Un ciego y loco amor/Artículos indeterminados (2015-2018)

Un ciego y loco amor/Artículos indeterminados (2015-2018)

Mi mujer y yo llevamos viviendo en esta casa casi un año. Queda muy apartada pero la renta es accesible, razón por la cual vivimos aquí. No es fácil, sobre todo en estos tiempos. Antes vivíamos en un departamento cerca del zócalo y nos gustaba el ambiente bohemio del centro histórico, sobre todo a mi mujer, a quien le encanta el baile y las buenas conversaciones con los extraños; se hacen sus amigos inmediatamente. De hecho, así fue como la conocí, en un bar que está cerca de la catedral, un lugar donde suelen tocar bachata y son cubano en vivo.

Debo confesar, antes de continuar, que yo no soy ningún bohemio o trovador; de hecho, ni siquiera soy una persona mínimamente interesante. Trabajo en el INPECI, ocho horas diarias, encerrado en un cubículo desde que tengo veintidós años. Sólo acabé la prepa, pero me ascendieron a captura de datos y llevo ahí casi diez años, sin escalar un poco de rango, pero al menos sin disminuir y eso es mucha ganancia, sobre todo en estos tiempos. Nunca tuve vida social y mucho menos vida romántica, porque ser oficinista de cubículo en una dependencia de gobierno no deja muchas opciones. En el fondo pensaba que tendría suerte algún día y encontraría a mi media naranja, con aquello de que las cosas buenas le pasan a los que tienen paciencia.

Un viernes, del año pasado, como buen godínez, me puse de acuerdo con mis compañeros de oficina para ir a tomar cerveza a algún barcito, a la salida del trabajo. No queríamos gastar mucho, así que pensamos en los bares del centro, que tienen fama de ser más económicos que los demás. Ese día íbamos el Contador (así le decimos), el Martínez (así se apellida), la Noemí (así se llama), la Gorda (así es) y yo. La verdad es que todos queríamos ligarnos a la Noemí, que aunque fea, es la única mujer de la oficina que se arregla y se perfuma bonito. La Gorda, por su parte, es la única que trae carro y nada más por eso la invitamos (qué manchados). En fin, después de un par de vueltas por la catedral decidimos entrar al bar que les mencioné anteriormente, ese donde tocan bachata y son cubano en vivo. Enseguida saqué a la Noemí, que me miraba fijamente y se mordía los labios en cada vuelta, porque al menos puedo decir a mi favor que sé bailar muy bien. “Hay cosas que no se aprenden en la universidad”, le dije al contador que se fue casi de inmediato. Yo estaba en mi elemento con la Noemi y el Martínez ya estaba en asuntos con la Gorda. De pronto, una mujer hermosísima se acercó abruptamente y me pidió que bailara con ella. Me sentí halagado, así que sin pensarlo acepté y dejé ahí parada a mi compañera de oficina para poder rechinar las suelas con el monumento que tenía enfrente. La música en vivo sonaba fuerte y pasional, como un fuego en el que nos fundíamos ella y yo. Hacía calor así que ella se tomaba mis cubas entre pieza y pieza sin que yo me opusiera; la idea era que se embriagara y yo me mantuviera sobrio. Cuando empezaron los besos, la Noemí y los demás llevaban rato de haberse marchado. Y lo que comenzó como una simple aventura se convirtió en un matrimonio, así, al chingue su madre. Ni cuenta me di y ya habíamos unidos nuestras vidas en su departamento, en el centro, después nos mudamos a esta casa y contrajimos nupcias por el civil hace veintitrés semanas. Yo no sabía nada de ella ni ella de mí, lo único que nos unió fue la estabilidad y las certezas que ofrece ser burócrata con plaza de tiempo completo.

Sé lo que están pensando y están en lo correcto. Sí, yo soy ese pendejo: “mira la vieja que trae ese pendejo”, “¿qué le vio esa muñeca a ese pendejo?”, “a las guapas les gustan los pendejos”. ¿Ya se acordaron de mí? Creo que ya no hay mucho más que explicar, así que es mejor que continúe con mi relato, porque, aunque no lo crean, mi mujer es, ahora, la maldición más grande que caído sobre mí.

