El desconsuelo de la filosofía

El desconsuelo de la filosofía

Facundo Pistola

16/11/2022

Hace apenas dos horas que estoy encerrado. Al menos eso creo. Dentro de estas cuatro paredes podrían haber pasado apenas cinco minutos, quizás cinco años. Un lustro. Es que aquí, encerrado, el tiempo parece fluir de una manera más lenta. Dicen que el tiempo es lo único absoluto, que por más que sacudas con todas tus fuerzas un reloj de arena, cada grano caerá a la misma velocidad, segundo tras segundo.

Por eso es difícil discernir cuanto hace que estoy preso en este calabozo. Sé que podré usar la luz del sol como guía. Su luz se filtra por una pequeña ventana: ahora es muy tenue, como si el astro estuviera recién desperezándose para arrancar su jornada. En una horas (¿años?) su brillo será más intenso y sabré que el sol habrá alcanzado el zenit. Mediodía: hora del almuerzo.

Pienso en escaparme. Es lo único que circula por mi perturbada mente, a cada rato. La idea me ronda como esos sueños recurrentes que nos persiguen noche tras noche intentando comunicarse con nosotros, intentando decirnos alguna verdad que en realidad ya sabemos pero que no nos atrevemos a afrontar.

Puedo escaparme. Soy libre. Los seres humanos estamos condenados a ser libres, palabras de Sartre. Y si, cada uno puede hacer lo que le venga en gana. Con una salvedad: tiene que estar dispuesto a lidiar con las consecuencias de sus actos. Es impagable la libertad de elegir, lo que sí tenemos que pagar es el precio de cada decisión que tomamos. Porque elegir lo uno no es si no rechazar lo otro. Ahí radica la condena de ser libres. La vida no es otra cosa que tomar decisiones y convivir con las correspondientes consecuencias.

¿Escucharon hablar de Boecio? Era un poeta y filósofo romano nacido un puñado de siglos después de Cristo. Él también fue un preso como lo soy yo, con la diferencia que Boecio contaba los días hasta que aparezca el verdugo. Fue injustamente condenado a morir decapitado por atentar contra el poder del rey. Severino Boecio, Severino Camposanto: dos condenados con un mismo nombre. ¿Por qué traigo el poeta a colación? ¿Solo por la coincidencia de la homonimia? No. Simplemente espero como Boecio la consolación de la filosofía. Mientras esperaba la separación de su cabeza del resto del cuerpo -previa tortura-, el romano tuvo una particular visita en prisión. Una mujer. En realidad la visitante era nada más ni nada menos que la filosofía, ataviada con las ropas de una mujer.

Con ella tuvo varias noches de diálogos interesantes y enriquecedores. Palabras que ayudaron a aliviar su alma y poner todo en su sitio antes de afrontar la justicia del hombre. Justicia que, en muchos casos, suele ser muy injusta. Boecio le expuso sus penas y sus tristezas. Hablaron de la Providencia, de los bienes y fortunas, de la voluntad humana y la omnipresencia divina. De cómo la buenaventura de los hombres no está ligada a los bienes particulares si no a Dios. A Dios que es todopoderoso. A Dios que es padre, hijo y espíritu santo.

Yo aquí, encerrado, espero una visita similar. Una forma etérea o corpórea que se presente ante mí y me revele el sentido de la vida. Que con una brisa barra con los nimbos brumosos que habitan en mí. Nubes que me nublan la vista y me impiden ver la luz. Tempestuosas borrascas que me sacuden de un lado para el otro haciéndome perder el equilibrio, ahogándome, haciéndome caer en un abismo frío y oscuro.

Ven a mí, ¡oh, tierna filosofía! ¡Ven! Alíviame, dime que todo va a estar bien. Hazme creer en Dios. Enciéndeme una luz al final del túnel. Y guíame, sobre todo guíame.

