I
La lluvia, -a ratos menudita y fresca, persistente y tenaz, y a ratos tormentosa con ráfagas de viento, relámpagos y truenos-, nos ha permitido salir más temprano de la escuela; son las once de la mañana, y no sólo nos han dejado escapar más pronto, sino que la maestra, después de haber permanecido con otros maestros pegados a las noticias de la radio, ha dicho que si esto sigue así, mañana será mejor no venir; un enorme griterío se dejó escuchar por todos los rincones de la escuela. Apresurado tomo mis cuadernos y los pongo en la bolsa de nailon que me ha dado mamá, espero a mi hermano Antonio, él es el mayor y ya va en sexto, y a mis hermanas más pequeñas la chata y Rosita, y todos juntos salimos abrazados por una lluvia que nos ha acompañado ya desde hace por lo menos siete días, allí mismo a la puerta de la escuela, nos encontramos con Luis, el chimuelo, y con el primo de este, Manolo, son los vecinos y cuates de la cuadra. En bola, salpicándonos con los charcos de la calle, en lugar de tomar el camino directo a casa nos desviamos para mirar cómo va corriendo el Tulijá que, según nos cuentan, cada vez va tomando más cauce y más fuerza. Llegamos al puente y con asombro, miramos cómo los pilares que lo sujetan poco a poco van siendo devorados por el agua que corre llevándose con ella árboles y raíces, además de revolver a su paso todo el lodo de las orillas. Me quedo mirando la anchura del río y en vez de sus aguas verde oscuras, las hallo ahora achocolatadas por el lodo. Volvemos con rumbo a casa entre charco y charco, con la alegría encima pensando en la diversión que nos espera. Mamá en cuanto nos mira corre por toallas y camisas secas y la agarra contra mi hermano Antonio por no ser considerado y dejar que nos empapáramos tanto, de reojo veo como mi hermano se lo toma muy en serio y agachando la cabeza murmura algunos enojos por lo bajo, la respuesta de mamá no se hace esperar y con la velocidad de un rayo asienta un manotazo que Antonio en vez de recibirlo en la cabeza, lo resiste en la nuca y en el hombro. A mamá se le nota preocupada, esta lluvia ha pasado de ser la habitual de otros tiempos.
Me asomo al patio de la casa, por la mañana había dejado algunas marcas de hasta donde llegaba el agua, ahora con admiración me doy cuenta que todas han sido ampliamente rebasadas, de allí la preocupación de mamá, pienso. Corro y le digo a mi hermano lo que he visto, como respuesta me da un empujón que me hace trastabillar un poco, ante tal negativa, me dirijo entonces a Rosita y a la chata quienes asombradas se asoman pronto desde una de las ventanas, desde allí, observamos como golpetean las gotas de lluvia contra el suelo, levantando decenas de gotitas más pequeñas que, se esparcen luego alrededor, dejando pequeños hoyitos que pronto desaparecen por otras gotas que nuevamente repiten el golpe. En algunas partes más altas, vemos como las gotas han hecho pequeños canales y grietas dejando correr el agua y fundiéndose con otros canales que van formando pequeñas lagunas, la chata me pregunta asustada.
-¿por eso se está inundando? Yo sonrío y a modo de respuesta le digo.
-no, la crecida es por la lluvia de las montañas.
Y no miento, por lo menos es lo que escuché decir a papá ayer por la noche y es la opinión de los adultos cuando les escuchas hablar.
-la lluvia de aquí no importa, es lo que pase en las montañas. Dicen ellos.
Por eso le digo a la chata eso mismo, aunque pensándolo bien, también los canales y las pequeñas lagunas ayudaran un poco. Mis hermanas se alejan, se han aburrido demasiado pronto, tendrán toda la mañana y el resto del día para jugar con sus muñecas, yo me pego al cristal de la ventana y miro como resbalan las gotas de lluvia. Me gusta seguirlas cuando van como culebritas deslizándose de uno a otro lado, me gusta también dejar una niebla con mi aliento y dibujar en ella imágenes que duran sólo un breve instante, después las borro y hago otras que también las borro y hago otras y así, hasta que me olvido de la historia que voy inventando con ellas; pero esta vez me siento distinto, tal vez ha sido la mirada con la que nos recibió mamá, esa especie de angustia que solamente de vez en cuando nos la hace llegar, a decir verdad sólo cuando pasan cosas graves, como cuando murió el abuelo José, por cierto era también una tarde de lluvia como la de ahora o menos quizá, no recuerdo bien, pero la mirada de mamá si fue la misma.
Tal vez ha sido también el asombro de mirar cómo las marcas de la creciente han sido fácilmente rebasadas, en mis mejores cálculos había predicho. “Si sigue la lluvia, cómo a las seis de la tarde”, pero no, aún no era el mediodía y las marcas estaban ya perdidas. A escondidas de mamá me puse mis botas de hule y cogí el impermeable de Antonio, de ese modo, siendo el más grande que yo, podrá cubrirme completamente, salgo por la puerta trasera, hay un aguacero bastante más fuerte que el que se ve desde la ventana, ahora entiendo porque los canales y las lagunas van haciéndose más profundos, busco un pedazo de madera y rápidamente me ingenio para hacer una pequeña estaca, cojo también una piedra, bajo mis pies me hundo ligeramente en el lodo, a ratos también parece que voy a resbalar, camino un par de metros, el agua prácticamente a mi alcance, aprovecho un poco para caminar por la orilla y en ese momento pienso en lo extraño que me resulta tener un lago en el patio de mi casa, me inclino y coloco mi marca en un sitio que he elegido, más o menos a unas diez cuartas de distancia de donde llega el agua y entonces con firmeza comienzo a clavarla en la tierra blanda y negra, la chata y Rosita se han asomado por la ventana, desde afuera puedo ver como pegan sus rostros y como se deforman por el cristal y el agua, yo sonrío y les hago gestos con la cara y con las manos, después me pongo a bailar contoneándome graciosamente con el impermeable, hasta que descubro que, detrás de ellas, está también la cabeza de mamá, quien en un movimiento repentino, abre la ventana y al mismo tiempo grita:
-vas a ver la que te espera, chamaco cabrón-
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Desde las tres y media de la mañana escapó el sueño de mis ojos justo, cuando el silbato del tren anunciaba su partida de Salto de Agua, pero no ha sido el silbato del tren el que me despertó, fue más bien la quietud de la madrugada y el sonido pausado de la lluvia, ese sonido que desde hace ya nueve días se me ha clavado en los oídos y en la memoria. Uno tras otro, pensando y sobre todo anhelando que el siguiente, sea ya el último de esta lluvia interminable. ¡Partió el tren! Lo escuché como muchas madrugadas abandonando el pueblo, lo escuché con el mismo deseo de partir algún día con él, después permanecí en la cama, arropada junto a mi esposo y escuchando las pausas con las que interrumpe su ronquido. Con una cautela innecesaria, daba una y otra vez vueltas para uno y otro lado, como vueltas daban también los recuerdos dentro de mi cabeza.
