Café, manos, escondite, abrazo

“Me acuerdo cuando te preparaba el café en tu taza preferida. Sí, aquella que era tan grande que tan sólo podías sostener con las dos manos. Aquella que ponías sobre tus rodillas para ocultar media cara y mirarme desde detrás de tu muralla. Esa taza que dejabas en la mesilla para correr a abrazarme y que después olvidabas hasta volver a recordarla, ya con el café frío. Pero te daba igual, la taza te había calentado las manos y habías probado un poco el café y estaba delicioso, con eso te bastaba. El resto se podía enfriar junto a la taza, ¿qué importaba?. Lo importante era yo trayéndote el café, tú calentándote las manos y escondiéndote para después correr hacia mis brazos. Café, manos, escondite, abrazo. El resto sólo eran adornos innecesarios para ti. Yo intentaba interpretar el significado del café frío cuando éste nunca había sido una realidad, al menos no en tu mundo, que era el mío. Yo miraba el surco que dejaba la taza en la mesilla, preguntándome por qué la circunferencia no estaba completa, y miraba la taza mientras la lavaba, tocándola como si fuese a descubrir su cualidad secreta. Yo intentaba descubrir lo que estaba más allá de nosotros y tú nos descubrías a nosotros, en cada palabra, en cada gesto. Yo creía saber todo, o casi todo. Tú siempre decías que no sabías nada, que me admirabas por saber tanto. Cómo explicarte que yo sabía todo menos una cosa, algo que probablemente nunca sería capaz de entender y que tú sabías a la perfección. Cómo explicarte que tú sabías lo que a muchos les cuesta toda una vida comprender, lo que los mejores escritores concluyen en sus libros finales, antes de dejar de escribir porque ya lo han escrito todo. Cómo explicarte que tú sabías vivir y que yo no, que yo leía todos esos libros buscando indicaciones, pistas, algo que me guiara y entonces llegabas tú y me abrazabas, sonriendo e inconsciente, regalándome esos trozos de vida que no encontraba entre el papel.”