Nota por nota, acorde por acorde. Los ojos y los dedos del pianista se coordinan para copiar la partitura del nocturno en do sostenido menor de Chopin. Las manos golpean las teclas, los dientes de ébano y marfil muerden las falanges del intérprete mientras la sala se inunda con el sonido de esa lucha celestial. La única lucha en la que no hay vencidos. Todo es gloria. Las moscas detienen el batir de sus alas, escuchan. Adler está inmóvil, pero solo por fuera. Su núcleo se revuelve, la melodía le habla a su ser más profundo. El torrente de emociones borbotea en su interior y lo cubre todo como una bruma cálida, como aquella niebla espesa que inunda las calles de Londres. Un torrente que desprende un olor un tanto acre, un remolino color beige, de sentimientos en sepia.
La noche está fresca en Viena. Las calles están vacías. Adler lo mismo. Salió del Theateran der Wien con una irritante sensación de levedad. Un gato negro pasó frente a él y lo miró con indiferencia. Otro felino lo llamaba desde arriba de un tejado. Adler cavilaba, el gato no. Qué curioso, pensaba, que curioso debe ser no pensar. Siempre pensaba en qué piensan los animales que no piensan. ¿Pensarán ellos en que nosotros pensamos que no piensan? ¿O tampoco piensan pensar nunca en eso? Con hambre no se puede pensar, pensó.
Una hoz de luna emanaba su brillo magnético desde las alturas. Adler caminaba sin ver por dónde, su vista estaba perdida, fija en la nívea luz ajena de la Luna. Por un momento deseó ser un águila para acercarse a ella. Subió por la LinkeWienzeile y entró a cenar en un bar. Un trío de cuerdas sonaba arriba de un improvisado escenario. El del contrabajo no era tan malo como los otros dos. Recordó el gato negro que cruzó unos metros antes y al otro que lo llamaba desde el tejado. Imaginó una pelea encarnizada entre los dos. Si, el violonchelo y el violín sonaban como esa hipotética disputa. Estaba a punto de levantarse y volver a su casa. Lo esperaban “Los caminos de la libertad”; estaba ansioso de conocer el destino de Mateo, un profesor de filosofía francés llamado a las filas para defender la patria ante la inminente invasión de las fuerzas del tercer Reich. Amaba la lectura de Sartre. Le empezaron a aparecer las náuseas después de leer esa magnífica obra del más puro existencialismo, pero, paradójicamente, la prosa de Sartre era la única cosa en éste mundo capaz de calmarle aquella sensación nauseabunda de hallarse vacío y solo en un planeta superpoblado de hombres, mujeres y niños.
El plan de la lectura en el sofá casi lo convenció. Sin duda no era peor que ese horrendo trío de cuerdas. En el último instante un prolongado borborigmo en su estómago lo mantuvo firme a su silla. Llamó al camarero y pidió un Wiener Schnitzel con papas fritas. El violinista ahora masacraba un aria de Bach. Ojalá éste violinista estuviera en el tejado, pensó Adler, así se lo escucharía menos. Las personas a su alrededor se arrebujaban en sus platos y hasta parecían disfrutar la música. Otra vez deseó ser un águila, esta vez para salir volando de ahí. Un “adler” es un águila. Ser un águila o ser sordo.
Su cuerpo le pedía la dosis nocturna de cafeína, así que pidió un GrosserBrauner. Miró la isla de crema de leche y, sin saber bien por qué, sintió una ola de calor. Quizás un recuerdo dormido que no terminaba de aflorar. ¿El olor a café en la cocina de su abuelo? ¿Las meriendas de su niñez, sentado frente a una taza de leche? ¿Ambos? ¿Ninguno? Sacudió la cabeza para despejar un poco su mente y apuró de dos tragos la taza de café. El hombre y la mujer de la mesa de al lado lo miraron sorprendidos. Notó que era el centro de su conversación, cuando hablaban lo hacían como cantando: era una pareja de italianos.Que idioma alegre el italiano, pensó, debemos parecerles una tribu de salvajes con nuestros vocablos guturales. Mi scusi, mi scusi.
Salió del bar y notó el frío en el rostro. Se subió el cuello de la chaqueta como si eso le brindara una protección extra. Las calles seguían desiertas. Encendió un cigarrillo y le dio una calada profunda. El conde de Saint Germain caminaba por la acera contraria. Nunca lo había visto pero estaba seguro que era él. Le dio otra calada al cigarro. El humo que inundó sus pulmones esta vez le produjo asco. Sintió temblar el suelo bajo sus pies: su único compañero ahora también le daba la espalda. Años de amistad y apoyo mutuo se desmoronaban bajo la negra noche de Viena. Mi scusi, mi scusi.