Fueron los niños finalmente, los que me hicieron ponerme de pie, los gritos de Antonio tratando de ganar el baño y los alegatos de Rosita y la Chata por definir cuál sería el desayuno, al asomarme al patio, descubro a mi hijo José recorriéndolo de uno a otro lado. Camina hasta la orilla de la crecida, se acurruca, mide con las palmas de su mano, voltea a ver hacia el cielo, vuelve a medir, vuelve a mirar al cielo y por fin se decide por colocar algunas estacas en el suelo. Le dejo hacer a pesar que no me gusta que se moje tan temprano, me mira y después sonriendo me dice.
-son mis marcas para saber hasta dónde llega el agua
A las once y cuarto me asomé por la ventana y vi que volvían de la escuela, mi mañana ha sido particularmente triste y con ese sabor amargo que tienen los malos recuerdos y como no, si justo hace tres años, también en una época de lluvias, se fue mi padre, por eso en cuanto he visto que los cuatro han entrado de la calle completamente empapados, he regañado al mayor, a Antonio por no ser considerado. En un arranque, al mirar en sus ojos el reproche, he querido darle un manazo a la cabeza y sin querer se lo he dado en la nuca, al alejarse, miré sus ojos abiertos recriminándome. Lo que no me ha gustado de todo esto es la manera en que me miraba José, tratando de adivinar por qué me siento como me siento, seguro entenderá otra vez y es que desde que murió mi padre, él ha sido para mí esa especie de conexión entre mis sentimientos, entre mis recuerdos, entre mis nostalgias. José ha sido una especie de reencarnación de la figura de papá, por eso cuando escuché las risas de Rosita y la chata al mediodía, asomadas por la ventana que da al patio y por la que yo misma me he asomado, al mirar la danza de José contoneándose y haciendo gestos con la cara y con las manos, he recordado los mismos gestos que mi padre hacia cuando volvía del trabajo bajo la lluvia y repentinamente he pensado el por qué tenía que abandonarme en este pueblo alejado de la mano de Dios, por eso abrí repentinamente la ventana, y por encima del ruido del aguacero le he gritado.
– ¡vas a ver la que te espera, chamaco cabrón!
II
No sé si fue la vergüenza o la humedad de mis ropas pero en cuanto sentí el primer chicotazo en las piernas comencé a llorar cubriéndome el rostro para que mis hermanas no me vieran. Lo que más coraje me dio es que para eso si, Antonio estaba en primera fila, hasta me pareció verlo sonreír. La que si estaba triste era la chata. De Rosa uno nunca sabe que esperar por eso ni me fije en ella. Me obligó mi mamá a cambiarme nuevamente de ropa, por más que le dije que el impermeable había sido suficiente para cubrirme, de nada valieron mis palabras, mientras me alejaba escuchaba aquella letanía.
-te vas a resfriar, vas a pescar una infección en esas agua cochinas
A la hora de la comida llegó papa y prácticamente le dijeron que estuve nadando en el patio, y por lo tanto otra regañada y lo más doloroso es que estuve tantito así de quedarme castigado sin comer. Mientras comíamos, mamá preguntó a papá algo sobre el rancho y él le contesto que no sabía bien como estaban las cosas, que esperaba que de un momento a otro trajeran noticias. Le dijo también que le preocupaba un poco que se fuera a desbordar el arroyo y que no tuvieran tiempo de llevar el ganado a la loma.
-¡Sobre todo! Dijo mi papá
-me preocupan los becerros, el ganado mayor, como quiera.
Al escuchar esto último imaginé que las vacas pueden valerse por sí solas, pero que los pequeños sí estarían en peligro. Después mamá preguntó por el semental.
-ese no me preocupa. Dijo papá
-estando en el establo, con él no hay ningún problema.
Y entonces veo como agarra un pedazo de tortilla y haciendo una cuchara con ella, toma un bocado de carne y caldillo picante y lo lleva goloso a la boca. Por cierto éste también es mi plato favorito.
-¡puntas a la mexicana! Dice mi mamá y más de una vez me he parado junto a ella a mirar como lo prepara: primero corta en trozos pequeños la carne de res, -puntas de filete- dice, después coloca en una sartén una pequeña porción de aceite en la que echa a freír, cebolla picada, jitomates en cuadritos y chile serrano verde, a estos sólo los parte por la mitad, después agrega los trozos de carne que ha sazonado con sal y pimienta y una vez que esta todo en la sartén los deja tapados para que se cocinen. De todo esto lo que más disfruto es asomarme de cuando en cuando a la sartén y levantando la tapa, dejar escapar el vapor oloroso que se mete en mis narices y ver como la carne va soltando sus jugos.
-¡Menos mal que es de establo! Repite mamá
-porque ese sí que te saldría muy caro. Agrega luego.
A lo que papá afirma con los ojos y pide que le sirvan un vaso de horchata, señalando la jarra.
Como a eso de las cinco de la tarde ha venido el señor Esteban. Ha dicho a papá que la cosa va en serio, “puente de piedra” ya quedó por abajo del agua, eso quiere decir que ya no hay paso para el rancho, a menos que se quiera rodear por otras brechas.
-¡son las pinches presas! Ha dicho don Esteban
-tanto progreso y mira en lo que acaba.
Y mi papá, le contesta sonriendo
-¡el niño! Dicen en las noticias que es el niño.
-qué niño, ni que la chingada, a mí por lo pronto ya me jodió las hortalizas. Le contesta don Esteban.
