Alberti Norte

«Afortunadamente, el copioso estilo de la realidad no es el único: hay el del recuerdo también, cuya esencia no es la ramificación de los hechos, sino el perdurar de rasgos aislados».

(Jorge Luis Borges)

Sin destino.

Simplemente así, sin destino, caminaba en medio de la noche.

La neblina difuminaba las luces haciendo que todo pareciera irreal.

A la altura de Once, divisé una mesa libre en la confitería «La Perla» y entré.

Lo primero que me llamó la atención del lugar fue una pared llena de fotos de músicos: Charly García, Litto Nebbia, León Gieco, etc.

Me acomodé en la mesa que había elegido y quedé justo frente a una foto cuya parte inferior estaba cruzada por una firma blanca.

Se trataba de «Tanguito», el creador de «La balsa», la canción mas popular en su día.

Me puse a pensar en él, en sus problemas con las drogas, su internación en un hospital psiquiátrico del que huiría una madrugada sólo para hallar la muerte bajo las ruedas de un tren.

Intenté ponerme en su lugar, imaginar lo que habrá sentido él en esos vagones mal iluminados, en su ilusión por volver al hogar materno luego de pasar por ese infierno de terapias insulínicas y electrochoques.

Y luego, el misterio de su muerte.

¿Sería su destino?

Recordé lo escrito por Joseph Conrad: «Nunca he encontrado en un libro o en las palabras de alguien, algo para oponer, siquiera por un instante, a mi profundo sentir de que la fatalidad gobierna este mundo habitado por el hombre».

Entonces, ¿somos libres, o lo que llamamos libertad es sólo la ignorancia de un derrotero prefijado? 

Mas todo mi filosofar quedó en la nada cuando una mesera se me acercó.

Es que era tan bella que quedé paralizado por un instante, como esas liebres que, fascinadas por la luz de un foco, quedan a merced de un cazador.

Ella, en cuyas pupilas parecían conjugarse los azules de todos los cielos, me preguntó si ya había elegido algo del menú y yo respondí, casi mecánicamente, que sólo tomaría un café.

Abatido, como si la súbita aparición de esa ninfa me hubiera revelado una injusticia universal, me pregunté:

¿Por qué esas mujeres-diosas nunca son para nosotros?

Para alguien serán. 

Para los felices, para los ricos.

¡Quién tuviera dinero!

Si fuera rico, lograría llamar su atención y, tal vez así, la vida cobraría sentido.

O, quién sabe, quizás los campos no sean tan verdes para los afortunados como para los que no lo son.

Conmocionado aún por la aparición de esa camarera-diosa, noté que alguien había dejado un diario olvidado.

Empecé a leerlo por la contratapa, por las tiras cómicas: «El loco Chávez», «Diógenes y el Linyera», «Clemente».

De las tres, mi preferida era «Diógenes y el Linyera», tal vez por su temática «filosófica» o, quizás, por sus frases ingeniosas.

Reparé por primera vez, en cuán exótica era esa palabra, «linyera» (vagabundo, pordiosero): lin-ye-ra.

Pero al dar vuelta el diario, quedé conmocionado: en Ginebra, había muerto Borges.

Sentí de pronto una especie de orfandad, un vacío que no me podía explicar.

Es que Borges había apoyado a dictadores, yo nunca había podido justificar sus posturas políticas.

Sin embargo, la noticia me conmocionó.

¿Será que los libros encierran historias que son, para nosotros, tanto o más reales que todas las vidas de esas personas de carne y hueso que el destino pone en nuestro camino?

En Borges pensaba cuando los vi.

Dos hombres, junto a un auto estacionado, miraban hacia mi ventana sospechosamente.

¡Parecía hacerse realidad la peor de mis pesadillas!

Es que sabía que me buscaban, pero estaba seguro de que el anonimato de la gran ciudad jugaría a mi favor.

Dejar de frecuentar mis lugares habituales no fue tan difícil; no pisar las casas de mis seres queridos, sí lo fue, pero una vez conseguido, me pareció una estrategia infalible. Es que, según las estadísticas, la ciudad de Buenos Aires alberga a unas tres millones de almas, ¿cómo dar con alguien entre tres millones? ¡Sería como hallar una aguja en un pajar!

Sin embargo, al ver a esos hombres mirándome como me miraban, supe que eran ellos que, de alguna forma, me habían encontrado.

¿Qué podía hacer? Lo primero que se me ocurrió fue salir de allí caminando, si veía que me seguían, confirmaría mis sospechas. Pero, ¿qué haría luego, correr? Mi estado físico no era el mejor, tras doscientos metros, me habría quedado sin aire.

No, debía pensar en otra cosa.

Se me ocurrió algo: iría hasta la plaza, bajaría a la estación del metro y abordaría el primer tren que apareciera; para cuando ellos hubieran llegado a la plataforma, yo ya estaría viajando fuera de su alcance.

Sí, era un buen plan, o en todo caso mejor que seguir allí, arriesgándome a que esos hombres vinieran por mí.

Salí del bar sin mirarlos. Fingiendo una tranquilidad que ya había perdido, crucé la avenida Rivadavia y luego Pueyrredón. Ya en la plaza, con disimulo, volví a mirarlos. Charlaban con tranquilidad junto al auto.

Al parecer, me había equivocado.

Intenté calmarme, tal vez nadie me estuviera siguiendo; tal vez, como tantas veces, fuera sólo mi imaginación.

Miré el reloj, marcaba 23:15. Bajé las escaleras y una vez en el andén, desierto por la hora, me dispuse a esperar el arribo del último «subte», como se conoce al metro de Buenos Aires. Pasaron los minutos. Una señora con un niño en brazos bajó a la estación. Cuanto más transcurría el tiempo, yo más me tranquilizaba, pues suponía que, si esos hombres hubieran estado tras mis pasos, ya estarían dando vueltas por allí.

Pero de pronto, aparecieron.

Bajaban las escaleras sin demostrar apuro, pero no lograron engañarme: venían por mí. Se detuvieron a hablar con alguien de la empresa y yo me fui acercando al borde del andén, con la idea de bajar a las vías y escapar corriendo por el túnel hacia la próxima estación. Y lo hubiera hecho, de no ser porque vi en la pared el reflejo de las luces del subte que se aproximaba. Aún abrigaba una mínima esperanza de que esos hombres no estuvieran tras de mí. Pero no, apenas subí al vagón, los vi acercarse a paso vivo. 

¡Tenía que hacer algo con urgencia!

En esa época los coches de la línea A tenían unas ventanas con un panel de vidrio que se podía bajar. Corrí hacia una ventana que tenía el vidrio bajo y sin pensarlo dos veces, salté a las vías. 

Agachado para no ser visto, me dirigí hacia la parte trasera de la formación y me escondí en el espacio que hay debajo del andén. El tren partió. Yo seguía en mi escondite sin animarme a salir. 

De pronto oí:

—¿Qué pasó?, ¿lo tenés? ¿Cómo que no hay nadie?, ¿te fijaste bien?

Ya no quedaban dudas: eran ellos. Por algún motivo uno había quedado en el andén. El problema era que, sabiendo que su compañero no me había hallado en el vagón, él comenzaría a buscarme por las vías. Pensé en huir por el túnel, pero de mi lado era recto, me vería fácilmente si intentaba escapar por allí. En cambio, vi que al otro extremo de la estación, el túnel se desviaba hacia la izquierda, así que, agachado, comencé a avanzar por debajo del andén con la idea de llegar a la entrada de esa otra sección del túnel.

Pensaba: si logro alcanzar esa curva sin ser visto, estaré fuera de peligro.

Casi había alcanzado la entrada del túnel cuando oí un grito ahogado, ¡el del andén había saltado a las vías! Pero debió de caer mal, porque lo vi tomándose un tobillo con las manos. Me dije: ¡ahora o nunca! y me eché a correr por el túnel.

Mi corazón latía como jamás lo creí posible.

Y entonces oí una fuerte detonación, como si me hubieran disparado con un cañón.

Lo increíble es lo que vino después: sentí de pronto, en un segundo, como si toda mi vida pasara delante de mis ojos.

Eran, sobre todo, escenas de mi infancia.

Recuerdo haber «visto» unas vacaciones familiares en la playa, a mi hermano menor con la piel quemada por el sol, mi madre, enfundada en un traje de baño enterizo de color azul, mirando las olas romperse a lo lejos. También estaba mi padre, ¡con patillas! de pie, debajo de una sombrilla.

Luego vi a mi madre haciendo la lista para las compras con un bolígrafo de cuerpo grueso, amarillo, que no he vuelto a ver. Y unas hermosas nubes muy blancas, sobre un fondo azul de un cielo de cierta tarde, al despertar de una siesta.

Volví a ver, en el patio de mi escuela primaria, a una niña de cabellos claros de la que había estado secretamente enamorado (y de la que ya me había olvidado por completo).

Lo más increíble era que a pesar de la velocidad fantástica con que se sucedían esas imágenes, las veía a todas con absoluta claridad.