Debo confesarles que esta historia no sé a dónde va. Así como Adler, vaga perdida por las noches de Austria sin saber muy bien el destino final. No conozco al hombre en cuestión, pero al ser un narrador omnisciente puedo seguir todos sus movimientos y el hilo de sus pensamientos. Saber lo que pasa por su cabeza minuto a minuto. No obstante me cuesta predecirlo. ¿Optará por un cambio radical en su vida? ¿Se levantará al otro día y seguirá su vida como si nada? ¿Usará tal vez el revólver que era de su padre y que duerme tranquilo en el segundo cajón de su armario?
Volvió a su departamento de la calle Mittersteig y se dispuso a seguir con la lectura. Sus ojos vagaron por la misma página una docena de veces sin lograr concentrarse en lo que estaba leyendo. Necesitaba relajarse, la mente de Adler no estaba ahí, se había transformado en un águila y volaba a lo largo y a lo ancho del tiempo. Se sirvió un vaso de whisky para relajarse un poco. Sintió una especie de alivio masoquista cuando el alcohol le quemó la garganta. Se acercó a la ventana y observó un grupo de jóvenes congregados en el parque Schütte-Lihotzky. Uno de ellos tenía una campera con la cara del Che Guevara estampada. Imaginó una producción a gran escala, una enorme máquina escupiendo segundo tras segundo camperas con la cara del Che. No hay mejor forma de rebelarse contra el capitalismo que comprar una remera de esa serie. La náusea, otra vez. Mi scusi. Tuvo ganas de abrir la ventana y gritarle ¡imbécil! a ese chiquillo. ¿Qué ganaba?
Volvió al libro, mismo resultado. Probó con música. Frank Sinatra entonaba las estrofas de “Fly me tothe Moon”. Repiqueteó con las suelas de sus zapatos y giró una vuelta completa sobre su propio eje. Una revolución, en astronomía. Qué raro que un mismo vocablo tenga significados tan distintos en la Tierra y en el espacio. Y los jóvenes que aún no entendían que no hay que hacerla sino ser la revolución.
Probó con música clásica, con rock, con jazz, nada. Por la habitación desfilaron boleros, tangos, valses, polcas, calipsos. Todo le era esquivo, todo le era ajeno. Sentía un vacío en el alma que no lograba llenar de ninguna manera. Sentirse sólo y vacío. Vacío y solo. Decidió que la mejor solución era dormir. Entregarse a las manos de Hypnos y amanecer con energías renovadas. Confiaba en que él u Orfeo le iban a mostrar un sueño epifánico y que los sentimientos y las ideas de la víspera se convertirían en un simple mal recuerdo. Dudó de la existencia de la palabra “epifánico”. Dudó de su propia duda. Dudó de su propia existencia. Se convenció de la existencia de la duda.
En la teoría era un plan perfecto, pero la cosa se comenzó a complicar en la parte empírica. No lograba conciliar el sueño. Daba vueltas y vueltas en la cama pensando y repensando. Desde el ángulo de su cama veía la Luna a través de su ventana inserta en el profundo firmamento. En apenas un segundo recorrió los pensamientos de algunos de los personajes más importantes que alguna vez se animaron a mirar hacia arriba: Ptolomeo, Copérnico, Herschell, Kepler, Galileo, TychoBrahe y hasta el desafortunado Giordano Bruno. La noche era oscura, un puñado de estrellas salpicaba un cielo negro que avanzaba en un degradé temporal hacia el azul más celeste. Las horas pasaban, el cielo clareaba. De a poquito la Luna iba huyendo del Sol. Esa enana blanca que se hacía más y más potente minuto tras minuto.
Recordó el título de un libro de Robert Bober, “Onnepeut plus dormir tranquillequandon a une foisouvert les yeux”. Nombre inspirado en un grafitti pintado en Nanterre durante el Mayo del 68. Era verdad, no puede volver a dormir tranquilo aquel que una vez abrió los ojos. Es que Adler lo sabía. Sabía aquello que todo el mundo ignoraba. Y le costaba moverse en esa sociedad donde solo él parecía ser consciente de ello. La gente seguía su vida como si nada ocurriera. ¿Desconocían o simplemente no les importaba lo que Adler sabía? Volvió a sentirse solo, más solo que nunca: un lobo estepario.
Empezó a pensar firmemente en su armario, no podía alejar su mente de ese segundo cajón. Ahora tampoco yo puedo alejar mi mente de ese segundo cajón. ¿Se estará metiendo Adler en mi mente? Yo me metí en la suya, pero nunca creí que pudiera darse una especie de contratransferencia literaria. Quizás se deba a mi falta de corporeidad, a mi falta de esencia. Porque no soy nadie. Un narrador sin vida propia, sin nombre, sin pasado y sin futuro. Únicamente vivo aquí y ahora. Nací esta noche adentro de un teatro y moriré cuando termine la historia de Adler. Siempre creí que la vida es efímera, de cristal, pero nunca a este extremo. Carpe díem. Espero que Severino, mi creador, me reviva en algún momento. Es triste pensar que uno viene al mundo solo para contar una historia que ni siquiera es la propia. Quisiera vivir una vida que valga la pena contar. ¿Y si Adler saca el revólver del cajón y termina con las dos vidas? Dos pájaros de un tiro, él y yo.