Antes de despedirse se ha tomado con mi papá una jarra de café recién hecho.
-¿tu ganado? Le pregunta a mí papá y él le contesta
– ni una sola noticia.
Me asomo a ver mi marca. Recuerdo más o menos que la puse al mediodía, lo que sí recuerdo muy bien es que fue cinco minutos antes de la cueriza que me dio mamá. El agua de la creciente ha subido ya más de un metro de mi marca, le digo a la chata y como que recuerda también el castigo, porque la verdad no me hace mucho jalón. En mi cabeza ronronea nuevamente la idea de salir al patio.
¡Se ha ido la luz desde las seis y media! Escuchamos tan sólo un zumbido y después el silencio de la radio. A esas horas y por la tarde tan oscura por la lluvia, teníamos ya prendidas luces en la sala y en la cocina. Mamá ha estado friendo platanitos para la cena. Papá ha caminado de uno a otro lado, se asoma discreto al patio y después de mirar, me ha preguntado cómo a qué hora coloqué la última marca, le contesto que aproximadamente a las doce y entonces ha hecho algunos cálculos.
-¡ha subido más o menos metro y medio en seis horas! Ha dicho a mi mamá y entonces me doy cuenta lo valiosa que ha resultado mi labor.
Justo a la hora de la cena llegaron por fin las noticias del rancho, empapado de pies a cabeza y a pesar de la manga y el sombrero hizo su aparición por casa, Enrique, el encargado del rancho. Mientras retiraba la manga vimos como su rostro denotaba perturbación
-¿cómo está el ganado? preguntó directamente mi padre.
-bien. Contestó Enrique
-pudimos juntarlos a todos y llevarlos a lo más alto de la loma. Agregó enseguida.
-¿los becerros? Volvió a preguntar mi papá.
-¡todos bien! Tuvimos tiempo de juntarlos. Volvió a repetir Enrique.
-bueno, después me cuentas, cámbiate y vente a cenar con nosotros. Dijo mi papá.
Enrique se quedó pensando un poco y agregó.
-el que se chingó fue el semental, con eso que se derrumbó el establo.
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Esperé a que entrara del patio, lo cogí por una mano y con la otra le pegue dos o tres cintarazos, debo admitir que me dolió hacerlo, sobre todo porque mientras caminaba decidida a su encuentro, salió Antonio de su cuarto con el único fin de presenciar aquel castigo, la Chata trató con la mirada de interceder por José, Rosita aunque no dejo ver nada, se mantuvo atenta al desenlace. Todavía mantenía en mi cabeza la imagen de mi padre acercándose a la casa completamente empapado y con la sonrisa en los labios, de la misma manera como mi hijo, que a pesar del grito, se fue acercando con una sonrisa bien plantada. A pesar de sus argumentos no dudé en hacer que se cambiara nuevamente de ropa, mientras se alejaba, yo terminaba aquel castigo diciéndole.
-te vas a resfriar, vas a pescar una infección en esas agua cochinas.
A la hora de la comida cuando llegó mi esposo, Rosita se destapó y le dijo al papá que José, se la había pasado “toda” la mañana nadando en el agua de la crecida, yo tuve que aclararle, que sólo había intentado poner algunas marcas, esa aclaración le valió que no se le castigara dejándolo sin comer, la verdad me dio mucha ternura mirar su carita triste, sobre todo porque había yo cocinado puntas a la mexicana. ¡Sin duda lo que más disfruta! nada más hay que verlo cómo se pone junto a mi cuando la estoy preparando.
-primero hay que cortar la carne en trozos pequeños. Le digo y le enseño como hacerlo.
-le pones pimienta, sal y la revuelves muy bien. Pones en una sartén o en una cacerola de barro un chorrito de aceite y pones después la carne sazonada, le agregas tantita agua, muy poquita, sólo para que no se pegue, cortas suficiente cebolla en trozos pequeños igual que el jitomate y le pones también unos cuatro o cinco chiles serranos verdes, estos bien lavados y solamente cortados a la mitad, después tapas la cacerola y dejas que se cocine con el jugo que va soltando la carne. Mientras le digo esto, él sonríe, imaginando los vapores olorosos que salen de la cacerola y que cuando cree que no lo veo, a hurtadillas, se asoma levantando la tapa.
Mientras comemos le pregunto a mi marido si sabe algo del rancho, me dice que le preocupa que se vaya a desbordar el arroyo y que no puedan mover el ganado hacia las lomas, sobre todo las crías. Él tiene razón, el ganado mayor como quiera, pero los becerros. Yo confío, como él, en que se hayan tomado las precauciones y que todo se haya hecho con tiempo, por fortuna no tiene el pendiente del semental, ¡con eso que es tan caro!
-ese no me preocupa-, dijo mi marido -estando en el establo, con él no hay ningún problema. Mientras decía esto veo como José agarra un pedazo de tortilla y haciendo una especie de cuchara con ella, coge un trozo de carne con caldillo. Nada más hay que ver cómo se saborea.
Por la tarde ha estado por casa el señor Esteban, les he preparado una jarra de café bien cargado como sé que a ellos les gusta y de vuelta en vuelta me he enterado poco de lo que han hablado, alguna vez escuché las palabrotas de Don Esteban, refiriéndose a las presas, y al “Niño”. Eso que mi marido ha traído a cuentas como causante de las lluvias. Yo mejor opino entre mí, es que ya se va acabar Salto de Agua.
En la cocina sigo escuchando el ruidero eterno de la lluvia, la oscuridad repentina que en estas tardes ha venido a enrarecer aún más el clima de mi alma. He estado friendo platanitos para la cena. ¡Se fue la luz! solamente escuchamos un zumbido y después la radio que quedó muda. José de vez en cuando se asoma al patio a mirar la creciente, o más bien las marcas que puso al mediodía, he escuchado que su papá, después de asomarse por la ventana, le ha preguntado a qué hora puso las marcas, después se ha acercado a mí y me ha dicho.
-ha subido más o menos metro y medio en seis horas. Entonces he visto también que mi hijo José, se acerca, talvez con la ilusión de que me arrepienta por la cueriza que le di, al saber que sus mediciones han sido valiosas, pero que ni crea, esa sonrisa en su cara es igualita a la de papá, cuando quería justificar alguna falta o cuando llegaba a casa con dos o tres copitas encima.
