Una Carta

Como verás, por fin he decidido escribirte.

Me imagino lo que dirás, ¡bueno, estaba vivo al fin y al cabo!

Tal vez, hayas llegado a pensar que lo mío no era simple haraganería, que había un cierto desinterés de mi parte.

Nada de eso.

Era, efectivamente, simple y pura haraganería.

Es que, últimamente, he estado un poco así, desanimado.

Además, no tenía mucho que decirte.

Bueno, a decir verdad, tampoco es que tenga mucho para decirte ahora, te aclaro.

Lo que pasó fue que esta mañana, no bien abrí los ojos, estiré el brazo buscando algo que leer y di con un libro de Pessoa. Lo abrí al azar y, como de costumbre, encontré algo que me hizo pensar.

Y es que él sostiene que hay mucho sentimiento, mucha emoción sincera en no tener nada que decir.

Y, por extraño que parezca, creo que tiene razón.

Uno escribe una carta, supuestamente, para decir cosas, para contar hechos o comentar cómo nos va tratando la vida.

Pero, digo, en el fondo, esas son excusas.

El motivo real es comunicarse, compartir.

¿Compartir qué?, me dirás.

No lo sé exactamente, pero sospecho que ha de ser algo más importante que alguna información puntual.

Quizás, cierto sentimiento, cierta emoción, no sé.

Tal vez seamos más sinceros cuanto menos tengamos para decir.

Pero, claro, una carta está hecha de palabras y las palabras están hechas para decir cosas.
Y si no tenemos nada que decir…

Pero siempre habrá algo para contar, el tema es que, claro, no siempre será algo muy importante.

Por ejemplo, ¡si supieras en qué papel estoy escribiendo estas líneas!

Es un trozo de papel que en la parte superior tiene garabateado, con un crayón rojo, un especie de dibujo infantil.

No sé ni de donde salió.

¡Sí, ya sé!, estaba junto a una pila de libros que alguien había dejado tirado sobre un contenedor de basura y que yo no pude dejar de traer a casa.

Porque, en la era de Internet, la gente tira libros. Bueno, a decir verdad, yo también lo hago, pero no sin antes haberles dado una ojeada.

El papel del que te hablaba (y sobre el que estoy escribiendo estas líneas), está bastante amarillento, así que estimo, a ojo de buen cubero, que ha de tener unos treinta o cuarenta años. Tal vez, más.

Quizá el autor del dibujo sea ahora un hombre hecho y derecho o, por qué no, una señora «de la sociedad» que en este mismo instante está tomando té con unas amigas en una confitería del centro, a la salida de una función benéfica en el Teatro Colón.

O tal vez, lo haya dibujado alguien que ya no esté en este mundo, alguien que sufrió un accidente, que fue atropellado por un vehículo mientras pensaba vaya a saber en qué.

Algo así le paso a Gaudí, no sé si sabías. Sí, estaba mirando su obra magna, la Sagrada Familia en Barcelona y por estar tan abstraído en su imagen no vio venir al tranvía que lo atropelló.

Aunque, no sé si los hechos habrán sido así realmente.

Podría decir, como Tertuliano, «lo creo porque es absurdo». Pero no quiero, porque ocurre que a ese padre de la Iglesia en particular, le tengo bastante antipatía.

Es que se trató de alguien cruel y nada digno de confianza.

Cruel, por asegurar que uno de los placeres de los justos sería ver sufrir a los réprobos en el infierno.

Y nada digno de confianza, porque en su afán de desprestigiar a Aristóteles, lo culpó de la muerte de su buen amigo Hermias de Atarneo, algo completamente falso.

Pero todo lo anterior fue una digresión.

Te contaba lo del papel para que entiendas hasta qué punto estoy afectado últimamente de haraganería. Es que ni siquiera me tomo el trabajo de buscar entre los libros, o debajo de las cosas que pueblan la tapa del piano o la mesa, un papel apropiado, un papel nuevo, digamos una hoja de formato «A4» que, con seguridad, debe de andar por ahí, debajo de alguna camisa sin planchar, matándose de risa de mí.

Ya sé, pensarás que si no me tomo el trabajo de buscar un papel, mucho menos iré al local de correos a ponerle los sellos y a realizar todos esos trámites burocráticos que tanto detesto.

Tal cual, tienes razón, me has pillado, como dicen los españoles.

Lo que pasa es que para mí, todo es un engorro (a nuisance), cuando no un «pain in the ass», para usar la primorosa expresión acuñada por esos tan espirituales norteamericanos.

