Una noche llegué a un bar particularmente horrendo. Bar “el ahorcado”, se podía leer en un anuncio iluminado de un verde parpadeante, tóxico y nauseabundo. Entré como de costumbre, mirando curioso a los alrededores, pero tratando de contenerme para no dar la impresión de querer meterme en negocios ajenos. Después de todo yo mismo estaba ahí para realizar un negocio bastante turbio, el mal habido oficio de realizar exorcismos: escribir. Comenzaba siempre por buscar la mesa más distante de la escasa concurrencia, en alguna esquina oscura en la que pudiera tener la pared a mis espaldas. Solía ponerme paranoico con frecuencia, pero había llegado a aceptar aquello como gajes del oficio. Era evidente en las miradas circundantes que todos estaban habitados por la noche. No había en sus pupilas restos de luz solar, solo sombra muerta y diluida. De vez en cuando mi niño interior sentía temor, y un remanente lumínico del cordón umbilical encendía pequeños rastros de luz en mis ojos. Me asustaba que lo vieran, porque entonces me verían desnudo y unido a mi madre. En esta clase de lugares todos eran huérfanos, habían caído del cielo en alguna tormenta furiosa, o habían brotado de la tierra árida y agrietada. Encontré la mesa que buscaba, en la esquina que se encontraba a unos metros de la entrada principal entre la puerta y la barra. La vista ofrecía un espectáculo lo suficientemente miserable como para proceder con mi tarea. En la barra había unos cuantos hombres, seres atormentados y melancólicos, meditando quizá sobre el suicidio. Al fondo, alguna puta transexual se la chupaba a un hombre probablemente casado, y en las mesas más retiradas uno que otro traficante cerraba algún “trato”. Yo resolví dedicarme a lo mío, nada de lo que veía era nuevo, aquello era la extraña paz de la vida nocturna, que intermitentemente era interrumpida de manera impredecible por lapsos de locura y delirio surreal. Tomé asiento, saqué mi cuaderno como me era habitual, no sin antes pedir una cerveza. Encendí un cigarrillo, no porque necesitara fumar, sino porque necesitaba morir. El cigarrillo es un artificio que se usa para invocar a la muerte. Fumar es un abrazo simbólico a sus huesos helados, algo en lo que, en un gesto casi materno, buscamos apaciguar el ardor de la vida. Comencé a morir dentro de aquel breve lapso de tiempo. Abrí el cuaderno y me quedé en silencio mirando la blanca profundidad entre líneas. De alguna manera estaba todo ahí, todo lo que sucedía en todos los bares del mundo. El destino de todos los hombres como yo; el final, el inevitable final. Brotaban imágenes antropomorfas apareándose con las pesadillas de todos los que usaban la noche para dormir. Los horrores cobraban vida, fantasmas, brujas, monstruos. Todos esos miedos infantiles se adaptaban cronológicamente a nosotros, los insomnes.
Empezaba en ese momento a redactar mi fantasía de la noche. El ritual era sencillo: consistía en idear cada vez una nueva manera de suicidarme, en imaginar como moriría al llegar a casa. “Esta vez lo haré, seguro que lo haré”, me decía en este punto, como si tratara de convencer a alguien que evidentemente no estaba ahí. Algunas veces buscaba la manera más compleja, otras la más sádica. Había veces en las que solo imaginaba llegar, ir directo a la tina y cortarme las venas. Me veía ahí, sumergido en el agua teñida de rojo, escuchando mi canción favorita. Lo más importante era ser sincero conmigo mismo, que mi muerte plasmara mi vida de forma tan simétrica que cualquier poeta con alma de espejo se sintiese conmovido. Entonces lo ponía todo en el papel, escribía cada detalle y lo releía ansioso cerveza tras cerveza. En algún momento, cuando creía sentirme convencido de que lo haría, aun cuando en el fondo sabía que jamás sería capaz de hacerlo, dejaba de lado la tarea y lo olvidaba por completo, pensando tal vez de manera inconsciente, en la próxima manera en la que podría cometer suicidio. Lo hacía más que nada para sacar la idea de mi cabeza, para concebir algo de paz a la que pudiese aferrarme. A pesar de todo yo deseaba vivir.