Adler pensaba en el contenido del segundo cajón. Acostado, sin haber logrado conciliar el sueño en la víspera, empezó a obsesionarse con el metal guardado allí. Frío. ¿Vil? Se levantó y se acercó al armario. Púsose en cuclillas y se detuvo. La mirada fija en la madera, los dedos oprimiendo fuertemente el herraje. Mi scusi. Imaginó un cuervo en el dintel de su puerta. Un graznido demasiado humano. El cuervo lo alentaba a tomar la decisión. Yo quería desplumarlo para que callara. Finalmente el águila fue más fuerte que el córvido. Adler se paró de un salto y caminó hacia la cocina. Pensó que no había que apurarse, hay tiempo para tomar decisiones. Encendió la máquina de café. El fuerte olor de la bebida lo tranquilizó. Bebió con paciencia, saboreando el negro aroma que de a poco llenaba todos los rincones de su departamento.
Pero como todo en este mundo, su paz fue efímera. Un recuerdo empezó a tomar fuerza en su interior y lo somatizó, lo sentía fluir en la sangre, lo sentía en las vísceras. El recuerdo se transformó en pericardio, rodeó su corazón y comenzó a oprimirlo. Lo mismo le ocurrió a sus pulmones. Todo el aire de la habitación le era escaso. El aire de toda Viena le hubiera resultado escaso. Cuanto más se encogía su corazón más rápido parecía palpitar. Ni el de un colibrí amedrentado hubiese latido tan rápido. Los recuerdos le oprimían el pecho, el esternón y la columna vertebral parecían fusionarse. De a poco la frente se le fue perlando de sudor, un escalofrío corrió por toda su humanidad. Las paredes y el techo se acercaban cada vez más a Adler. Se arrodilló en el suelo y se abrazó las rodillas, haciéndose lo más pequeño posible para evitar ser aplastado por los muros. O por los recuerdos. O por ambos, ya que muchas veces los recuerdos son paredes que nos encierran, que nos limitan.
Los recuerdos son paredes abstractas. Daba pena “ver” a Adler en esa condición, un hombre tan fuerte, tan sobrio, tan seguro de sí mismo, totalmente derrotado por un recuerdo, por una idea más fuerte que sus fornidos brazos, que sus anchos hombros. Pero ¿qué puede hacer una narrador que no tiene brazos para abrazarlo, que no tiene voz para susurrarle al oído que todo dolor es pasajero, que todo pasa? Y aunque tuviera voz, ¿cómo convencer a un hombre que se cree morir que no lo está haciendo realmente? Traté de gritar con todas mis fuerzas, pero mi aullido se perdió en este plano, incapaz de alcanzar la realidad.Impotente Adler, impotente yo.
En un arrebato Adler se puso de pie, quiso correr, huir del calvario en el que estaba inmerso, pero sus piernas no le respondían. Luchaba con todas sus fuerzas pero no logró moverse ni un metro y se desplomó nuevamente en el piso de la cocina. A duras penas apoyó las manos y las rodillas, respiró hondo, lo más hondo que pudo. Arrastró una rodilla, luego la mano opuesta. Luego realizó la maniobra viceversa. Fue reptando poquito a poco hacia la habitación, hacia la mesa de luz donde descansaba su teléfono. A mitad de camino quedó inmóvil. A su izquierda se alzaba una mole de madera que lo llamaba con una atracción sobrenatural. Obedeciendo a quién sabe qué impulso viró y puso rumbo hacia el armario. Impulsada por quién sabe qué obedecimiento su mano se condujo sola hacia el segundo cajón. Hurgó con los dedos dentro de él hasta que sintió el frío metal quemarle los dedos.
Pensó en ella. Cuando creía que se le iba la vida solo pensó en ella. En su cabello color azabache cayendo, rebelde, hasta su cintura. En sus ojos de ébano. En sus largas pestañas. En su empírea sonrisa. Aquella sonrisa que no era de este mundo. Pensó en el lunar junto a su boca al que habían bautizado con el nombre de Adler.Pensó en todo. Pensó en ella.
El objeto de metal pasaba de una mano a la otra. Veía su rostro alargado reflejarse en la metalizada piel. Aferró el objeto fuertemente con la mano izquierda y puso la derecha encima. Volvió a respirar hondo. Mantuvo el aire unos segundos y exhaló al tiempo que abría la caja de metal que sostenía entre sus dedos. Adentro estaban todas las pulseras. Aquellas que tintineaban en la oscuridad mientras ella se desnudaba, tímida, en los instantes previos al amor.
El recuerdo fue demasiado. Con las pulseras aún en la mano Adler abrió la puerta y salió al balcón. Respiró una bocanada de aire fresco, tomó impulsó y las pulseras volaron. Finalmente él también voló. Se transformó definitivamente en el águila que siempre quiso ser.
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