Esta es la breve, brevísima historia de Juan Sintiempo. Se preguntarán ustedes qué clase de nombre es ese. Descreen de mi palabra, descreen de la veracidad de la presente. Pero estas cosas no pueden inventarse. Si no se fían de quien les habla, allá ustedes. Allá ustedes y allá Juan. Bien allá, en un pueblo olvidado, muy lejos de la capital del país, en plena llanura pampeana. Para ser más precisos, allá, en “El Olvidado”. Lo sé, dirán ustedes ahora, ¡oh, minuciosos y escépticos lectores!, que de nuevo estoy jugando y mofándome de ustedes. Pero estas cosas tampoco pueden inventarse, la casualidad y el ¿progreso? han jugado a mi favor. ¿Pueden culparme a mí del hecho que un pueblo llamado El Olvidado haya caído, ciento cincuenta años después de su fundación, en las garras de la inmemoria? Es más bien culpa de este Alzheimer colectivo al que nos arrastra el progreso. Aunque pensándolo mejor quizás la palabra no sea “arrastrar”, ya que un arrastre supone cierto tipo de resistencia por parte del objeto arrastrado, en este caso, el hombre. Y el hombre no siempre pone resistencia ante el progreso, a veces simplemente se deja llevar, a veces tira junto con el progreso. Incluso puede que sea el mismo hombre el que va adelante tirando y el progreso sea una mera consecuencia. Quizás debieran un físico y un sociólogo aunar esfuerzos y establecer un coeficiente de roce entre el hombre y el progreso y nos aclaren la duda sobre quién arrastra a cuál o cuál arrastra a quién.
Zipizapes y verborreas aparte vino a colación el tema del olvido. Pero al que hemos dejado olvidado en el pueblo olvidado es a Juan Sintiempo. Suele pasar en temperamentos como el mío divagar sin rumbo fijo en los vericuetos de las ondas cerebrales sin poder darle un cierre a lo que se está diciendo o intentando decir, sin poder poner ese punto al final de la frase que nos confirma que lo que quisimos decir está dicho. Continuamos vagando y divagando, alejándonos incluso del tema en cuestión, olvidando nuevamente el quid del asunto. Una vez más hemos caído en ese mar de dudas e indecisiones nos hemos vuelto a olvidar que nos olvidamos al olvidado: Juan Sintiempo. Hablo en primera persona del plural porque esto es tanto culpa mía como de ustedes. Ustedes que al principio dudaron de mi palabra y provocaron esta explicación que adoptó la forma de un intrincado enredo.
Juan Sintiempo se llamaba así porque no usaba reloj. No, claro que no. Ahora sí estoy jugando con ustedes. Cierto es que Juan no usaba reloj, pero esta costumbre la adquirió con los años, así que, por una cuestión cronológica, no puede ser la causa de este nombre tan particular. Y es que si hilamos fino, no es un nombre tan descabellado. Juan es un nombre tan malo como cualquier otro y su apellido no es más que una vieja herencia de aquellos viejos Sintiempo que por primera vez subieron a un barco y cortaron el Atlántico en dos en busca de un lugar mejor para vivir.
Si lo encontraron o no, serán ellos los que deberán atestiguar. Pero es cierto que los Sintiempo se asentaron hace ya un par de generaciones atrás y que vivieron y viven aún una vida dedicada al ámbito rural en la fértil llanura pampeana. Esta historia no es solo de ellos, es la historia común de miles y miles de inmigrantes que escaparon de las hambrunas y de las guerras y colonizaron las tierras de nuestra región. Domesticándolas de a poco con semillas de trigo y maíz, hasta que esas tierras, hasta entonces vírgenes, empezaron a proveerles del pan, la carne y la leche que hasta entonces les eran esquivos. Así que, en esa búsqueda de un lugar mejor para vivir se toparon con este que, si no mejor, al menos era más nutritivo.
Todos sabemos que el campo es una tarea de todos los días y, como si esto fuera poco, de todo el día. Cuando no hay que laborear el suelo hay un alambrado caído por levantar. Por la noche, cuando termina la cosecha, una vaca desvelada necesita ayuda para parir a su ternero. Al otro día, con la salida del sol, se puede oír el quejido de un molino que perdió una pieza por el viento de la madrugada. La siembra, arreglar los tractores, reparar las aguadas, alimentar a los animales, eliminar las malas hierbas, ordeñar a las vacas, engrasar, pintar, limpiar, lavar, restaurar.
