EN EL SOLITARIO
Hoy yo no quería ir atrás, a la oficinita de Pastoral. No sé por qué, pero no quería. Yanina tampoco. Esgrimió un argumento contundente: la semana próxima estaría de vacaciones y era preferible que fuera ella atrás el jueves para hacer las cuentas, así estarían más al día. Era un argumento lógico. Yo lo acepté. Después, cuando ya había vuelto a casa, me di cuenta por qué no quería irse de adelante: hoy era el día de la Secretaria. ¡Cómo perderse todas las felicitaciones y los saludos! En realidad, me hizo un favor. No me gusta que me saluden ni siquiera para mi cumpleaños. Es una situación incómoda. ¿Qué decir, además de “gracias”? Quizás con eso es bastante, pero a mí siempre me pareció que hay que decir algo más, pero aún no descubro qué es, y terminamos el que felicita y yo en un silencio incómodo, como un cinturón que nos ajusta en el estómago… Así que di mil vueltas antes de ir atrás: saqué fotocopias, doblé hojas, busqué estampas, compré cartuchos, pagué cuentas, colgué carteles… Cuando ya no había nada más que hacer, me fui a comprar remedios a la farmacia; después, al kiosco, una botella de jugo; y hasta pasé y compré caramelos para poner en la caramelera de la Secretaría… Ya no tenía excusa; eran las cuatro y media pasadas: debía ir atrás. Igual tenía cosas que hacer, que terminar… Fui atrás. Caminé lentamente por el patio mojado del colegio. Dos palomas aprovechaban un charco para beber. El cielo, plomizo; iba a volver a llover. Entré a la oficinita… Siempre me gustó estar allí, sola, haciendo lo que quería. Pero hoy no. Hoy no quería estar sola. Hoy la soledad me molestaba, me abrumaba…
Encendí la computadora… Y me puse a jugar al Solitario. Tenía cosas que hacer pero no sé por qué me puse a jugar al Solitario. Tal vez era una manera de decirme a mí misma: “Me siento sola”. A veces, siento que estoy dentro de una burbuja y la vida gira a mi alrededor, la gente pasa, pero no puedo acercarme, no puedo atravesar la burbuja, pero además, la gente no se acerca. Es más, es como que no me ven. No existo. Y es cierto eso: cuando la gente no te ve, uno deja de existir. ¿Depende nuestra existencia de los otros? No, obviamente no, somos seres individuales, independientes, pero al mismo tiempo, existe esa necesidad de ser parte de un todo, o, al menos, parte de otro… Cuando me mandan atrás, yo no existo. La gente cree que yo solo trabajo los sábados, que es cuando me ven. Cuando no me ven, creen que no estoy. Lo peor es que me borran del mundo cuando desean, y cuando quieren me vuelven a traer. Soy algo así como un muñeco de ventrílocuo. No tengo voz propia. Soy un objeto…
Salí del Solitario y me puse a pasar listas y la evaluación de la última reunión que tuvimos… Papeles… Papeles que un día se tirarían y que no le interesarán a nadie. Soy una fabricante de productos perecederos. Hojas que se van poniendo amarillentas, que se apilan y se archivan y finalmente terminan en el cuartito de las cosas que no se usan, de las cosas inútiles, que terminan siendo archivadas por otros que deciden que lo de uno tiene que estar lejos, en un lugar muy alto, al que no llego a tener acceso. . Y hasta yo misma pierdo lo que hice. Pierdo parte de mi vida. Cada día voy perdiendo un pedacito más de mi vida que se va guardando en el desván de las cosas que no tienen razón de ser… Y el individualismo… Cada uno hace las cosas para sí mismo. Ni presta ni da ni aprovecha lo que otros hicieron antes. Y si uno les ofrece lo que uno hizo, lo toman como soberbia, o como que uno cree que es mejor, o que el otro es inservible para hacerlo solo. Y cada uno ordena las cosas a su manera, sin preguntar a nadie. Y entonces, vienen a la oficinita, y la ordenan como les parece. Pero después se van, y me dejan a mí sola, con el nuevo orden que desconozco… Es como no pertenecer a nada ni a nadie. Como no tener lugar propio y no poder pedirlo porque no tengo derecho. Es como estar en el medio de un huracán: todo da vueltas alrededor, y en el medio, un silencio de muerte; y, de pronto, el huracán te succiona e, irremediablemente, uno cae…
Gracias a Dios, el día se termina y puedo irme… Llegué a casa, y no hay mucha diferencia… Silencio… Me gusta el silencio, pero hoy no, no sé por qué… Y voy, vengo, lavo, guardo, cocino… Pero Steven no salió de su cuarto… No pude tener la más mínima conversación. Hasta las diez de la noche trabajó en su pieza (ese tipo de trabajo “at home”, pero trabajo en dependencia al fin, con horario y todo), y después se conectó a un juego en Internet. Ni siquiera me preguntó cómo me fue… Yo hablo, le digo, pero creo que no me escucha: está con esos audífonos… Ya no importa. Él ya tiene su vida armada… Yo… Yo todavía, a pesar de mi edad, tengo que armarla…
Mañana volveré a estar en la oficinita. Otra vez esa sensación de encierro obligatorio, de cárcel sin rejas, de exclusión sin causa. O tal vez sí, tal vez haya causas. Tal vez porque no hablo mal del Párroco; tal vez porque acepto y obedezco; tal vez porque me escapo de las murmuraciones… No sé… Tal vez no, tal vez es porque debe ser así, y la obediencia es lo que prima…
Y me siento en un desierto lleno de cosas que me rodean, pero desierto al fin. Y la sed de alguien que venga a rescatarme, o más bien que me llame, o le dé sentido a que yo siga allí y que deje de ser simplemente el cadete, el comodín, la suplente. Y aunque llegue allí con colores en el alma, poco a poco, todo se torna gris, y lo único que me alegra es Jesús que me mira desde un cuadro, y la Virgen de Luján, esplendorosa con su manto, allí puesta, Ella sí a mi alcance… Y esa rara sensación de no servir para nada porque sólo sirvo cuando me necesitan y, si no, no existo… Y la terrible, amarga, pesada, asfixiante certeza que mañana será igual que hoy, y pasado, y pasado, y la semana entrante, y siempre… Hasta que alguien venga a rescatarme… o hasta que yo decida irme para siempre.
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