A la hora de la cena llegaron por fin las noticias del rancho, empapado de pies a cabeza y a pesar de la capa, se asomó nuestro encargado Enrique. A pregunta de mi marido él respondió que el ganado había podido subirse sin contratiempos a la loma, también contestó que los becerros, estaban bien, mi marido le dijo que se cambiara y que se sentara a cenar con nosotros. El rostro de mi marido era, después de tanta espera, por fin de alivio, sin embargo, se vio repentinamente transformada en una de abatimiento total cuando Enrique agregó un tanto a la ligera.
-el que se chingó fue el semental, con eso que se derrumbó el establo.
III
A pesar de los ruegos y con el pretexto de que mañana no hay escuela, mamá nos ha mandado a dormir a la misma hora de siempre. ¡Son las nueve! el aguacero cada vez más fuerte. Al pasar por la cocina me arrimo un poco a la ventana que da al gallinero y escucho el ruidero que hace la lluvia al golpear contra el techo de lámina. Descubro también por esa zona una extensa mancha húmeda que traspasa hacia dentro de la casa, incluso puedo tocarla y desprender un poco de pintura. Con el pretexto de un vaso de agua aprovecho para asomarme por la sala. Enrique acompaña a papá, casi no puedo distinguirles, el quinqué no ayuda mucho con su luz opaca, sólo alcanzo a escuchar la voz de papá. ¡Lástima tan bonito que estaba! Dice. Y hay un lamento que acompaña estas palabras. Para mí que no solamente el establo fue el que se derrumbó.
En la cama, doy vueltas para uno y otro lado, algo me hace levantarme de nuevo y aprovecho para asomarme por la ventana que mira para el patio, una silueta alumbrándose con una lámpara llama mi atención, es papá cubierto con botas de hule y la capa impermeable, veo como llega hasta la orilla del agua, allí clava, como lo hiciera yo, una estaca, después mira su reloj, camina unos pasos como midiendo una distancia y en un lugar que él determina coloca otra marca. Esta vez puedo ver que se trata de un tubo de metal, mira de nuevo su reloj, vuelve a medir los pasos entre una y otra marca, después avienta la luz hacía el cielo, la luz blanca deja ver los goterones tan grandes que van cayendo. ¡Puedo ver incluso como pegan contra su cara y su sombrero! voltea luego hacia la cocina, seguro ha sido mamá la que lo ha llamado, yo no puedo verla ni oírla sin embargo, sé que está esperando a papá desde la puerta. Él cabizbajo desanda los pasos, después yo me acuesto y me duermo.
Entre la una y las dos de la mañana, Antonio me despierta alarmado, algo ha pasado en la sala porque de pronto se escucha un ruidero bastante fuerte, nos asomamos y chocamos nuestros ojos con los del chimuelo y los de Manolo, además de las hermanas de estos y doña María, la mamá del chimuelo. Como puedo me hago llegar las noticias. El agua ha llegado ya a las casas más bajas. la de Manolo se ha desgajado con el deslave, la del chimuelo ya poco le falta, mamá ha preparado para todos suficiente café de olla, incluso yo aprovecho aquel disturbio y me sirvo una taza, el chimuelo duro y dale con los platanitos fritos que han quedado de la cena. Mamá lo ha dispuesto todo en un santiamén. Los niños al cuarto de nosotros y las niñas con mis hermanas.
-cerrando las puertas todo es dormitorio. Dice mamá. Y quien sabe de dónde empieza a sacar almohadas y cobertores. Papá y en esos momentos ya una decena de hombres han organizado una cuadrilla para ir viendo cómo andan las otras casas. ¿Nosotros? nuevamente a dormir. Mientras el chimuelo nos platica el susto que se ha llevado, distraídamente se suelta un pedo bastante apestoso, por lo que Antonio suelta las palabrotas.
-¡Cuando comas zopilote quítale las plumas! y entre risa y risa nos vamos durmiendo.
Lo primero que he hecho esta mañana ha sido asomarme por la ventana y ver cómo van las marcas de papá. La primera completamente tapada, ahora el agua ha quedado a escasos centímetros del tubo. ¡Amainó ligeramente el aguacero! me asomo a la sala y me encuentro con un tiradero de vecinos, a cual más con caras de cansancio y desvelo. Las mujeres vueltas y vueltas por la cocina. Algunas han traído huevos, frijoles o lo que medianamente han podido salvar de sus casas y los han hecho revueltos con chorizo. En una olla muy grande, seguramente puesta por mamá desde muy temprano, los frijoles sueltan aquel olor tan delicioso. ¡nada que ver con el pedo del chimuelo! Pienso.
Después del desayuno hemos rogado a mamá que nos deje salir, nuestro mayor pretexto es que ahora la llovizna aunque persistente nos dejara llevar bien las botas y los impermeables. Yo pienso que más que nuestros argumentos, ha sido la necesidad de alejar un poco de ruido de la cocina lo que le hizo dejarnos libres y aquí vamos todos en bola. Antonio por delante como si fuera el capitán del pelotón, el chimuelo, Manolo, yo, Rosita, la Chata y las hermanas del chimuelo y de Manolo, diez en total. Casi al llegar a la esquina se nos agregan Víctor y Alfredo y la hermanita de este, la chabelita, que con su patita coja, por aquello de la polio, comienza a pegar saltitos para poder emparejarse con nosotros. Yo sonrío un poco al recodar que mis hermanas le dicen “la chimenea”, por aquello que cuando va caminado “chi me nea por acá y chi me nea por allá”. Pasamos frente a la casa de doña Josefina y aprovecho para mirar si se nos agregan, el güicho y la Miroslava, pero no, ellos nada más se asoman por la ventana y desde allí nos dan la despedida. Todavía recorro unos pasos más y volteo a ver si se deciden, pero nada, tampoco yo me animo a levantar la mano y decirle adiós a la Miros.