Sin ir más lejos, hace poco (con esto quiero decir un año) fui a un local del Correo Argentino que queda en frente de la plaza Flores (plaza que, como tantos sitios en la Argentina, no existe oficialmente con ese nombre).

Bueno, el tema es que al llegar no pude ingresar al local. Tuve que pasar un buen rato haciendo cola afuera por el tema del covid.

Pero valió la pena, te lo puedo asegurar, valió la pena.

¿Sabes por qué?

Porque fui testigo de algo que me dejó una enseñanza.

Y fue que a metros del lugar donde transcurrió la mayor parte de mi espera, sentadas en el umbral de un comercio cerrado, estaban una mujer y sus niñas pidiendo.

Y lo peor del caso fue que, durante los diez minutos que estuve a metros de ellas, nadie se dignó a darles nada, absolutamente nada.

¡Y mira que iban y venían personas!

Ya sé, me dirás, ¿y tú te dignaste a darles algo?

Y mi respuesta es no. Pero no por ser tacaño (que lo soy, o tal vez, más pobre que tacaño) sino porque había algo en esa mujer, un no sé qué en su forma de mirar, que me movía a no darle nada.

Pero espera, que ahora viene lo más interesante. 

En un momento una de las nenas (eran dos) quiso ir al baño y entonces oí que la madre le decía a la otra: «vos quedate acá que enseguida volvemos».

Y entonces esa chiquilla, que tal vez no entendió que la madre se iba solo por un momento, quedó mirando a la gente ¡con una carita de desamparo!

Verás, los años, los golpes de la vida, han endurecido mi corazón, es la verdad.

Y, sin embargo, la desolación que reflejaban los ojos de esa niñita era tan real, tan verdadera, que me puse a hurgar en mis bolsillos en busca de algún billete para dárselo antes de que la madre regresara.

Y se lo habría dado, si no fuera por lo que pasó a continuación.

¡Cuánta razón tenía Borges al decir que un hombre es todos los hombres!

Te lo digo, porque así como nació en mí el impulso de darle algo a esa mocosa (nunca mejor empleado el término, pues unos moquitos pendían de su naricita) a otros parece haberles pasado lo mismo.

Porque, como te decía, ya estaba buscando unos pesos en mi bolsillo, cuando un muchacho que salía de un supermercado, le dejó un paquete de papas fritas. Acto seguido una mujer le dio un bollito de billetes. Luego alguien más, unas monedas. Y enseguida un hombre, un chocolate. Y luego otro… y así.

Fue emocionante ver, de pronto, tanta solidaridad en la gente.

Te digo la verdad, parecía una escena sacada de una película, en cinco minutos esa niña recibió muchas más cosas de las que habrá recibido su madre en todas las horas que habrá pasado sentada allí, te lo puedo asegurar.

Es que bastó con que aquel muchacho le diera a ese angelito el paquete de papas fritas, para que la gente hiciera poco menos que cola para darle algo más.

¡Imagínate la sorpresa que se habrá llevado la madre cuando volvió y vio a su niña con tal cantidad de cosas!

Te pido que lo imagines porque yo no te lo puedo contar. Es que no lo vi, pues antes de que la madre regresara, ya había llegado mi turno, así que me perdí ese momento (aunque me hubiera gustado verlo).

Por eso te decía que valió la pena ir al correo, aunque más no sea por la conclusión a la que llegué después de observar todo eso.

Fíjate, la madre habrá estado ahí, pidiendo para sus hijas por bastante tiempo y nadie le daba nada.

Y, habrá pensado, «hoy no es mi día, nadie nos da nada y encima ahora esta nena me hace perder tiempo», o algo por el estilo.

Pero cuando esa chiquilla quedó sola, le llovieron las cosas.

No sé si lo puedes ver. Lo que quiero decir es que, de alguna manera, el problema era ella, la madre.

Su ausencia fue para todas, muy beneficiosa, ¿te das cuenta?

Eso me hizo pensar en que, tal vez, algo así nos pase a todos en la vida.

Buscamos el éxito (cada cual lo definirá a su manera), hacemos «los deberes» (en el mejor de los casos) y así y todo, los resultados no llegan.

Y me pregunto (y te pregunto), ¿no será justamente por nuestra presencia, no seremos nosotros mismos los que, sin saberlo, nos estamos boicoteando?

¿No será que, por temor a perder lo poco que tenemos, por no renunciar a lo seguro, nos perderemos para siempre aquello que podríamos conseguir si nos animáramos a cambiar?

