con la olla, yo iré en un momento para ayudarte a traer los platos y servirlos. Si puedes, por favor, saca una pieza de pan de la despensa y divídelo en porciones para cada plato de sopa —respondió su madre con amabilidad.

Sara asintió y dejó a su madre conversando con la señora Alvaseda mientras ella se encaminaba hacia la cocina. Una vez allí, preparó los platos siguiendo las indicaciones de su madre. Con un poco de esfuerzo, alcanzó la despensa y tomó un trozo grande de pan para colocarlo junto a cada plato.

Mientras terminaba de alistar todo, su madre entró en la cocina.

—Gracias, querida hija. Ayúdame a llevar esto al salón y servirlo —dijo su madre. Ambas tomaron los platos y se dirigieron al salón. Sara sirvió los platos que llevaba a los Alvaseda, mientras su madre, con destreza adquirida por la práctica, llevaba los platos restantes a los Bunnoch y los Gardcon.

Mientras realizaba esto, su esposo, con un tono bromista, le dijo: “Mujer, ¿y mi plato? ¿Dónde está? ¿Piensas matarme de hambre?” y soltó una gran carcajada. “No digas esas cosas, hombre. Ve y lávate la cara y las manos que vienes del trabajo, así no se puede comer aquí. Recuerda que estás en mis dominios”, respondió su esposa, riendo también.

“No se diga más, mi hermosa reina. En tus dominios, yo soy tu esclavo”, dijo el padre de Sara, riendo aún más fuerte. Los Bunnoch, los Gardcon, los Alvaseda y el señor Montainstone se unieron a las risas. Sara no pudo evitar observar la escena desde lejos y sentir una cálida sensación que la reconfortaba, sabiendo que estaba en su hogar.

El padre de Sara salió por una de las puertas laterales que conducían a las habitaciones de él y su esposa. Mientras él hacía esto, la madre de Sara terminaba de repartir los platos de comida, deseando buen provecho a los invitados. Luego se acercó al mostrador y le dijo a su hija:

—Sara hija, ya puedes dejar tus quehaceres. De aquí en adelante, yo me encargo del resto. Ve y siéntate en una de las mesas. Yo te llevaré un plato de sopa y pan en unos momentos, cuando tu padre vuelva.

—Está bien, madre. Me sentaré cerca de los Bunnoch y los Gardcon para saber cómo les ha ido con su trabajo y qué cuentan. No dudes en llamarme si necesitas algo —respondió Sara mientras se retiraba a la mesa.

Sara tomó una de las sillas y la colocó en la mesa contigua a la de los Bunnoch, dejando espacio para que luego su padre y su madre pudieran sentarse juntos en la misma mesa. Frente a ella, la mesa donde se encontraba sentado solo el señor Montainstone y al lado de este, la mesa donde se encontraba la pareja de los Alvaseda, completaban el grupo. Todos estaban cerca del mostrador, donde la madre de Sara preparaba jarras con bebida para los visitantes. Del lado opuesto, cerca de la entrada, algunas mesas vacías eran todo lo que había.

Sara se sentó en su sitio y saludó a los Bunnoch y los Gardcon. Los Bunnoch eran una pareja de personas muy amables; el esposo era un hombre de piel oscura como la noche, con una gran sonrisa que siempre acompañaba su curtido rostro. Su esposa, también de piel negra, era una mujer preciosa; sus facciones se veían resaltadas por sus ojos azules brillantes. Por su parte, la pareja de los Gardcon, ambos de piel clara como la de Sara, tenían barba y bigote; uno era corpulento, mientras que el otro era delgado y alto. La amabilidad de estos hombres solo era superada por su servicialidad. En dos ocasiones habían insistido en ayudar a la madre de Sara en la cocina, pero esta se había negado rotundamente.

—¡Qué tal, señores! —saludó Sara a los invitados—. ¿Cómo ha estado todo en el aceradero? Me encantaría escuchar cómo les ha ido -preguntó la niña con interés.

—“Todo bien, mi querida niña”, respondió la esposa de los Bunnoch, quien se encontraba junto a ella. “Estamos a punto de empezar la maderada. Es un espectáculo que te asombraría. Contamos con al menos unos 800 troncos listos para ser encauzados río abajo, para ser procesados y enviados a distintas partes del reino. Mi esposo, los Gardcon y yo estaremos entre las cuadrillas que tienen que dirigir los troncos río abajo por su cauce. Es un trabajo peligroso, pero estamos todos listos para terminar la jornada el próximo mes a más tardar”.

—“¡Vaya, suena como algo emocionante de ver!” -respondió Sara con notable asombro.

—“Claro que sí, mi niña, es todo un espectáculo que te asombraría. Visto desde las colinas, es como si un montón de monstruos enormes flotaran río abajo. Pero así como es de asombroso, también es peligroso”, continuó la esposa de los Bunnoch, señalando a su esposo—Que lo diga este hermoso hombre que tengo a mi lado. Por poco me deja viuda en la última maderada. Por estar confiado y descuidado, al intentar pasar de un tronco a otro para reorientar la balsa hecha con los troncos, resbaló y cayó al agua, con tan mala suerte de que detrás de este venía otra tanda de troncos, los cuales por poco lo golpean directamente. Tan solo lo sumergieron y luego de un rato salió por el otro lado agarrándose a otra balsa que venía más arriba—.

Sara escuchaba con asombro la historia mientras el señor Bunnoch dirigía una sonrisa de cariño hacia su esposa.

—Mi señora esposa tiene razón —dijo el señor Bunnoch, sosteniendo la mano de su esposa—. La maderada es una actividad impresionante a la vista, pero peligrosa para quienes estamos allí en medio del río dirigiendo esos troncos rio abajo. Hace varias jornadas, uno de los empleados que formaba parte de mi cuadrilla de madereros perdió la vida. Al intentar llevar las balsas de troncos amarrados al río, esta se soltó y los troncos le aplastaron. No duró ni un día antes de fallecer en agonía. Fue una escena impactante para quienes stabamos allí.

—Cállate, esposo —le dijo la señora Bunnoch a su marido—. No cuentes esas cosas tan terribles a la inocente de Sarita. Le vas a causar un sueño espantoso con esas historias.

—¿Qué dices, mujer? Sarita es ya una muchacha grande y fijo debe haber leído historias más impactantes en esos libros que el señor Alvaseda le da cada que puede —respondió el señor Bunnoch.

—No importa, hombre. Si no quieres dormir solo hoy, deja de contar esas cosas —le dijo ella.

Detrás de ellos, se escuchó una gran risa. El padre de Sara había vuelto a la estancia.

—Ten cuidado, hombre. Mira que ya ha hablado quien manda en la casa. Ya viste lo que me pasó hace un rato con mi amada esposa, aprende tú también —le dijo a este.

Ambos comenzaron a reír.

—Está bien, esposa mía, como tú digas —le dijo Bunnoch a su esposa. Sara solo prestaba atención a la conversación y reía junto a ellos. Habría querido terminar de escuchar la historia del señor Bunnoch, pero lo acontecido igual le gustó mucho.

—Y ustedes, ¿cómo está todo en el trabajo? —preguntó el padre de Sara a los Gardcon, mientras tomaba asiento junto a su hija.

—Todo bien, algo cansado de estar talando árboles día y noche —respondió uno de ellos—. Estamos pensando en dejar ese trabajo y probar suerte en el campo. Queríamos hablar con usted luego y quizá con el señor Alvaseda para ver la posibilidad de que, terminando la jornada de tala y maderada, podamos trabajar en sus tierras. La verdad es que están muy cerca en comparación con el aserradero, y por más paga que sea, la distancia y tener que viajar por semanas no está siendo un aliciente para nosotros dos.

—Pues hombres, ustedes saben que estaremos encantados de darles trabajo —declaró el padre de Sara en voz alta—. Estoy a cargo de la mano de obra de las tierras del señor Alvaseda y eso incluye decidir si contratar a más personas o no. ¿Qué les parece, señor Alvaseda? Creo que podremos usar a estos dos grandes y trabajadores hombres en el campo para la próxima siembra.

—Por supuesto que sí, trabajo siempre hay y espacio para más manos trabajadoras y dedicadas en mis tierras —respondió el señor Alvaseda, también en voz alta—. Siempre y cuando sean disciplinados y sigan mis reglas, son bienvenidos en mis tierras. Además, viven muy cerca y pueden ser de gran ayuda para las temporadas en las que debemos venir hasta aquí para usar el molino de Mountainstone.

—¡Vieron! Cuenten con ese trabajo para la próxima jornada si así lo desean —añadió alegre el padre de Sara, dirigiéndose a los Gardcon.

Ambos se miraron a los ojos con ternura, como esperando que uno asintiera al sentimiento de paz y alegría que esa noticia le acababa de dar al otro. Todos en la sala notaron el momento y compartieron el instante. Los Gardcon habían querido comenzar por su cuenta una familia, intentar adoptar a algún abandonado y pasar más tiempo en Ferendi, y esta oportunidad era un aliciente para quizás comenzar esa etapa en sus vidas.

