Relatos desde la Pandemia #7

Relatos desde la Pandemia #7

Patricia Monasterio había pedido a sus hijas que la dejaran aislada, que ella estaría bien si se quedaba sola en la habitación. Debían respetarse los protocolos de la cuarentena y si era la única infectada de la familia, lo mejor era no arriesgar a nadie más. Las dos niñas lloraron inconsolables al despedirse en el marco de la puerta de su madre; ella era el sol y la luna para esas dos pequeñas niñas y la separación era insoportable. Ramón, un hombre de espesa barba y anteojos gruesos, siguió las instrucciones de Patricia como un súbdito obedeciendo a una reina, en total silencio. Apretó los puños, como conteniendo un arrebato emocional, cuando ella le pidió que por nada del mundo abriera esa puerta hasta terminada la cuarentena. «Tengo todo lo que necesito aquí adentro, estaré bien. Adiós niñas». Ramón cerró la puerta y guardó la llave en su grueso saco de color negro; fue a sentarse al reposet que había en su despacho y no volvió a pronunciar una sola palabra.
Con el paso de los días, el silencio de la casa se convirtió en un eco resonante de nada; solo vacío; pero no era únicamente la enorme casa de gruesos muros, la ciudad completa había enmudecido también. Las niñas pasaban los días asomándose al enorme ventanal con un catalejos, esperando que una persona, un auto, un perro, lo que fuera, rompiera esa nada absoluta, entre la enorme distancia que separaba su casa de la calle. Sólo se rompía cuando Ramón las llamaba a tomar una escueta merienda de leche con miel y pan tostado. «Ramón, por qué mi mamá no nos quiere con ella, ¿es por el virus?». Ramón no decía nada y terminaba por irse a sentar al reposet después de escuchar la enorme retahíla de preguntas que no tendrían respuestas. Cerraba la puerta y las dos niñas sentían la oscuridad de la noche ennegrecer la casa, como el humo de un incendio.
Una de esas tardes, en vez de de escuchar el llamado a tomar la merienda, el inmenso eco se desgarró con el estruendo de una escopeta. Cuando fueron al despacho de Ramón encontraron su cabeza esparcida por todo el techo; los ojos y un pedazo de mandíbula colgando del candil de cristal, que proyectaba una luz roja, casi como un neón. Asustadas corrieron hacia la habitación de su mamá pero ella no respondió; sólo alcanzaban a oír por la puerta un odioso chirrido. Fueron por la llave que estaba en el saco de Ramón y tomaron el valor para abrir la puerta de golpe. Había una enorme crisálida desgarrada y húmeda hecha con la piel de lo que una vez fue Patricia Monasterio; entre los espesos líquidos amarillentos emergió un jadeante ser descarnado y amorfo que dijo: «Por fin, ahora faltan ustedes».

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