Todo estuvo bien al principio, pero empezaron a ocurrir escenas extravagantes como llanto injustificado y sin control o abscesos de ira por la trama de una película. Sé que todas las mujeres bellas vienen acompañadas de un carácter horrible y un sinfín de manías, pero al poco tiempo descubrí que las de mi mujer van más allá de la incomprensión. Hace un par de meses (y eso pasa en todos los matrimonios jóvenes), me hizo un par de confesiones que bien pudo haberse reservado para sí misma hasta el día de su muerte, sin embargo, ella alegó que no podía vivir engañándose a sí misma, ni a mí, por lo tanto, debíamos confesarnos todo: bueno y malo; amor y dolor; verdad absoluta, confianza sin límites, etcétera. Yo lo único que tenía que confesar es que me robaba el papel de baño de la oficina y que veía hentai, pero eso ella ya lo sabía. A mí me hubiera gustado vivir engañado o en la ignorancia por el resto de mis días, pero ella apeló a un concepto que hasta hoy no comprendo: saber involucrarse.

Me contó, entonces, que antes de vivir conmigo tuvo un novio (ese novio que todas tuvieron), aquel que nunca ha podido olvidar; ese pasado con el que lucha todos los días. La cruz que arrastrará hasta el día en que se muera; y que yo, de paso, debo cargar también (involucrarse, sí, ya entendí). Su exnovio, me contó, es un músico ciego, alcohólico y entrado en años, de un carácter imprevisible y una ferocidad temible. De todas las cosas que resultan extrañas en este mundo, la idea de un ciego alcohólico y cabrón no parece muy exacerbada, pero, tras una reflexión rápida, caes en la cuenta de que sí lo es. Me refirió que el invidente en cuestión es bongoista en el mismo bar donde nos conocimos: el bar de bachata y son cubano en vivo. Muchos lo consideran un virtuoso y un innovador. Ella lo considera un genio capaz de transmitir una sensibilidad imposible de lograr en su instrumento. Un Mozart de la percusión caribeña. También dijo, como si lo anterior no fuera suficientemente desagradable, que el ciego es un amante experto, capaz de provocar deleites indescriptibles; todo, producto de la sensibilidad extranormal de la ceguera (algo así de los chakras leí en internet). Según mi mujer, el discapacitado visual tiene un tercer ojo que le permite visualizar (por medio de colores, leí también en internet) lo que una mujer necesita a la hora de coger y dizque se entrega el alma y no la apariencia. “La cópula perfecta de la verdadera belleza interior”. Mi mujer lo describió, a pesar de que vio mi completo malestar, como una liberación del espíritu y un reencuentro con la carne a través del amor absoluto. Le supliqué que se callara, pero rompió en llanto, diciéndome insensible y pendejo; mejor seguí escuchando. El caso es que, a pesar de tanta dicha vivida con ese pinche ciego, el alcoholismo fue el principal motivo de su separación; un rasgo negativo de su genialidad a según. Continuó, chillando sobre mi hombro: el vegete llegó a golpearla brutalmente en un frenesí del licor y sexo bestial (así dijo), mientras el goce y el dolor le confundían las ideas. “Sabe amar y martirizar como un experto”, suspiró, la muy desgraciada.

Fue en ese momento en el que le pedí que no se hiciera la víctima y la chingona al mismo tiempo. Si tanto sufría, bien pudo defenderse, ya no digamos romperle la madre, pero ella dijo que un oficinista del INPECI no puede saber de este tipo de cosas. Y lloró más fuerte. Así que callé y seguí escuchando, sin apartar de mi mente dos incógnitas perturbadoras: cómo le resulta excitante una mujer a un ciego si no la ve y, lo más intrigante, qué chingaos se siente una peda estando ciego.

En fin, mi mujer siguió con su perorata y finalmente me confesó que, en todo este año, mientras yo me iba a trabajar y a encerrarme en ese cubículo del INPECI durante ocho horas, ella sostuvo encuentros amorosos con el ciego en nuestra casa. Ella me explicó que el ciego llegó por sus propios medios; mencionó avergonzada que el percusionista confesó no haberla olvidado, se había arrepentido de todo, que vio sus errores, bla, bla, bla y se acostaron por última vez. ¡Chale! Entonces mi mujer pidió perdón de rodillas y prometió no volver a caer ante la tentación. Desde ese día en mi alacena no faltan las botellas de Bacardí, Don Pedro o lo que esté de oferta en el súper.

Como podrán imaginarse la perdoné y he tratado de no pensar en todo este asunto del ciego durante mis largas, extenuantes y solitarias jornadas en las oficinas del INPECI. Pedí un préstamo al banco para nuestras primeras vacaciones a Veracruz y con mi crédito Fonacot amueblamos toda la casa. A lo mejor en unos tres años pueda comprar un carro de uso; dice mi jefe que habrá promociones en la oficina y a mí me tiene como candidato a un ascenso por ser cumplido, ordenado y puntual. ¿Ya se acordaron de mí? Sí, yo soy ese pendejo.

Registro de Autor: 03-2017-090710563200-01

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