La vi bajar del ferry con más equipaje del que puede transportar una sola persona. Caminó por la rampa cargada con un puñado de bolsas que dejó en el muelle, después, volvió a subir para bajar con más bolsas y un lienzo en blanco. Recorrió unos cien metros desde el barco y allí, en suelo, dejó las bolsas y el lienzo; luego volvió a por el resto del equipaje que había dejado en el muelle, y mientras yo la observaba, ella, se reunía con todas sus cosas cerca de la taquilla. Dionysia, que así me dijo que se llamaba, me contó que viajaba desde Rodas y que debía llegar hasta el otro lado del puerto para coger otro ferry que la llevaría hasta su casa, en la isla de Hydra. Y cómo aún me quedaba más de una hora de espera decidí acompañarla. Nos repartimos todos sus bártulos, menos el lienzo que se lo quedó ella, y mientras caminábamos me esbozó «Constantinopla», de donde me dijo que era, transportándome a ese lugar que ya sólo existe en los libros, luego, me dibujó su juventud y también me trazó líneas de sus viajes y de sus exposiciones por Grecia y Turquía. Y, a brochazos, pintó risas y carcajadas, con colores estridentes y explosivos que parecían salir de las entrañas de su cuerpo. Al cabo de un rato decidimos hacer una parada para descansar, y me ofreció un trago de Raki en un tapón de una pequeña botella que llevaba camuflada entre sus cosas y, por unos segundos, dudé sobre sí debía o no aceptar aquella invitación y, entonces, pensé que 45° eran suficientes para aniquilar a cualquier bicho viviente, aun así, me encomendé a los dioses, a los de «Lo limpio» y a los del Oráculo de Delphos. Y, mientras brindábamos, entre risas y bromas, me confesó que cuando bebía ,en ayunas, aquel néctar de dioses podía tocar el cielo. Y la creí … Hablamos de la vida, de la muerte y de los sueños. Hablamos de Leonard Cohen y de cuando se conocieron en Hydra. Me habló de sus viajes y también de su marido, su íntimo enemigo, al que temió durante años y al que un día, de repente y sin avisar, se lo llevó la parca. —Vaffanculo! —Le dije. —Stronzo! —Añadió. ¡Nos reímos! Y, ella, lo hizo con esa risa que sale del dolor que habita en los recuerdos. Hablábamos en francés, y jugábamos a entendernos en griego, a traducir al español y a insultar en italiano. Y nuestras palabras y risas parecían flotar en el aire y elevarse a nuestro paso, como esos pequeños globos chinos que vuelan a lo más alto… Cuando nos despedimos pude ver que aquel lienzo ya no era blanco.
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