Como cada año había llegado el mes de marzo, y la crispada Julia organizaba una fiesta para volver a vernos las caras. Después de la muerte de Guillermo, el día de su entierro hace ya casi cinco años, nos prometimos que no volvería a ocurrir lo mismo. Personalmente llevaba sin ver a la mayoría de ellos más de dos lustros, y había perdido el recuerdo de sus caras. Sin embargo, habían formado parte de mi temprana adolescencia, de mis primeras borracheras, de los primeros canutos donde nos timaban por veinte gramos, de las tardes de porno a escondidas, de las despedidas cuando algunos de nosotros decidíamos marcharnos a estudiar, o más bien, lo decidían nuestros padres. En corrillo, en una casa del pueblo, y de risotadas por el recuerdo de Guille y sus frustrados intentos como estrella del Rock, nos prometimos vernos, compartirnos como antes, aunque fuera un único día al año. Y que no volviera a suceder, que fuera un sepelio, el que nos hiciera coincidir.
Cada principio de marzo un correo electrónico, frío y calculado, nos llegaba a los trece que seguíamos vivos y ponía en copia a Guille, él nunca habría faltado a la cita. Redondeábamos en nuestras agendas el último fin de semana del mes, reservábamos una habitación modesta en el centro de la capital, y nuestro pensamiento hacía cábalas de cómo de gordas y calvos nos habría puesto el tiempo.
Los dos primeros años fue divertido. Todavía compartía mi vida con Alberto, y bueno, aprovechaba entonces para salir de la rutina y escapar de la querencia en la que se había convertido mi vida. Pero el tercer mes de marzo que nos volvimos a ver las caras, en un restaurante madrileño, todo había cambiado. Para la mayoría de nosotros la crisis de los treinta había llegado en forma de separación o de maternidad, de afianzamiento o de volver a empezar. Echamos de menos a María, la Doctora en biblioteconomía que se encontraba de estancia en el extranjero, y también a Tomás, había sido padre, y su niña engordaba acunada por cristales en uno de los hospitales de la ciudad de origen de su pareja. El resto acudimos un año más viejos y algo más sabios. Los treinta y tantos volvieron a emborracharnos y la cena terminó de madrugada en la habitación de un hotel del barrio de Chueca. El canijo soberbioso de Sebas, al que el tiempo había bañado de quietud y erotismo, estaba semidesnudo apoyado en la barandilla del balconito de la habitación 107. Yo, entre sábanas en exceso almidonadas, daba la tercera calada a un cigarrillo que sabía a pasado, e impregnaba mis labios en nicotina amarga de un presente para nada imaginado. Era domingo, después de casi doce años jugamos a lo mismo, a echarle la culpa al alcohol. La vida volvió a su cauce y si bien, durante las primeras semanas, continuamos hablando del encontronazo en el barrio más emblemático de Madrid, abandonamos esa costumbre al contagiarnos de otros cuerpos meses después.
El trece de marzo, hace ya casi dos semanas, el país se declaró en Estado de Alarma. El motivo, un virus con germen en Asia que se ha extendido como tentáculos dañinos por el resto del mundo. El contagio descontrolado supondría diezmar la población mundial, las medidas contra su propagación, restringir la libertad. Desde entonces, parte del mundo que nos rodea, permanece enclaustrado en hogares que hemos convertido en despachos y zonas de reuniones virtuales. Se suspendieron lugares comunes; añoramos teatros, cines y recreos de extrarradio. Al cruzarnos en supermercados, nos miramos con recelo desde la lejanía por el posible contagio. También tachamos de nuestras agendas cenas, citas y encuentros, entre ellos el que Julia organizó. Propuso entonces, no perder la oportunidad de vernos. Acordamos compartir una cerveza virtual a través de la cámara web de nuestros equipos, presentándole al mundo como es ese lugar en el que, de verás, nos mostramos auténticos. Doce casi desconocidos y, con problemas con las tecnologías casi todos ellos, reímos telemáticamente el medio día de un lluvioso domingo, un rato antes de comidas solitarias y en confinado silencio. Recordamos lo divertido que fue vernos el pasado mes de marzo, y pensamos en hacer especial la cita del próximo año. Divagamos sobre trabajo, familia y algunas noticias surrealistas que llegaban a nuestros teléfonos. Sin más, nos prometimos escribirnos y cuidarnos. Y se fueron cerrando pantallas con caras poco nítidas y manos agitadas de adioses ridículos.
Nuestro dedo índice no abandonó la pantalla, no quiso pinchar sobre el teléfono rojo que nos volvería a separar. Todos fueron colgando, y Sebas y yo, permanecimos en silencio mirándonos en unos ojos pixelados, pensando que el último fin de semana de marzo no coincidiríamos. Tampoco, ebrios por el reencuentro, volveríamos a encontrar la excusa para terminar desayunando en el Hotel San Lorenzo, asiduo de nuestra cita anual.
Ahora, en clausura por la orden ministerial, imagino lo que pudo ser y no fue, pero también pienso, en lo que podrá ser después de estos dos meses que atisbo. Tal vez, para el verano, Sebas coincida en la vida con otras mujeres, y el próximo mes de marzo, ya no podamos brindar con la última cerveza en la esquina entre San Marcos y Hortaleza.
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