La falta de dinero y otras situaciones habían mantenido a los Gardcon atados al trabajo en el aserradero, pero ahora contaban con los medios para dejar atrás ese agotador trabajo y aprovechar el tiempo y la paz que les brindaba su hogar en Ferendi.

—Bueno, bueno, ya tengo hambre y aquí el único que no ha comido soy yo, esposa, trae algo de esa deliciosa cerveza que hoy tenemos que celebrar un poco —exclamó efusivamente el padre de Sara.

Sus palabras arrancaron risas en toda la sala. El padre de Sara tenía la habilidad de sacar sonrisas de los momentos más absurdos y de los comentarios más triviales, y esta no fue la excepción.

Mientras la madre de Sara comenzaba a colocar jarras sobre el mostrador para servir la cerveza, el señor Alvaseda entabló conversación con Mountainstone.

—¿Qué tal va ese viejo molino tuyo, Mountainstone? —preguntó.

—Sigue en pie, por ahora, señor Alvaseda —respondió Mountainstone—. Esta mañana, con la ayuda de Sarita, tuve que dejar en el mecanismo la última abrazadera que me quedaba. Si sigue así, voy a tener que ir al camino real a comprar algunas refacciones después de la próxima luna llena. No me gustaría hacer ese viaje, pero si no lo hago, no creo que el molino sobreviva hasta la próxima vez que tengas grano listo para ser molido.

—Avísame si necesitas ayuda. Puedo pedir a un par de mis empleados que te acompañen en ese viaje si es necesario. No es un viaje que se deba hacer solo y menos cerca del camino real —dijo el señor Alvaseda.

—Eso sería de gran ayuda, señor Alvaseda. Aprecio enormemente su oferta y su preocupación por el molino. No duden en que aceptaré su ayuda si la necesito — respondió Mountainstone con gratitud, a la vez que tomaba un sorbo de la jarra de cerveza que la madre de Sara le había entregado hacía un momento.

La madre de Sara y su hija comenzaron a servir jarras de cerveza mientras Mountainstone y Alvaseda continuaban su conversación. El ambiente en el salón siguió siendo animado durante un buen rato más. Después de haberse servido la bebida, Sara y sus padres se unieron a los demás invitados para compartir un rato agradable en el salón.

Las historias fluían con la misma naturalidad que la cerveza en las jarras, llenando el ambiente de emoción y aventura. Los Gardcon relataron con detalle los desafíos de talar árboles en colinas escarpadas, compartiendo anécdotas sobre cómo evitar caídas peligrosas y los momentos de tensión cuando un árbol caía en dirección inesperada. Luego, los Bunnoch llevaron a Sara a través del fascinante proceso de la maderada, describiendo cómo los troncos eran marcados y guiados por el río hacia el aserradero, donde se convertían en preciadas tablas y otros productos de madera.

El padre de Sara, siempre bromista, encontró la oportunidad perfecta para hacer reír a su hija. Juntos, iniciaron una danza torpe y alegre que contagió de risas a todos en la sala, incluso a la señora Alvaseda, quien, a pesar de su inicial distancia, se dejó llevar por el espíritu festivo del momento. Más tarde, el señor Alvaseda compartió relatos de sus viajes vendiendo cosechas y cómo había encontrado los libros que le había regalado a Sara, añadiendo un toque de aventura a la noche.

Mientras tanto, afuera, la noche seguía su curso, pero dentro de la posada, el tiempo parecía detenerse. Para Sara, estas noches eran como un refugio seguro donde podía disfrutar de la compañía de sus seres queridos y vecinos. Aunque las historias se repitieran, cada encuentro era especial y único para ella, brindándole una sensación de seguridad y felicidad que valoraba profundamente.

Capitulo 5

En esa humilde posada de Ferendi, un grupo de amigos, familiares y vecinos compartían un momento de paz y camaradería. Para muchos, podría parecer una escena ordinaria y repetitiva, pero para Sara, era el epicentro de sus más preciados recuerdos. En esos espacios, entre esas paredes gastadas por el tiempo, en el huerto de su casa o ayudando al señor Mountainstone, Sara había vivido sus propias aventuras.

Cada interacción con los Alvaseda, cada historia escuchada con atención, cada pequeño gesto de amistad y complicidad compartido con sus seres queridos, todo eso había contribuido a moldear su visión del mundo y su aprecio por las cosas simples de la vida. En esos momentos cotidianos y aparentemente mundanos, Sara había encontrado la verdadera riqueza: el calor humano, la conexión con la tierra y la magia de las relaciones humanas.

Así, en la tranquilidad de esa posada perdida en las colinas de Ferendi, Sara encontraba un refugio donde la simplicidad se convertía en sinónimo de felicidad y plenitud.

Entre risas y bromas, el señor Mountainstone se levantó pasadas las ocho de la noche, visiblemente animado por la cantidad de licor que había consumido. Sin embargo, su estado de embriaguez le jugó una mala pasada y tropezó con su propio andar, desatando una nueva ola de risas en el lugar.

— Ten cuidado, amigo — advirtió Alvaseda a Mountainstone. — Mañana te necesitaré en plena forma para trabajar.

— No se preocupe, señor Alvaseda — respondió Mountainstone. — Le aseguro que después de un buen desayuno preparado por la madre de Sara, estaré más que listo para llevar a cabo cualquier tarea que me encomiende. Pero por ahora, su humilde servidor se retira a descansar. Muchas gracias a todos por la compañía y que tengan una excelente noche.

Con estas palabras, Mountainstone se dirigió hacia la puerta, la abrió y salió de la posada para dirigirse a su casa. Mientras tanto, en el salón, la conversación continuaba entre los presentes, aunque pasado un tiempo la señora Alvaseda expresaba su cansancio al tocar el brazo de su esposo. De repente, la puerta de la posada se abrió de par en par, pero no era Mountainstone quien regresaba.

Los Bunnoch y los Garcon, junto a los padres de Sara y esta, estaban sentados dando la espalda en dirección a la puerta. Fueron los Alvaseda los primeros en ver quién entraba por la puerta. El señor Alvaseda dirigió una mirada de alerta en dirección al padre de Sara, quien notó al instante la advertencia, sintiendo un escalofrío recorrer su cuerpo. Rápidamente se dio la vuelta para mirar quién había entrado.

Mientras se volvía y se ponía de pie, en la entrada de la posada, un desconocido ingresaba. Era un hombre con ropajes de viajante y una armadura vieja. Pero no venía solo; detrás de él, un puñado de otros más le seguía. Quien iba al frente era alto y corpulento, llevaba una armadura algo desgastada, con una espada al cinto. Los demás que le seguían, algunos vestidos con armaduras viejas y otros simplemente con ropajes grises, todos ellos con armas al cinto, comenzaron a entrar al lugar uno a uno.

El padre de Sara logró contar al menos diez hombres junto a quien parecía dirigirlos. Rápidamente, un sentimiento de preocupación invadió al padre de Sara. Los hombres y su líder, mientras entraban, miraban atentamente a todos lados, parecían contar a quienes estaban dentro del local. La penumbra y la forma en que se achicaba el sitio por los nuevos visitantes comenzaron a crear una atmósfera asfixiante en el lugar. El sitio rápidamente quedó en silencio; lo único que se escuchaba era el crepitar de la madera en la chimenea. Las conversaciones que antes había en el sitio ahora habían sido suplantadas por un silencio atronador.

—Buenas noches, qué lugar más confortable tenemos aquí. Me presento, mi nombre es Syro Dursana, y mis amigos y yo andamos buscando algo de comida en este camino tan perdido de la mano de las deidades superiores y menores —dijo quien estaba al frente del grupo. —Creo que llegamos en buen momento, vemos que están comiendo bien a gusto y bebiendo también. Me pregunto si aún tienen algo de sopa y pan para mí y mis amigos, si no es mucha molestia.

—Buenas noches, yo soy el dueño de este lugar, siéntanse bienvenidos a mi humilde morada. Creo que podremos hacer algo para darles algo de comida y así puedan seguir su camino —dijo con voz seria el padre de Sara. —Esposa, ve y prepara unos platos para nuestros nuevos invitados y saca algo de la cerveza que aún está en la despensa la última vez que la usamos. Puede que nuestros invitados quieran un poco luego de comer. Sara, ve con tu madre y ayúdala.

La madre de Sara se levantó de su silla, al tiempo que tomaba a Sara del brazo y la llevaba junto a ella detrás del mostrador. Mientras ella hacía esto, la puerta de la posada se volvió a abrir. Un hombre nuevo se sumaba al grupo, al tiempo que acomodaba una daga en su cinto, se acercaba a quien se había presentado y susurraba algo al oído. Mientras lo hacía, Syro sonreía y tomaba una bolsa de la mano del tipo que recién había entrado.

