Acabo de enamorarme, fugazmente, de un par de ojos que jamás volveré a observar. Nuestras miradas colisionaron, nuestros seres se fundieron dentro de un segundo, sólo para arrancarse violentamente al siguiente. Ambos seguimos nuestros caminos sin saber nunca nuestros nombres. Nos entregamos a la inmensidad voraz de la ciudad, desaparecimos en la enigmática penumbra de sus calles, renunciando así a toda posibilidad de contacto. Fuimos dos desconocidos que se amaron en la efímera profundidad de un instante, de manera anónima, espontánea, humana. Nos amamos con los ojos, nos acariciamos el alma con una mirada, nos regalamos una sonrisa y luego cubrimos cualquier destello de futuro con el velo de la tragedia. ¿Pero qué sería del amor sin la tragedia? ¿Valdría realmente la pena luchar por algo que no suscitase tal pasión dentro de nosotros, que en frenéticos impulsos nos llevase a matar o morir por aquello que es amado? En el fondo de nuestras pupilas fue apreciable, momentáneamente, la historia completa de la emoción humana, la síntesis perfecta de todo lo que había sido el amor hasta entonces. Por una vez, en la violenta intimidad de dos miradas errantes, tuvo lugar la existencia entera, infinita. Ese momento perdura, yace perpetuo en algún lugar, estático, como una escultura atemporal de dos amantes condenados a observarse siempre y sin embargo, no llegar a tocarse nunca.

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