Por un camino hundido entre las montañas, se abre paso un auto pequeño. Todo lo rodea la bruma. La luz del crepúsculo apenas penetra las nubes del cielo.
– ¿Será por aquí? -.
Los farellones son imponentes e intimidantes.
Unos metros más adelante, los neblineros iluminan una señal que indica la proximidad de un poblado.
– Ahí decía: 1km -.
– Al fin… -.
Unos quejidos introducen el llanto de un bebé.
– Ya, Ali. Ya vamos a llegar -.
– ¿Te acuerdas de la dirección exacta? -.
– ¡Ah! Almendra. Shht… -.
– OK, después revisamos -.
La última curva conduce a las luces de una urbe precaria, en sus últimas horas de actividad.
El auto se aproxima disminuyendo la velocidad.
Dentro de unos minutos, éste avanza por la calle principal, polvorienta y apenas pavimentada.
El ruido del motor es el único sonido perceptible, fuera del canto de las aves nocturnas y de los primeros grillos.
– Qué callado todo -.
– Será porque es fin de semana -.
La poca iluminación del sector se debe a las casas en las que persiste la actividad, cuyas ventanas emiten luces amarillentas.
En una que otra alcanzan a descubrir a algún curioso, quien inmediatamente finge no haber estado mirando y apaga las luces, o bien cierra cortinas y persianas.
– ¿Viste? -.
– Si, no importa. Queremos estar tranquilos, ¿cierto? -.
– Si, pero… bueno. ¡Shht! ¡Almendra! -.
De esta forma va desapareciendo de a poco la luz del entorno.
– Le voy a preguntar a él, a ver si es que ubica -.
– Sí, sí, mejor -.
El que probablemente fuera el último habitante en la calle a esas horas, apresura su cojera al percatarse de la intención del conductor.
– ¡Espere! ¡Una consulta! ¡Cort…! -.
Pronto ha desaparecido, doblando por un camino pequeño y oscuro a toda prisa.
Se miran extrañados. Ella suspira, mientras sigue intentando calmar a su hija.
Él, entretanto, recorre las calles del pueblo tratando de comprender su patrón de numeración.
– Pasaje 37. Pasaje 39… Ya, por acá… -.
Finalmente, el auto se acerca por algo parecido a un camino a la dirección buscada.
El motor se apaga frente a una edificación pequeña cuyos detalles quedan ensombrecidos por aquello que los focos no alcanzan a iluminar. Bajo este efecto ofrece una bienvenida hostil y poco afable.
– Qué miedo. ¿Seguro que es acá? Está todo muy oscuro-.
– Si. Rápido. Tenemos que entrar. Apurémonos que está helado -.
No apagan las luces hasta que se aseguran de bajar todo el equipaje, lo que además les permite encontrar la nota que viste la puerta de entrada.
– ¿Dejó un papel? ¿No nos va a recibir? No es ni tan tarde -.
– Si, bueno. Aquí dice que las llaves están debajo de la alfombra… Ah, aquí -.
– ¿No te parece que es como raro? Tan… Como que nadie… Nada -.
– Si, si puede ser. Pero, estoy cansado. Entremos, nos acostamos y mañana hablamos mejor, ¿ya? -.
– Si, ya. Mañana mejor -.
A pesar de todo, el refugio les viene bien luego del viaje.
Al interior no hay lumbres. Cuando logran encontrar el dormitorio, el alivio es tal que caen dormidos vestidos.
Duermen abrazados.
El amanecer del día siguiente, ilumina el equipaje desparramado en la estrecha sala y hace crujir sus maderas.
No pasa mucho hasta que ambos están levantados haciendo los primeros intentos por organizar sus pertenencias y comer algo.
– Mira -.
– Si, está bonito -.
– No se veía nada del paisaje anoche, estaba muy oscuro -.
– ¿Y si dejamos esto para más rato y vamos a dar una vuelta? -.
– Ya, si. Necesito aire -.
