Nunca imaginé que la primera vez fuera de casa, tras el toque de queda, iba a encontrar algo así. Sinceramente fue sorpresivo. Lo único en lo que piensa uno es que pueden arrestarte en cualquier momento y Dios sabe qué pasaría después. La epidemia se ha vuelto una locura y hay más desaparecidos que antes. Justo después del toque de queda. Pareciera como si la cura fuera peor que la enfermedad. En fin, lo que me sucedió fue fantástico, porque mientras trataba de llegar a prisa a mi casa, esperando no encontrarme de frente con una patrulla o algún militar, llegué, sin saber cómo, a las puertas de una vecindad enorme. Parece un edificio antiguo, de esos que abundan en el centro de la ciudad, con un enorme portón de madera y gruesos muros de cantera y ladrillo. En el centro hay una fuente de agua clarísima y rebosante y un montón de niños tocan instrumentos maravillosos de donde brota música de colores tornasolados que nunca había visto. Sus risas son milagrosas y es inevitable unirse a su juego lleno de gracia divina. Dios, qué hermoso lugar, y pensar que estoy aquí, con tanta gente, disfrutando de esta experiencia, mirando las nubes esponjosas de color rojo y con un sol negro que nos baña de una luz que parece petroleo. Hay tantos tantos sonidos chirriantes y horrísonos, como lamentos y gritos. Somos muchos y estamos apretados, nos falta el aire… entra uno más. No, ya no cabemos. Dejen este paraíso, es sólo mío. Dios, duele mucho, es como estar entre montañas de agujas. La puerta se está cerrando.
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