Cuando llegamos a la orilla de la creciente pude ver lo extenso que cubría el agua. Descubrí también lo que quedaba de la casa del chimuelo, prácticamente se había desgajado toda la parte que daba a su patio, de hecho, si uno la veía completamente de frente parecía que no le había pasado nada, pero si se asomaba uno hacia los lados, entonces veía uno que de la parte de atrás, el agua se había llevado las paredes y parte del techo, cuando voltee a ver al chimuelito, la verdad que me dio mucha lastima. De la casa de Manolo, sólo quedaban los pilares, todo se lo había llevado el agua, ¡completamente todo! este sí que estaba bien jodido pensé para mí. Otras casas vecinas también estaban inundadas, unas más que otras, pero al fin y al cabo, todas. Un poco más abajo y rodeada completamente de agua, la casa de don Gumersindo, como está hecha sobre una lomita ha podido tenerse en pie, desde lo lejos podemos mirar como don Gumer nos saluda y se pone a gritar quien sabe que cosas que no podemos entender. ¡En bola! nuevamente emprendemos la retirada. Alguno de nosotros ha dicho que nos asomemos al puente, que allí si la cosa esta de miedo, y caminamos decididos a ver lo que pasa. Conforme nos acercamos alcanzamos a escuchar un estruendo y casi como si hubiéramos recibido una orden, salimos todos corriendo hacia el río y entonces me quedo pasmado al ver el cauce del río Tulijá que ha cambiado totalmente de cuando lo vimos ayer. Hay una corriente que se ha desbordado y que golpea furiosamente los pilares de concreto. La calle que corre entre las escaleras y el hotel Elenita, ha hecho una garganta por donde se amontona toda el agua, por eso tanto ruido. Asombrados vemos como los árboles y los troncos, así como algunos techos de lámina, son pasados debajo del puente seco en la calle Aquiles Serdán, escuchamos a algunos que dicen que han pasado caminando por el puente, o se han acercado a él, que se siente como vibra y se mueve con tanta agua que golpea sus cimientos, la chata me mira de reojo, y asustada se abraza a mi cintura, Antonio comienza a acercarse un poco a la orilla y entonces Rosita, lo amedrenta de inmediato.
-si das un paso más te acuso con mi mama-.
————————————————————————————————————————A pesar de los ruegos y pretextos se han ido todos a la cama a las nueve en punto de la noche. En una de esas encontré a José pendiente del ruido de la lluvia al caer sobre las láminas del gallinero, también me di cuenta que con las uñas, escarbaba por ahí la pintura que con tanta humedad poco a poco se ha ido levantando de las paredes. Lo que más llamó mi atención ha sido el interés con el que se asoma para escuchar la plática de su papá con Enrique, yo también me asomo, y a pesar de la penumbra apenas rota por la lámpara de quinqué, puedo ver el rostro bastante entristecido de mi marido, sobre todo cuando haciendo pausas, de cuando en cuando repite con insistencia a nuestro ranchero.
-¡Lástima tan bonito que estaba! para mí que no solamente fue el establo el que se derrumbó.
La angustia de mi marido ha ido poco a poco a más. Puente de piedra, hundido, el arroyo del rancho desbordado, el ganado aislado en la loma, el semental muerto, qué más va seguir. Por eso se sale al patio enfundado en una manga impermeable y con sus botas de hule, alumbrándose con una lámpara, camina contando unos pasos desde la orilla de la creciente, regresa a la orilla, deja una estaca cerca del agua, vuelve a contar los pasos, clava otra marca en el piso, esta vez utiliza un tubo de metal, avienta la luz contra el cielo, y deja que la lluvia le dé de lleno contra su cara, entonces, asomándome por la puerta de la cocina, le grito para que ya se meta.
A la una y veinte de la mañana escuché los toquidos en la puerta, sólo tuve que asomarme y mirar esas caras de angustia de los vecinos para dejarles pasar. Entre grito y grito cuentan las cosas, yo alcanzo a escuchar que el agua ya entró en sus casas, que los animales de corral desaparecieron y que sus perros, asustados, dejaron de ladrar y empezaron con una temblorina de miedo.
-cerrando las puertas todo es dormitorio. Les digo, mientras trato de reconfortarlos con algunos tragos de café caliente, pan y los platanitos que habían quedado de la cena. Sin saber ni como, poco a poco echo mano de cobertores y almohadas que tienen el penetrante olor a naftalina.
Por la mañana me asomo a ver el tendedero en la sala, aprovecho ese silencio que da el cansancio y apuro mis quehaceres con una enorme olla de frijoles, amén de los huevos con chorizo que María, la mamá del chimuelo ha procurado.
Ha sido la insistencia de los niños la que me ha hecho permitirles que salieran. Tal vez un poco el recuerdo de papá que siempre insistía en darles libertad, en dejarles que disfrutaran como él, de la lluvia cayendo sobre su cuerpo. Me he asomado por la ventana y veo cómo marchan todos en bola, Antonio por delante. José sonriendo por algo que Chabelita la cojita, seguramente le ha contado.
De vuelta, Rosita me ha contado con pelos y señas, que Antonio se asomaba peligrosamente al puente, por lo que se llevó nuevamente un merecido regaño.
Durante todo este tiempo en que el silencio me ha acompañado. En mi cabeza, vueltas y vueltas pensando en qué seguirá con tanta lluvia. ¡Seguro no traerá nada bueno! en Salto de Agua la lluvia pocas veces trae algo bueno.
IV
Estuvimos jugando un poco en la calle a pesar de la llovizna. Güicho y Miroslava terminaron por entrarle al relajo. Después nos dijeron que su mamá no les dejaba salir. A la hora de la comida los invitamos también a ellos y mi mamá me echó unos ojotes, esta vez dejó en paz a Antonio, porque sabe que Miroslava y güicho son más bien mis amigos. Para esta hora del día y a pesar de que la lluvia amainó, el tubo que dejo papá de marca ha quedado ya por debajo del nivel del agua. La cosa va en serio y como dicen los adultos, lo que importa no es la lluvia del pueblo, es más bien la de la montaña. A veces me he acercado a papá, y mirando hacia los cerros, oigo como le dice a los vecinos.
-va seguir esta chingadera.
Casi habíamos terminado de comer cuando vimos que se asomó doña Mamerta por la cocina. Traía la cabeza cubierta con un paliacate rojo y encima una gabardina vieja, entró riendo a carcajadas y asombrando a mamá y a las otras señoras.