Recordé, por verlo, un toldo verde con franjas blancas que mi padre había colocado en el patio de casa. Y vi a mi hermana, escoba en mano, empujando ese toldo, para que cayera el agua acumulada tras una lluvia.

Era como si lo estuviera viendo todo de nuevo, con todos los detalles. Vi perfectamente el arcoíris que se formó tras esa lluvia y, algo curioso, noté (¡mientras corría por mi vida!) que ese arcoíris parecía separar dos zonas de distinta tonalidad en el cielo y me pregunté: ¿cómo puede un arcoíris influir sobre la tonalidad del resto del cielo?

Volví a ver un sillón de metal, pintado de blanco con una pata corroída por el óxido, que había quedado arrumbado en la terraza de mi casa. Vi cómo se arremolinaban las burbujas en el agua de una piscina en la que, de niño, casi me había ahogado y luego a mi difunta abuela, con un vestido de motivos circulares, tomando sol en la vieja casa de Ramos Mejía.

Vi una mancha de nicotina en el «fa» del antiguo piano mientras mis dedos de niño buscaban una melodía. Volví a ver un envase de «Merthiolate» (rojo, con tapa blanca) en el que, junto a mi hermano, habíamos guardado el mercurio de un aparato roto. Y, tras la cortina del jardín de infantes donde por primera vez me llevaba mi madre, una pequeña tela de araña cubierta de polvo de tiza… vi, en un segundo, miles de cosas.

¿Será que nuestra mente atesora todo lo que una vez nos conmovió para evocarlo en momentos así, cuando sentimos que vamos a morir?

Borges, en su cuento El Aleph, habla de una maravillosa esfera fulgurante en la que se podían ver, a un mismo tiempo, desde cada ángulo y sin confundirse, todos los objetos del universo. Se trataba, claro está, de una ficción literaria. Sin embargo, en esa situación tan extrema, corriendo por mi vida, tuve una suerte de revelación; creí entender que lo que Borges contó en su Aleph no sería una invención infundada, sino la recreación artística de un extraordinario mecanismo de la mente.

Las imágenes se sucedían a una velocidad vertiginosa, no eran, como en su Aleph, simultáneas, sin embargo, el fenómeno que experimentaba se parecía tanto a lo que recordaba haber leído en su obra, que llegué a pensar que, tal vez, el propio Borges se hubiera basado en una experiencia así para escribirla.

Y lo más increíble: todas esas imágenes habrán pasado por mi mente en menos de un segundo.

¿Cómo puede el cerebro humano operar semejante prodigio?

Sea como fuere, lo que me urgía en ese momento era algo mucho más pedestre: superar la sección curva del túnel.

Finalmente, lo conseguí, pero cometí un error: en mi afán por saber si alguien me seguía, giré la cabeza y miré hacia atrás sin dejar de correr. Para mi alivio, solo se veía el túnel solitario, pero por esa distracción, tropecé, perdí el equilibrio y caí dando la cabeza contra algo.

De pronto, todo se desvaneció.

No sé cuánto tiempo habré permanecido inconsciente, pero en ese estado tuve un sueño al que no sé como calificar. Me hallaba en el vagón de un tren, viajando.

Íbamos hacia un lugar lejano. Y digo «íbamos» porque no estaba solo: junto a mí viajaban unas chicas de mi edad, muy bonitas. Creo que éramos compañeros del colegio yendo a un viaje de egresados. Y lo mejor fue que entre ellas estaba aquella mesera que había encontrado en el bar. Y era todo amor, nos hacíamos caricias en el pelo, éramos como novios o algo así.

Lamentablemente, las cosas buenas no duran mucho. Su mano en mi cabeza parecía producirme una especie de herida, una herida que me dolía cada vez más.

Entonces desperté.

Tardé unos segundos en volver a la realidad. Me llevé la mano a la cabeza y noté un corte en el cuero cabelludo y mis pelos pegoteados por la sangre reseca.

Me incorporé lentamente y vi que una estación se vislumbraba a lo lejos. Decidí ir hasta allí, tal vez en ese lugar encontrara una salida para volver a la superficie.

Me incorporé lentamente y vi que una estación se vislumbraba a lo lejos. Decidí ir hasta allí, tal vez en ese lugar encontrara una salida para volver a la superficie.

Comencé a caminar, pero, de pronto, algo me hizo detener: me pareció ver gente esperando en el andén.

¿Gente, a esa hora? Yo sabía que el servicio terminaba a las 23:30 horas, por lo tanto, la formación de la que yo había saltado era la última de la noche, ¿qué hacían allí esas personas esperando un tren que no llegaría?

