Había dicho que entraría el norte y en la madrugada entró. Las raquíticas palmeras lo anunciaron meciéndose en grotesca danza. Alrededor de las tres de la mañana arreció la ventisca y enseguida comenzó la lluvia. El frío abrazó nuestro despertar, hincando el diente. Altamira nos debía este clima. Nos debía la necesidad de la chamarra de carnaza. La lectura en el corredor con el cigarro y el vaso de vino. El susurro de las ramas de árboles soportando el viento.
¡El canto de la lluvia!
Nos debía también el café de la mañana y la caricia de un buen libro y la nostalgia. Altamira y su noche de sinfonía de grillos, de lastimeros ladridos de perros. Sapos despertando del letargo bajo tierra, emergiendo en una falsa lluvia de verano.
En la lejanía me cobijé con el recuerdo de tus pasos en mi vida. La lastimera voz de melancolía brotando de tus labios. Me imaginé también tu sonrisa. El dolor en el fondo de tu alma.
¡Corazón suspendido en un suspiro!
Treinta y uno de diciembre ¡Nochebuena!
Las imágenes de unos rostros sin memoria compartidos en un mensaje. Compartidos entre ayes de penas. El tiempo no perdona. Ni el tiempo, ni el olvido. Tanto orgullo echado por tierra. Tanta alegría enterrada. Tanto dolor. Tanta pena.
Vi las fotografías apenas unos segundos y me vi de nuevo en tu tierra, a cientos de kilómetros. Vi las fotografías y me hallé con rostros sin gestos ni muecas.
¡Ausencia!
Vi las fotografías y me hallé con el rostro del olvido, de la memoria perdida, del Alzheimer, prendida.
¡Ausencia!
El hombre que deja de ser consciente de su universo, de su entorno, de su familia. El hombre que deja de ser consciente de sí mismo.
¡Ausencia!
Toda la vida reflejada en un brillo de mirada que se apaga, en una mirada que se pierde, que se extravía.
¿qué somos entonces después de quedarse nuestra alma, sin recuerdos?
¿qué, después de habernos desconectado de la vida?
¡Silencio somos!
Recuerdos de lo que otros recuerdan. Gracias a ellos nos seguimos haciendo presentes. Gracias a ellos podemos desprender aún, una sonrisa.
Había dicho que entraría el norte y en la madrugada entró, Altamira me despierta de este ensueño con cohetones. El año viejo de ropa vieja, hecho de calzones y camisas roídas, rellenado con chinampinas, y palomas y luces de bengala, vuela en medio de una llamarada, por los aires.
Mi copa se rellena con vino tinto, se reboza, se derrama y moja mi camisa, moja mis zapatos, mis calcetines. En la lejanía los gritos de mi mujer y mis hijos.
¡Oscar!
¡Flaco!
¡Papá!
¡Papito!
¡Ausencia!
Así comienza todo, derramándose la copa de tinto, manchado los pantalones, después el saberse ajeno al universo. El olvido enseguida. La pérdida de la memoria. El olvido.
Al final de todo ¡silencio!
A pesar de todo, jamás dejen de hablarme, jamás dejen de recordarme. En algún recodo de mi cerebro, en algún surco del hipocampo están sus rostros y sus voces. Sus besos. Sus reproches. Sus angustias.
De allí que a veces ría sin sentido.
Altamira, dic. 2016 Oscar Mtz. Molina
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