-¿por dónde entró usted? dice mamá. Y entonces todos en estampida nos asomamos por la puerta y por la ventana que da al patio. El cayuco está amarrado a uno de los postes del lavadero, ¡quién lo iba decir! pienso yo. Mi propio atracadero en el patio de mi casa. A regañadientes y sólo por tanta insistencia de doña Mamerta, mamá nos ha permitido subir al cayuco y dar una vuelta, no todos en bola claro, adivinen quién ha sido el primero en subirse, Antonio. Desde la orilla, papá y los otros vecinos han estado al pendiente de nuestro paseo. La chata, a pesar de ser de las más pequeñas ha sido la que sin duda lo ha disfrutado más, incluso sacaba sus manitas por sobre el borde y cuando ella pensaba que no la veíamos, las metía al agua de la creciente, yo nunca le dije nada, se le veía tan contenta, mamá desde la orilla con aquellos gritos desesperados.
-¡hasta allí nada más doña Mamerta! Decía. Y nosotros -otro poquito, otro poquito- haciendo un coro.
A las cinco de la tarde todo el viejerío alrededor del café. Doña Panchita se animó y horneó unas galletitas, es la primera vez que las comemos gratis, con eso de que aquello son de lo que vive. Doña Mamerta platicó que otro arroyo ya también se ha desbordado, el Michol, y mi mamá dejó escapar una exclamación de asombro.
-la Cruzada se ha ido ya a pique. Dijo doña Mamerta y no sé porque, pero me remonté a los domingos que nos invitaban a la Cruzada, el rancho del tío Julingo o cuando nos vamos al panteón a visitar al abuelo José y estando tan cerca nos damos una vueltita para visitar a los amigos. Mientras pienso en esto, cruzo con mamá una mirada. El abuelo José, el panteón, el Michol desbordado y encuentro en mamá, la angustia que se refleja en sus ojos.
Por la noche otra vez el tendedero desde la sala, obviamente no dejaron que güicho y Miroslava se vinieran a dormir a la casa, de cualquier forma estuvieron jugando con nosotros hasta bien entrada la tarde. El nivel del agua se ha mantenido, de hecho hubo por allí un buen rato en que abrió el cielo y aunque no salió el sol, por lo menos aclaro tantito. Esta vez el chimuelo está amenazado por mi hermano, a la primera que se eche un pedo se va al corredor de la casa.
¡Me quedé dormido por tanto cansancio! como a las doce o un poquito antes, Antonio me movió por un brazo, me despierta y me zarandea.
-has estado quejándote. Me dice. Y después se voltea al otro lado de la cama, yo me quedo con los ojos pelados, recordando mi sueño.
El arroyo ha seguido desbordándose, no solamente ha llenado la Cruzada, también ha comenzado a ablandar la barda del panteón, yo todavía escucho el ruido que hace cuando golpea con la barda, hasta que esta se cae en un largo trecho, entonces el agua poco a poco va metiéndose al panteón y veo como empieza a correr entre las sepulturas, arrasando a su paso con cruces y floreros, deslavando la tierra de los muertitos y las tapas de concreto. También alcanzo a ver como tira a su paso las bancas de cemento, entonces salen a flote las cajas, y comienzan a moverse de uno a otro lado. Yo comienzo a llorar pensando en que el abuelo jamás aprendió a nadar. Cómo vamos a reconocer su caja entre tantas que han sido arrancadas de la tierra. ¿Y si se salen del panteón? ¿Y si el arroyo las lleva al Tulijá? perderíamos ahora si al abuelo para siempre.
El chimuelo me despertó a puro grito, eran como las nueve de la mañana. No supe ni a qué hora me quede dormido.
-ya paro la lluvia. Gritaba el chimuelo. Y me movía por las piernas. Abrí finalmente los ojos, efectivamente había dejado de llover y discretos se asomaban ligeramente algunos rayitos del sol. Para qué tanta algarabía me digo después, el agua, aunque no ha subido más, tampoco ha comenzado a bajar.
Busco a mamá y espero algún momento oportuno, el más aislado que pueda tenerse entre las cuatro familias que habemos bajo este techo, entonces le digo.
-soñé con el abuelo, tenemos que ir a verlo. Ella me abraza y sacudiendo mis cabellos me muestra otra vez unos ojos llenos de esperanza.
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Mientras los niños han estado jugando afuera he aprovechado para hundirme en las viejas pertenencias de mi padre. Ha sido este interminable temporal el que me ha puesto en el estado de recordarlo todo. Me arropo con la chamarra vieja que siempre trajo consigo los últimos años de su vida. Nuestra llegada al pueblo, treinta y dos años atrás. La labor paciente de papá como oficinista del registro civil. La imagen precisa en mis recuerdos de verlo salir por la mañana con su pantalón café y su camisa blanca, el pañuelo rojo para secar los sudores.
-Los calores de Salto de Agua ¡sólo en el infierno! Decía.
La lejanía de nuestro pueblo de nacimiento. Por razones que jamás entendí.
-un día, tú y yo nos vamos a sentar a platicar largo y tendido, sobre aquello. Me decía papá. Pero nunca llegó ese día. La ansiedad por escapar de esta tierra en la que siempre me sentí ajena, ahora más que nunca, en este solitario abandono a partir de su muerte, pero sobre todas estas nostalgias. La lluvia con la que nunca me he sentido segura en Salto de Agua.
A la hora de la comida a José se le ocurrió la puntada de traer invitados y se empeñó en sentarlos a la mesa a pesar de los ojotes que le echaba. Casi terminábamos cuando llegó doña Mamerta
-¿por dónde entró usted? le dije. Y todos en estampida nos asomamos por la puerta de la cocina y por las ventanas a ver el cayuco que, doña Mamerta, había amarrado en el lavadero.
Dejé que dieran unas vueltas en el cayuco, un poco la insistencia de doña Mamerta, un poco la presencia de mi marido y los otros hombres que estarían al pendiente de los niños, y un poco también la voz de papá en el recuerdo que, para esos momentos, parecía haberse hecho cargo ya de mis decisiones. Con todo y eso, nadie pudo evitar que gritara desde la orilla.
-¡Hasta allí nada más doña Mamerta! Con tal de lograr que terminara aquel paseo.