Sara lo notó a la distancia y no pudo evitar notar que la pequeña bolsa era igual a la que en la mañana había visto sobre la mesa del molino del señor Mountainstone. Esto le pareció extraño.

—Creo que no tenemos suficiente espacio para que todos puedan sentarse a gusto —decía el padre de Sara mientras corría una de las tres mesas restantes que aún no habían sido ocupadas.

—No hay ningún problema, creo que en esta ocasión, primero comeré yo su sopa y luego mis amigos y camaradas. Se turnarán para probar esa deliciosa sopa y esa deliciosa cerveza. Vamos, siéntense, el resto quédense de pie —dio la orden.

Varios de quienes le acompañaban se sentaron en las tres mesas junto a su jefe. El resto se quedaron de pie junto a la pared que daba a la puerta principal, como haciendo una muralla humana entre quienes estaban en el fondo sentados y quienes estaban ahora cerca de la salida.

Mientras los visitantes se sentaban, los Bunnoch y los Garcon giraron levemente y con cuidado las sillas, de forma tal que quedaran de medio lado y con un campo de visión que les permitiera ver a la comitiva que ahora estaba dentro del salón. La señora Alvaseda, quien hasta hace un momento estaba notablemente cansada, ahora estaba alerta, al igual que su esposo y los demás invitados. El señor Alvaseda sostenía la mano de su esposa, al tiempo que ambos tenían su otra mano bajo la mesa, fuera de la vista.

El padre de Sara se mantenía de pie frente a la comitiva, cuya mitad ya se había sentado en las sillas y mesas disponibles. Este parecía hacer con su cuerpo una pared humana entre sus invitados y los nuevos visitantes. En el salón, las risas y los bailes torpes parecían haber dado paso a una notable tensión que se lograba respirar en el aire.

Mientras esto sucedía en el salón, Sara y su madre habían entrado a la cocina. Rápidamente, la madre soltó el brazo de Sara, quien sintió cómo su madre la sujetaba con demasiada fuerza, aunque parecía no darse cuenta.

—Escúchame bien, Sara —comenzó su madre con un tono de preocupación evidente en su voz—. No sabemos las intenciones de estos viajantes ni por qué están aquí en Ferendi. Quiero que te mantengas en todo momento detrás del mostrador, y si algo pasa, quiero que hagas todo lo que yo te diga sin chistar ni preguntar.

Sara, aún ingenua de la situación, comenzó a temer por sus padres e invitados, imaginando que algo malo podría suceder.

—¿Todo está bien, madre? —preguntó la niña con angustia en su voz.

—Sí, mi niña, solo debemos estar atentos. Puede que sean solo viajeros sin más y que simplemente se hayan perdido y llegaron aquí por casualidad —respondió la madre—. Quiero que saques más platos y prepares varias porciones de sopa. Creo que aún hay suficiente. Luego, quiero que vayas pasándome cada plato poco a poco por la puerta. Tú te quedarás en todo momento detrás de la barra y cerca de la puerta de la cocina. Solo asiente si has comprendido.

Sara, preocupada por lo que su madre le había pedido, tan solo se limitó a asentir en silencio y luego comenzó a hacer lo que su madre le había pedido. Mientras Sara hacía esto, su madre se dirigió a la puerta de la cocina. Al salir, tomó algunas jarras de la despensa y las puso sobre la barra. Se agachó para simular que buscaba un barril de cerveza, y al sacarlo de un cubículo inferior, detrás de este se encontraba una espada ancha que su esposo había guardado allí. Cada vez que este le pidiera sacar esa cerveza, era una clave para su esposa para que tomara a Sara, la pusiera a resguardo y alistara la espada por cualquier cosa.

Recogió el barril y lo puso sobre la barra. Luego, en silencio, colocó la espada en otro estante más cerca de ella, donde pudiera agarrarla con facilidad y pasársela a su esposo cuando este se lo indicara.

—La cerveza está lista, esposo. La sopa ya casi viene en camino. Quizás los invitados quieran beber algo primero —dijo su esposa.

—Gracias, cariño. Yo me encargo de atender a los invitados —respondió el padre de Sara, tomando las jarras de cerveza y llevándolas, de cuatro en cuatro, a las mesas.

Mientras repartía las cervezas, Sara comenzó a emerger de la cocina con los platos de sopa y los colocó sobre la barra. Uno de los Garcon se puso de pie y, sin que el padre de Sara se lo pidiera, empezó a ayudarle a llevar los platos a las mesas. Cuando terminaron de servir, el padre de Sara le dio una palmada de agradecimiento a su ayudante temporal, quien le lanzó una mirada de advertencia. El padre de Sara respondió asintiendo y luego se sentó en la mesa junto a su pareja, intercambiando miradas con ellos y con los Bunnoch, quienes asintieron casi imperceptiblemente.

Después de haber servido la comida a los comensales, el padre de Sara intentó hacer conversación con los recién llegados.

—¿Qué los trae a este sitio a unos viajantes como ustedes? —preguntó.

—Somos aventureros buscando fortuna y trabajo —respondió Syro, mientras sus acompañantes soltaban una risa burlesca.

—¿Y han logrado encontrar algo? —volvió a preguntar el padre de Sara.

—Bueno, creo que hasta hoy hemos dado con algo más que un simple camino, así que creo que estamos bien —dijo Syro con cierto tono de sarcasmo, mientras tomaba un sorbo de su jarra de cerveza.

El padre de Sara comentó con serenidad:

—Creo que en estos terrenos no encontrarán mayor fortuna. Aquí en Ferendi vivimos de lo que la tierra nos da, y el dinero no tiene mayor utilidad.

Syro, con una expresión de intriga, respondió:

—Hmm, no estoy tan seguro. Ese viejo molino y su dueño, a quien encontramos de camino a la posada, parecen tener una historia diferente que contar. ¿No crees, camarada?

Su compañero, entre risas, agregó:

—Sí, era muy amable. Parecía estar un poco alegre y ebrio cuando lo dejé atrás. Supongo que estará descansando felizmente en su casa.

Luego, Syro levantando su jarra en dirección a la madre de Sara, con un tono de voz de orden pidió:

—Oye, mujer, dame otro poco de esa deliciosa cerveza.

El padre de Sara, con cortesía, respondió:

—Claro, con mucho gusto les serviremos más. Si sus compañeros también desean beber algo, podemos ofrecerles más.

Simultáneamente, en un movimiento rápido e imperceptible tomó la jarra de cerveza de la mano de Syro, lo que lo tomó por sorpresa.

—Vaya, vaya, parece que tenemos aquí a un hombre ágil y perspicaz—, dijo Syro entre risas. —Me agrada la hospitalidad de este sitio. Creo que me quedaré a pasar la noche en su humilde posada, si no hay ningún problema, señor posadero. —.

El padre de Sara manteniendo la compostura ante la exigencia respondió con cortesía:

—Lamento decirles que esta posada no cuenta con suficiente espacio para usted y sus compañeros. Este sitio es sumamente humilde y el único cuarto disponible ya está siendo arrendado por las personas que ve aquí. —. Mientras hablaba, devolvió la jarra llena de cerveza a las manos de Syro.

—Esa es una mala noticia, mis compañeros y yo pensábamos poder descansar por fin, luego de muchos días bajo el cielo, debajo de un techo confortable como este. Creo que podríamos llegar a un acuerdo, para que tanto mi persona como mis acompañantes, puedan descansar a gusto el día de hoy y quien sabe si luego del servicio que nos den, puede que dejemos una cuantiosa propina. ¿Qué le parece? Señor posadero — expresó Syro con un tono persuasivo.

El padre de Sara respondió con firmeza:

— Sería algo bueno, pero como le digo, no contamos con espacio. Lo único que podemos hacer por ustedes es alimentarles y darles algo de combustible para una fogata quizá, y así puedan seguir su camino.

Syro reflexionó por un momento y luego dijo:

— Es una lástima, pensaba que se podría negociar. Quién sabe, quizás compartir habitación con alguna de ellas — señaló con su brazo haciendo un ademán entre la madre de Sara y las demás mujeres del lugar. — Pero creo que ya han sido contundentes. No hay espacio para nosotros en este lugar, así que tendremos que irnos sin causar ningún problema—.

—Agradecemos la comprensión – dijo el padre de Sara, intentando hacer caso omiso del comentario que hace un momento Syro había hecho sobre su esposa e hija. – Lamentamos no poder ayudarles más que para espantar un poco el hambre que puedan traer.

Syro, mientras se levantaba de su silla, añadió:

— Creo que aquí ya hemos terminado. Pero antes de irnos, quisa, podría regalarme otro poco de esa deliciosa cerveza, si no es mucha la molestia.

— Por supuesto, permítame y con gusto le traeré otro poco, incluso les regalaremos un poco para que lo lleven en su viaje y puedan todos probarla — respondió el padre de Sara, intentando tomar la jarra que Syro sostenía en su mano, pero Syro rápidamente quitó su mano y evitó que el padre de Sara tomase la jarra.

