La espera
Poniendo su mano en forma de copa, observó su vaso de güisqui. La luz tenue de la lamparita, en el otro lado de la habitación, lo atravesaba y hacía brillar los pequeños icebergs que flotaban lánguidamente y que, de vez en cuando, chocaban entre sí, sonando como pequeñas campanitas. Miró, con ojos cansados, las gotitas que resbalaban por el exterior del vaso, bajando lentamente hacia un destino incierto, probablemente la alfombra o, quizás, el posavasos. En la otra mano, el cigarrillo se consumía solo, sujeto por sus amarillentos dedos.
De pronto, se escuchó el sonido de un coche, acercándose lentamente. Toda la adrenalina se dispersó de golpe por su cuerpo, tiró el cigarrillo a la chimenea y acarició la culata de su viejo revolver, algo que contrarrestó su exceso de tensión. Con mano temblorosa, sacó el arma de su funda y apuntó hacia la puerta, notando los efectos del alcohol, que hacía que algunos de sus músculos parecieran de cartón.
La puerta se abrió con horrible lentitud. “Tiene llave” se dijo y, a punto de disparar, la silueta de una mujer se recortó en el dintel, con la suave luz de una farola al fondo. “Es ella”, se dijo, y su mano dejó caer el arma, que hizo un ruido sordo al chocar con la alfombra. La única luz de la habitación titiló, mientras la mujer entraba, contoneando su cuerpo al caminar. Sin decir nada, le miró de forma insinuante, y él sintió de nuevo un adormecimiento que le impedía reaccionar. Mientras se le acercaba, mantenía un brazo detrás, acariciando la culata de su pequeña pistola. Entonces… la luz se apagó.
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