A mitad de mi divagación entró al bar una mujer. El simple hecho de que una mujer entrara en un bar como ese, era ya un hecho insólito, pero aquella era una dama que atrajo las miradas al instante. La oscuridad contenida en las espesas pupilas de los huéspedes le rodeaba sin tocarla, como si ante la maldad tuviera una especie de halo impermeable. Aunque era seguro que si se encontraba ahí, tenía sus razones, y no podían ser buenas. Desencajó de una manera extraña, propiciando un ambiente onírico que se extendía entre la deprimente atmosfera de “el ahorcado”. Al pasar echó un vistazo al lugar, deteniéndose brevemente en dirección a mi mesa. Pude sentir sus ojos a pesar de que usaba lentes de sol. Se sentó a la barra y pidió un Martini. Sacó de su elegante bolso una cigarrera, y procedió a inhalar su propia porción de muerte. Escribí sobre ella, o al menos lo intenté, pero me di cuenta de que no tenía sentido tratar de perpetuarla en mis páginas blancas cuando ella estaba ahí, al alcance de mi cuerpo, y en cualquier caso nada que pudiera haber escrito se hubiera acercado si quiera a lo que mis ojos atestiguaban. Traté de distraerme, de idear nuevas formas de suicidarme, pero aquella ninfa misteriosa había invadido mi mente como un pensamiento intrusivo que se rehusaba a abandonarme. Nada parecía funcionar. Apoyé los codos sobre la mesa llevándome las manos a las sienes. Apreté los ojos con fuerza y realicé un último intento de pensar en algo que no fuese ella. Pronto lo vi, algo emergía de la amnesia, algo relacionado con un coche. Conducía por un camino oscuro, de repente perdía el control del volante y… Entonces escuché un ligero estruendo sobre la mesa que me sacó de mi trágica abstracción. Abrí los ojos y levanté la cabeza lentamente. Frente a mí había una botella de Absenta, y ahí, detrás de la botella, estaba de pie aquella fémina sublime que tanto se había esforzado mi mente en desaparecer. Tomó asiento para mi sorpresa, sin decir una sola palabra. Sacó dos pequeños vasos de cristal y sirvió un trago para cada uno. Lo acercó a mí, yo la miré con perplejidad, como esperando que hablara, pero siguió sin decir nada. En lugar de eso, tomó el vaso y bebió el contenido de un solo trago. Yo seguía mirándola, estaba congelado. —Tú también deseas morir ¿No es así? —Me dijo fríamente, mirando al frente como si contemplase la nada. —Ese cuaderno tuyo —prosiguió —Tiene un aspecto extrañamente familiar. Huele a hierro, a agua salada. Tratas de ocultarlo pero está pegado a ti como una herida incapaz de cicatrizar. Si tuviera que apostar, diría que lo has llenado de maneras en las que podrías suicidarte. —Se me erizó el vello, la piel se me puso helada. Aún a través de sus oscuros cristales, ella podía verme, ver más allá de la noche. Podía ver la luz en mis ojos, podía ver el momento de mi nacimiento, el primer abrazo materno y el temor de ser arrojado al mundo. Traté de recobrar el control, prendí otro cigarrillo, dejé que la noche volviera a poseerme a través de los cristales de sus lentes. — ¿Qué quieres apostar? —Le dije tajantemente, ganando un poco confianza en mi personaje. —Si me equivoco, ninguno de los dos morirá esta noche. — Sentenció. La miré tratando de encontrarle los ojos entre toda esa tiniebla. Tomé el trago de absenta y puse mi cuaderno frente a ella en un intento de seguirle el juego. Sirvió otro par de tragos. Tomó mi cuaderno cuidadosamente, y comenzó a recorrer los bordes con sus dedos. Lo olfateó, respiró el aroma de sus páginas. Sacó la lengua y lamió la portada con delicadeza. Se quedó en silencio, como si su silencio tratara de comunicarse con otro silencio. Puso el cuaderno en la mesa, tomó su trago de absenta y se levantó. —Ha sido un placer —Me dijo, y se marchó. Estaba demasiado atónito como para gritarle. La vi desaparecer entre la penumbra aún desconcertado, sin tener idea de quién era. Ordené un par de cervezas más, sin despegar la vista de aquel oscuro vacío por el que su figura se había desvanecido. Me levanté, me senté en la barra con una deprimente confusión, entre un montón de seres deprimidos, y le pedí al barman un Martini. Lo bebí de un sorbo, como si fuera mezcal. Nunca me gustó el sabor del vermut, pero lo bebí buscando rastros de ella.
