El brinco de los chinelos

El brinco de los chinelos


Era la noche como un suave infierno
de diablos borrachos cantando
a la luna de Tepoztlán

Luis Eduardo Aute

Salió de la cama de un brinco. Metió el pie en el zapato y al instante sintió el aguijón, la punzada penetrante. Retrocedió de inmediato y ahí estaba el alacrán atravesando la habitación con su amenazante aguijón al ataque. Shit, shit –exclamó la joven. Fue instintivo, alzó los pies y se dispuso a aplastarlo. Tanteó nerviosa por todos lados, adentro del cajón, hurgó entre sus ropas abandonadas en el suelo hasta que distinguió el jarrón repleto de alcatraces… El hormigueo iba en ascenso, la saliva se agolpaba a borbotones en sus papilas, la visión borrosa… en cuestión de segundos la respiración se transformó en un espasmo y estaba a las puertas mismas de una convulsión.

Despertó por fin bañada en sudor con el peso metálico del sol taladrándole los ojos. Suspiró aliviada. Welcome to Tepoztlán pensó y se preparó para bajar a desayunar con él en el restaurante del hostel. Antes inspeccionó muy bien el calzado, metió repelente y bloqueador en la mochila y se lanzó escaleras abajo.

El aroma de la tortilla de harina de maíz invadía la estancia, cos de chapulines, salsa de chile chipotle, café de olla endulzado con piloncillos y canela en rama. Un verdadero manjar para cualquier paladar curioso y entrenado en la diversidad.

Entre sorbo y sorbo de café extendieron el plano de aquel pueblo mágico de Morelos rico en mitos, en leyendas y en fiestones populares. Para ella, era el viaje obligado previo al regreso a Georgetown donde la esperaba una promisoria carrera en leyes; una despedida luego de meses de exilio voluntario en un país que resultó una oportunidad de reencontrarse, luego de la última separación.

Se sumergieron en el río de gente que atraviesa la calle principal especialmente ataviada para recibir a turistas nacionales y extranjeros que alternan con hippies y chamanes dando una atmósfera única al lugar. La cadencia del recorrido lo marca la multitud entretenida con las artesanías típicas, velas aromáticas, bordados increíbles y hasta tarot maya, masajes y reiki.Cintas de papel de colores coronan cada calleja y, más arriba, las majestuosas montañas divididas cortan la vista y la respiración.

El día prometía, así que hicieron un alto en el mercado donde no se privaron de los platillos y tragos típicos, ni de fotografiar desde el puesto de semillas al de chiles, meros pretextos para inmortalizar cada instante.

Al caer la tarde, se refugiaron en Los Colorines para retocar la inspiración y mirarse a los ojos por primera vez en todo el día. El reencuentro luego de varios meses de tregua, ameritaba una conversación que venían postergando desde el minuto uno.

Para ella era más fácil entender que una separación no sobreviene de la nada, por obra y arte de la infidelidad, y que las terceras personas rara vez son el verdadero motivo de la ruptura; antes tuvo que haber un bache, un vacío, un agujero negro, una oportunidad… No comulgaba con la idea de zurcir sábanas desgarradas por la rutina o remendar los girones de vela que dejó la tormenta tras su paso.

Él, sin embargo, vino tras su encuentro con la ilusión de recomponer una relación que hacía mucho había perdido su encanto y a hacerse cargo de sus descuidos anteriores, de sus errores. Vino a buscarla para regresar juntos a la vida de siempre en el norte.

Para ella no fue fácil el exilio voluntario. Al comienzo, todo era miel sobre hojuelas, pero pronto estaría cocinándose en una olla de tradiciones ajenas, de costumbres lejanas. Pronto se daría cuenta que para las buenas conciencias del lugar jamás pasaría de ser un rara avis y que si alguna vez alguien se acerca será primero para disipar esa duda que lo carcome, esa curiosidad que lo consume: ¿qué hace aquí una mujer sola, sin marido, sin hijos, lejos de su familia, de su país, de sus raíces? Una extranjera que no aplica al perfil de las spring break y que no vino a joder en los bares de la ciudad.

