Como toda buena historia, esta inicia con un telón que va abriendo, lentamente; luces que se encienden e iluminan un cuadrilatero. De ese glorioso encordado pipope, surgió la leyenda de la Arena Puebla. Fue muy controversial, como muchos tantos astros de la lucha libre mexicana; como ese que se ponía loco en la tele o ese otro que andaba con teiboleras. En fin, a esta leyenda ya le habían advertido que iba a terminar mal, por pinche abusivo y cabrón. Ya le habían dicho que dejara de chingarse a la gente porque se iba a meter en problemas, pero le valía madres. Su espectáculo era único en la Arena Puebla; eso era lo importante. Show Bussines. Nunca llegó a la estelar, ni siquiera a la que antecede, estaba siempre en la segunda lucha, la “rinconera”, pero todos le tenían envidia por la forma en la que movía al público; la pasión desaforada con la que le mentaban la madre rudos y técnicos por igual. Lo presentaban como El Granadero, y sí, efectivamente, era granadero de la Policía Estatal. La lucha libre fue su pasión y desde morro se dedicó a entrenar. Cuando embarazó a su novia de secundaria tuvo que meterse a trabajar y como le gustaba repartir madrazos a diestra y siniestra, y no sabía hacer otra cosa que chingar al prójimo, entró sin dificultades al cuerpo de granaderos del Estado de Puebla. La fue armando poco a poco y pudo, a pesar del sueldo y los problemas con su segunda esposa, seguir en el encordado; la lucha libre nunca salió de su vida.
Su intro no tenía precedentes: entraba al pancracio siempre con la misma rola, la de Enter Sandman de Metallica; con su escudo de acrílico reforzado, su casco protector; coderas, rodilleras y peto. Botas de casquillo, guantes de cuero y cinturón reglamentario. Todo, propiedad de la Policía Estatal. Lo único suyo era un pasamontañas estilo Marcos que le daba una apariencia entre zapatista y sicario, que sacaba mucho de pedo. Entonces, se encendían las luces; el público ni conocía la rola de presentación, pero apenas escuchaban los tunkun tuun kuun tuun kun tuun de Lars Ulrich se encendían como brasas donde se cuecen las milanesas. Ya lo marcaban con esa rola. A la sazón, él golpeaba el escudo de acrílico con una siniestra cachiporra, avanzando en una marcha pretoriana casi apocalíptica al ritmo del heavy metal. Los vasitos de plástico volaban, a veces hasta con chela. Más golpes al escudo; marcha pretoriana; más tunkun tuun de Lars. “Viene a sacar a los ambulantes y poner orden en la Arena… él es: ¡El Granadero!”. Mentadas de madre, cemitas voladoras, chicharrines y vasitos con agua de riñón. El escudo era infranqueable, indestructible. Si con ese paró a los fayuqueros del centro, la afición se la pelaba. Avanzaba seguro y de prisa, para que Rubí, la edecán, saliera en las fotos con él; pero todas las edecanes salían desde que sonaba el riff en clean de James Heatfield, pues todo era una hecatombe; una catarsis pública que dejaba todo hecho un asco. Además, Rubí lo consideraba un naco arrabalero a pesar de su fama.
Hay que decir que El Granadero fue rudo por excelencia y luchó muy a la gringa. Sólo se quitaba el casco y lo dejaba en su esquina, junto al escudo y la cachiporra, los cuales usaba a la menor provocación contra sus rivales, y así amedrentaba a todos. Nunca fue de lances y acrobacias, pero sí de madrazos a lo bestia. En la policía, nuestro rudo consentido aprendió un par de movimientos inmovilizadores con los que infligía gran dolor en los técnicos. “Aguanta cabrón, no mames, me estás lastimando de verdad” llegó a susurrarle Karmatrón en plena llave, pero al del cuerpo de granaderos estatales le valía madres: “Ni te pongas wey, tengo las placas de tu carro”. Y todos los luchadores locales se aguantaban; nadie quería pedos con un ídolo del heroico cuerpo de la ley, que además estaba en investigación por presuntos nexos con los zetas. Algunos lunes iban a echarle porras los de tránsito, los de la municipal y los de la angelopolitana; después iban todos al Violetas a desquitar las mordidas. “Te vas a meter en un pedo cabrón, cuando te cachen que usas el equipo reglamentario. No la chingues, traes hasta las insignias, respeta el uniforme”, le dijo, entre cuba y cuba, un patrullero de la municipal, que se había hecho su compadre. “Me vale madres”, decía. Después se empedaba pensando en Rubí.
Entonces sucedió; una noche cualquiera de lunes; lucha preliminar: El Granadero, Tigro y Venganza 2000 contra Optimus, Iori Yagami y El Delfín de Oro, éste último, un luchador amateur de Monterrey que no conocía a nuestro réprobo personaje. Llegó en calidad de luchador gringo por alto, güero y mamón; hasta empezó a hablar en inglés antes de salir, entrando en personaje. “Lucharán a dos de tres caídas, sin límite de tiempo…” Primera caída, encuentro de tríos; relevos y lances. Optimus hace un candado a Tigro, lo arroja a las cuerdas, ambos conocen ese movimiento; patada voladora: sale del ring. Aplausos. Entra Iori Yagami, el rey del cosplay; las chicas gritan: “¡Hazme un hijo papacito!”. Venganza 2000 le hace una llave en la pierna; Iori Yagami se zafa. Lucha a ras de lona, movimientos pélvicos y abrazos sugestivos. Homoerotismo grecolatino, digno de espartanos. Iori busca los labios de su rival para darle un beso. Venganza 2000 sale despavorido. Pura técnica de pancracio. Una lucha entre profesionales hasta que entra El Granadero contra el enmascarado dorado. Tún tu tu túun tu tún tu tu túun tú ¡Yo si le voy le voy a los rudos! Tún tu tu túun tu tún tu tu túun tú. El Granadero hace de las suyas contra el forastero desde el inicio: “Me estás lastimando cabrón, bájale a tu pedo”. Fue la primera y la única advertencia. El Granadero sufrió aquello que no conocía: dolor e impotencia. Se le olvidó que no tenía poder sobre el Delfín de Oro; ese poder fuera del ring no existía contra el musculoso técnico regiomontano. El Delfín era incorruptible, el héroe que todos estaban esperando. “Pérate tantito, no la chigues” gimió el policía. “¡Ayyy!”. Golpes reales, sin relevos; ¡Pum! ¡Cuaz! ¡Tum! Tigro lo ignoró, Venganza 2000 le traía coraje por lo de su carro. ¡Pum! ¡Cuaz! ¡Tum! Patada voladora: el pasamontañas salió disparado y todos enmudecieron. Era un rostro protervo y prieto como su alma. El júbilo estalló entre los asistentes y los luchadores; el referi se hizo pendejo. El rudo intentó usar el escudo y la siniestra cachiporra. No alcanzó a asestar un golpe. Es turno del técnico: madrazo seco en medio de las quijadas y en cámara lenta. Suelo: K.O. El enmascarado de oro puso su bota insigne sobre el pecho del oficial. La era oscura se había terminado; nació una nueva leyenda enmascarada. De ahí, a la estelar.
Vestidores: Iori Yagami se levanta de nuevo los pelos rojos con gel frente al espejo, Optimus se quita las hombreras. Tigro se borra el maquillaje y Venganza 2000 se empina una chela. El Delfín de Oro descubre su cara: hermosa y varonil; un rubio justiciero con ojos de mar. Si no fuera luchador sería actor de televisa. Rubí, la edecán, le hace un giño desde la puerta, va a estar afuera esperándolo. “Pinche suertudo, con la Rubí”, le dice Tigro. “¡Eso mi cabrón!” grita Venganza 2000 alzando su chela. Iori Yagami se muerde los labios y suspira al verlo partir. Sale de los vestidores, adónico, hermoso, como Flipper nadando hacía el ocaso. El Delfín busca en la calle a la bella Rubí; la ve comprando una cemita. Cruzan miradas, él sonríe y ella muerde coqueta el manjar. Se acerca galante; esta podría ser una noche inolvidable y lo es: del puesto de máscaras emerge el hombre detrás del pasamontañas. Saca un arma: ¡Bang! ¡Bang! Dispara a quemarropa. La justicia fue muy breve en la Arena, en las calles no existe: el muy pendejo mató sin querer a la señora de las cemitas. Otro daño colateral. “Te dije que te ibas a meter en un pedo”, le dice su compadre el municipal cuando lo mete esposado a la patrulla. “No hay pedo, al menos no fue por usar el uniforme, llámale al Z-40, ahorita van a ver…”. Las sirenas suenan y resplandecen de rojo y azul toda la calle, mientras el Delfín besa a Rubí, como en esos finales de las telenovelas culeras que pasan en la noche, de esas que veía la pobre señora. La cámara se aleja: extreme long shot y cae, ese pasamontañas, como un telón oscuro frente al gran angular. Salen las letritas: ¿Continuará…?
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