— Aceptamos su ofrecimiento, pero esta vez, quiero que sea la niña quien traiga la cerveza aquí donde estoy yo — dijo Syro con voz seria y punzante, señalando a Sara.

— Yo soy quien atiende este lugar, mi hija es muy pequeña y solo tiene permitido ayudar a su madre en la cocina — respondió el padre de Sara, intentando contener el enojo que comenzaba a invadirlo.

— Es extraño, juraría que al entrar a este sitio, ella estaba muy tranquila conviviendo con estos otros comensales, no parece que esté siendo sincero conmigo, señor posadero — replicó Syro con un tono de voz aún más punzante, mientras dirigía una mirada penetrante al padre de Sara.

— Yo seré quien le atienda a usted y sus acompañantes. Mi hija no vendrá aquí, señor Syro — dijo el padre de Sara con voz fuerte, un tono que Sara nunca había escuchado en su vida.

—Creo que entonces, tenemos un pequeño desacuerdo aquí entre nosotros, ya que parece que su hospitalidad está dejando de ser grata para mí y mis compañeros. ¿Cómo vamos a solucionar este predicamento? Señor posadero— declaró Syro, con un tono firme y desafiante.

Un silencio pesado envolvió la estancia mientras Syro pronunciaba estas palabras. Nadie se movía, y la tensión en el aire era palpable. Tanto los recién llegados como los presentes en la posada antes de su llegada, sintieron que la situación había alcanzado un punto crítico.

El padre de Sara, junto a Syro, mantenía una postura tensa y expectante. Ambos hombres se enfrentaban, rodeados por la mirada de sus respectivos acompañantes, en un silencio que parecía presagiar un estallido inminente.

Desde detrás de la barra, Sara observaba la escena con una sensación de inquietud. Podía sentir cómo la atmósfera de la posada se volvía cada vez más sombría y opresiva, como si el aire mismo estuviera cargado de electricidad. La tensión en la habitación era palpable, casi tangible.

—-Bueno, bueno, bueno, que no se diga que Syro es un hombre sin principios, creo que ya nos vamos, pero antes-—, dijo Syro, mientras llevaba su mano al cinto, posándola sobre su espada con un gesto amenazante.

Al tiempo que Syro hacía este gesto, una explosión estalló en el sitio, levantando por los aires una de las mesas donde parte del grupo estaba sentado. Sin vacilar, antes de que cualquiera pudiera reaccionar, el padre de Sara lanzó una patada a la mesa más cercana, creando una barrera improvisada entre él y el resto del grupo.

Mientras tanto, los Alvaseda, los Bunnoch y el esposo de los Garcon se levantaron de sus asientos. El señor y la señora Alvaseda empuñaban cada uno una daga pequeña, oculta debajo de la mesa para no ser vista por los demás. Los Bunnoch y los Garcon, al carecer de armas, tomaron sillas del lugar como defensa.

En un instante, el padre de Sara agarró una silla y la utilizó para golpear con fuerza en la cabeza al individuo más cercano. Syro, al percatarse del peligro, se lanzó hacia atrás, esquivando el retroceso de los pedazos de la silla que el padre de Sara había usado para golpear a su compañero.

El resto de secuaces de Syro, en el momento en que todo comenzó, comenzaron a desenfundar sus espadas. La estrechez del lugar, sumada al caos de la situación, hizo que algunos no pudieran desenvainarlas.

—¡Mujer, la espada ahora! —gritó el padre de Sara a su esposa. Antes de que terminara de gritar, la madre de Sara sacó la espada de su escondite en un solo movimiento, sin que nadie lo notara.

Rápidamente la lanzó hacia su esposo, quien ágilmente la atrapó al vuelo. Con una estocada en el pecho, atravesó al individuo que minutos antes le había quebrado la silla en la cabeza. Sin detenerse, pateó con el pie izquierdo la espada que el cadáver había dejado a su lado, la cual fue recogida por uno de los Bunnoch.

Los Alvaseda se colocaron al lado de ellos junto a los Garcon en un rápido movimiento. Sin embargo, la comitiva de malechores ya había comenzado a arremeter contra quienes estaban allí. Sara y su madre seguían detrás de la barra, atentas. Sara no podía creer lo que estaba presenciando frente a sus ojos.

Su padre, habiendo creado una barrera con la mesa que había pateado, tenía ventaja sobre quienes venían a atacarlo. De frente y uno a uno intentaron desarmarlo, pero los dos primeros fallaron. Rápidamente y sin titubear, el padre de Sara lanzó un solo tajo de arriba abajo que le abrió el pecho al primer atacante. La sangre empezó a brotar del pecho de este, empapando el piso mientras caía al suelo. Sin esperar un segundo, en un solo movimiento le arrancó el brazo al segundo atacante.

Syro permanecía en guardia, apoyado en la pared, sin hacer ningún gesto, solo observaba. Sin que nadie lo notara, comenzó a deslizarse hacia uno de los lados del padre de Sara.

En tan solo unos instantes, el padre de Sara había matado a tres de los atacantes, pero rápidamente la situación comenzaría a cambiar. El primero en caer fue el esposo de los Bunnoch: un atacante rápidamente lo atravesó con una daga mientras esquivaba la silla que este le había arrojado. Su esposa, cegada por el impacto, comenzó a gritar de angustia mientras su marido caía al suelo inerte. Sin reparar en lo que sucedía, comenzó a correr hacia él. Otro atacante la tomó del pelo al tiempo que le abría la garganta y ahogaba el grito que la mujer soltó hace un instante.

—¡No maten a las mujeres, idiotas, sino tendremos que volver a divertirnos con meros cadáveres otra vez! —, gritó Syro desde el otro lado de la sala.

El padre de Sara sintió verdadero asco y terror al escuchar esto. Por un momento, perdió la concentración y apenas pudo esquivar un ataque de uno de los secuaces de Syro, que intentaba golpearlo. Rápidamente, lo golpeó con el codo y lo empujó hacia otro de sus compañeros.

Del otro lado, el señor Alvaseda se movió con su esposa detrás de los Garcon, formando una segunda barrera y recibiendo a los atacantes que venían desde ese lado. Uno de los Garcon logró asestar un tajo a uno de los atacantes, quien perdió su brazo izquierdo mientras caía al suelo gritando. Alvaseda le atravesó la garganta con su daga.

Sabiéndose más ágil, rápidamente el señor Alvaseda tomó la espada que había pertenecido al cuerpo del atacante frente a él y, en un solo movimiento, pasó la daga al otro de los Garcon que aún no tenía un arma. Al ver que la situación quizás estaba tomando un rumbo poco deseable, Syro llevó su mano a la boca y silbó muy fuerte.

Unos instantes después, la puerta de la posada estalló abriéndose de par en par. Varios nuevos atacantes irrumpieron en la posada, duplicando la ventaja numérica para los invasores. El padre de Sara, notablemente aterrado, le gritó a su esposa.

—¡Mujer, toma a Sara y corran al bosque sin detenerse! — gritó el padre de Sara.

Al pronunciar estas palabras, el padre de Sara no notó a Syro, quien se había acercado sigilosamente por uno de sus costados. En el momento en que terminó de darle las instrucciones a su esposa, Syro le atravesó el costado con su espada.

Sara, que hasta hace unos momentos veía incrédula lo que estaba pasando, al ver a su padre caer de rodillas al suelo, vio cómo sus ojos comenzaban a empañarse, lágrimas salían a borbotones de sus ojos. Todo empezó a empañarse; la escena que hasta hace unos instantes era clara, ahora era borrosa y confusa. Un grito agudo salió por fin de su boca mientras su madre la tomaba en brazos para correr hacia la puerta trasera.

—¡Padre!— gritó.

—¡Huyan de aquí!— fueron las últimas palabras que Sara logró escuchar de su padre mientras veía cómo se alejaba la escena, siendo arrastrada por su madre. Vio cómo Syro atravesaba una segunda vez a su padre quien caía inerte al suelo.

Antes de salir de la sala, los hombres que habían irrumpido en el salón momentos antes, descargaron una lluvia de virotes de ballesta sobre los Bunnoch, quienes cayeron uno a uno, inertes, sobre el frío suelo de piedra. Al mismo tiempo, Syro, como una fiera en celo, se abalanzó sobre el señor Alvaseda y, con un solo tajo de su espada, le segó la vida. El cuerpo del noble se desplomó junto a su esposa, quien, presa del horror, lanzó un alarido desgarrador que resonó en las paredes.

—¡No los dejen escapar! ¡Acaben con ellos!, rugió Syro mientras agarraba a la señora Alvaseda por la cabellera y la lanzaba con brutalidad contra la pared. —La niña me pertenece, pero ustedes pueden divertirse con esta mujer y la madre.

