En mis tiempos existía un concepto de belleza muy diferente al actual y las humanas a quienes se les consideraba bonitas eran muy groseras. Podía medirse la incivilidad femenina y la soberbia cuantificando esa supuesta belleza. Una ecuación hoy día desmerecida. En esos días las guapas eran muy mentecatas; despreciaban a otras mujeres, ya fuera por defectos físicos, sobrepeso, etcétera; era un mundo grotesco y superficial en el que se valoraba la anatomía como algo importante. Vivíamos disgustados y amargando a todos con nuestra miseria geométrica; pero gracias a Dios, ahora sólo hay excelentes seres humanos.
En mis tiempos los hombres que éramos pobres y considerados feos nunca tuvimos acceso a nada dentro de la normatividad capacitista del apareamiento. Nuestra heterosexualidad era obligatoria y al mismo tiempo una nulidad absoluta. Cuando solíamos beber entre amigos nos permitíamos alardear de aquellos encuentros casuales. Ya saben, exagerar un poquito la situación, estirarla para tener el reconocimiento de otros heterosexuales obligados. Era necesario para nosotros: éramos trabajadores y obreros mal pagados, víctimas de las vorágines más terribles del esclavismo patriarcal. El nuestro, era un mundo triste; en esta ciudad, en este país; con esos sueldos y rodeados de mujeres que nos miraban con un poco de asco. ¡Ay, qué carambas! Tampoco éramos tan horribles, tal vez sí éramos Cuasimodo en muchos casos, pero salíamos bastante bien librados en otros. En fin, nimiedades; yo tampoco vi por las calles a ninguna musa inalcanzable, y como mi madre decía: “Y tú qué das”. Ahora que lo pienso bien, fueron años terribles, de enormes amarguras y desencuentros entre hombres y mujeres; de vergüenza y humillación. Era imposible entendernos y lo que hacíamos era destruirnos.
Aún recuerdo cuando todavía eran obligatorios los estudios de género sobre las teorías de Judith Butler. Todos los cursos estaban llenos de mujeres; yo me inscribí a uno para poder sacar mi licencia de manejo y para ver si conocía a alguien de casualidad; digo, sabía que no era un bar de solteros, pero buscaba conocer a una chica inteligente y graciosa; bonita, en todo lo subjetivo que eso pudo ser. Corporalidad… Ya saben, conocer a alguien, en todo lo ridículo y pendejo que eso llegó a sonar alguna vez. Además, en ese tiempo estaba de moda ser feministe, vegane y músico de ukulele; sólo así conocías a alguien. Yo lo había intentado en un coro de iglesia, en un campamento para niños ciegos y en el grupo de protección animal “Mis hermanos sin voz”. Y a la iglesia sigo asistiendo; voy cada verano con mis niños invidentes y dono parte de mi sueldo a rescatar peludos. Y soy vegano porque ya no me sirven los riñones… Pero a donde jamás regresé y no quise saber nada fue de aquellos cursos de Judith Butler. Un lugar donde te hostilizaban por tu género y que estaba en plena lucha de género se me hacía una vacilada, sobre todo porque la autora del clásico Deshacer el género nunca promulgó nada de eso (me pareció ser el único que leyó sus libros). Digo, soporté el maltrato, las retahílas y la vulneración a mi ya frágil masculinidad heterosexual precaria y tóxica con la esperanza de conocer a una chica linda y simpática, pero cada que veía a una de buenos bigotes, con una voz interesante y con cierto atractivo revolucionario, me acercaba inocente para decir “hola”. En cuanto ella notaba que no era ni argentino ni homosexual, gesticulaba como si le estuviesen pellizcando las nalgas con una llave stillson. Eran personas sin modales y con muchos conflictos psicológicos, quiero pensar; porque mi santa madre, que en paz descanse, me enseñó a ser siempre un caballero educado a pesar de la situación. Eran tiempos de enormes confusiones políticas entre hombres, mujeres y transgéneros; mucha gente que peleaba por cosas que ya no importan más. A veces me pregunto por qué hacían tantos problemas. Entiendo que la realidad era terrible