Las paredes empiezan a encogerse. Poco a poco se van cerrando sobre mí. Me falta el aire. Mi alma también empieza a encogerse a la par. Muchos me tildarán de desmesurado, de hiperbólico. Pero sólo aquel que alguna vez estuvo privado de su libertad será capaz de comprenderme. Ese si me entenderá. Aquel que descubrió el significado de claustrofobia entre cuatro paredes. Ese que está esperando un permiso para poder tomar un poco de aire, el que cuenta las eternidades que quedan hasta el final de la condena.

Exagerado, desmedido, excesivo, desaforado, extremado. Acepto todos esos adjetivos. Pero a quienes no vivieron esta pesadilla les ruego un poco de clemencia antes de que arrojen la primera piedra. Porque quien no estuvo en mi lugar no sabe de qué se trata esta pesadilla de vivir encerrado entre cuatro paredes. ¡La pesadilla de ser oficinista!

El reloj sobre mi mesa de luz que suena puntual y me despierta todos los días a la misma, mismísima hora con una precisión de relojería suiza, a pesar de ser fabricado y ensamblando en la roja China. Elegir un pantalón, la camisa y los zapatos a tono. Día tras día. Un poco de higiene personal, la corroboración rutinaria frente al espejo para chequear que todo esté en su lugar. Las arrugas en el rostro que van apareciendo una a una y se van estirando de a poquito. Cada día un poco más, inexorables cual mi despertador de relojería suiza aunque chino.

Una taza de café, el mismo café de ayer. Quizás sea otro, pero es el mismo café. Sacar el auto del garaje y recorrer las mismas calles, saludar a los mismos vecinos, frenar en los mismos semáforos, blasfemar en contra de los mismos automovilistas que nunca nos dan paso. Mismo, mismo, mismo. Día tras día lo mismo.

Una vez en el edificio, las puertas del ascensor que se abren. Ese ascensor que me lleva diez pisos hacia arriba, día tras día, hacia la camilla donde me van a colocar la inyección letal. Un leve pitido anuncia la llegada al piso de mi oficina. Ahora el largo pasillo hacia el patíbulo. Mientras lo camino puedo sentir mi alma despegarse de mi cuerpo y elevarse hacia el cielo, poquito a poco hacia la estratósfera. Me siento vacío, y eso que la jornada ni siquiera tuvo aún el agrado de comenzar.

Finalmente el encierro. Hojas de cálculo, resúmenes de cuentas, presupuestos, facturas. El teléfono suena y suena. Nadie lo atiende. ¿Puede una llamada ser peor que este infierno? Así y todo nadie parece preocuparse. Finalmente el sonido se extingue y deja paso al tiki tiki tiki de los teclados. En el fondo ruge una impresora. Hay diez personas a mi alrededor, pero estoy solo. Solo y encerrado. Los relojes de la oficina tampoco deben ser suizos porque no avanzan. El minutero tarda en dar una vuelta lo que la Tierra alrededor del Sol. Siento como mi cuerpo se envejece. Mis compañeros no parecen notarlo, quizás sea solo yo. Falta el aire.

Es ahora cuando empiezo a sentirme un condenado y busco el consuelo de la filosofía. Sin embargo no parece aparecer. La siento merodear, da vueltas a mi alrededor. Pero es tímida, no se anima a mostrarse. Sé que tiene una respuesta y un consuelo para mí, lo sé. Pero invocarla no da resultado, mantiene la distancia. Confío en que pronto haremos contacto y me iluminará.

Estoy preso, día tras día. Soy un condenado. Un condenado que renace al finalizar la jornada para acabar muriendo al día siguiente. Un condenado que muere y revive, revive y muere. Un condenado a la rutina. Porque estar condenado a vivir encerrado es triste, pero más lo es vivir encerrado dentro de las cuatro paredes de la rutina.

Al fin y al cabo no tengo nada que envidiarle a Boecio, pues tanto atentar contra el poder del rey como sufrir la rutina diaria tienen como castigo último el perder la cabeza.

¡Oh, querida filosofía! ¡Ven! ¡Sálvame!

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS