Nos echaban a la calle a patadas. Eso, en el mejor de los casos, porque muchas, la mayoría, sencillamente moríamos estampadas contra el suelo, aplastadas con saña por la suela de un zapato. Pero lo verdaderamente injusto no era el desprecio por nuestras vidas; lo que de verdad dolía era que jamás llegasen a comprender que cada vez que acariciábamos sus mejillas, sus párpados o sus labios con nuestras patas mientras dormían, lo hacíamos con un sentimiento de ternura que ellos, los humanos, jamás hubiesen sido capaces siquiera de imaginar. “¡Cucarachas!”, exclamaban con repugnancia. Como si nosotras no tuviésemos también derecho a amar.
OPINIONES Y COMENTARIOS