El mejor libro que he leído

El mejor libro que he leído

Enrique Casanovas

30/07/2021

Fernando Pessoa

Un día, cuando todavía no había comenzado la pandemia, salí de mi trabajo y pasé por al lado de un contenedor de residuos. Sobre él, solitario, vi un libro. Aunque estaba algo apurado, lo tomé, leí algunos fragmentos y decidí llevarlo conmigo. Luego lo dejé en la biblioteca de mi casa y me olvidé de él por completo.

Pasaron los meses, comenzó la pandemia del coronavirus y volví a dar con él, casi por casualidad.

Creo que fue algo realmente misterioso. Primero, encontrarlo así, solitario sobre ese contenedor, como diciéndome, ¡hola, aquí estoy! Luego, la pandemia y el hecho relacionado de contar con más tiempo libre y, lo más importante, comenzar a leerlo y llegar a la conclusión de que ha de tratarse de uno de los más grandes libros que se han escrito jamás.

Y para demostrarlo, voy a transcribir algunos pasajes de esta obra genial, donde el pensamiento más profundo es expresado de una manera única.

«La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y, realmente, el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se vuelve realmente otro. Manufacturamos ideales. La materia prima sigue siendo la misma, pero la forma, que el arte le ha dado, la aleja de continuar siendo efectivamente la misma. Una mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición es ya, en efecto, otro sentimiento».

«La lectura de los diarios, siempre penosa desde el punto de vista estético, lo es también con frecuencia desde el moral, aun para quien tenga pocas preocupaciones morales. Las guerras y las revoluciones —hay siempre una u otra en curso— llegan, en la lectura de sus efectos, a causar, no horror, sino tedio. No es la crueldad de todos esos muertos o heridos, el sacrificio de todos los que mueren combatiendo, o son muertos sin que combatan, lo que pesa duramente en el alma; es la estupidez que sacrifica vidas y haberes a algo inevitablemente inútil. Todos los ideales y todas las ambiciones son un desvarío de comadres-hombres. No hay imperio que valga el que por él se rompa la muñeca de una niña. No hay ideal que merezca el sacrificio de un tren de juguete. ¿Qué imperio es útil o qué ideal proficuo?

Todo es humanidad, y la humanidad es siempre la misma, variable pero imperfectible, oscilante pero improgresiva«.

«De repente, como si un destino médico me hubiese operado de una ceguera antigua con grandes resultados súbitos, levanto la cabeza, desde mi vida anónima, al conocimiento claro de cómo existo. Y veo que todo cuanto he hecho, todo cuanto he pensado, todo cuanto he sido, es una especie de engaño y de locura.

Miro, como en una extensión al sol que rompe nubes, mi vida pasada; y noto, con un pasmo metafísico, cómo todos mis gestos más seguros, mis ideas más claras y mis propósitos más lógicos, no han sido, al final, más que borrachera nata, locura natural, gran desconocimiento. He sido, no el actor sino sus gestos. Todo cuanto he hecho, pensado, sido, es una suma de subordinaciones, o a un ente falso que creí mío, porque actué de él para fuera, o de un peso de circunstancias que supuse ser el aire que respiraba».

«Todos los movimientos de la sensibilidad, por agradables que sean, son siempre interrupciones de un estado, que no sé en qué consiste, que es la vida íntima de esa misma sensibilidad. No son las grandes preocupaciones las que nos distraen de nosotros, sino que hasta los pequeños enfados perturban una quietud a la que todos, sin saberlo, aspiramos. Vivimos casi siempre fuera de nosotros, y la misma vida es una perpetua dispersión. Pero es hacia nosotros hacia donde tendemos, como hacia un centro en torno al cual hacemos, como los planetas, elipses absurdas y distantes«.