Pagué la cuenta y abandoné el local. Estaba ebrio pero pude encontrar mi auto. Después de varios intentos de meter la llave en la cerradura lo logré finalmente. En ese momento, a lo lejos, alcancé a escuchar un ebrio murmurar. Miré a mi alrededor para averiguar de dónde provenía. Me sorprendí al ver a la mujer con la que antes compartí un par de tragos de absenta, tambaleándose al borde de la azotea de ese desagradable lugar. Sentí un sobresalto, corrí a toda prisa al interior del bar y le advertí al hombre de la barra sobre la situación. Él me miró con indiferencia y dijo —Mira amigo, la gente que viene aquí a beber seguro tiene sus razones, pero no son problema mío, y ciertamente tampoco me importa lo que decidan hacer después. —Corrí entonces buscando las escaleras a la planta alta del sitio. Logré llegar a la azotea y la encontré ahí, tambaleándose con un Martini en la mano. La sujeté con fuerza, la miré a los ojos y le dije — ¿Es que te has vuelto loca? — Ella me apartó violentamente —Y lo dices tú, que vas a un bar distinto cada noche a escribir sobre tu muerte… Pero no tienes las agallas —Me respondió. Yo dije —Lo que hago, lo hago para poder vivir…— Hubo un breve silencio y entonces habló —No engañas a nadie, tú y yo somos iguales, la única diferencia es que yo he tomado una decisión — No quise pensar en si tenía razón o no. La sujeté por el torso y la abracé. Luego la miré de frente a la vez que le quitaba esas densas gafas del rostro. Lo primero que pude notar en sus ojos fueron unos destellos de luz. Pensé en el hogar, en el calor materno. Era una niña, tenía a una niña entre los brazos, aquellos lentes oscuros eran su disfraz, su máscara para el abismo. —Sólo quiero morir —Me dijo tan tiernamente, y luego se desplomó en llanto. La acurruqué en mi pecho, la abracé como nunca había abrazado nada, e irremediablemente comencé a amarla a partir de ese instante. Besé su cabeza, acaricié su cabello tratando de consolarla. Levantó la cara y me miró, ésta vez fue ella quien percibió los rastros de luz en mis ojos. Se acercó lentamente hasta mis labios y me besó. Bajamos del techo, salimos juntos de aquel lugar. Yo me ofrecí a llevarla a casa. Subimos a mi auto. —Quiero dar un paseo — dijo, así que comencé a conducir sin rumbo, tratando de calmarla. Ella encendió la radio, y “Pain in my heart” de Otis Redding sonó por los altavoces. Tomó mi mano sobre la palanca de cambio. Ninguno de los dos dijo nada, pensé que lo mejor sería disfrutar del silencio. — ¿Me amas? —dijo de súbito. —Te amo —respondí, a la vez que “I don’t know what you’ve got (but it’s got me)” de Little Richard sonaba en la radio. —Entonces déjame morir — Susurró con debilidad, antes de ponerse a tararear la canción. Recargó su cabeza en mi hombro, yo la abracé y seguí conduciendo con una mano. —Puedes venir conmigo, lo sabes, no tienes que morir solo…— Sentí un escalofrío recorrerme, miré alrededor, bajé los cristales. Estaba oscuro, pero el sonido de las olas y el olor a agua salada me hicieron notar que estábamos camino al mar. La miré a los ojos… mi corazón palpitaba desconcertado pero hirviendo en la pasión del momento. Nos vimos ambos, desnudos, niños. La luz en nuestra mirada brillaba intensamente. — ¿Me amas? —volvió a preguntar. Cerré los ojos y la besé, y ambos nos fundimos en aquel beso, mientras el auto se precipitaba velozmente fuera del camino. —Te amo —Le respondí. Nos abrazamos sin despegarnos un segundo, juntos hasta hundirnos en el agua.
Al día siguiente el diario reportaba un fatal accidente ocurrido camino a la playa. El equipo de rescate logró sacar el auto del agua. El forense escribió en su reporte: “en el interior había un cuerpo. Hombre, caucásico, en probable estado de ebriedad. También fueron encontrados un cuaderno negro y una botella de absenta.” La única parte legible del manuscrito versaba: “Suicidio número 1311: Esta noche voy a imaginar a una mujer perfecta para mí y voy a enamorarme de ella. Beberemos absenta, y luego, después de salvarla del suicidio, pretenderé llevarla en mi auto hasta su casa. Perdido en su encanto vagaré hasta llegar al mar, entonces, le arrancaré un beso en el que buscaré la eternidad, y juntos saltaremos al abismo, tomados de la mano.” Esas eran sus últimas palabras, pero en el interior de aquel auto no había ningún cuerpo de mujer, solamente el cadáver de un hombre que había muerto solo.
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