Con estas palabras resonando en sus oídos, Sara se vio envuelta en el terror. Madre e hija corrieron hacia la cocina, buscando refugio en la oscuridad. Sin perder un segundo, salieron por la puerta trasera que daba al huerto de la madre de Sara, un oasis de paz en medio del caos que las rodeaba.

Ambas comenzaron a correr hacia el bosque, cuando de repente, desde una de las esquinas de la casa, dos sombras emergieron en una estampida, cortándoles el paso. La madre de Sara viró bruscamente y se adentró en el oscuro abrazo del bosque de Graunor, llevando a su hija consigo. Al penetrar en la espesura, la madre de Sara la impulsó hacia adelante mientras gritaba:

—¡Sara, corre tan veloz como puedas, él!

Antes de que pudiera terminar sus palabras, una flecha surcó el aire y se incrustó en su pecho. Sara solo alcanzó a presenciar cómo su madre se desplomaba en el suelo frente a ella.

—¡Madre! —fue el lamento desgarrador que escapó de los labios de la niña.

A escasa distancia, los dos maleantes se acercaban con paso lento y siniestro. En ese instante, Syro surgió de la posada por la misma puerta por la que habían partido madre e hija momentos antes.

—Malditos idiotas , les ordené que ninguna mujer resultara herida —vociferó Syro, mientras abofeteaba con furia a quien llevaba la ballesta.

Mientras todo esto ocurría, la madre moribunda de Sara, con sus últimas fuerzas, yacía en el suelo y susurraba a su hija con voz entrecortada:

—Mi querida y amadaSara, sé que estás asustada, pero ahora debes encontrar fuerzas y correr hacia el bosque sin mirar atrás, tu padre y yo, siempre estaremos a tu lado—.

Con estas palabras, la madre de Sara exhaló su último aliento. Como si despertara de una pesadilla, Sara reaccionó impulsivamente y se lanzó hacia el bosque. A sus espaldas, Syro y sus secuaces comenzaron a perseguirla.

Pronto, otros hombres se unieron a la cacería, portando antorchas y faroles arrebatados de la posada. Syro agarró una de las ballestas al darse cuenta de que Sara comenzaba a distanciarse. Temiendo perderla de vista, cargó la ballesta y apuntó hacia la niña con determinación.

—Peor es nada—, dijo Syro mientras apretaba el gatillo.

Una flecha se lanzó desde la ballesta, cortando el aire y desapareciendo momentáneamente en la oscuridad, hasta que alcanzó a Sara, impactándola en la espalda y atravesando su hombro. La niña se desplomó por el impacto.

Cuando intentó incorporarse, el intenso dolor se lo impidió. Gritó y lloró desconsoladamente, experimentando un sufrimiento nunca antes sentido. La sensación de que la vida se le escapaba lentamente la abrumaba. Trató de mover el brazo derecho, pero el dolor ensordecedor lo hizo imposible.

Llevó la mano izquierda al hombro herido y al tocarlo, sintió como una punta de metal sobresalía de su piel. Intentó alcanzar con la mano detrás de su espalda, pero lo que descubrió la aterrorizó. Mientras trataba de entender lo que sucedía, no se dio cuenta de que Syro y sus hombres se habían acercado.

—Así es como se dispara sin matar a alguien, malditos idiotas—, dijo Syro a sus secuaces con satisfacción en su voz. «Creo que ahora sí podré divertirme. Me encanta cuando pueden ofrecer algo de resistencia».

Syro agarró a Sara del cuello y la empujó contra un tronco cercano. La chica intentó liberarse, pero Syro se lo impidió sujetándola por el cabello que llevaba suelto. Sara sintió un dolor desgarrador cuando él tiró de su pelo, arrojándola bruscamente al suelo. Atormentada por el terror y el asco, Sara apenas podía moverse mientras Syro la sujetaba del cabello y el pecho, aprisionándola contra el árbol.

—No te imaginas lo que he esperado desde que te vi pasar por el camino temprano el día de hoy—, dijo Syro con una voz llena de malicia y lascivia. —Fue difícil resistir la tentación de tomarte ahí mismo y evitar que fueras donde sea que ibas. Pero no sabíamos cuántas personas vivían en este lugar asqueroso, cuyo único beneficio es lo apartado que está de cualquier otro sitio. Lo que hagamos aquí, nadie lo sabrá nunca. Si no fuera por el azar o las mismas deidades, nunca habríamos llegado aquí—.

Mientras Syro decía esto, sostenía a Sara con su mano izquierda y con la otra intentaba quitarle el vestido. Además del dolor, Sara comenzaba a sentir un profundo asco y terror. Podía percibir la cercanía del cuerpo de su agresor, su olor y su aliento mientras respiraba pesadamente en su rostro. El sentimiento de terror, asco y desesperación se intensificó justo cuando Syro continuó hablando.

—No temas, niña. Ahora soy yo quien te protegerá, pero para hacerlo, debes cooperar conmigo. Solo nos divertiremos un rato y luego jugarás con mis camaradas. Todos estamos ansiosos de pasar un buen rato juntos. Solo debes cooperar un poco, aunque sé que te duele esa herida. Discúlpame por ello, pero no quería que escaparas. Trata de no morir antes de que hayamos disfrutado un poco, ¿de acuerdo?—.

Mientras le decía esto, Sara podía sentir su aliento en su rostro, combinando la sensación de asco con el aroma familiar de la cerveza que su madre solía preparar. De repente, comenzó a imaginar todo lo que podrían estar haciéndole a su cuerpo, al de la señora Bunoch y al de la señora Alvaseda. Nunca pensó que algo así pudiera sucederle.

Sus emociones y pensamientos en ese momento formaban un torbellino de incredulidad y negación. «Esto no puede estar pasando, esto no puede estar pasando», se repetía una y otra vez en su mente mientras Syro la tocaba y le quitaba la ropa. Toda su vida, había oído hablar de la violencia solo como un relato lejano. Su hogar, la tranquilidad que la posada y las tierras de los Alvaseda le proporcionaban, ahora estaban siendo invadidas por el terror y el miedo. Un miedo que nunca antes había sentido.

Los pensamientos de dolor y repulsión se agolpaban en su cabeza, mientras se superponían imágenes en su mente del momento en que su padre caía al suelo, atravesado por la espada de quien ahora estaba sobre ella, y su madre colapsaba frente a ella, siendo atravesada por una flecha. Todo lo que amaba y todo lo que era le fue arrebatado, y estaba siendo arrebatado, en una sola noche.

Fue en ese momento, rodeada de terror y una profunda tristeza, que Sara comenzó a agitarse. Su cuerpo y mente ansiaban seguir corriendo, escapando de ese lugar y de todo lo que acababa de perder. Por más que se movía, no podía liberarse del agarre de su captor. A pesar del dolor que sentía, no dejó de moverse; fuerzas que desconocía se manifestaron en su interior, y sintió una explosión de energía que le dio un último impulso por sobrevivir.

Con su rodilla, golpeó con todas sus fuerzas la entrepierna de Syro, quien la soltó retorciéndose de dolor. Luego logró liberar su brazo herido, el cual minutos antes no había podido mover debido al dolor. Anestesiada por la urgencia del momento, Sara asestó con lo que le quedaba de fuerzas un golpe en el rostro de su atacante, haciéndolo retroceder. Después, logró cubrirse el pecho con el vestido que habían comenzado a quitarle. Intentó levantarse para huir, pero en todo ese caos, había olvidado que Syro no estaba solo.

Al lograr ponerse de pie, Sara vio frente a ella las sombras del resto de los hombres de Syro, cerrando todos sus posibles puntos de escape. Como espectadores silenciosos, estaban cerca, observando lo que su jefe estaba a punto de hacer. Fue entonces cuando el último resquicio de energía que había logrado arrancar de su interior se desvaneció frente a ella. Antes de poder siquiera comenzar a correr, su vista se volvió borrosa y un fuerte dolor la hizo arrodillarse.

Syro le había golpeado fuertemente en la cabeza, haciendo que Sara perdiera el equilibrio y se retorciera de dolor en el suelo, escupiendo sangre. Se llevó la mano a la boca para revisar el daño cuando Syro volvió a jalarla del pelo, obligándola a regresar al mismo lugar del que había logrado moverse unos momentos antes. Sara estaba de nuevo en la misma posición, pero esta vez sabía que nada de lo que hiciera serviría de algo.

Sus fuerzas comenzaron a menguar y, como quien presiente lo inevitable, un sentimiento de impotencia la invadió. Envuelta en la resignación, no solo sentía sobre sí el cuerpo de quien la quería violar, sino que también este la aprisionaba. El aire comenzaba a faltarle y, lentamente, sus ojos y emociones se sumieron en la completa oscuridad. Cada instante que pasaba, algo moría junto a su cuerpo. Al tiempo que Sara perdía toda esperanza, su cuerpo comenzó a languidecer. Ya no tenía fuerzas para moverse, había perdido toda esperanza.