¿No deberíamos hacer, aunque más no fuera por una vez en la vida, como esa mujer, que se ausentó (creyendo que por no estar perdería lo que podrían darle) y luego tuvo esa sorpresa?

Tal vez deberíamos irnos por un tiempo a alguna parte o, simplemente, recluirnos en nuestros hogares, abandonar «la lucha» para ver qué pasa.

Tal vez, contra lo que indica la lógica, lejos de perder algo, lo ganaríamos.

Y si no, al menos, sabríamos quién se acuerda de nosotros, quién nos extraña y quién no, quien nos aprecia (y no lo habíamos notado) y quien no (y tampoco lo habíamos notado).

En fin, tal vez nuestro fracaso (si es que tal cosa existe) sea producto de nuestro insistir en imponerles nuestra presencia a los demás.

¿Quién sabe?, si hiciéramos como esa madre, tal vez a nuestro «regreso» encontráramos cosas que no estarían allí de haber estado siempre presentes.

Pero volviendo a lo que me decías o, mejor dicho, a lo que supongo que me dirías (eso de que si no me tomo el trabajo de buscar un papel, mucho menos iré al correo) te diré lo siguiente: tienes razón, no iré a Flores a llevar esta carta.

Pero no por haraganería, no.

Es que, como sabrás, en los correos te exigen que a las cartas les pongas un destinatario.

¿Y cuál es el problema?, me dirás.

Te lo diré. No sé si te lo has puesto a pensar, no sé si estarás al tanto, pero la mayor parte de las cartas llegan al destinatario equivocado.

Digamos las cartas de amor.

Un enamorado le envía una carta a su amada y, ¿qué ocurre?

Lo siguiente: la mayor parte de las veces, ese amor, no será correspondido. Por tanto la dama en cuestión no le dará la menor importancia a esa carta e, incluso, se molestará.

¿Sabes por qué?

¡Por qué esa carta no era para ella! Ella no era su legítima destinataria. Era para otra mujer, una mujer a la que esa carta le hubiera cambiado la vida, la hubiera conmovido, la hubiera hecho llorar de ilusión.

Ella sí le hubiera respondido a ese amante atribulado.

Y así hubiera comenzado una relación epistolar que habría terminado en un emocionante encuentro y en el comienzo de una relación para toda la vida.

Era ESA mujer la legítima destinataria de la carta, no la otra, a la que el remitente, ¡pobre de él!, se la había enviado por error.

¿Qué él estaba enamorado de ella y no de esa otra a la que ni siquiera conocía?

¡No importa! Ese enamoramiento era, a las claras, un error.

De hecho, casi todos los enamoramientos lo son, pues no nos enamoramos de alguien, sino de la idea que nos hemos hecho de ese alguien, esto es, al fin y al cabo, de una creación de nuestra mente.

Sí, como la estatua Galatea, de Pigmalión, que él mismo había esculpido tan hermosa que cayó rendido a sus pies.

Pero, ¡ojo!, que si la historia de Pigmalión tuvo un final feliz, fue solo porque Afrodita, al infundirle vida a la estatua, no la transformó en un ser completamente diferente.

Pero la diosa «Realidad» no es tan considerada con nosotros como Afrodita lo fue con Pigmalión; cuando el tiempo y la convivencia han descorrido todos los velos con que nuestra imaginación adornó a nuestra Dulcinea (o Dulcineo), nos encontramos con un ser al que desconocemos por completo.

¡Y ahí te quiero ver!

Sé lo que estarás pensando: eso de que nos enamoramos de algo que solo está en nuestra mente, es muy discutible. Por decir algo, pasa una Marilyn Monroe y yo ya me enamoré. De ella, no de la imagen que mi mente creó de ella.

Te diré la verdad, yo pensaba así hasta hace poco.

Por eso te digo que cada día aprecio más a Pessoa. 

Es que, mira cuán profundo es esto que dice:

«La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete y después soñar con el resultado. Y, realmente, el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se vuelve realmente otro. Manufacturamos ideales. La materia prima sigue siendo la misma, pero nuestro sueño, la aleja de continuar siendo la misma. Una mesa de pino es pino, pero no nos sentamos al pino, nos sentamos a la mesa. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa suposición es ya, en efecto, otro sentimiento».

¿Te das cuenta?

Lo que yo entiendo de eso, es lo siguiente. 

Hay un instinto sexual, que es la base del amor, como hay madera, que es la materia prima de una mesa. 

Pero el amor y la mesa son algo más que el instinto sexual y la madera.