Algo extraño estaba sucediendo. Por las dudas, decidí esperar junto a la pared del túnel, para no ser visto.

Lo que más me intrigaba era el sepulcral silencio, ¿cómo podía ser que todas esas personas no produjeran ni el más mínimo sonido?

Pasaban los minutos, pero lo único que se oía, de tanto en tanto, era el débil rumor de algún auto que estaría pasando por la avenida, arriba. Poco a poco me fui animando a avanzar. Al llegar al borde del andén me pareció ver que toda la gente estaba vestida con ropas antiguas, de otra época.

¿Estaría soñando?

Finalmente, haciendo de tripas corazón, decidí subir al andén. Lo que descubrí entonces me dejó helado: esas personas no eran tales, se trataba de… ¡maniquíes!

¿Qué hacían allí esos maniquíes vestidos como gente del siglo pasado? No podía creerlo. Es que nunca me hubiera imaginado semejante cosa, parecía la sala de un museo de cera. Además, la estación lucía abandonada, la escasa iluminación apenas dejaba ver un cartel con la leyenda «Alberti».

Estaba confundido, no terminaba de entender en dónde me hallaba, y mucho menos, qué hacían allí esos maniquíes que parecían escrutar el infinito con sus ojos helados.

Y para colmo de males, comencé a oír voces como de gente acercándose. Seguramente eran ellos, que venían en mi busca.

En mi desesperación, no tuve mejor idea que camuflarme entre los maniquíes. Uno de ellos llevaba un sombrero y un pañuelo al estilo de los compadritos de antes. A las apuradas, los tomé, me los puse y me escondí detrás de él, muy quieto, esperando lo improbable: ser confundido con un maniquí. Apenas había terminado de disfrazarme cuando los vi: aparecieron del lado opuesto al de la estación Plaza Miserere.

Caminaban iluminando con una linterna el espacio que hay debajo del andén. Yo seguía sus movimientos con los ojos, sin apenas parpadear para no ser descubierto, pero por alguna razón, no miraban hacia la plataforma. Tal vez, ya hubieran revisado el lugar antes.

¡No lo podía creer! contra toda lógica, ¡mi plan iba a funcionar! Los seguí con la mirada hasta que entraron al túnel y esperé un tiempo prudencial.

Cuando estuve seguro de que se habían alejado lo suficiente, sin hacer ruido, me puse a buscar una escalera para salir a la calle. Encontré una, pero por el polvo que cubría sus escalones me di cuenta de que estaba fuera de uso desde hacía mucho. Igual lo intenté, subí, pero al llegar al tramo final, vi que la salida había sido tapiada con una losa: definitivamente, se trataba de una estación abandonada.

Regresé a la plataforma, le devolví al muñeco sus accesorios y, tras comprobar que no había moros en la costa, bajé a las vías y comencé a caminar rumbo a la próxima estación. Apenas había avanzado unos metros, cuando sentí que alguien me llamaba.

—¡Señor!

Me detuve sorprendido. ¿Cómo podía ser? ¡Si no había visto a nadie! ¿De dónde habían salido? ¿Habrían sido tan astutos como para esconderse hasta que yo bajara a las vías? No lo podía creer.

—¡Señor! —repitió la voz.

Sintiéndome extrañamente indignado, como si mi intento por escapar hubiera sido burlado injustamente, me resistía a aceptar la realidad.

Pero no tenía alternativa; resignado, me di vuelta cerrando los ojos.

Al abrirlos y para mi sorpresa, me encontré con un muchacho en ropas de trabajo, al que tomé por un operario de la empresa.

—Buenas noches —atiné a decir.

—Buenas noches, ¿el ingeniero?

—¿Ingeniero? —alcancé a balbucear.

—Sí, me imagino que vino por lo del derrumbe, ¿no?

¿Cómo justificar mi presencia en ese lugar? Temí ser descubierto y por eso mentí:

—Sí, por lo del derrumbe.

—¡Por fin! ¿Por qué tardaron tanto en mandar a alguien? ¿Le cuento cómo pasó todo?

Hablaba como si quisiera desahogarse.

—Claro —le dije.

—La cosa fue así. Ya sabíamos que esta zona era inestable, que podía haber derrumbes, lo que no esperábamos era que de la nada, el piso cediera de esa forma. Yo vi que el viejo se iba hundiendo y no lo dudé, me tiré para tratar de sostenerlo, para que no se lo tragara la tierra. Porque eso fue lo que sucedió, la tierra se lo tragó.