Unos cuantos bostezos y estiramientos antes de que él tome a la niña y los tres salgan juntos a contemplar el entorno.
Al girar sobre sí mismos pueden apreciar lo modesta y pequeña de la cabaña, construida con los mismos materiales que la rodean. Todos los detalles que no pudieron detenerse a mirar la noche anterior, ahora están a la vista y no parece para nada amenazante.
Boquiabiertos observan la vegetación y las formaciones rocosas que pueblan el Pasaje 45 y los pasajes vecinos.
Sin decir una palabra, se dejan llevar por el encanto de los colores, olores y sonidos del campo.
Terminan rodeando la casita y enfrentando el enrejado del patio trasero, el cual limita con el inicio en pleno del bosque.
Respiran profundo y miran lo que se ve del cielo entre las hojas y ramas.
– ¿Vamos?
– Si, hay huevos y pan.
– Yo dejé la tetera puesta.
– Ah, qué bue…
Más allá del cerco se escucha un murmullo que bien podría ser el viento. Ante la pausa e inquietud de ella, él mira en la misma dirección y aguza el oído.
– ¿Escuchas?
– ¿Eso como risas?
– Sí, eso.
– Habrán niños.
– ¿Habrá un pasada?
Busca entre poste y poste alguna posible apertura en la reja. Encuentra una entrada primitiva formada por el solapamiento de dos extremos que en algún momento debieron ser uno. Destraba algunos alambres y se abre ante ellos un atajo cómodo al bosque.
– Oye, ¿volvamos?
– Déjame ver. Quizá haya un río donde juegan.
– Pero dejé el agua y pfhh…
– Si, si. Si quiero mirar no más.
Almendra mira atentamente a su mamá cruzar al otro lado y se sobresalta cuando un ruido súbito hace que ésta tropiece hacia atrás y caiga sentada.
– ¡Ash! Ese cabrito, que me asustó. Ni lo ví.
Se pierde a la distancia el trote del niño que habría estado oculto detrás de un árbol cercano.
– Ja, ja. Le arruinaste el escondite.
– Oye, no es gracioso. Casi me da un infarto.
– Yo te dije: vamos.
– Cabro maldadoso, me hubiera dicho algo antes para que no me asustara tanto.
Luego de reagruparse vuelven caminando lentamente, mirando el cielo despejado. De vez en cuando ella vuelve a cerrar los ojos y respira hondo para llenarse con las esencias del lugar.
– La tetera debería estar sonando.
– Si, no se escucha.
– ¿Se habrá acabado el gas?
Él le cede la custodia de la niña para apresurar el paso hacia la puerta de la casa.
Ella sigue a su propio ritmo y apenas lo ve desaparecer al rodear la casa, escucha que inicia una conversación.
Continúa caminando y al dar vuelta, lo encuentra frente a la puerta de entrada junto a un anciano que parece incómodo y nervioso.
– Si, por eso, gracias. Nosotros no nos íbamos a demorar mucho, pero gracias.
– No. E’que no debería dejar la cocinilla prendía sin supervisión. La casa, ¿qué hago yo si el día de mañana se me quema? ¿Qué hago yo? Dígame.
– Si, si. Disculpe, don Guillermo. Le prometo que no pasa más. Y nos gustó harto su casa, así que … Ah, ahí llegaron. Don Guillermo, ésta es mi señora y ella es la Almendrita.
– Bueno día, bueno día, ¿ah? Que su marío dejó ahí andando la cocinilla. Uté debería ahí chicotearlo. Si la cocina e’ terreno de la mujer.
– Ehh…
– Y le decía yo a su marío: yo vivo de esto. Yo toda mi vida la he trabajado aquí en el campo. Ya lo’ hijo de uno se jueron. E’ lo que le va quedando a uno.
– Si, si… d-don Guille…
– La tengo rebien cuidá. Poniéndole platita, tiempo, trabajo. Y no siempre alcanza, pueh. Malos tiempos, pueh. Con la carretera nueva esa, ya no para la gente casi.
