Rumores nocturnos del parque Lezama
«Hallarás un ciprés y junto al ciprés, una fuente que te dirá: ¿Quién eres?
Y tú contestarás: Soy hijo de la tierra y del cielo estrellado; estoy sediento, perezco».
(Directivas al alma moribunda escritas en unas tablillas halladas en Tesalia)
Ya no creo en la poesía, ¿para qué confiar en ella?
Es un fuego de artificio, un ramillete de estrellas,
un resplandor de agua al sol, un fulgor de luna llena,
perfume vago que pasa, tizón rojo que no quema.
¿Cómo, con tal medicina, podría aliviar mi pena?
Porque las almas se rompen, como los huesos se quiebran
y tras un golpe tremendo, hay heridas que no cierran.
Pero en aquella ocasión, en tan bucólico sitio,
yendo por esos senderos, del ocaso distraído,
me trajo el aire unas coplas, las más bellas que haya oído.
¿Eran músicas? ¿Lamentos? ¿Subirían de la tierra
o bajarían del cielo? Me era imposible saberlo.
Pero sea como fuere, en mi mente iba formando
con las luces, con las sombras, con las ramas, con los vientos,
los más luminosos versos, ¡unos versos tan perfectos!
Tal vez fuera ese follaje, meciéndose entre las ramas,
o tal vez aquel verdor, verdor de infancia lejana.
¿O habrá sido aquel aroma que, preñado de nostalgias,
me sugería otros tiempos, ¿rumor de vidas pasadas?
Yo no sé qué permitió, que aquel milagro ocurriera
solo sé que no era yo, quizás fuera un alma en pena
que en mí hubiese reencarnado, para hablar de sus tristezas,
de sus antiguos afanes, de sus pasiones secretas.
Impaciente por volcar al papel aquellos versos,
rumbo a mi casa partí, mientras brillaba el lucero.
Mas cuando en mi hogar me hallé y me dispuse a verterlos,
los versos se fueron yendo, como arena entre mis dedos.
¡Qué mala suerte la mía! Ofuscado yo pensaba:
sólo una vez fui poeta, ¡y no me sirvió de nada!
No pudiendo resignarme a tal burla del destino,
al parque quise volver, aunque fuera un desatino.
Al llegar, era la noche, como un manto de tinieblas.
La bruma entre los senderos y entre las fuentes de piedra,
era un fantasma que hablaba, con una voz cenicienta.
Supe entonces de la historia de aquella rosa escarlata,
la más preciosa del parque, la más dulce, la más guapa.
De cómo una madrugada, había quedado prendada
de un fatuo arrebol galante, que la hiciera enamorada
prometiéndole llevarla con él, hasta su morada,
de duendes, lirios y soles, de arcoíris, de alboradas.
Así la rosa pasaba sus días ilusionada, aguardando
aquel amor, que vendría una mañana, a llevársela consigo
hasta su reino encantado, hasta su fresco recinto.
Mas llegó el infausto día en que, sintiéndose engañada,
poco a poco fue muriendo, de amor, de dolor, de nada,
como mueren esas rosas, esas rosas escarlatas,
que esperando de amor mueren, orgullosas, puras, santas.
De pronto, se oyeron voces y aquel viento indiferente,
tal vez cansado de andar, se detuvo de repente.
Era llanto de unas niñas, que lloran eternamente
la muerte de su hermanito, tan amado, tan inerme.
La luna se lo llevó, una noche de septiembre,
de ese viejo caserón que dormitaba allí enfrente,
tal vez por verlo tan puro, tan del pecado inocente.
Mas no sabía la luna que llevándose a aquel niño
condenaba a sus hermanas a aquel dolor infinito.
Por eso fue que una noche, sin que nadie sospechara,
ambas al río se fueron, la gran marea arreciaba.
Dizque murieron de frío. Pero la luna lloraba.
Desde entonces de sus voces, se oyen tristes los lamentos,
y hay quien dice haberlas visto, enjaretadas de viento
de remolinos oscuros, de cañas, pastos y cieno.
No sé qué antigua caricia, que brisa incierta del alba,
ha de llevarles consuelo, a esas almas desdichadas.
Mas si una luz me cegara, como el frío a aquellas damas,
para siempre quedará, en mi recuerdo grabada,
la imagen de esa mujer, de su voz enamorada,
que con sus ojos de ensueño y su vestido de nácar,
mi alma robó aquella vez y no consigo olvidarla.
¡Qué extraña que es esta vida! ¡Qué frágil los sentimientos,
que dependen de una brisa, de un capricho, de un momento!
Tal vez la vida sea un sueño y todo sueño alborada,
de un mañana que vendrá, a consolarnos el alma.
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