Sus ojos apagados expresaban la muerte de sus emociones. La dulce niña que nunca había visto nada de sangre en su vida, ahora había muerto en su interior. Sus signos vitales seguían bombeando sangre a su cuerpo, pero su conciencia se había desvanecido, como quien, para no sufrir lo que estaba comenzando a pasar frente a ella, se refugia en la inconsciencia.

Syro notó cómo la chica dejaba de forcejear, pero seguía con vida. Una sonrisa macabra cubrió su rostro y, con voz lasciva, al tiempo que volvía a intentar desnudar a Sara, le dijo:

—Esa mirada, la mirada que ponen cuando saben que no pueden escapar, una mirada de desesperación y miedo, la cual para mí es música que canta cooperación y sumisión. No temas, todo terminará pronto, mi niña. Tú solo déjate llevar y disfruta tanto como yo del momento. Cuando ter…—

Syro no había terminado de hablar cuando un rugido hizo estremecer la tierra. Cada centímetro del suelo y los árboles comenzaron a moverse por el impacto del sonido que llegaba de todas direcciones. El viento comenzó a agitarse, proveniente de todos lados. Un aire atronador comenzó a levantar las hojas del suelo al tiempo que apagaba de un solo movimiento las antorchas de los secuaces de Syro.

Un rugido ensordecedor, aún más fuerte que el anterior, volvió a cubrir cada centímetro de ese espacio. Syro se puso de pie frente a Sara. Un sentimiento de alerta invadió a todos sus hombres.

Todos se pusieron en guardia. Syro sacó su espada. Algunas farolas aún quedaban encendidas. Todos comenzaron a mirar en todas direcciones. El viento y los rugidos, que cada vez eran más fuertes, provenían de todas direcciones. Sara, como quien momentáneamente emerge de una pesadilla, aturdida por el rugido que invadía cada espacio del bosque, logró abrir los ojos. Frente a ella, el grupo de Syro esperaba espectante, formado en un círculo que cubría cada dirección.

Todos habían dejado de prestarle atención a Sara, quien ya no tenía fuerzas para moverse. Solo podía mirar en dirección al grupo que, hace un momento, disfrutaba de cómo su jefe comenzaba a desnudarla. Fue entonces que Sara lo vio.

Sin que ninguno de los hombres de Syro pudiera reaccionar, un parpadeo blanco atravesó el grupo. Graunor había aparecido de uno de los costados y, en un solo zarpazo, había partido a los hombres que encontró en su camino. El enorme felino se encontraba ahora a escasos pasos del grupo. Todos en ese momento comenzaron a sentir el verdadero terror.

Graunor, levantando una de sus enormes patas delanteras, en un movimiento que rasgó el viento a su paso, hizo volar por los aires a dos hombres más, haciéndoles impactar contra un tronco cercano, destrozando cada centímetro de sus cuerpos por el golpe.

Uno de los hombres de Syro que se encontraba detrás del felino intentó atacarlo. En un movimiento rápido, intentó clavar su espada en la carne del inmenso animal, pero el metal no pudo atravesar la piel del felino. En el momento que la espada tocó el pelaje de Graunor, esta solo se rompió por la mitad, como quien intenta romper un metal indestructible.

raunor, al darse cuenta de su atacante, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, tan solo se limitó a mover su cola, la cual, como un látigo, destrozó el cuerpo de su atacante. En poco tiempo y antes de que nadie pudiese salir huyendo, el grupo fue diezmado. Tan solo Syro y uno de sus secuaces, gritando de dolor en el suelo, fueron todo lo que quedó en el lugar.

Graunor, como quien sabía lo que allí estaba pasando, no había tocado a Syro en la masacre. Syro se intentó mover para huir, pero Graunor, en todo momento, le cortó el paso con su colosal cuerpo. Graunor comenzó a avanzar hacia Syro. Cada pelo del cuerpo del felino se encontraba erizado. Un bramido de rabia y odio salía de las fauces del majestuoso animal.

Mientras se acercaba al asesino, Graunor aplastó con una de sus patas al último hombre vivo, quien yacía gritando en el suelo. A cada paso que daba hacia Syro, el animal parecía crecer en tamaño. Cuando estuvo frente a él, Syro no era más que un pequeño muñeco a su lado.

Hombre y animal se quedaron enfrentados por un momento. Sara había visto todo lo que había pasado. Sus fuerzas comenzaban a desvanecerse lentamente, pero había encontrado algo de satisfacción en lo que acababa de presenciar. Ahora, frente a ella, quien hace unos momentos intentaba violarla, ahora enfrentaba la muerte inminente. Syro, notablemente aterrado, quiso abrir la boca para rogar piedad, pero al momento que sus labios comenzaron a moverse, como si Graunor lo esperase, este abrió su gran ocico y de un mordisco limpio le arrancó la cabeza al asesino.

Así, tan rápido como todo comenzó, así de rápido todo había terminado. Sara vio cómo todo a su alrededor comenzó a oscurecerse. Empezaba a sentir frío, la vida había empezado a abandonarla. Mientras se desvanecía, logró ver cómo Graunor se acercaba a ella. El aire caliente que emanaba de la nariz del felino al olfatearla le hizo sentir brevemente reconfortada. Antes de desvanecerse, Sara vio cómo Graunor se mordía así mismo una de sus patas. Sumergida en la oscuridad, lo último que Sara sintió antes de perder el conocimiento fue un calor que la rodeaba. Sintió cómo su cuerpo era envuelto por una sensación parecida al estar sumergida bajo el agua. Luego de eso, la niña perdió el conocimiento.

Epílogo

Los sonidos de la naturaleza provenían de todos lados; un viento cálido recorría cada rincón del lugar. Figuras iridiscentes se movían de aquí para allá. Una sensación de calidez abrazaba cada centímetro del cuerpo de aquella niña. El ritmo de una respiración acompañaba la calma: sube, baja, sube, baja; el ritmo de la inhalación y exhalación se escuchaba como si proviniera de una enorme cueva.

Al mismo tiempo, un ronroneo acogedor envolvía el sueño de Sara, como si estuviera sumergida en un manto de tranquilidad. Sara se vio a sí misma flotando en el agua, pero en lugar de sentir frío o miedo, su cuerpo y mente se dejaban llevar por la sensación de calma. Pudo sentir cómo su espíritu se movía libremente; ya no estaba atada a su propio cuerpo, la libertad llenaba cada espacio de su alma. Podía sentir que era capaz de llegar a cualquier sitio si se lo proponía.

Logró percibir cómo su cuerpo se transformaba en tierra, cómo era absorbida por toda la naturaleza, cómo renacía y florecía de nuevo. Pudo experimentar esto una y otra vez, como si hubiera vivido mil vidas. Sara sintió que ahora era parte de la naturaleza. Su cuerpo comenzó a adoptar formas inimaginables; sintió cómo se convertía en el viento que jugueteaba entre los árboles, cómo en un instante pasaba de ser el viento a una ardilla correteando ágilmente por las ramas. Se vio corriendo libremente por el bosque, transformada en un cervatillo persiguiendo a su madre. Luego, se sumergió en las profundidades del agua, adoptando la forma de un pez dorado y majestuoso al que los demás peces dejaban paso.

Sara no solo sintió que era una con la naturaleza, sino que se convirtió en la naturaleza misma en su sueño. Era todos estos elementos y animales, y no era ninguno. No existían palabras humanas suficientes para expresar lo que la niña estaba experimentando. En ese estado, Sara estaba conectada con el pasado, presente y futuro. El tiempo y las sensaciones se desplegaban ante ella en mil formas y colores.

Flores emergían frente a ella, transformándose en miles y miles de pétalos que luego daban paso a hojas secas de diversos tonos marrones. La naturaleza moría y renacía una y otra vez frente a Sara, el ciclo de la vida cobraba forma ante sus ojos.

Un pez devoraba a otro, un lince del bosque acurrucaba a sus crías y las alimentaba con la carne del cervatillo que antes correteaba libremente por el bosque. La ardilla caía del árbol y perecía junto a él por el impacto, pero al mismo tiempo, la tierra se nutría, la carne se transformaba, la muerte cedía paso a la vida y el ciclo se repetía una vez más.

Sara no comprendía lo que estaba sucediendo; no podía discernir si estaba dormida o despierta. Todo se sentía tan real y, al mismo tiempo, formaba parte de una imagen idílica y onírica. Nada la ataba, nada le impedía ser libre, ser ella misma o quien quisiera ser.

Lentamente, la conciencia reclamó la atención de Sara, como quien emerge de un largo sueño, como quien ha hibernado toda una vida. Aquella niña comenzó a recordar; momentos antes, solo era ella, pero luego, recuerdos de su vida habían empezado a tomar forma. Frente a ella estaban dos personas familiares. Poco a poco, comenzó a reconocer a la pareja: su padre y su madre caminaban por un sendero. Sara bajó al lado de ellos convertida en un pequeño pájaro, luego adoptó su forma humana y corrió rápidamente junto a sus padres. Ambos hicieron espacio en medio para que Sara caminara entre ellos, tomando una mano de cada uno. Los tres empezaron a avanzar por ese sendero, y pronto otras figuras empezaron a tomar forma frente a ellos.