– Me imagino don Guillermo, per…
– Después con guagua y todo tengo que arrendarle a la gente (…).
El señor para repentinamente su discurso al decir aquello último, como si hubiese tocado un tema prohibido. Obviamente ellos no pueden evitar darse por aludidos.
– ¿Qué tienen las guaguas don Gillermo? – Ella lo enfrenta aprovechando el silencio.
– No, las guagua. No, naada. ¿Qué va a pasar? … naada – Comienza a abrirse paso entre los dos.
– Tranquila quizá no le gustan no más – Él lo detiene con la voz – ¿Cierto?
– ¿Qué? Si … no… Ya me voy, me voy… me, me tengo que tomar las pastillas y… bueno. Si.
– ¡Don Guillermo! ¿Qué pasa con las guaguas? ¿Por qué no le quiere arrendar a la gente con guagua?
– Ya, no te pongas grave, calma. Después hablamos ¿Ya?
– No. Quiero saber. Porque todo el mundo acá nos evita y se nos arranca y no me parece que sea normal.
– Ya poh, para de verdad. Vamos a terminar de ordenar y a tomar desayuno. Te estás pasando rollos.
– No. Déjalo hablar.
Después de esa última interpelación se acaban las palabras por un momento. Los pájaros y sus cantos llenan ese silencio incómodo frente a la puerta. Ambos quedan atentos al anciano quien mira nervioso por sobre su hombro y al suelo repetidas veces sin encontrar las fuerzas para retirarse como quisiera.
A casi un minuto de la tensa escena, él quita su atención del viejo, mira a su señora y suspira impaciente, en señal de querer poner fin a la situación.
– ¿Qué quiere que le haga yo? Si hay gente mala en este mundo. La gente ya desconfía entonce pueh -.
– ¿De quién? ¿De nosotros? Pero si no hemos hecho nada, acabamos de llegar, señor -.
– No sé yo pueh. Todos dicen lo mesmo y despuéh nadie sabe de los niños -.
– ¿Qué? ¿Cómo? No entiendo, señor -.
– ¡Que vienen y botan a los críos a su suerte aquí en el bosque! Y la gente ya está aburría, pueh. Uno ahí, días buscando. Y ellos se van no más. Ahí los dejan -.
– ¿Cómo es posible? ¿Por qué? ¿Cómo pueden hacer eso? -.
– Vaya a saber usté. Pero siempre es la misma cueca -.
– Pero don Guillermo, nosotros recién escuchamos unos niños allá atrás. Están ahí. ¿Cierto?-.
Don Guillermo hace contacto visual con él por primera vez produciéndole un escalofrío.
– Eso no má’. Escucharlos. Sentirlos. Pero vaya usté a pillar uno-.
– Pero, ¿nadie se hace cargo? ¿La municipalidad no ha hecho nada? ¿Esos niños están viviendo en el bosque?-.
– No, es que usté no va creer. Pero los niños no se pueden agarrar y llevárselos, no se puede. Esos son espíritus, eñor. Son ánimas en pena las que quedan en el bosque-.
– No, pero mire, venga. Si mi señora casi se muere del susto cuando vio uno y estaba al lado del cerco. Salió corriendo, jaja, estaba jugando al pillarse con otros-.
– En realidad yo no lo ví… Como que lo sentí y lo escuché. Pero nunca lo ví-.
– ¡Hágame caso! ¡Se lo digo yo! Yo conozco el bosque desde cabro chico. No va a poder pescar niún cabrito si se mete dentro. Las ánimas juegan con uno, como pa’ volverlo loco. Yo ya no me meto ahí ya. No, no. Ya no estoy pa’ esos trotes yo. Tengo que preocuparme de mi salú y de mi señora. ¡Yo ya no quiero ná con el bosque ése, que es del Diablo! ¡La gente que viene con guagua se la viene a entregar al Diablo!-.
Se da la media vuelta dando por finalizada la conversación y se aleja apurado, visiblemente alterado.