Para mí son iguales dioses u hombres, en la confusión prolija del destino inseguro. Desfilan ante mí, en este cuarto piso desconocido, en sucesiones de sueños, y no son más para mí de lo que fueron para quienes creyeron en ellos, ídolos de los negros de ojos inseguros y espantados, dioses animales de los salvajes de sertones enmarañados, símbolos figurados de los egipcios, claras divinidades griegas, rígidos dioses romanos, Mitra, señor del Sol y de la emoción, Jesús Mesías de la conclusión y de la caridad, criterios varios del mismo Cristo, santos nuevos dioses de las nuevas villas, todos desfilan, todos, en la marcha fúnebre (romería o entierro) del error o de la ilusión. Marchan todos, y detrás de ellos marchan, sombras vacías, los sueños que, por ser sombras en el suelo, los peores soñadores creen que permanecen firmes sobre la tierra —pobres conceptos sin alma ni figura, Libertad, Humanidad, Felicidad, el Futuro Mejor, la Ciencia Social, y se arrastran en la soledad de la tiniebla como hojas movidas un poco hacia el frente por una cola de manto regio que hubiese sido robado por unos mendigos».

La ironía es el primer indicio de que la conciencia se ha tornado consciente. Y la ironía atraviesa dos estadios: el estadio marcado por Sócrates cuando dijo ‘sólo sé que no sé nada’ y uno más radical, cuando se llega a decir: ‘no sé si nada sé’.

El primer paso llega a aquel punto en el que dudamos de nosotros dogmáticamente, y todo hombre superior lo da y consigue. El segundo paso llega a aquel punto en que dudamos de nosotros y de nuestra duda, y pocos hombres lo han conseguido en la corta extensión ya tan larga del tiempo de la humanidad.

Conocerse es errar, y el oráculo que dijo «Conócete» propuso un trabajo mayor que los de Hércules y un enigma más negro que el de la Esfinge. Desconocerse conscientemente, he ahí el camino«.

«Me irrita la felicidad de todos estos hombres que no saben que son desgraciados. Su vida humana está llena de todo cuanto constituiría una serie de angustias para una sensibilidad verdadera. Pero, como su verdadera vida es vegetativa, lo que sufren pasa por ellos sin tocarles el alma, y viven una vida que se puede comparar únicamente con la de un hombre con dolor de muelas que hubiese recibido una fortuna —la fortuna auténtica de estar viviendo sin darse cuenta, el mayor don que los dioses conceden, porque es el don de ser semejante a ellos, superior como ellos (aunque de otro modo) a la alegría y al dolor. Por eso, a pesar de todo, los amo a todos. ¡Mis queridos vegetales!«.

«La mayoría de los hombres vive con espontaneidad una vida ficticia y ajena. La mayoría de la gente es otra gente, dijo Oscar Wilde, y dijo bien. Unos gastan la vida en busca de algo que no quieren; otros la emplean en buscar lo que quieren y no les sirve; otros todavía se pierden (…). Pero la mayoría es feliz y disfruta de la vida sin que eso cuente».

«En general, el hombre vive poco y cuando se queja, es su literatura».

Y también:

«Dios me creó para niño, y me dejó siempre niño. Pero, ¿por qué dejó que la vida me maltratara y me quitase los juguetes, y me dejase solo en el recreo, estrujando con manos débiles el delantal azul sucio de lágrimas incesantes? Si yo no podía vivir sino acariciado, ¿por qué echaron fuera a mi cariño? ¡Ah! cada vez que veo en la calle a un niño llorando, un niño exiliado de los otros, me duelo con toda la estatura de la vida sentida. Y son mías las bocas torcidas por lágrimas verdaderas, es mía la debilidad, es mía la soledad, y las risas de la vida adulta que pasa me gastan como luces de fósforos frotados en el tejido sensible de mi corazón».

Finalmente, motivado por el encuentro de ese libro, compré «Poesía de Alberto Caeiro» (Caeiro es el maestro de sus heterónimos), del que extraje el siguiente poema:

«Desde la ventana más alta de mi casa, con un pañuelo blanco digo adiós a mis versos que parten hacia la humanidad.

Y no estoy alegre ni triste. Ese es el destino de los versos.

Helos ahí ya lejos como quien va en diligencia y yo, sin querer, siento pena como un dolor en el cuerpo.

¿Quién sabe quién los leerá? ¿Quién sabe a qué manos irán?

¡Váyanse, váyanse de mí!

Pasa el árbol y queda disperso en la naturaleza.

La flor se marchita y su polen dura para siempre.

Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre suya…

Me meto para adentro y cierro la ventana. Y después, cerrada la ventana y encendido el candelabro, sin leer nada, ni pensar en nada, ni dormir, siento correr la vida en mí como un río en su lecho, y allá afuera, un silencio grande como un dios dormido.

Paso y permanezco, como el universo».

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