Figuras oscuras comenzaron a invadir el paisaje, pero frente a Sara estaban ahora sus amigos, los Bunoch y los Garcon, junto al señor Mountainstone y los Alvaseda, completando el grupo. Los padres de Sara soltaron sus manos y se unieron al grupo, rodeados por una densa niebla. Sara vio cómo todos comenzaban a alejarse de ella. La niña intentaba seguirlos, pero sus pies se habían incrustado en el suelo; raíces emergían de su piel y ahora, convertida en un hermoso roble rodeado de flores, solo podía observar cómo sus padres y amigos se alejaban de ella. Antes de que desaparecieran de su vista, se voltearon y le dedicaron una última sonrisa.

Sara se encontró sola en medio del bosque, un sentimiento de desolación comenzó a invadir a la niña. Sus ramas y hojas empezaron a caer; ella comenzaba a desfallecer, el invierno se tornó a su alrededor. Oscuridad y pesadillas empezaron a atormentarla. Invadida por el miedo, Sara volvió a tomar forma humana. Frente a ella, una sombra horrible con un rostro humano, que le causó repulsión, se interpuso en su camino y la niña comenzó a sentir pánico. La naturaleza había comenzado a abandonar a Sara; ella empezó a sentir tristeza.

Una luz detrás de ella la hizo sentir de nuevo calidez; sintió cómo un sentimiento de familiaridad la invadía. La luz la rodeaba y susurros de amor y palabras reconfortantes la envolvían. Aunque no podía verlos, sus padres estaban allí con ella. Luego, en frente de ella, Graunor emergió del bosque. La niña abrazó sollozante al felino; lágrimas brotaban de su rostro, una combinación de felicidad y tristeza se agolpaba en su pecho. Fue así, abrazando al felino, como poco a poco Sara comenzó a despertar.

Sara abrió lentamente sus ojos y se encontró acostada de lado, con la luz del sol bañando su rostro. Después de un momento, se dio cuenta de que la respiración que escuchaba en su sueño y el ronroneo provenían del animal sobre el cual estaba recostada. Con su mano, comenzó a acariciar el pelaje que la sostenía. Suave y aterciopelado, era una sensación agradable al tacto. Al tocar la piel frente a ella, sintió cómo todo comenzó a moverse; el enorme animal reaccionó a la caricia, sacudiéndose momentáneamente antes de volver a quedarse dormido y seguir ronroneando con mayor intensidad.

Sara se dio cuenta rápidamente de que estaba recostada sobre el estómago del increíble animal. Graunor se veía colosal frente a la niña, enorme e imponente. El felino descansaba plácidamente en una cama de hojas; el lugar donde estaban parecía una guarida, con los árboles dispuestos de tal manera que, de forma casi milagrosa, creaban una cama para la enorme bestia.

Lentamente, la conciencia trajo a la realidad a la niña, y los recuerdos de lo ocurrido comenzaron a agolparse en la memoria de Sara. Recordó la posada, cómo sus padres habían sido asesinados junto al resto de sus amigos. Luego, recordó a Syro mientras la tocaba, y una reacción de vómito fue contenida por la niña antes de dejar escapar un grito ahogado de miedo y repulsión. Como quien recobra la conciencia, sintió el impulso de correr hacia donde estaban sus padres, de regresar a la posada para ver qué había sucedido. La luz del sol se filtraba entre las hojas de los árboles; ya era de día, pero Sara no sabía cuánto tiempo había dormido ni cuánto había pasado allí.

Lentamente, comenzó a moverse, intentando bajar de Graunor sin que él lo notara. Cuando finalmente lo logró, intentó orientarse para entender dónde se encontraba. No tenía idea de cómo volver a su hogar. Mientras meditaba, no se percató de que el ronroneo del felino se detuvo y una sombra se cernió sobre el lugar. Fue entonces cuando Sara se dio la vuelta.

En el lugar donde antes descansaba plácidamente la enorme bestia, ahora Graunor se erguía majestuosamente frente a Sara. Si el tamaño del felino ya imponía cuando reposaba, de pie era una verdadera maravilla; su altura era tal que Sara apenas alcanzaría la nariz del animal si extendiera su mano.

Graunor permaneció imperturbable frente a Sara, como una estatua viva de fuerza y poder. No mostraba señales de enfado por la presencia de la niña. Cuando Sara consideró la posibilidad de retirarse, Graunor negó con la cabeza, indicándole con claridad que no quería que se marchara. Emitió un bufido de desaprobación y se acercó a Sara con su poderoso hocico.

Aunque Sara sintió un escalofrío de temor, antes de que pudiera reaccionar, Graunor volvió a emitir su reconfortante ronroneo y, extendiendo su enorme lengua, la lamió. Sara experimentó una mezcla de sensaciones: la aspereza de la lengua del felino le produjo cosquillas, pero al mismo tiempo, sintió una extraña calidez y seguridad. Fue entonces cuando se dio cuenta de que sus heridas ya no estaban presentes.

Al tocar su hombro, Sara se encontró con el agujero donde la flecha había atravesado su piel; no había ni siquiera una cicatriz. Incrédula ante lo que estaba presenciando, no lograba explicarse cómo había pasado de estar al borde de la muerte a estar de pie sin una sola herida en su cuerpo.

Como si existiera una conexión entre Graunor y la niña, el felino pareció darse cuenta de los pensamientos de Sara. Con un gesto de su cabeza, Graunor señaló una herida en una de sus patas delanteras. Sara observó la profunda herida en la pata del gran animal y recordó cómo esa misma noche Graunor se había autoinfligido esa lesión. La niña comenzó a percibir cómo los pensamientos del felino resonaban en su mente, como si pudiera escuchar lo que el animal estaba pensando.

Sintió cómo Graunor le comunicaba en su mente que estaba viva porque él había tomado la decisión de salvarla, cómo recordaba su aroma de un tiempo pasado y cómo había sentido la necesidad de protegerla. También le transmitió que el don que él poseía ahora había sido transferido a ella.

—¿A qué te refieres con «don»? ¿De qué estás hablando? —preguntó en voz alta Sara al felino frente a ella. Fue entonces cuando Graunor comenzó a relatarle su naturaleza y la difícil decisión que había tomado.

La voz del felino resonaba en la mente de la niña; no salían palabras ni sonidos del animal, pero ella podía escuchar cada pensamiento proveniente de esa enorme criatura. Graunor le contó que era una de las deidades protectoras, una de las cuatro en total. Sus espíritus estaban vinculados a las tierras bajas, pero sus formas corpóreas estaban ligadas al mundo de los humanos. A cada una de estas deidades menores se le había encomendado proteger lugares y energías específicas. Graunor era el encargado de la naturaleza; su don consistía en nunca perecer por el paso del tiempo, siendo inmune a toda arma humana, al igual que sus hermanas.

Pero también estaba atado a este bosque hasta ahora; su deber siempre había sido proteger este bosque y las montañas del norte donde habitaban las bestias mágicas. Sin embargo, ya no era más ese protector. Graunor solo podría hacerse daño a sí mismo bajo su propia voluntad, y su don podría ser transferido a otro ser consciente si así lo quisiera. Su sangre fue lo que le devolvió la vida a Sara, pero el precio de esto fue la propia inmortalidad de Graunor. Ahora el felino comenzaría a menguar lentamente y podría ser herido por armas humanas. Su muerte llegaría por el paso de las largas estaciones o a manos de los humanos, pero su vida le pertenecía al bosque y, sin su don, sería cuestión de tiempo antes de que este pereciera.

Ahora Sara debía tomar una decisión. Podría dejar esas tierras y buscar venganza contra aquellos que lograron huir esa noche al quedarse en la posada y no correr junto a Syro al bosque. Ella no estaba atada al bosque y podría ir libremente a donde quisiera. Ahora era igual a como había sido Graunor antes, inmune a las artimañas y armas de los humanos.

Graunor no le estaba pidiendo que se quedara en el bosque, pues ese era solo su deber. Él solo le había otorgado un regalo para que viviera y pudiera ser libre otra vez, como lo era antes de esa fatídica noche.

Sara no lograba comprender la mitad de lo que el felino le decía. Lo único que resonaba en su cabeza era la urgencia de ir donde estaban sus padres. Mirando a Graunor, le dijo:

—No entiendo la mitad de las cosas que me estás diciendo, solo quiero volver a casa. Aprecio profundamente que hayas sacrificado tu propia vida para salvar la mía, sin tener ninguna obligación hacia mí, pero ahora necesito pedirte otro favor. Ayúdame a llegar al lugar donde solía vivir. Imagino que sabes a dónde me refiero.