Por la tarde terminamos todas las mujeres tomando café y haciendo galletitas. Doña Mamerta platicó que se ha desbordado el Michol, un arroyo grande que desemboca en el Tulijá y que ha inundado ya la Cruzada. Yo me arrepiento un poco porque en lugar de pensar en la suerte que ha corrido el tío Julingo y su familia, me ha llegado a la memoria que sin duda, ese arroyo habrá afectado también el cementerio, justo en esos momentos entra mi hijo José y se me queda viendo nuevamente, con esa mirada con la que pretende saber lo que siento.
Por la noche el silencio de la fatiga, el ronroneo pausado de los ronquidos de mi marido, el sonido de la lluvia, el croar eterno de las ranas y el sonsonete nostálgico de los grillos, poco a poco también se han ido apagando los cuchicheos de los vecinos vencidos por el sueño.
Aletargada y con sobresaltos me despierto, ha sido José, tal vez alguna pesadilla, escucho la voz de Antonio tratando de despertarlo. No sé la hora, sin embargo permanezco el resto de la noche dando vueltas en la cama, pensando en el Michol y su desbordamiento, en el cementerio hundido en las aguas achocolatadas, en la humedad penetrando la tierra, en la caja de mi padre pudriéndose, en su ropas claro está, el pantalón café y la camisa blanca, en su pañuelo rojo, que cuidadosamente até alrededor de su cuello al amortajarlo, en su piel, en sus cabellos, en esa sonrisa que se quedó congelada no sólo en su rostro, sino sobre todo, en mi recuerdo ¡en mi memoria!
Al despuntar el día, finalmente y por algún milagro ha dejado de llover. La algarabía se apodera de cada uno de nosotros, somos cuatro familias bajo el techo, el bullicio como un enjambre de avispas. José asoma su rostro por la cocina, sospecho que se tiene algo entre manos, por eso me aparto de aquel montón de gente y él aprovecha para decirme.
-soñé con el abuelo, tenemos que ir a verlo. Yo lo abrazo y sacudo sus cabellos. Si la lluvia ha amainado, el sol, el calor, el infierno, qué más podría pasarle a Salto de Agua.
V
Después del desayuno papá nos ha dejado acompañarle al centro del pueblo. Estamos ansiosos por ver qué tan alto ha subido la inundación. A nuestro paso el asombro al mirar las casa de nuestros amigos y más que todo, mirarlos a ellos, refugiados en las azoteas con improvisadas carpas de lona. Al paso encontramos al tío Horacio, quien en esos momentos aprovecha para vender carne de puerco y chicharrón sancochado; además de saludarlo ninguno de nosotros se niega a tomar un buen trozo de chicharrón. Mi asombro cada vez mayor, veo el parque y el agua que cubre alguno de sus lados, incluso para llegar a la iglesia tenemos primero que cruzar un inmenso charco, no muy hondo, de tal modo que cubriéndonos con las botas logramos llegar al portón. El sol para estas horas de la mañana ya bien puesto y como los más en el pueblo, picante y bochornoso. A mi paso empiezan poco a poco a mostrarse las costras que el lodo va dejando al secarse. Acompañados siempre de papá, llegamos hasta las gradas que suben al terraplén, allí si, por lo estrecho de la bocacalle, el agua ha tomado una corriente muy fuerte. La gente, sentada, ve como en su cauce van desfilando troncos, postes del telégrafo, vacas o perros con las patas vueltas para arriba y las panzas llenas de aire, incluso en un momento nos unimos a otros chamacos que, apostados desde las alturas, se han hecho llegar racimos de piedras con las que intentan darle a los extraños navegantes, sobre todo a los animales muertos.
La comida, después de tanto juego me ha sabido deliciosa. Los vecinos poco a poco se han enterado que la presidencia municipal ha dispuesto de refugios en las escuelas, donde además de cobertores gratis les darán también comida, por lo tanto cada una de las familias ha decidido marchar.
-De cualquier manera, lo que se ofrezca. Ha dicho papá.
El cielo por fin se abrió por completo, las nubes grises y negras poco a poco han marchado, y en este atardecer el cielo se muestra tan azul y con un sol tan radiante, que sólo porque en el patio aún se puede ver el agua en grandes charcos, puedo asegurar lo de la creciente, de lo contrario, cualquiera diría que estoy loco.
Me preocupa que este tiempo bueno traiga de nuevo las clases, de todos modos me asomo al patio y busco las marcas, no hay remedio, el tubo que dejo papá, alejado ya del agua como a un metro. Volteo a la puerta de la cocina y mamá me saluda con un rostro más sonriente.
Después de ocho días o nueve o no sé cuántos en realidad, la de anoche fue la primera totalmente sin lluvia. Temprano lo primero que hago es ir al patio y con cierta tristeza descubro que no sólo las dos marcas de mi papá están ya fuera del agua, si no que algunas de las mías de nuevo pueden verse. También el lodo se ha ido secando, incluso puedo caminar ya sin tanta necesidad de las botas. En el desayuno nos enteramos de algunas cosas interesantes, por ejemplo que la Conchita, la hija de don Emigdio, dio a luz trayecto al pueblo, en un cayuco y que Bruno el lanchero tuvo que hacerle de doctor. Papá nos dijo que por fin iría al rancho para ver personalmente cuales eran los daños. Puente de piedra ya deja de nuevo el paso, Antonio lo acompañará, las niñas se quedaran en casa, mamá y yo, iremos finalmente al panteón.