Su pequeña chacra era muy apreciada por los vecinos del pueblo, incluso envidiada por un puñado de ellos. El orden era absoluto, la limpieza extrema. Quienes la visitaban solían manifestar la sensación de encontrarse dentro de un cuadro de Julien Dupré. Y no eran pocos los que la visitaban, ya que era una de las paradas predilectas en el itinerario del cada vez más emergente turismo rural. Cada rincón de la casona o del campo era una manifestación artística, una pincelada de maestría y dedicación. Uno podía entrar de saco, corbata y mocasines sin ensuciarse ni despeinarse. Y si lo hacía, podía arreglarse el pelo en el reflejo de la chapa de los tractores.
Pero nada es gratis, todo en esta vida tiene un costo. Y el que debía pagar Juan era muy elevado. No en términos económicos, como atinaría a pensar el grueso de la población. No. En términos de lo más preciado que tiene un ser humano: el tiempo.
Juan pasaba horas y horas dedicado a su tierra, a sus cultivos y a sus animales. Parecía hallar en ellos su propósito en esta vida. O mejor aún, la vida era la excusa de su existencia. Como si las estrellas hubiesen explotado y el polvo estelar resultante hubiera chocado, explotado y vuelto a chocar para, finalmente, dar origen a aquel protozoo y a aquella bacteria con capacidad de fotosíntesis. El protozoo fagocita la bacteria y ahora tenemos un organismo simbiótico con capacidad de producir su propio alimento. ¡Y Oxígeno! Oxígeno que de a poco va aumentando su concentración en el planeta y permitirá el desarrollo de otras formas de vida más avanzada. Un perro, una vaca, un pato. Y ahora sí, una fuerza sobrenatural trae a Juan a la Tierra a cuidar de ellos. Todo confluye, todo está diseñado. Deus ex machina.
Sintiempo tenía familia. Esposa y cuatro hijos. Hijos que iban a la escuela solo si su esposa los llevaba. Esposa que iba a bailar solo si sus amigos la llevaban. Amigos que compartían momentos con Juan solo cuando lo que se compartía era el trabajo. Trabajo que le consumía a Juan sus energías, su vitalidad, sus años mozos, su bien más preciado. Y aquí radica el error de Juan. Para él su bien más preciado era su chacra y el trabajo y la responsabilidad que vienen dentro del paquete. A favor suyo, el trabajo dignifica. En contra, el trabajo no esclaviza (al menos no debiera). El trabajo no impide divertirse, viajar, establecer y cumplir metas. El trabajo no impide disfrutar de las cosas maravillosas que tiene la vida. He aquí el error de Juan.
Cuando se esposa le pedía que la lleve a bailar él contestaba “¿desde cuándo las vacas se ordeñan solas por las mañanas?”. Cuando sus hijos le pedían que les enseñe a andar en bicicleta los mandaba con su madre porque lo consideraba una pérdida de tiempo. “¿Para qué aprender a manejar algo sin motor? ¿Acaso piensan sembrar los campos montados en una bicicleta?”
Juan se perdía así los mejores momentos con su esposa, se perdía la inocencia de sus hijos, su aprendizaje, sus rasguños al caer, sus golpes. No había tiempo para vacaciones. Juan no conocía la nieve, no sentía la brisa del mar en su cara, no escuchaba el sonido gorgoteante del río ni la bulla de la gran ciudad, no veía el colorido del carnaval.
Cualquiera que haya visto una película o leído un libro sabe que llega un momento en la vida de estos personajes en el que una enfermedad, el escape por un pelo de un accidente o la aparición de un fantasma de la Navidad futura les hace abrir los ojos y replantearse un montón de cuestiones que hacen a su vida cotidiana y a la forma en la que la llevan. En el caso de Juan fue una tuberculosis. Tantas horas trabajadas a la intemperie al fin le pasaron factura y cayó en cama con un cuadro grave. Muy, muy grave.
Luego de varias semanas acostado sin poder hacer otra cosa que catarsis, Juan comprendió su error. La verdad le cayó como un rayo fulminante y le abrasó todo su cuerpo. Su paradigma de vida había sido erróneo. Pero de las crisis siempre se aprende, de las crisis se evoluciona. Juan derramó una sola lágrima. Una sola gota que viajó hasta su cuello abriéndose paso a duras penas entre el espeso vello de sus patillas. Una sola gota cargada de pesares, de impotencia, de culpa. Una sola concisa, lacónica y densa lágrima que arrebujaba todos sus sentimientos y todas las otras lágrimas de alegría y dolor que debería derramar aquel que realmente vive.
Juan Sintiempo entendió todo. Congregó a su esposa, a sus hijos y a sus amigos alrededor de la cama y les dijo “ya he trabajado bastante, es hora de disfrutar la vida”. Inmediatamente sus ojos se cerraron y exhaló su último aliento.
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