Pienso que pasa lo mismo con otros conceptos, como justicia o democracia.

Los fascistas dicen: ¡Cuán ingenua es la gente! ¿Cómo pueden creer en esas ficciones? La democracia nunca existió ni existirá jamás. Lo natural siempre ha sido que predomine la voluntad del más fuerte. Y con respecto a la justicia, de acuerdo, la ley es igual para todos… ¡para todos los menesterosos! ¡No hay juez que no tenga un precio! Etcétera.

Y, la verdad, sus argumentos son atendibles. 

Pero olvidan algo. 

Los seres humanos, como señala Pessoa, manufacturamos ideales. Y los productos de esa elaboración, los aleja de continuar siendo lo mismo que eran como materia prima de esos ideales. 

Y sí, puede que la democracia (como la justicia o el amor), existan solo como productos soñados, de acuerdo. 

Pero (que no nos engañen los fascistas de cualquier pelaje) soñados de un sueño verdadero, profundamente humano y que terminará creando una realidad nueva, una que merezca ser vivida.

Pero otra vez me he ido por las ramas. Hablábamos de las cartas y de sus inciertos destinos.

Y sí, como te decía, casi siempre pasa así con las cartas: no llegan donde debieran.

Pero los correos, una y otra vez, insisten en enviarlas a la dirección que figura en el apartado «Destinatario».

Claro, ellos se escudan en el consabido argumento: «nosotros cumplimos con la voluntad del interesado; si ellos ponen una dirección, nosotros enviamos la carta a esa dirección».

Un correo que, como Poncio Pilato, se lava las manos: «Yo, Correo Argentino».

Qué te puedo decir, eso de respetar la voluntad de los hombres…

Los antiguos griegos sabían cosas que hoy hemos olvidado.

Sabían, por ejemplo, que cuando los dioses amaban a un mortal, le enviaban toda clase de infortunios y dificultades para que, con paciencia y tenacidad, los superara y llegara, de esa forma, a convertirse en un gran hombre.

Pero si uno de esos amados de los dioses se rebelaba contra ellos, si los maldecía por tantos males recibidos, los dioses lo castigaban… haciendo realidad todos sus deseos: las mujeres más bellas caían a sus pies, encontraba tesoros a cada paso, alcanzaba las cimas del poder.

Y así se volvía un déspota insaciable, un verdadero monstruo de lujuria y desenfreno, destinado, por su propia intemperancia, a un trágico final.

Como verás, los antiguos griegos conocían nuestra humana naturaleza mejor que nosotros.

Pero volviendo al tema de los destinos de las cartas, te decía, serán muy pocas las personas que tengan la suerte de que sus cartas lleguen a su verdadero destinatario.

Y soy consciente de que yo, por una mera cuestión estadística, no seré una de ellas.

Por eso, porque ignoro el nombre del verdadero destinatario de esta carta, la dejaré así, con ese sector sin completar.

Es que, si por el mero hecho de cumplir con las normas que imponen los correos pusiera, tras la palabra «Destinatario» los datos de alguien concreto, cometería, casi con seguridad, el mismo error que cometió aquel enamorado.

Tal vez llegue el día en que los correos estarán a cargo de personas más sabias que enviarán las cartas, digamos, al azar.

Me dirás, sería un caos.

Y te respondo, ¿no es un caos el mundo tal y como está ahora?

Borges escribió: «Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable».

¿Te das cuenta? ¡Nuestra vida ya está regida por el azar! Salimos a caminar y, como le pasó a Gaudí, nos atropella un vehículo. Alguien no consigue salir adelante como chofer de autobús y, tras muchas idas y vueltas, termina como presidente de un país.

¡No me digas que por enviar unas cartas al azar el mundo va a terminar patas arriba!

Pero hasta que ese día llegue, debemos ser muy cuidadosos con eso de enviar cartas.

Y por eso te decía que valió la pena haber ido al correo ese día, porque aprendí cómo esa mujer, por irse, por dejar un vacío, logró un milagro, el milagro de hacer aparecer una solidaridad que parecía imposible un momento antes.

Así, tengo la esperanza de que, al no poner ningún dato al frente de esta carta, ocurra el milagro de que pueda llegar a su verdadero destinatario.

Y si ocurre que esa persona eres tú y acaso estás pasando por un momento difícil, puedes olvidarte de todas mis divagaciones y tener presente las palabras que Cervantes puso en boca de su inmortal Quijote:

«Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades».

Un abrazo.

Etiquetas: cartas correo

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