Lo dejan ir esta vez, un poco aturdidos por la conversación.
El resto de la mañana, ambos pretenden que nada ha pasado, aunque evitan naturalmente, acercarse al patio trasero.
– Sería bueno que volviéramos al pueblo para reponer los huevos que se rompieron y comprar un bidón de bencina-.
– ¡Si! Compremos pan amasado también. Tienen que vender-.
El panorama les sirve de excusa para pasar el mediodía y la tarde lejos de la casa.
Evitan el tema del bosque y los niños, aunque las miradas, los murmullos y evasivas de los vendedores y vecinos se ocupan de recordárselos todo el tiempo. Por si fuera poco, Almendra llora prácticamente todo el tiempo. Aunque en el fondo no quieren volver a la casa, el ambiente en el pueblo se les vuelve imposible de soportar.
Apenas logran dormir esa noche. Se sobresaltan por cualquier sonido y se abrazan fuerte cada vez que confunden los ruidos de Almendra con alguna presencia sobrenatural.
Despiertan con ojeras y abrazados, sin saber bien cómo seguir las vacaciones.
– Yo creo que todo es un complot. Debe ser como “el día de molestar a los turistas” -.
– No sé. No sé qué creer. Es que tú no entraste al bosque y te tomaste con… eso -.
– No es como que hayas entrado demasiado. Y ya. Yo creo que era un niño común y corriente. Sólo que miraste para otro lado cuando corría. El viejo te lavó el cerebro -.
– ¡Oye! Tú no lo viviste así que no puedes saber lo que yo vi o no ahí -.
– ¡Pero si yo estaba al lado tuyo! -.
– No. O sea si. Pero no es lo mismo -.
– Ya. ¿Te quedas más tranquila si ahora voy, entro, hablo con algún niño para que me acompañe y te demuestre que no hay nada raro? ¿Te haría feliz? -.
– No. O sea si. Pero… -.
– Pero, ¿qué? No quiero que pases toda la semana tembleque y saltona -.
– Pero ¿y si pasa algo? -.
– ¿Qué va a pasar? ¿Ah? Me van a secuestrar los niños fantasmas, ¿eso? -.
– ¡Ay! No te burles. Es que me da miedo -.
– Por eso mismo. Voy y listo. Se acaba todo. Hacemos el asado en el patio de atrás como queríamos y nos dejamos de supersticiones y cuentos -.
– … Bueno -.
Allí están de nuevo frente al cerco y esta vez es él el que atraviesa hacia el bosque y ella quien cuida a la Almendra.
– Ten cuidado -.
– Siii… -.
Entra de a poco, pero se pierde de vista casi al instante. Sólo sus pisadas dan pistas de dónde se encuentra.
Ella se da cuenta de que instintivamente aguanta la respiración para no perderse ningún sonido. Pero pronto ya ni siquiera eso es suficiente para percibir algo.
Comienza a mirar otros rincones entre los árboles, como si de repente él fuera a aparecer. Sin embargo, no mantiene la vista posada en el mismo punto por mucho tiempo, por el miedo de llegar a ver algo más.
Almendra fija la mirada en el lugar por al cual su papá desapareció mientras muerde un par de sus dedos con sus encías.
¡¡PAF!!
– ¡AH! -.
La puerta de la cabaña se cierra con el viento, le arranca un grito y dispara el llanto de Almendra.
Él, que viene de vuelta, se prepara para salir sorpresivamente desde atrás del árbol que enfrenta el cerco.
– ¡¡WAAAH!! … … -.
El intento de susto fue fallido. Estaba seguro de que ellas y el cerco estaban detrás de ése árbol. Pero, en cambio, se encuentra gritando en medio del bosque.
Extrañado y un poco humillado, retoma el camino. Ya sin ganas de hacerse el gracioso, llega a un punto en que alcanza a verlas, y percibe su actitud de angustia.
– ¡Ah, mier… cale! -. Grita.
