Si pudiera simplemente cerrar los ojos, agitar la cabeza y desear que las cosas cambiaran, rogar en secreto a cualquier deidad merodeadora que las reglas no se aplicaran para mí, que el universo hiciera una excepción conmigo, respecto a la línea que divide lo posible de lo imposible, lo real de lo irreal, esperando con el alma de antemano destrozada, que cuando los abriera las cosas fueran en efecto distintas, y el universo generosamente hubiese aceptado hacer una excepción conmigo. Todo lo que me separa de ese momento es un abrir de ojos, pero pienso en aferrarme a la penumbra. Aquí el tiempo está congelado, las cosas han dejado de suceder y han sido reemplazadas por un sublime Monet psíquico, del que el mundo escurre dibujando gritos crípticos, mudos al oído que no está entrenado en el arte del grito, que es igual al arte del dolor, e insípidos para la lengua ajena al sabor de la sangre, el sudor y las lágrimas. Nada, negro es mi color y negras son mis pinturas, y aquí en el vacío, solo yo domino el arte de leer la oscuridad. Miles de cosas brotan pero nada existe, y me doy cuenta de que es un espejo. Todo este tiempo fui yo, recitando un discurso para mí mismo, cantándome nanas perversas al oído. El insomnio era el sueño, el sueño era la vida. Esa noche él descubrió que lo que en realidad se vivía era la muerte, que vivir la vida no tiene sentido, que vivir es el verbo, y todo lo demás es la muerte.
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