Un día ella describió mi corazón. Fue épico. Pensé que lo había escrito con su propio corazón, uno muy roto.
La nobleza quedó atrás cuando el primer niño cayó en la guerra; la pureza de las palabras se acabó cuando estas se empezaron a utilizar como bombas, pero podía jurar que las de ella se mantenían intactas, conservándose en el fondo, donde no podían ser manipuladas. Ahí, en ese lugar en tinieblas donde habitábamos, donde apenas alcanzábamos a ver una brecha de luz proveniente de las paredes rojas y agrietadas, habían palabras sinceras; las más sinceras que un ser humano pudiera merecer.
Su portadora estaba un tanto demente; tenía una risa contagiosa. Y, estando ahí dentro, llegaba melodía. Variaba, pues su corazón suele ser cambiante, sin embargo había algo: un tipo de magnetismo nos mantenía pegados a las paredes, ansiosos de escuchar la nueva melodía. Cada vez, antes de que el sonido llegara, me preguntaba si esa vez sería demasiado triste para llorar, feliz para bailar o épica para cantar. Me alegraba estar dentro de aquel remolino que era su corazón, porque me mantenía feliz y despierta.
Irónicamente, cuando dentro llovía, me ponía tan triste que me entraban unas ganas rotas de reír a carcajadas, pero nunca era lo mismo si la portadora no reía. Eso sí me hacía alejarme de las paredes y buscar una salida; lo único que quería era tapar las brechas de su corazón roto para que no se inundara más, y hacerla mirar hacia arriba, donde estaban todas las estrellas, donde se escondían miles de canciones; donde, de seguro, había esperanzas.
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