– ¡AH! Pero, ¿por qué me asustas de nuevo a la niña y a mi? ¡No me para de palpitar el corazón! -.
– No, es que… -.
Trata de excusarse, pero como lo que lo hizo gritar ahora es que sintió pasar a alguien corriendo y riendo detrás de él, prefirió dejarlo así y no inquietar más a su familia.
– No, nada. Disculpa. No fue chistoso -.
– No, para nada. Y quedaste todo sucio. Vamos a tener que dar el gas -.
– Si, yo lo doy, entra no más -.
– ¿Y? -.
– Y ¿qué? Ya te dije: disculpa -.
– ¡No! -.
– No, ¿qué? -.
– ¿Cómo te fue? -.
– ¿Con qué? Caramba, mujer. ¡Habla más claro! -.
– ¡Si viste algo en el bosque, pues! -.
– Aah. Ah, eso. No, no había nadie. Son puros cuentos -.
– Pero… ¿Estás seguro? Estás pálido -.
– ¡Sí, mujer! Estoy seguro. Y no se habla más de la cuestión.
Evidentemente ninguno de los dos queda tranquilo. Pero ahora suman más razones para pretender que todo está normal.
– ¡Cres…!-.
Grita ella más tarde.
– ¿Qué pasó? ¿Estás bien?-.
– Sí, no. Es la bandeja de los huevos, que se me calló. Aish… Qué tonta. Dejé todo sucio-.
– Ya, no importa. ¿Los ibas a ocupar? Porque voy de una carrera a comprar más. Queda al lado-.
– No, no importa, hiervo las papas no más y listo-.
– ¿Papas con fideos? No, si voy y vuelvo, de verdad. No me demoro nada-.
– No… Dejémoslo así no más-.
– Si te da lata, yo termino de hacer el almuerzo cuando vuelva, no me molesta. De verdad-.
– Por favor, es que no quiero que salgas-.
– ¿Por qué qué pasa?-.
– Es que no me quiero quedar sola-.
Aunque no la termina de convencer con su “no va a pasar nada, tú tranquila”, él la besa y toma el auto.
Ella sigue cada uno de sus pasos con la mirada. Recibe una sonrisa nerviosa de parte de él, quien en ese momento pone reversa, en lugar de decir el “tienes razón, amor. Mejor me quedo” que esperaba.
Ya no le hace sentido seguir mirando al vacío desde la puerta, suspira y se pone a lavar el colador.
Enjuaga la esponja y corta el agua, con lo cual el silencio se hace sospechosamente sostenido e intenso.
– ¿Almendra?-.
La nena había estado jugando con las partículas que iluminaba la luz en la sala la última vez que la vió. Ahora no está allí. Mira a su alrededor y descubre que el desastre de las claras desparramadas delata que luego de jugar con ellas, Almendra se escapó por la puerta delantera.
– Mientras discutíamos por el almuerzo, ¡por la cresta! ¡Almendra!-.
Según sus cálculos no debería estar lejos, pero se angustia cuando no consigue verla desde la entrada. Su garganta se aprieta al pensar que a lo mejor está gateando al patio trasero.
– ¡Dejamos abierta la reja! ¡Ali! ¡Almendra!-.
Corre a tropezones bordeando la casa.
Almendra está imitando a sus padres y va desapareciendo dentro del bosque cuando ella llega al patio trasero.
– ¡Almendra!-.
Pasa por segunda vez a través del enrejado para encontrarse de frente con el bosque, pero con ningún rastro de su hija.
Busca con la mirada, balanceándose de un lado a otro en búsqueda de los colores de Almendra entre las ramas. El palpitar en sus oídos tampoco le ayuda a percibir algo que le ayude a encontrarla.
Descorre, se agacha, excava, llama. Debería estar cerca, pero no aparece.
De pronto, entre sus jadeos, reconoce el llanto de su hija lo lejos y, sin pensar demasiado, se echa a correr a ciegas entre látigos y astillas.
Escucha pasos que corren y risas traviesas a su alrededor, y comienza a sentirse como en un sueño.
Finalmente, como en una ofrenda burlesca, encuentra a su hija llorando al filo de un claro iluminado y silencioso. Para ella todo está borroso salvo por su pequeña a la cual toma presurosamente y se dispone a ponerla a salvo, lo más lejos posible.
Pero ni su ceguera parcial evita que note cómo de pronto todo se oscurece.
Entre el murmullo de muchos niños que se secretean unos a otros, ella emprende una nueva carrera en sentido contrario, para buscar la salida del bosque.
Las ánimas callan como habiendo llegado a un acuerdo.
Ella solo corre el trayecto interminable hacia el cerco, protegiendo a Almendra de los rasmillones y latigazos.
– ¡NO!-.
De un tirón siente como alguien intenta quitarle a su hija de los brazos, solo para soltarla inmediatamente y reírse burlonamente junto a otras tantas voces infantiles.
– ¡Déjenme tranquila!-.
Retoma la carrera, cada vez más agotada. El camino no parece terminar por más que avanza.
– ¡NOOO! ¡Por favor!-.
Otra vez un jalón la detiene y a éste se le suman otros que se entretienen en pellizcarla y tirarle el pelo.
El cansancio la doblega y arrodilla. Intenta levantarse, lo que una presencia responde con un empujón que la deja derechamente en el suelo, abrazando a Almendra.
Las risas se hacen más fuertes y cómplices.
Como una sola, las ánimas se unen en la tarea de despojar a la mujer de su niña, después de arrastrarla y sacudirla entre las raíces, rocas y musgos del suelo unos cuantos metros.
Ella llora e implora. Temblando trata de ponerse en pié al ver que Almendra levita y se pierde una vez más en la oscuridad. Pero, apenas lo consigue, un último empujón la hace aterrizar de espaldas frente al cerco que separa el bosque del patio de la casa.
En su mente giran las palabras del viejo, las risas, los tirones, los lamentos de la Almendra. Todavía le palpita fuerte el corazón en sus tímpanos y le falta el aire. ¿Habrá sido todo real.
Unas gotas débiles le mojan la cara. Tiembla ligeramente la tierra bajo su nuca.
Él apaga el motor y las vibraciones cesan. Toma los huevos y camina del auto a la cabaña, pero se detiene en seco.
– ¿Qué te pasó?-.
Los huevos caen al suelo y dejan espacio para que sus brazos acojan a su mujer. La encuentra irreconocible, entre la suciedad, los rasmillones y su palidez sepulcral.
– E… E… Elloh… Sss…-.
– ¿Qué? Ven, cálmate, vamos adentro. Ven-.
– ¡NO! Al… Al… la Ali…-.
– ¿Qué? ¿La Almendra?-.
– E… Elloh… ¡Ellos!-.
– ¿Qué le pasó a la Almendra, amor?
– Eeehh… El… el boss…que-.
– ¿La llevaste al bosque? ¿Dónde está? ¿La dejaste?
– ¡No! N… Noo… Elloh… Sss…-.
A esas alturas, entiende lo que ella le quiere decir, pero no le puede dar crédito. Todo lo que tendría que aceptar, es mucho más difícil de tragar que simplemente creer que enloqueció.
– Entonces, me dices que la Ali está en el bosque, ¿ah?-.
Ella se quiebra y cae sobre sus rodillas.
– Ya, espérame aquí, que la voy a buscar-.
– ¡NO! ¡No me dejes sola!-.
– ¡Amor! ¡La Ali está allá tirada! ¡No me puedo quedar acá! ¡Alguien la tiene que ir a buscar!-.
– Eh… Espéh… rame. No vayas solo, por favor-.
Impaciente suspira y se levanta el pelo de la frente que ya está un poco mojado por el nerviosismo y la lluvia incipiente. Da pasos cortos en el lugar y balbucea cosas mientras su esposa recupera la estructura.
