Alan Aparicio (1994-2020)
Si me parece verte, el tiempo no ha pasado,
con una copa de vino, preparando un asado.
«Solo le pido a la vida, que no me duela» cantabas,
aquella canción de El Indio, la que tanto te gustaba.
Pero sí duele tu ausencia, aunque nunca me entendiste,
o fui yo quien no entendió, por eso andaré tan triste.
Un día que Dios dormía y el Espíritu Santo volaba por ahí, un ángel, cansado de estar siempre tan serio,
fue a la caja de los milagros y robó tres.
Con el primero, hizo que nadie notara su ausencia.
Con el segundo, se creó humano y niño.
Y con el tercero, llegó a Jesús que, niño un día, le dio su bendición.
Luego partió hacia el sol y montado al primer rayo que atrapó, bajó a la Tierra.
Yo lo conocí, vivió conmigo.
Era un niño feliz, de risa fresca.
Se limpiaba la nariz con la manga, correteaba las palomas y huía de los perros con gritos y llantos.
Tras las lluvias, chapaleaba en los charcos y su risa era luz arrullando a los pájaros.
Él me enseñó a mirar las cosas, a mirar sin despreciar, que hasta la higuera es hermosa, si la sabemos mirar.
Un día se alejó, dejé de verlo.
Supe que creció, que fue a la vida, que andando los senderos de los hombres, conoció el amor y la desdicha.
Mas la sombría muerte, su muda campana en Saavedra agitó y todos los soles de horror se han teñido al ver malherido su gran corazón.
¿Dónde estaba Dios aquella tarde?
¿Dónde estaba Él que no te vio?
No perdono a la vida indiferente, no perdono a la muerte que sin más, nos dejó padeciendo este vacío, imposible de llenar si tú no estás.
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