Esta tarde mientras papá platicaba cómo se derrumbó el establo, sepultando al semental, yo cerraba los ojos y volvía a imaginar el camino rumbo al cementerio. El paso de mamá, bastante más rápido que de costumbre, mamá con un pequeño azadón, yo con un machete entre mis manos. Casi llegando al panteón vi como las hierbas y los pastizales estaban acostados por el agua que les había corrido por encima, allí si tuvimos que llevar las botas porque a mamá le habían dicho que en algunas partes el lodo no había tenido tiempo de secar. Conforme vamos acercándonos, veo como las aguas dejaron manchas en la barda, yo me vuelvo a imaginar el sueño aquel y aunque no me crean, veo a uno y otro lado, allí entre los árboles, intentando descubrir alguna caja, pero no, ninguna por allí. Entramos entonces al panteón, hay bastante basura por todos lados, floreros y flores enganchadas en las herrerías, algunas cruces removidas del suelo. Mamá, cuidadosamente trata de enderezarlas lo más que puede, algunas cuando no sabe a quién pertenecen, tan sólo las deja a un lado de la vereda. Efectivamente compruebo que algunas tumbas que, solamente estaban cubiertas por montículos de tierra, están completamente deslavadas, lo que me tranquiliza un poco es que las de material, aparentemente están intactas, mamá sigue con el paso rápido, hasta que finalmente se detiene. Está allí, muy seria, frente a la tumba del abuelo José. Con una ansiedad que en este momento compartimos en silencio empezamos los dos a la limpieza. con el machete retiro lo más que puedo las basuras que se han metido entre los barrotes de la puerta, mientras mamá con el azadón poco a poco recompone los bordes de la sepultura, retirando lo más que puede todo el lodo seco y los escombros que se fueron juntando. Veo a mi alrededor ¡completamente solos! tal vez en estos momentos otros andan con la misma ansiedad tratando de limpiar sus casas, incluso imagino a papá, tratando de desenterrar al semental muerto, mamá y yo nos hemos impuesto la tarea de limpiar el sepulcro del abuelo ¿y por qué no? en estos casos, cada uno tiene sus propias penas.
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Los niños han marchado al centro del pueblo, mi marido ha ido con ellos. Los vecinos una vez que se han enterado de que la presidencia municipal ha habilitado la escuela como albergue y que les están dando comida y cobijo, han marchado también.
¡El sol! con esa intensidad que solamente puede darse en Salto de Agua, poco a poco va secando el lodo, dejando grandes costras de suelo seco. La creciente según puedo ver por las marcas de mi marido y de mi hijo, ha ido disminuyendo, de hecho, ahora mismo puedo ver las marcas que puso mi hijo aquel mediodía y que fueron causa del castigo.
¡El silencio absoluto en casa! Es tiempo de volver a recordarte, de volver a mirar el paso lento con el que te asomabas al término de tu jornada, la sonrisa que, jamás y a pesar de las penalidades, te abandonó. La risa jocosa y abierta en tus partidas de domino o de tus juegos con José, cuando lo subías a tus rodillas y jugaban al caballito o de cuando volvían del Tulijá, cargados de piedritas extrañas, con las que pretendían siempre iniciar una colección. ¿También el Michol habrá regresado a su cauce? ¿También el lodo de las tumbas se ira secando poco a poco? Habrá que, como ha dicho José, ir a visitarte cuanto antes.
El primero en regresar ha sido José, apenas veo como entra corriendo hasta asomarse al patio, desde la cocina veo cómo va de uno a otro lado revisando las distintas marcas, voltea hacia la cocina, me mira y sonríe. Desde allí, me pregunta con un dejo de tristeza.
-¿Tendremos que ir a clases?
Esta noche ha sido la primera después de tanto tiempo en que he podido permanecer despierta sin tener que escuchar el repiqueteo eterno de la lluvia. Eso sí, los ronquidos de mi marido no han cambiado absolutamente nada. Mañana ira personalmente a evaluar los daños en el rancho, Puente de Piedra nuevamente ha dejado libre el paso, lo acompañara
Antonio. Mi marido anda con una angustia trabada en los ojos, yo lo entiendo, no es para menos, haber perdido tanto dinero por la muerte del semental. Por más que diga que lo que menos importa es lo material y que sólo quiere cerciorarse, yo sostengo que con aquel derrumbe del establo y la muerte del toro, él también se derrumbó un poco. Hemos decidido que las niñas se queden en casa, a mí me acompañará José al cementerio. Por más que mi marido hablaba y hablaba que no era conveniente por aquello del lodo.
-Y sobre todo. Decía
-qué caso tiene que vayas, puedes esperar otros días.
¡Pero no! pudo más mi razón. Esa tumba, es lo único, mío, mío, que tengo en Salto de Agua.
Por eso a estas horas mientras mi marido seguro anda ya con mi hijo Antonio tratando de ayudar a desenterrar al semental o a levantar los escombros de lo que fue el establo y mientras mis vecinos se afanan en recoger lo poco que han podido salvar de sus pertenencias, José y yo caminamos de prisa sorteando el lodo del camino. Yo cargando un pequeño azadón y una cubeta, y él con un machete. De reojo, veo como mi hijo discretamente voltea a uno y otro lado, como si estuviera buscando algo.
-¡Allá está el portón! le digo. Y con mi mano le señalo por donde puede ir pisando. Aún hay mucho lodo, por eso decidí que ambos trajéramos nuestras botas de hule, a pesar del calor bochornoso que nos abraza. Entramos, caminamos por la vereda que hemos transitado muchísimas veces a lo largo de estos tres años de la muerte de mi padre, esquivamos algunas cruces tiradas por el camino, las recojo, a algunas las coloco donde yo pienso que les corresponde, de las que no puedo saber, sólo las dejo al borde del camino, también recojo y acomodo algunos floreros. Con cierta tranquilidad puedo ver que las tumbas de cemento solamente están llenas de lodo. Me da un poco de pena ver que las que estaban a ras de suelo, han sido deslavadas. Seguimos caminando, mi paso cada vez más ligero, hay una especie de angustia por saber cómo voy a encontrarlo, volteo a ver a José, de alguna manera sigue tras de mí, siguiendo mi paso, finalmente me detengo, Allí está la tumba del abuelo.
Comenzamos la labor de limpieza, José, con un brillo de alegría en los ojos retirando la basura que se ha quedado trabada en la herrería, yo con el azadón tratando de retirar el lodo que, para este mediodía y con los calores de esté pueblo, se ha ido encostrando entre las barras de metal y la loza de cemento. Veo a mi alrededor ¡Completamente solos! Tomamos un pequeño descanso, la obsesión con la que hemos abordado nuestra tarea, ha hecho que en tan corto tiempo hayamos logrado avanzar tanto. Veo a mi hijo José, le sonrío, y le pregunto.
-¿Piensas que es una locura todo esto?
Y él me contesta casi a bocajarro.
-Cada uno tiene sus propias penas. Y después sonríe en silencio.
Lo abrazo, mientras recorro con la punta de mis dedos la frase que me ordenó mi padre grabar en su sepulcro, como epitafio.
-¡Los calores de Salto de Agua, sólo en el infierno!
© Mayo, 6, 2004, By Oscar Mtz. Molina
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