De montañas y sombreros

De montañas y sombreros

Ignacio Yaguez

08/08/2018

Si cuando Ágata Monterrey descubrió aquel bazar alguien hubiese acertado a inmortalizar su cara, muchos habrían podido comprobar que la felicidad es a veces tan material como un buen sombrero de copa.

Los ojos le brillaban incesantes mientras sus pequeñas piernas recorrían aquel laberinto de sombreros con el mismo ritmo y velocidad que unas tijeras de podar bajo la mano de un jardinero experto.

Sombreros, turbantes y todo tipo de tocados se erigían en montañas gigantescas que no entendían de orden y que susurraban invitaciones a lo desconocido. Un bombín beige le susurró desde lo alto de una de aquellas montañas y Ágata no pudo evitar dar un salto de la emoción. Tras no encontrar a nadie que le ayudase a bajar el bombín de las alturas, la joven se aventuró a escalar los sombreros que lo separaban del suyo.

Ágata siguió decidida incluso después de darse cuenta de que el bombín estaba más alto de lo que había pensado inicialmente. Sombreros se despeñaban al suelo con cada movimiento, pero había algo en ella que la empujaba a seguir con la escalada, por mucho que la altura a la que se encontraba empezase a rozar lo peligroso.

Finalmente llegó a donde se encontraba su bombín. Admiró su premio durante un tiempo sentada en un refugio que había hecho ella misma al aplastar unos cuantos sombreros hacia las entrañas de la montaña. Tras regocijarse de su conquista levantó los ojos y comprobó como su montaña no era ni de lejos la más grande de las que se podían ver en el horizonte. Con el bombín puesto contempló al sol poniéndose entre los telares del bazar, con las montañas de sombreros ocultándolo a ratos y el silencio de la tarde dominándolo todo a su paso.

Tras haber repuesto suficientes fuerzas, Ágata empezó el descenso de la montaña con meticulosa prudencia. Tenía el bombín aún puesto en la cabeza, pero se lo había forzado aplicando la suficiente presión para que éste no cayese en medio de la tarea. Si el sombrero saliese volando a esa altura, seguramente acabaría a kilómetros de allí y todo su esfuerzo habría sido en vano.

Como las cosas que se hacen bien se hacen despacio, Ágata llegó al pie de la montaña al anochecer. Tardó cuatro horas, una más de las que había empleado para el ascenso. Había procedido con movimientos lentos, que había ido supervisando en todo momento. Fue tanta la atención que puso en el descenso, que al ir llegando al pie de la montaña no se percató de que sus alrededores le eran extraños.

No había rastro de la tierra arenosa del bazar ni de sus muchas tiendecillas. Ahora le rodeaba una frondosa vegetación que no había visto jamás. La luna brillaba orgullosa entre las pequeñas estrellas que nadaban en la oscuridad de la noche.

Unas voces se abrieron paso en la noche y Ágata corrió a esconderse detrás de un pequeño derrumbamiento de sombreros. Las voces pasaron por delante del escondite de la joven y Ágata pudo ver a tres hombres. Uno de ellos andaba como si fuese el líder y los otros le seguían como las rémoras siguen al tiburón. Justo antes de que los tres individuos dejarán atrás el refugio de la joven, una voz grave hizo eco entre las montañas:

–¡Aquí, está aquí!

Los hombres se giraron de inmediato y empezaron a recorrer los alrededores como perros rabiosos. Ágata había oído la voz desde cerca, pero no se veía a nadie más a su alrededor. Pensó que se debía tratar de una falsa alarma.

–¡Por aquí, por aquí!

Cuando se percató de que había sido su querido bombín el que le había revelado, la joven pegó un grito de disparatadas dimensiones que terminó por delatarla. Los tres hombres la acorralaron y cuando la vieron arrodillada con el bombín parlante en la cabeza se echaron a reír. Ágata les enseño el pasaporte sin saber bien porqué, lo que avivó el fuego de las burlas del trío. Ágata, que no sabía que encontraban tan gracioso, intentó sin éxito razonar con ellos mientras la levantaban y la introducían en las tinieblas de la selva.

Aquella noche la joven acabó en una celda pequeña con poca cosa. Y lo que quedó en una esquina de la celda fue una jaula de madera. Y era en aquella misma jaula donde el bombín seguía con su monólogo, parloteando sin pausa entre las carcajadas de los carceleros y los llantos de Ágata, que ahora tan sólo quería despertar.

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