Le conocí una tarde, cuando bajaba la vereda empinada, con el rostro perlado en sudor. Su nombre, Jesús de Nazaret, un hombre de aspecto enardecido que vagaba errante predicando sus ideas a un pueblo sin esperanza. Muchos le veían con gran admiración y respeto y hasta osaban llamarle Maestro. A otros les parecía una herejía que se designara a sí mismo como hijo de Dios, que no reconociera los mandamientos de Moisés al andar proclamando de pueblo en pueblo sus metáforas al lado de doce hombres y una prostituta.
Cuando le vi bajando esa colina empedrada, observé a los hombres que le acompañaban en su viaje, siempre leales, atentos a las enseñanzas y órdenes de su maestro, cuales ovejas siguiendo a su pastor. Dicen que esos hombres, pescadores de profesión algunos, dejaron su trabajo y sus familias por seguirle. Algunos aseguran que Jesús de Nazaret podía caminar sobre el agua, que había resucitado un muerto, devuelto la vista a un ciego, que hasta curandero era, pues curaba la lepra entre otros múltiples “milagros”.
Caminó justo a mi lado, y yo solo vi un hombre común, muy joven para ser un santo, con sandalias desgastadas, ropas llenas de sudor, cansancio en la mirada, desaseado, pero muy tranquilo. Me miró por unos segundos, me parecieron eternos.
– La Paz sea contigo, Bartolomé.
– La Paz sea contigo Jesús de Nazaret.
– Eres un buen hombre, haces el sacrificio del séptimo Día.
– Soy hombre de fe, pago tributo al Cesar como manda la ley, me presento en la sinagoga como lo dices y guardo los domingos como dice la ley de Moisés.
Siempre había sido un hombre de buena fe pero temía disgustar al César siguiendo las doctrinas de éste que llamaban loco. Sonrió complacido por mi respuesta, o eso asumí yo.
-Dichoso tú, que sigues las reglas de los hombres encontrando la paz en ello, más eres incrédulo a las obras del señor.
– No sé de qué me hablas.
– Sigues las reglas del hombre más ahora mismo estás juzgando la compañía con la que comparezco ante ti.
– Los hombres de buena fe trabajan para su familia, no la abandonan.
– Nuestro propósito es servir a Dios, aquí en la tierra y llevar la buena nueva. Todos hemos dejado atrás nuestras familias, haciendo un sacrificio, pues siempre llega el día en que el hombre ha de dejar a su padre y a su madre para formar su propia familia.
Me detuve pensando en lo que me decía. Su familia…era esa su familia, cuando sabemos que el hombre había dejado a su madre enferma y preocupada, que había tomado a una prostituta por concubina y que posiblemente esta satisfacía las necesidades de los doce hombres que le servían. Sin embargo, él parecía leer mis pensamientos.
-Se lo que estáis pensando. María de Magdala es una de nuestras discípulas más files. Ella se ha arrepentido de sus pecados. Pero a ti Bartomé de Judea, yo solo te digo que con la boca el impío destruye a su prójimo, pero los justos se libran por el conocimiento.
Dichas estas palabras, emprendió el camino seguido por los doce y la mujer. No volví a verle. Sus palabras me produjeron un impacto inesperado. Escuchaba que de vez en cuando que andaba por los pueblos aledaños, haciéndose cada vez más famoso, convirtiéndose en leyenda, fuera de las habladurías del pueblo por caminar junto a María de Magdala.
Hoy supe que le habían condenado a muerte. La gente pidió su crucifixión a Poncio Pilatos. Corrí a toda velocidad que las sandalias soltaron todo el polvo. La procesión había comenzado desde el amanecer. Corrí a toda prisa, a lo que las piernas me dieron. Llegué a Gólgota a las doce y cuarto, y le ví colgado de una cruz, cabizbajo, derrotado, triste, clamando justicia para los los malhechores que le habían entregado.
Jure que se volvió a verme. No estoy seguro. Sin saber por qué, lágrimas corrieron por mis ojos. Que mal le juzgue. ¡Que tonto fui! ¿y su madre? su madre… lloraba junto a la cruz, de una forma tan desgarradora que no intenté acercarme aunque así lo qusiese. El intentaba consolarle, más no lo conseguía, pues no hay dolor más grande en este mundo que un padre enterrando a sus hijos.
Le pedí perdón al Nazareno por haberle juzgado tan mal. En realidad fue un hombre que no le hacía daño a nadie, que ayudaba a los que más necesidad tenían, sin embargo todos tenemos a lo desconocido.
Eran apenas las tres de la tarde cuando expiró. Aun brotaban chorros de sangre de su herida en el costado, la gente gritaba enardecida, mientras el sol se escondía detrás de una nube oscura. Hasta el calor se hizo etéreo, inexistente.
Caminando de regreso a casa, un estruendo invadió la ciudad aquel terrible día. Un terremoto causó derrumbes en las urbes de la ciudad. El ganado se perdió, cayó la sequía y el pueblo cayó en la miseria desde entonces.
Ha pasado tiempo de eso, pero hoy le recordé, pues justo antes de llegar a la sinagoga mi mirada se cruzó con la de un discípulo.
-La Paz sea contigo Bartolomé de Judea.
-La Paz sea contigo, María de Magdala
OPINIONES Y COMENTARIOS