Pronto comenzaría a batallar con el «sí» que es «no», con el simulador de la sonrisa complaciente, con el «ahoritita» que se dilata en el tiempo, con el laberinto y las máscaras que el escritor describió con magistral precisión. Pero sobre todo, con la existencial cuestión de si ése era realmente el lugar en el mundo para elegir reinventarse, para pertenecer, para renacer y morir.

Distantes de cualquier reconciliación se zambulleron una vez más en el gentío… Es carnaval en Tepoztlán y la verbena revienta por todas partes, explota el centro y corren ríos de alcohol y de gente… El pueblo está contento y sale a las calles a celebrar el rito histórico de los pioneros, jóvenes marginales que siglos atrás con sus raídas túnicas de manta danzaban al ritmo de su propia música mientras se reían de los señores de barba roja.

Máscaras peninsulares con barbas de chivo, bigotes pronunciados, grandes cejas, miradas azules, de hielo, se acercan y se alejan en un vaivén infernal… Sombreros en forma de cono bordados con abalorios dan vueltas en círculos y, cada tanto, se enciman, con sus penachos de plumas que rozan la cara… Son cientos en esta cuadrilla de viejos feos (huehuenchos) que danzan sin parar al ritmo de la banda que estalla en sus oídos con sus tamboras, con sus platillos, sus instrumentos de viento… sus estridencias.

Ella cayó en un embudo infinito presa del vértigo y los efluvios del tequila que ya hizo su efecto. Lo busca sin ver entre la muchedumbre, lo busca urgente entre las fotos de aquella tarde, lo busca con su curiosidad de viajera postergada, con su cabello de cobre opacado por el miedo.

Ya no da más. El piso gira a toda velocidad; decenas de imágenes se superponen en un frenético zapping mental: la selva baja, las pozas de agua, el Tepozteco,los deliciosos itacates de Los Colorines, la nieve de chicún que finalmente no invocó al duende guardián de la cascada sagrada. Él contemplando la luna azul, él que se perdió cámara en mano entre las túnicas negras de los chinelos que se mofan otra vez de los conquistadores de Tlayacapan y sus banquetes previos a la cuaresma.

Una mano sale de la muchedumbre y la arrastra de la cintura, la estampa contra el cuerpo sudoroso del desconocido. La cámara se resbala y rueda bajo el ciempiés humano. Intenta rescatarla, pero es inútil, no hay vuelta atrás… y sigue por inercia y por miedo también, amarrada a esta cuerda de rescate que es más resbalosa que su propio abismo.

–Ándale, mi chava. A brincar, se ha dicho– le embadurnó el tipo en la oreja, con su aliento caliente de cantina. Su cuerpo laxo no opuso resistencia; brincó al ritmo que mandó la muchedumbre desmadrosa y se aferró a lo único seguro que tenía mientras él no aparecía, ni de un lado ni del otro, ni calle arriba ni calle abajo.

–¿Qué hace solita una güera tan guapa?– interpeló el nativo. Trató de explicarle que no estaba sola y aunque estuviera… que se sentía mal, que él andaba por ahí, entre la muchedumbre, tomando fotos, buscándola, seguro que estaba buscándola. Detrás de las máscaras, ojos lujuriosos se asomaban enrojecidos por el deseo y el alcohol.

Intentó hacer un cerco de cal para detener el alacrán. Pero eran rápidos y eran varios. Se treparon por sus piernas, caminaron por su cuerpo, la picaron una vez y otra vez y otra vez. El dolor era inmenso, intenso, hasta que no resistió más. La luna en clave azul asistió avergonzada a la explosión sónica que dejó sin luz el valle sagrado de Tepoztlán.

En las oficinas del Ministerio Público la recibieron las mismas máscaras peninsulares con barbas de chivo, bigotes pronunciados, miradas azules, de hielo, que se reían, se reían de ella sin parar…

-Chaale, a estas gringas se les hace fácil venir de «spring brik» diz que para conocer la cultura mexicana y vaya si la conocen, carnal- comentó un MP a otro. Y ella esperó, inútilmente, despertar de aquella pesadilla bañada en sudor con el peso metálico del sol taladrándole los ojos.

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