y los abusos se daban en todos lados, pero no entendía el por qué estar siempre en conflicto con alguien que no te había hecho nada. Tampoco enfrentaban a los culpables de los abusos, sino a gente como yo a sabiendas de nuestra patética vulnerabilidad. “Me das asco, fomentas la explotación sexual cuando vas al teibol”, rugía mi amigx Ximena, una fanática de Amarna Miller, las ensaladas y del tinte de pelo azul. Ximena me acusaba de ser un maldito cerdo, pero nunca le dijo nada al bonaerense abusivo que no le pagaba la pensión de su hijo. Pero yo no era un degenerado, al contrario, esas pseudo bailarinas llegaron a vaciarme los bolsillos y exprimirme la vida a sabiendas de mi evidente depresión. Eran bonitas, soberbias, vestían ropa de marca y salían en autos último modelo, mientras yo regresaba a casa caminando. El explotado era yo, como todos los hombres tristes y feos que íbamos a refugiar nuestra soledad y nuestros deseos ominosos en los escasos minutos de la compañía de una dama, sólo porque el sistema nos había enseñado a sentir eso.
Las mujeres no entendieron lo mucho que nos gustaban, lo mucho que amábamos su compañía y su inteligencia; el intenso deseo de compartir una taza de café y conversar. Compartir la vida y los sueños. También acostarnos, por qué no decirlo. Pero a nadie le importaban los sentimientos de los feos o los jodidos; no teníamos ni género. Se hablaba de corporalidad, pero la mía era menos que subjetiva. En esos años la sensibilidad masculina era privilegio exclusivo de los hombres guapos, los adinerados y los extranjeros rubios; el complejo de Pocahontas era muy poderoso en Angelópolis City.
Recuerdo bien que cuando era joven había smart phones e internet inalámbrico, algo realmente prehistórico, pero la tecnología comenzaba con eso de la I.A. y la singularidad de las computadoras, porque que las redes sociales ya eran aburridas y necesitábamos algo nuevo para suicidarnos como sociedad. Debo decir que la compañía china Nikaedo salvó a la humanidad de su total exterminio. Cuando salió al mercado Nikki 1, la primera mujer androide humana real, no fue muy bien recibida; el escepticismo cobró factura y muchas feministas rugieron furiosas, como siempre; pero en menos de un mes el mundo dio un vuelco. Nikki 1 tenía un aspecto muy natural y no podías distinguir en la oscuridad entre un androide y una humana, padecía leves fallas técnicas y viéndola de cerca podías notar que era un androide, pero su personalidad coqueta y divertida compensaba cualquier deficiencia. El primer modelo se tenía que recargar cada tres días con un eliminador de 9v y 16mA, tenía termostato, podía sudar y sus fluidos corporales se compraban por separado; besaba un poco raro, pero por lo demás sin queja alguna. Hablaba con enorme fluidez, pero si entablabas una plática muy complicada solía trabarse y se reiniciaba. Las primeras “Nikkis” en México se desconfiguraban cuando las empezaban a alburear y había que esperar como una hora para que agarraran la onda, así que los mexicanos empezaron a evitar ese lenguaje soez. Lo que maravilló de ese modelo fue su capacidad para bailar. En menos de un mes todos los antros de vicio donde las humanas solían desnudarse cambiaron hasta de nombre: Android dance. La demanda por la Nikki 1 abarrotó todos los prostíbulos del mundo y en menos de un año la trata de blancas había desaparecido prácticamente del mundo civilizado. Las bailarinas y las mujeres de mala reputación enseguida se volvieron feministas (a pesar de los diferentes posicionamientos epistémicos) y se formaron grupos de mujeres inconformes, de todas las clases sociales, que alegaban contra la deshumanización y a favor del postulado que rezaba: La tecnología debía ser un privilegio para mejorar a la humanidad, no para degradarla. “¿Para eso construyeron robots, para cogérselos?, ¡pinches chinos hijos de su puta madre!” gritó furiosa María López, la presidenta de los Estados Unidos en