Por la exaltación con la que hablaba, comencé a sospechar que no se trataba de un trabajador del subte sino de alguien, un tanto «chiflado» que utilizaba el túnel como refugio o algo así. Porque, a decir verdad, yo no había oído nada de un derrumbe en la línea A.

Él seguía con su historia:

—¡Pero no pude hacer nada! Todo sucedió de golpe, no hubo tiempo… desapareció de mi vista, todo se hundía, era un caos, ¡no se imagina lo que era esto! La verdad, no sé cómo pude salir vivo de ese desastre.

—¡Qué increíble!, ¿y su compañero?

—¡No lo va a creer! Pensé lo peor, el viejo estaría atrapado bajo un montón de tierra, ¿cómo podría respirar allá abajo si estaba como sepultado en vida? Pero, increíblemente, logró salir sin un rasguño. ¡No me lo explico!

—Bueno, digamos que fue una desgracia con suerte, entonces.

—Sí, pero no podemos seguir así, en estas condiciones… ¿Usted sabe algo al respecto?, ¿qué tenemos que hacer ahora?

—Eso lo dirán las autoridades—se me ocurrió decir —yo solo vine a… (y entonces me di cuenta de que no sabía cómo continuar la frase).

—¡Es lo de siempre!, ¡mandan gente y después, nada!

—Yo…

Sé lo que dirá, que no es su responsabilidad, pero ¿sabe qué? ¡Queremos de una vez que alguien dé la cara!

— Pero es que yo no tengo ninguna autoridad, a decir verdad, si me animé a bajar a las vías fue porque esa estación no tiene salida a la calle, ¿no es cierto?

—¿Estación?, ¿de qué estación me está hablando?

—Creo que es Alberti ¿no?, al menos eso dice el cartel.

—¿Qué cartel?

—¡El cartel de la estación!

—Pero, no entiendo, ¿a qué estación se refiere?

Ya un tanto exasperado y señalando hacia la estación con ambas manos le respondí:

—¡A ésa, adonde están esos maniquíes!

—¿Maniquíes? —me miró de arriba abajo como si me hubiera vuelto loco.

—Aguárdeme un segundo, voy a buscar al viejo, ya vengo.

No sabía qué hacer. ¿Y si en lugar de volver con «el viejo» lo hacía junto a aquellos hombres? No podía arriesgarme, decidí marcharme.

Pero no tuve tiempo, cuando me quise dar cuenta, ya estaban allí.

—¡Hola! —me saludó un obrero ya entrado en años.

—¡Hola, mucho gusto!

Le extendí la mano y en ese instante algo increíble sucedió: ¡nuestras manos se cruzaron sin hacer contacto!

Sentí de repente como si mi estómago se hubiera vuelto de hielo. ¿Estaría muerto? Recordé la detonación. ¡Claro!, ¡por eso había visto pasar toda mi vida delante de mis ojos!

Pero si era así, ¿por qué no sentí nada? Tal vez, mientras corría por el túnel, había recibido un disparo en la cabeza, quizás en esos casos no se llega a sentir nada, nadie ha vuelto de la muerte para contarlo.

Me miraban desconcertados:

—¿Qué pasó? No entiendo, nuestras manos…

—¿Quién es usted?, ¿qué es esto? —preguntó el muchacho.

—Les seré sincero, no sé lo que está pasando. Yo solo buscaba una salida. Me pareció que me perseguían, pero ahora…

—¿Que lo perseguían? —preguntó el viejo —¿la policía tal vez?

—No lo sé, ¿por qué lo dice?

—Es que tuve un sueño muy extraño. Yo trabajaba en una especie de terminal de trenes. De pronto se me acercaban dos hombres, me exhibían unas credenciales de policía y me preguntaban si había visto a alguien por la estación. Yo les respondía que no, que no había prestado atención pero que, si querían, buscaran por allí. Un instante después —vio como son los sueños— estaba al lado de unas vías y veía como alguien saltaba desde la ventanilla de un tren y después corría para ocultarse debajo del andén de la estación. Finalmente, lo veía corriendo mientras el policía sacaba un arma y disparaba al aire, ¡fue todo tan real!

¡No podía creerlo!, ¡ese hombre había soñado conmigo!

—Lo único que recuerdo es que yo venía por el túnel cuando tropecé, di mi cabeza contra algo y perdí el conocimiento. Al despertar, llegué hasta esa vieja estación de los maniquíes…

—¿Estación de los maniquíes? —preguntó el viejo.

—¡Es lo que yo le dije! interrumpió el muchacho, ¿qué estación?, ¿qué maniquíes?, ¿de dónde saca esas cosas?

—Aquí hay algo muy extraño —dijo el hombre— ese sueño y ahora usted…

—Es cierto, dije, pero tiene que haber una explicación.

De pronto, sentí como si el alma me volviera al cuerpo. Es que creí comprender lo que estaba sucediendo.

Dirigiéndome al hombre, le pregunté:

—Dígame, usted fue quien quedó atrapado bajo tierra, ¿verdad?

—Sí, ¿por qué me lo pregunta?

—¿Cómo pudo escapar ileso de semejante hundimiento, no tuvo ninguna herida?, ¿cómo pudo respirar mientras estuvo allí?

El hombre se quedó pensativo, como si hubiera comenzado a comprender algo; el muchacho, en cambio, seguía enojado:

—Señor, usted es quien ve estaciones con maniquíes, nosotros…

Siguió protestando, pero yo ya no lo escuchaba. Es que en ese momento recordé algo que me había sucedido en mi infancia. Un hombre había comenzado a usar el portón de una fábrica cercana a mi casa para pasar la noche. Un día de invierno una vecina, tal vez temiendo que el hombre muriese de frío, había llamado a una ambulancia. Llegué al lugar justo cuando el hombre intentaba responder unas preguntas que le hacían los rescatistas, preguntas que nunca olvidé: quién era el presidente del país y en qué año estábamos. Todavía recuerdo mi sorpresa al oír sus respuestas: ¡el pobre vivía con más de diez años de atraso en su cabeza!

Decidí usar esas preguntas con ellos (recordemos que corría el año 1986 y que el presidente de la Argentina era Raúl Alfonsín):

—¿Les puedo preguntar algo?

—Sí —dijeron al unísono.

—¿Quién es el presidente de la nación?

—Sáenz Peña —respondió el muchacho— ¿acaso usted no lo sabe?, el doctor Roque Sáenz Peña.

—No se enojen, digamos que es una especie de juego.

—¡Cómo para juegos estamos!, ¿qué es lo que pretende?

—Una pregunta más, solamente, por favor.

—¿A ver?

—Quiero que me digan en qué año estamos.

—¿En qué año? ¡Estamos en 1913! ¿Seguro que se siente bien?

Finalmente, lo había confirmado: el muerto no era yo.

No sé la expresión que habrá adoptado mi rostro, pero insistieron:

—¿Se encuentra bien?

—Sí… solo un poco mareado por el golpe… mejor me voy, sí, mejor me voy yendo, no quiero importunarlos más, adiós.

Quería de una vez por todas, salir de allí.

Partí rumbo a la otra estación. Cuando estaba por llegar, oí su voz:

—¡Joven, espere por favor!

Era el viejo; ahora con la mejor iluminación de la zona, pude comprobar que su cuerpo era realmente traslúcido, pero no me asusté, más bien me dio pena. Él, como si hubiera sentido mi emoción, me miró como pidiéndome disculpas, ¡disculpas por no contar con un cuerpo sólido! Fue un momento emotivo porque entendí de golpe su inmerecida desgracia; le hubiera dado un abrazo para expresarle mi solidaridad, pero claro, era imposible.

—Perdone a mi amigo, él es tan joven, con toda una vida por delante, no puede aceptarlo, imagínese…

—Entiendo. Nadie merece morir así, sólo por cumplir con su deber; es una verdadera tragedia, lo lamento sinceramente.

—Sí, es triste. Aunque no me apeno tanto por mí, ya he vivido, todos debemos partir algún día. Me apeno por el muchacho… y por mi mujer.

—¿Por su mujer?

—Sí, por mi esposa, habrá esperado mi regreso…

—Bueno, pero al ver que no volvía, habrá dado aviso a la policía.

—No, le explico. Como tantos matrimonios, nosotros teníamos nuestras discusiones. A veces, en medio de una pelea, ella me echaba de casa diciéndome aquello de que si no me gustaba como eran las cosas, ahí tenía la puerta, que era libre de irme. Una vez, muy enojado, realmente decidí marcharme para siempre. Estuve más de un año recorriendo el mundo a bordo de un barco mercante. Cuando llegué a Nápoles fui a visitar a unos parientes, y finalmente, un primo mío me llevó a trabajar con él a Sicilia.

Ganaba muy buen dinero al mando de un barco de pasajeros, todo legal, ¿eh?

Pero poco a poco, fue creciendo en mí la idea de volver. Se lo comenté, como al pasar, a un «viejo lobo de mar» con el que me encontré por casualidad en un bar.

Fue algo misterioso, yo jamás lo había visto, pero no sé cómo, terminé contándole toda mi vida.

Cuando le dije que pensaba volver, que extrañaba la Argentina, me dijo: «no, usted no extraña su país, usted volverá por una mujer; todos lo hacemos, todos nos perdemos por una mujer».

¿Sería una especie de adivino?

Porque tenía razón.

Yo no me había dado cuenta en ese momento, pero era así.

Yo quería volver porque sentía que algo había quedado inconcluso con mi mujer.

Él me lo advirtió.

Me dijo que en las mujeres existe una especie de cerrojo emocional oculto, una especie de mecanismo que las lleva a rechazar irremediablemente a quien, hasta ayer, amaban.

Y una vez que ese «cerrojo» se ha cerrado, serán inútiles todos los esfuerzos por destrabarlo.

Ni siquiera el todopoderoso dinero lo logrará.

En todo caso, si la cifra es muy alta, la mujer hará sus cálculos, verá cómo asegurarse cierta cantidad y nada más.

Porque en el fondo, nada habrá cambiado.

El pestillo del cerrojo ha bajado y ningún poder humano lo destrabará.

La mujer lo siente muy íntimamente y no es raro que adopte una actitud como la del gato que juega con el ratón que sabe condenado.

Y no es su culpa: las mujeres vienen así «de fábrica», con ese mecanismo psicológico oculto, muchas veces, aun para ellas.

El error del hombre consiste en intentar abrir una cerradura para la cual no existe llave.

¿Por qué no lo escuché?

De haberlo hecho, tal vez no habría regresado y nada de esto me habría sucedido, ¿se da cuenta?

Pero por sabios que sean los consejos, no nos sirven para nada.

¿Sabe por qué?

Porque quien vivió una mala experiencia puede advertirnos, pero no hacernos sentir su dolor.

Y, al fin y al cabo, lo comprendo ahora, la clave es el dolor.

Es así, las mujeres son bellas y peligrosas.

Vemos la belleza, al peligro, no.

Como sea, regresé.

Llegué de noche; entré a la casa sin anunciarme y me senté donde siempre. Ella me vio y no dijo nada. Sirvió la cena como si fuera ayer nomás que me hubiera ido. Comimos en silencio; solo después me contó que, durante todo ese tiempo, cada noche, a la misma hora, colocaba su plato y el mío sobre la mesa. Y mientras comía en soledad, miraba la puerta del comedor segura de que, de un momento a otro, yo regresaría.

Y tenía razón, finalmente, volví.

—¡Qué historia!

—Sí, el problema es que ahora, justo cuando iba a contarle de este trabajo, me salió con no sé qué reclamo y me fui ofuscado, como otras veces. Y luego ocurrió esta desgracia, así que ella nunca llegó a saber que yo vendría a trabajar aquí, ¿entiende? La imagino a ella cenando en silencio, junto a mi plato intacto, esperando mi regreso en vano. Por eso quería pedirle un favor, no sé si usted podrá…

Imaginé lo que me pediría: que fuera a su casa para contarle a su mujer lo sucedido.

¿Cómo decirle que desde aquel día habían pasado más de setenta años?

—¿Setenta años?, preguntó como si me hubiera leído la mente.

—Bueno, no se lo he dicho, pero sí, a decir verdad… desde 1913 han pasado más de setenta años.

—¡Setenta años! ¡Y ella habrá seguido esperándome creyendo que en cualquier momento cruzaría esa puerta! Tal vez, y eso sería lo peor para mí, un día haya llegado a pensar que la había olvidado. ¡Si pudiera gritarle que no sé vivir sin ella!

No sabía que decir, se me ocurrió preguntarle:

—¿Tuvieron hijos?, tal vez ellos…

—¿Hijos? No, no vinieron, pensábamos que, si Dios no los mandaba, por algo sería.

—Pero tengo una pregunta, no sé si…

—Dígame

—¿Usted sabía todo esto desde el principio?

—No, no desde el principio. Cuando pasa lo que nos pasó… cuando morimos, todo sigue igual ¿sabe? Uno no se da cuenta de nada, las cosas siguen tal y como eran antes. Luego, de a poco, la realidad se va volviendo más nítida, más brillante. Es como si empezáramos a ver más colores que antes, nos damos cuenta de que, durante toda nuestra vida, habíamos estado viviendo como entre penumbras.

—Pero, hay algo que no entiendo; ustedes aquí, todavía, ¿por qué?

—Creo saber la razón. ¿Usted oyó hablar del derrumbe, de nosotros?

—No, sinceramente no, pero alguien sabrá.

—No, nadie sabrá, es eso. Los de la empresa habrán ocultado todo. Habrán mandado a callar a nuestros compañeros… un hecho así no hubiera sido bueno para el gobierno. Además, por lo que le conté, nadie habrá preguntado por mí.

En cuanto al muchacho, tampoco. Según me contó, se fue de su casa porque sus padres le habían puesto la condición de que debía estudiar o trabajar. Pero él tenía otros planes. Quería ser músico, dedicarse a cantar. Vive en una casa de pensión. Trabaja de día y por las noches sale a cantar por los boliches de Almagro. Por eso nadie habrá preguntado por él; sus padres no sabían que trabajaba aquí.

Por eso aún permanecemos en este lugar, ¿comprende?

—(…)

—¿No lo entiende? El muchacho y yo vagamos por este sitio porque nuestros cuerpos siguen allí, atrapados por el derrumbe. Dígame, ¿tanto les costaba sacar nuestros cuerpos para darles sepultura? Los jefes habrán esperado que alguien les reclamara por nosotros y, como nadie lo hizo, siguieron con la obra como si nada. Con el tiempo, nadie lo recordaría.

Pero ahora, por suerte, llegó usted.

—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo?

—¡Lograr que nuestra historia se sepa, eso!

—¿Cómo?

—No sé… tiene que haber una forma. Usted se apareció en mis sueños, usted me extendió su mano, usted es la persona; escriba sobre nosotros, alguien investigará…

—¡No soy escritor!

—Lo será. Y cuando eso ocurra le pido, hable de nosotros, de este encuentro. Será nuestra liberación y, quizá, también la suya.

—(…)

—¿Lo promete?

Asentí moviendo la cabeza y partí.

Cuando finalmente pude subir al andén, me encontré con un cartel en la pared que otra vez decía «Alberti».

(Luego sabría el porqué. En su origen, insólitamente, hubo dos estaciones Alberti: Alberti Norte, que fue clausurada en 1951 y donde, en ese 1986, se realizaba una muestra histórica con esos maniquíes, y Alberti Sur, que es la actual estación Alberti).

En la plataforma no encontré a nadie, llegué al portón y, para mi alegría, pude comprobar que había quedado mal cerrado.

Por fin, pude acceder a la escalera de salida.

Me llamó la atención la claridad, ¿tantas horas habían pasado? Afuera la bruma, encendida por las primeras luces del alba, parecía un cielo flotante; ínfimas gotas heladas herían mi rostro acalorado.

Era la madrugada, el aire traía un aroma a no sé qué exótica hierba. Todo era paz y quietud y silencio; de entre la niebla espesa iban emergiendo, poco a poco, caprichosos jeroglíficos formados por las ramas desnudas de los árboles.

Quizás por el fuerte contraste entre esa nueva realidad y aquella otra de lóbregos túneles, se me hizo un nudo en la garganta. Llorar no es de hombres, me dije, sin poder reprimir las lágrimas que ya corrían por mis mejillas.

Caminé sin rumbo por ese paisaje difuminado, de ensueño.

Ya me había olvidado por completo de mis perseguidores.

Una voz de ¡alto! me devolvió a la realidad.

Llegué a correr algunos metros, luego, sentí un golpe en la cabeza, un golpe dado con algo duro, metálico, con una pistola.

Lo increíble es que el arma me produjo un corte idéntico al que había ¿soñado? en el túnel.

Pero esta vez, no había dudas de que se trataba de algo real: tirado boca abajo en el suelo, con las manos en la espalda, sentí el frío de las esposas.

—¡Viste que había que esperar!, ¡te dije que dejando el portón abierto iba a terminar saliendo! ¡Nadie se desvanece en el aire! —le decía uno de los policías al otro.

Luego, con voz intrigada, me preguntó:

—¿Adónde te habías metido? No estabas en el túnel, ¿no? ¡Hablá!

¿Cómo decirles lo que había vivido allí abajo? No me creerían.

—Solo recuerdo que corriendo por las vías tropecé con algo, caí y perdí el conocimiento.

—Tuviste mucha suerte ¿sabés?, mucha suerte. Cuando te vi correr te hice un disparo de advertencia, pero no paraste. En otra época te tiraba, te juro que te tiraba, pero ahora con Alfonsín y su democracia… si hasta los delincuentes tienen más derechos que nosotros.

El que hablaba parecía el de mayor rango, luego de una pausa le dijo al otro:

—¡Le diste duro, eh! mirá cómo le sangra la cabeza. Andá, pedite una ambulancia así lo van curando; yo, mientras, voy haciendo el papeleo.

Siempre es la misma historia, escribir, escribir…

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