CUARENTENA EN LA BUHARDILLA DEL SEXTO B (Parte I)

CUARENTENA EN LA BUHARDILLA DEL SEXTO B (Parte I)

Eva García

24/03/2020

De niña amaba pasar tiempo en casa. Siempre encontraba algo que hacer y rara vez me aburría. El patio de nuestro hogar alentaba a corretear y a usarlo como escenario de nuestras fantasías de niños, convirtiéndose a nuestros pies en un mar de lava, una sabana africana o un cielo inmerso que nos permitiera volar bien lejos. De niña saboreaba el paso de las horas y exprimía con mis sueños los minutos, que se nos tendían en la mano cada mañana.

En esos tiempos también contaba con un compañero de batallas, mi hermano pequeño, a quien pobre de él, usaba muchas veces como experimento de mis ideas de niñez. Ambos formábamos un gran equipo y lo que para los adultos eran simples juegos de niños, para nosotros eran las aventuras más peligrosas y desafiantes a las que pudiera enfrentarse uno, con tan solo 10 y 7 años. Podíamos ser espías que escuchaban detrás de las cortinas lo que tramaban los adultos o caballeros que rescataban al perro que se había quedado encerrado en la azotea. Hacíamos misiones suicidas trepando a los árboles de nuestra huerta, para encontrar la manzana de oro perdida, que se escondía en lo alto de la cima. Cada día mi hermano y yo luchábamos por sobrevivir a fantasías inventadas, pero el tiempo siempre acababa jugándonos una mala pasada. Como cada jornada la noche llegaba, el día acababa y teníamos que esperar a que llegara la mañana para continuar la batalla, nuestra batalla inventada.

De pequeña tenía también un refugio, al que llegaba cuando necesitaba sentirme arropada. Éste no surgió de la nada, fue idea de nuestro padre, que siendo artesano, esculpía con sus manos auténticas obras de arte, o por lo menos en mis ojos de niña, eran siempre una maravilla, el mejor regalo. Así que un día tuvo la gran idea de construirnos una pequeña casa de madera, en lo alto de un árbol en nuestro jardín.

Esa casa en el árbol era mi fortaleza y me servía de escudo cuando dragones, demonios, o madres enfadadas nos buscaban a mi hermano y a mi esperando venganza, o simplemente pidiéndonos que acabáramos las tareas que nos habían marcado en el colegio, que poco tenían que ver con el mundo que ambos estábamos construyendo. Es bastante curioso como cuatro paredes de madera te aíslan del mundo.

Cada día mi hermano y yo trepábamos por las escaleras que mi padre minuciosamente había construido y veíamos pasar el día desde lo alto de la casa del árbol. Ambos pensábamos, reíamos y acabábamos soñando cómo serían las cosas cuando fuéramos adultos, como si pusiéramos todo la fe del mundo, en confiar que serían los mejores tiempos de nuestra vida.

Muchas veces trepaba sola y leía libros o simplemente miraba desde la ventaba como el sol se adormecía y se arropaba con el mar, dándole la bienvenida a la luna que ocuparía su lugar. Me encantaba soñar despierta y de niña tuve la suerte, de tener una fortaleza que me protegía y me enseñaba a amar ya desde pequeña, a estar conmigo misma.

Pero los años vuelan y el tiempo pasa. Crecemos y muchas veces por falta de tiempo, dejamos de lado todo aquello que amamos. Vivimos inmersos en un reloj y corremos por llegar a todo lo que planeamos. Disfrutamos de las citas, las reuniones, las cenas y ya casi no nos dedicamos unos minutos a nosotros mismos. Con el tiempo crecemos y nos convertimos, muchos de nosotros, en esos adultos que nunca esperábamos que seríamos de niños. Como todos ustedes, yo también crecí, y cambié las batallas en el jardín con mi hermano, mi capa invisible y mi fortaleza en la casa del árbol, por batallas aprendiendo un nuevo idioma, una agenda programada y una habitación en la buhardilla del sexto B, en un antiguo edificio del sur de Alemania.

Los días hasta hoy pasaban junto a un reloj. Corriendo pero sin disfrutar o considerar la forma en la que exprimíamos el tiempo. Hasta hoy llenábamos nuestra agenda de cosas que hacer y pasar tiempo en casa, era ciertamente lo último en lo que pensábamos. Sin embargo, una situación completamente nueva para todos le ha ganado un pulso a nuestra rutina y nos encontramos ante algo totalmente desconocido para todos, que nos exige cerrar con fechillo la puerta de entrada y mirar desde la ventanas, como la vida pasa.

Desde nuestras fortalezas pasamos involuntariamente más tiempo con nosotros mismos y soñamos cómo será la vida cuando salgamos. Amamos, leemos, reímos y añoramos los abrazos de quienes se han quedado al otro lado de nuestro fuerte. Y así, por primera vez desde hacía mucho, volvemos a tener tiempo.

Así que ahora, en esta fortaleza invisible, desde mi pequeña buhardilla del sexto B, me siento arropada y contemplo como el tiempo de nuevo me juega una mala pasada. Los días pasan y la noche llega y tengo que esperar a que amanezca de nuevo para continuar mi batalla, que esta vez, no es inventada.

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