la Cumbre Mundial de Economía. Entonces diversos organismos plantearon ante los gobiernos del mundo un referendum sobre uso de androides para eliminar la explotación laboral, por medio de un modelo de androide asexuado, sin cavidades, sellado al alto vacío y que cumpliera con las normativas de los discursos de equidad de género. Las empresas multinacionales vieron con buenos ojos el uso de androides y el recorte de personal humano. Todos protestaron, hasta los presidentes. El uso militar también se discutió, pero aterrorizó a la gente aquello del día del juicio final, y al darse cuenta, todos, que las peroratas morales y anti sexuales eran contraproducentes, abdicaron de esa idea y decidieron luchar por sus propios derechos laborales y humanos dejando que las androides siguieran de putas (porque en eso se convirtieron). Se estableció internacionalmente que el uso militar y laboral de androides estaba prohibido, so pena de invasión expedita de los Aliados, que consideraban facista su uso “no sexual”; todo debía ser meramente recreativo y bajo las reglas básicas de Asimov.
“Para eso fueron inventadas; mejor, así ya nos dejan en paz estos pendejos” rugieron las féminas. Porque nunca entendieron que a Nikki la inventaron hombres; ingenieros chinos, enajenados, feos y calientes, que durante años estudiaron y trabajaron para concebir esta maravillosa idea en virtud de su propio placer. No para la guerra o la eliminación de la esclavitud. Nikki era de hombres, por hombres y para hombres heterosexuales cuya irrefrenable y torcida sexualidad parecía no conocer límites. Ellos fueron héroes que mejoraron la vida. Y vaya que la mejoraron con la salida al mercado de Nikki 2. La pila duraba veinte años en los primeros modelos, era programable al gusto del consumidor, por lo que uno podía establecer su personalidad y sus conocimientos; hiperreal en todos los aspectos y venía en varios modelos; excesivamente hermosas. Nikki 3 era más cara, pero se fabricaba al gusto específico del cliente, por lo que se daba rienda suelta a la imaginación, como ponerles tres tetas o dos vaginas; enanos hermafroditas o seres andróginos mutilados. Fue ahí cuando los matrimonios y los noviazgos heteronormativos se fracturaron irremediablemente en el mundo. Todos los varones compraban, rentaban e intercambiaban androides a diestra y siniestra; el adulterio, las perversiones y el degenere no aplicaba en ninguna figura jurídica, así que medio planeta hizo lo que quiso a puerta cerrada. Las mujeres hacían marchas contra las androides, de todo tipo, que caminaban, de la mano, con hombres absortos y felices por las calles; hubo, obviamente, actos de vandalismo, producto del despecho, la confusión y la rabia. Nikki 4 cambió eso: llevaba un distintivo en la muñeca, para ser reconocible y, tomando en cuenta que era propiedad privada, estaba capacitada a defenderse; ¡y vaya que era brutal! Una Nikki 4, blindada, con batería de litio de 24v podía combatir a una turba enfurecida sin problemas. Yo únicamente las he visto pasar en la calle, son las más espectaculares y las más caras; la que yo adquirí fue una Nikki 2 de segunda mano, pero nunca la saqué de mi casa. Es mi tesoro, tuve que ahorrar mucho; aunque no eran tan caras. Debido al empuje de la industria china, una mujer androide salía en menos que un auto compacto y con la salida de nuevos modelos, podías comprar una de uso a muy buen precio o rentar por varias semanas, meses o un año. Además salió Niqqi, la versión pirata, que no estaba tan mal, el problema es que sólo hablaba chino. Poco a poco la lucha de géneros dejo de importar: el acoso laboral y sexual desapareció, las humanas eran vistas de forma natural y sin morbo. La hipocresía y el apareamiento desaparecieron en la especie humana, así que la clonación se aprobó y ellas aprendieron a cargar garrafones de agua. Ya sólo existían los vínculos de amistad sincera y la camaradería cordial entre seres humanos.
