¿Hasta qué punto las clases no son para desaprender?, se pregunta Ibur, en el pasillo mal iluminado y sucio del profesorado, un tanto gore por el piso colorado, mientras lee Historia de la sexualidad de unas fotocopias que humedece con la transpiración de los dedos.
Levanta la cabeza. Suspira. Ciñe los ojos: los tiene colorados, le arden, el verano nunca le sentó bien a su pobre visión, tampoco, el leer mucho. Mira sus zapatillas, y detecta la irrepetible variedad de manchitas en los cordones que en este preciso momento, dejaron de ser blancos. Si no está encerrada en su pequeño apartamento —en esa especie de cápsula de confort y ansiedad, que ella misma confeccionó en solo tres días—, el silencio que pueda pescar mientras camina un tanto aturdida por calle, con medio mundo chocándola, en el colectivo, aun, en un puto pasillo como este, la atormentan, la desconcentran para leer o para escribir lo más simple que pueda ocurrírsele. Esas cosas, como escuchó decir por ahí, que no tienen por qué ser escritas.
Ibur, tiende a hacer lo contrario. Para ella, los caprichos, no son simples pavadas de una adolescente de otro mundo.
El pasillo está más oscuro.
La tarde está cayendo. Este es el momento en que los últimos rayos de luz, gozan, para desgracia Ibur y de los terrícolas con miopía, de una transparencia que lentamente se desintegra y, que por extraño que parezca, llega hasta la oficina en la que están metidos —amontonados al igual que ratas en celo— los profesores y profesoras; y obvio, comen galletas dulces y se limpian las migas de la boca con la palma de la mano cubierta de tiza.
Los niveles de estupidización no son sutiles, más bien, se estampan en la cara, y cómo no, si todos están como títeres aquí, menos Ibur, que ahora ya no soporta nada, ni siquiera su discontinua respiración; y cómo no, si en este profesorado hasta estar de oyente está prohibido, si hasta apoyar el culo en una mesa lo está, y cómo no, si hasta leer a Foucault lo está.
Ibur sopesa su enojo, su depresión, su insomnio, y se muerde los dedos con sus pequeños dientes que apenas se ven cuando habla, cuando grita, o, cuando en medio de un vendaval corre a morir , y, cuando por fin llega al parque, a la zona más oscura del parque, siente un dolor punzante en la garganta que le impide respirar, entonces, una congelada sensación que la hacen, primero, retroceder, después, desplomarse al suelo; ahí, se despierta, totalmente sobresaltada, con un brazo envuelto a la sábana, y va al baño, se lava la cara; ya no vuelve a dormir, pone la pava, y enciende un cigarrillo que apenas fuma.
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