– No podemos seguir esperando-.
– Ya… vamos-.
– ¿Segura que quieres ir? Deberías quedarte y limpiarte-.
La mirada en sus ojos le responde que sí lo está y, sin querer seguir discutiendo, van cruzando ambos el enrejado y se dejan tragar por el bosque.
– ¡Ali! ¡Ali!-.
Entre las hojas se cuelan algunas gotas. El resto crepita en las copas y cae como goterones sobre sus cabezas.
Él, para.
– ¿Dónde la dejaste?-.
Ella se detiene y lo mira perpleja, comprendiendo que no le ha creído ninguna palabra.
– Amor, ¿dónde dejaste a la Ali?-.
No lo puede creer. Se acerca para darle empujones y golpes movida por su frustración.
– ¿Estás loca? ¡Oye! ¡Para!-.
Ella se gira, dándole la espalda y grita:
– ¡Devuélvanmela!-.
Él la sujeta por los brazos, la voltea y le da una cachetada.
– Vas a dejar de hacer escándalo y vamos a buscar a la Ali. ¿OK?-.
En medio del silencio provocado por el shock, van brotando decenas de risas infantiles.
Él, desconcertado, busca los niños entre las sombras. Gira sobre sí mismo, pero no ve a nadie, hasta que al final del giro se ve enfrentado al puño de su señora, que le rompe el labio inferior por dentro.
– ¡Ahhh!-.
Él se cubre la boca y ella sacude la mano.
– ¡Devuélvanme a mi hija! ¡Devuélvanmela!-.
Se callan las risas un segundo y Almendra llora a lo lejos.
Ella corre tras el sonido. Él se repone y corre detrás de ella.
Sigue lloviendo, haciendo pozas y barro bajo sus pies. Avanzan ignorando los rasguños, cortes y risas.
Pisando una poza, ella pierde el equilibrio y cae arrastrándose en un claro especialmente amplio.
Él, la alcanza.
– ¿Estás bien?-.
– Devuelvanla… ¡Devuélvanmelaa!-.
Las ánimas comienzan con sus susurros.
Por su parte, Almendra se escucha como un sutil eco, muy cerca de donde ella calló.
El efecto se debe a que la bebé está presa dentro de un árbol seco y ahuecado en medio del claro.
- ¡Ali! ¡Almendra!-.
Ella corre instintivamente hacia su bebé. En respuesta el tronco cruje y comienza a retorcerse.
-¡Devuélvanmela!-.
Él la sigue. Alcanza a detenerla, justo para notar que el hueco de madera había estado estrechándose y se detuvo apenas ellos lo hicieron.
- Amor, cálmate. Vamos a buscar ayuda.
Pero ella ya no escucha razones y forcejea para acercarse.
Con cada centímetro avanzado, él puede ver cómo Almendra está cada vez más cerca de ser aplastada.
- ¡Devuélvanmela! ¡Devuelvanme a mi hija!
Las risas estallan de nuevo y se mezclan con los gritos y el llanto de la familia.
Sin saber cuánto más puede sostener la situación, él toma la dura decisión de aturdir a su esposa de alguna forma. Ve una piedra a un lado, lo piensa una última vez y extiende su brazo derecho para recojerla. Una vez que la tiene en su mano, la aprieta con fuerza.
- ¡Mi vida por la suya!-.
Todo salvo la lluvia y Almendra se congela ante el trato que ella le acaba de ofrecer a los espíritus del bosque.
Esa tarde como en tantas otras, un auto abandona aquel pueblo con un pasajero menos.
La única diferencia, es que no habrá un niño nuevo para el bosque.
Desde ese mismo día, los habitantes pueden escuchar la voz de una mujer que grita desesperadamente entre los árboles los días de lluvia:
- ¡Devuélvanmela! ¡Devuélvanme a mi hija! ¡Mi vida por la suya!-.
Junto con la conocida risa del Bosque de los Niños.
F I N
OPINIONES Y COMENTARIOS