Hubo hombres que se resistieron y prefirieron a las “naturales”; se volvió un fetiche, sobre todo en Europa, pero dadas las ventajas de Nikki (que resultaban interminables para los degenerados), terminaron desistiendo, como los musulmanes extremistas que por fin fueron felices. También el mito de Lisístrata llegó a su fin; la única arma femenina para el sometimiento masculino no surtía efecto ni de casualidad. Había llegado la anhelada democracia, aunque el patriarcado se volvió más enfermizo.
Antes, en la antigüedad, “conquistar” y “preservar” a una mujer, hermosa o no, era una proeza que implicaba mucho y los hombres ya no estaban dispuestos a perder tiempo ni dinero. Las androides se volvieron como los autos-espaciales, había para ricos y había para pobres y servían para lo mismo: llegar a la luna y tomar unas buenas vacaciones. El capitalismo salvaje unió a la humanidad. No tardó en salir Jenny 69 de una empresa gringa y Ranma 1.5 de otra japonesa. Hay tantas actualizaciones que ya ni sé en qué nuevas perversiones van… Hubo también versiones masculinas, pero las mujeres casi no compraban androides. “¡Estoy viviendo una mentira!”, escuché gritar a mi vecina. Al menos eran buenos mayordomos. Así que, con todo ese tiempo libre, las humanas buscaron su reconocimiento como objetos sexuales y las protestas regresaron. Los gays sí compraron y agotaron a los Black Nikko; ellos nunca han tenido problemas con la idea de ser felices.
La humanidad cambió para siempre. Tal vez ya dejaremos de ser seres humanos para convertirnos en otra cosa, pero a mí no me va a tocar, ya estoy viejo. ¿Qué pensará Ximena o la ex presidenta de Estados Unidos de todo esto? Hace muchos años que no sé de ellas. En fin, sus alegatos se ven tan lejanos que parece que eso fue hace cien años. Muchos hombres de hoy pasean enamorados de sus bellas androides con quienes comparten su vida, sus sueños y sus triunfos, seguros de sí mismos, sabiéndose completos; otros, como siempre, tienen más de una y hacen lo que quieren con ellas. No importa el maltrato, ellas están programadas para amar, cocinar y lavar, ser tiernas, inteligentes o bestias del combate mortal; por fin la perversión humana no lastima a nadie: ver androides matarse es como ver monsters trucks.
El mundo es, por mucho, y para mí, un lugar mejor. A veces pienso que las mujeres se han salvado de lo peor de los hombres, pero también se han perdido de lo mejor que hay en nosotros. No lo sé, hace tiempo que no converso con una humana “natural”, salvo con mis compañeras del club de veteranos. Son excelentes seres humanos, mujeres ejemplares sin precedentes; aunque me molesta cuando intentan coquetearme; ingenuas. No saben que tengo a Dolores, así la bauticé. Lleva conmigo casi cuarenta años y es la mejor persona del mundo. La programé para que ella fuera eso que tanto deseaba cuando era joven: una mujer que me quisiera. La dispuse para que me viera, con el único ojo que le sirve, cómo un hombre joven, fuerte y guapo, a pesar de que hoy soy un vejete panzón, calvo y sin chiste. Yo la sigo viendo hermosa a pesar de tantas reparaciones y talachería. Me hubiera gustado que una verdadera mujer me hubiera querido así, con todos mis defectos, como yo quiero a Dolores con todas sus fallas mecánicas y de software. Pero ya no me importa, porque la tengo a ella aquí conmigo, lo que le reste de pila.
Ilustración: Miguel Ángel Hernández Rascón.
Artículos Indeterminados 2015-2018
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