Mientras Sara hablaba, rasgó la falda de su vestido y se acercó a la herida de Graunor. Con la tela, improvisó un vendaje. El felino no opuso resistencia al gesto. Una vez que la niña terminó, el animal se limitó a lamer la herida con el vendaje.

uego, Graunor se acercó a Sara y se agachó a su lado. La niña comprendió que el felino esperaba que se subiera a su lomo. Así lo hizo, aferrándose con fuerza al pelaje del animal. Con un potente salto, Graunor comenzó a correr por las profundidades del bosque. Cualquiera que presenciara la escena habría visto un enorme felino con una niña rubia en su lomo, destacando contra el verdor del bosque al pasar.

El cabello de Sara ondeaba libremente, meciéndose al ritmo del galope del felino mientras se movían con libertad por el bosque. Sara observó cómo pasaban por diferentes lugares: un lago cubierto de vegetación con agua transparente y cristalina, donde animales increíbles cruzaban ocasionalmente a su lado. Había otros felinos, caballos dorados y enormes alces con cornamentas tan grandes como sus cuerpos, cuyos pelajes tenían tonos blancos, grises y de todos los colores imaginables.

Animales familiares y otros cuyas formas parecían sacadas de un cuento o leyenda asombraron a la niña en el bosque. Algunos se acercaban al ver pasar a la pareja, mientras que otros, como quien reconoce a su amo, hacían reverencias al ver pasar a Graunor con la niña sobre él. Todo esto le parecía un sueño a Sara, pues nunca se había imaginado que tanta exuberancia pudiera existir a tan pocos metros de donde había crecido y vivido toda su vida.

Sara quedó maravillada por la exuberante vida del bosque que los rodeaba. Pasaron mucho tiempo moviéndose por el bosque, y rápidamente se dio cuenta de que Graunor la había llevado bastante lejos de su hogar. Lo que habían recorrido en unas horas habría llevado semanas para ella hacerlo por sí misma. El tamaño de Graunor, combinado con su agilidad, hacía que moverse por el bosque fuera fácil y rápido.

asado un tiempo, llegaron a Ferendi. A lo lejos, Sara logró escuchar el golpeteo del molino, pero esta vez el sonido no era rítmico. Presintió que la escena que iba a encontrar no le gustaría, y así fue. Graunor le había dicho que lo que había pasado, había sido la noche anterior, por lo que tan solo habían transcurrido algunas horas.

Al llegar al borde del bosque, Graunor se agachó para que la niña pudiera bajar. La luz del sol comenzaba a marcar el inicio de la tarde, pero el olor a sangre aún se percibía en el lugar. Sara comenzó a sentir una profunda angustia, las escenas de la noche anterior comenzaron a agolparse en su mente. El felino, ahora atado a las emociones de la niña, también comenzó a angustiarse.

Sara corrió seguida por Graunor hacia donde recordaba que había quedado su madre. Justo allí, a pocos pasos, estaba el cuerpo de ella. Su ropa estaba intacta. Un leve sentimiento de tranquilidad acompañó la tristeza de Sara. Se acercó e intentó levantar el cuerpo de su madre mientras lloraba sobre él.

Con una fuerza antinatural, levantar el cuerpo de su madre no le costó nada a Sara. En sus brazos, el cuerpo de quien le había dado la vida ahora se sentía tan liviano como una pluma para la niña.

Llevó el cuerpo cerca de la posada, lo puso con cuidado en el suelo y entró en la misma. La escena dentro era aterradora. Los cuerpos de sus vecinos yacían en el suelo, el cuerpo de su padre estaba justo en el sitio donde lo había visto la última vez vivo. A pocos metros, la señora Alvaseda se encontraba boca abajo con su ropa desgarrada. Al parecer, aquellos que se habían quedado en la posada habían emprendido rápidamente la huida cuando Graunor apareció en el bosque.

Sara fue a la bodega de la casa y buscó una pala. Comenzó a cavar una a una las fosas para sus padres y amigos. Esto no le llevó mucho rato. La niña, mientras trabajaba, se dio cuenta de que su cuerpo no sentía cansancio, su fuerza era anormal y su rostro no se enrojecía por el calor del sol ni había sudor. Los movimientos le eran libres y sin resistencia.

Rápidamente, la niña terminó de hacer las tumbas y enterrar a sus amigos. Durante todo este tiempo, lloró al tener que mover el cuerpo de aquel que un día antes la acurrucaba en la carreta de vuelta a casa. Los cuerpos de aquellos que la habían acogido como su protegida y de aquellos que siempre habían compartido sus noches y cenas rodeados de anécdotas y risas.

Luego, buscando cerca del molino, se encontró el cuerpo del señor Mountainstone a pocos metros de la entrada del molino. Parecía que, a pesar de sus heridas, había intentado arrastrarse a la posada moribundo. Una vez terminados los procesos fúnebres para todos, Sara entró en la posada, ignorando los cuerpos de los bandidos que habían perecido frente a sus amigos y su padre.

Subió a su cuarto, el cual había sido saqueado. Tanto el primer piso como el segundo habían sido revueltos de arriba abajo. El cuarto de sus padres era un completo desorden, al igual que las casas vecinas, que también habían sido saqueadas rápidamente por los bandidos antes de huir.

Encontró las botas y la ropa que se había quitado el día anterior. Al no tener mucho donde escoger, decidió cambiarse y ponerse lo mejor que encontró entre sus pertenencias. Luego, tomó una forja y metió en ella varias cosas. Bajó al salón, fue a la bodega, tomó algunas botellas de aceite usadas para las farolas y las roció por aquí y allá. Entró en la cocina, tomó un poco de las brasas de la caldera y avivó las llamas del trozo de madera que había tomado. Al salir de la cocina y regresar al salón, lanzó tras de sí una botella del combustible hacia la cocina.

Sara tomó una de las forjas de las espadas de los asesinos que yacían en el suelo. Luego, agarró la espada de su padre y la envainó, atándola a su espalda. Terminó de rociar el combustible que le quedaba mientras comenzaba a salir humo de la cocina. Antes de salir por la puerta principal, Sara volteó atrás una última vez y lanzó el madero que llevaba en la mano. Al tocar el suelo con el combustible en él, las llamas rápidamente comenzaron a brotar.

Fuera de la posada, Graunor estaba cerca, expectante de lo que hacía la niña. Sara se acercó al molino e inspeccionó el mismo, notando cómo el engranaje principal se había roto, quizás por la mano de los asesinos. Graunor estaba cerca, olfateando el suelo con un semblante de desagrado. Estornudó y siguió curioseando por aquí y por allá, topándose con la carreta de los Alvaseda, la cual estaba volcada.

El enorme animal observaba todo con cierto interés mientras Sara estaba en el molino. Al salir del molino, la niña se topó con Graunor jugando con la rueda de la carreta. El enorme felino se había acostado en el suelo y movía la enorme rueda con las patas como si fuera un juguete. La escena le pareció ridículamente graciosa a Sara, quien no pudo evitar soltar una sonrisa.

El enorme animal se sobresaltó y se puso en pie rápidamente. Se acercó a Sara y con ternura le lamió la mano que la niña extendió para acariciarle. Con voz dulce, Sara le dijo:

—Tengo que pedirte otro favor. ¿Ves ese enorme pilar que sostiene el molino en el exterior? —dijo la niña mientras señalaba el soporte principal de la rueda—. Podrías golpearlo y romperlo, de forma que la rueda caiga al río.

Como quien entendió la instrucción, Graunor se acercó por la orilla del río hacia el molino y con un simple zarpazo, destrozó la estructura en un solo movimiento. Rápidamente, la enorme rueda del molino colapsó, arrastrada por la corriente. Siguió rodando río abajo hasta toparse con el puente, colisionando con él y partiéndolo por la mitad. Ambas estructuras se destrozaron por el impacto, con tablas y hierro torcido cayendo al agua. La entrada a Ferendi había sido destruida.

—Mi vida aquí ha terminado —dijo Sara mientras se acercaba a Graunor y le acariciaba—. Mis padres me dieron la mejor vida que podría haber deseado y soy feliz por ello. Ahora, gracias a tu gesto de darme tu inmortalidad, tengo una segunda oportunidad, una segunda vida. Déjame compartir contigo el resguardo y cuidado de este bosque. No puedo perseguir a quienes lograron huir, ya que ni siquiera sé cómo son o cómo lucen sus rostros. Prefiero alejarme de los humanos que me arrebataron a mi familia y vivir junto a ti en el bosque. Ya no hay nada para mí en este lugar.

El enorme felino y la niña comenzaron a caminar en dirección al bosque por donde tiempo antes habían emergido. Uno al lado del otro, se perdieron en la espesura, mientras detrás de ellos la posada y las casas vecinas ardían en llamas.

Fin.

Etiquetas: cuento fantastico

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