– ¿Estás seguro de que van a venir? –Roberto, sudando de los nervios, sacó un pañuelo de su pantalón y se empezó a secar el pecho.
– ¡No hagas eso, alguien te puede ver! –susurró bien alto, Carlos.
–Perdón, es que no puedo creer que Romina haya aceptado salir conmigo, ¡está buenísima!… ¿estoy sudando mucho?
–Como un cerdo, Roberto. Andá al baño y hacéte cargo de este desastre.
Camino hacia el baño, se tropezó con una madera saliente del piso.
Todos los que presenciaron aquel esperpento, se pusieron la mano en la boca para ahogar sus risas.
De pronto, Roberto, en su claro despiste, se chocó contra alguien. Sí bien el golpe fue duro, un dulce perfume cítrico lo amortiguó.
– ¿Estás enamorado, idiota? – le preguntó su víctima, indignada.
Cuando levantó la cabeza para protestar, se topó con unos ojos negros de tal intensidad que tuvo que bajar la mirada, por temor a quedar atrapado en ella; su subyugante aroma, seguido de esa absorbente mirada, deberían estar prohibidos en conjunto.
– Perdonáme, no quise…
–Espero que la chiquilina por la que estés haciendo el ridículo valga mínimamente la pena. – De pronto, la joven mujer cambió su desprecio por una sonrisa que, para el que la viese de afuera, parecería denotar una inusual curiosidad con una pizca de coqueteo.
Roberto no respondió, había quedado atrapado. Después de unos segundos, ella se le acercó peligrosamente, y, con su arsenal todavía activo, le susurró: –llamáme. – Acto seguido, sacó una libretita, arrancó una hoja, y anotó su teléfono. Con esa sonrisa todavía en la cara, la chica se volvió a su mesa.
Fue al baño lo más rápido que pudo, se secó lo mejor que le permitieron sus nervios y, con visión de tubo, fue directo a la mesa.
¿Qué acaba de pasar? Nunca en mi vida una mujer me dejó tan loco.
Cuando se sentó, tuvo que tomarse unos segundos para respirar, y luego, arremangarse la camisa. Fue cuando iba por la mitad de la arremangada del segundo brazo, que notó una mirada tan afilada como la Catana de un samurái. Temblando, subió la suya:
Era Romina, que lo estaba escaneando de arriba a abajo con recelo.
–¿Quién era esa turra?
–¿D d e quién hablás?
–De esa terraja, que anda regalando su número como si fuesen caramelos.
Roberto no respondió.
–Dame ese papelito. –Su mirada sacaba chispas.
–¿Qué papelito? – Mintió Roberto, sin saber que su expresión lo delataría a la primera de cambio.
–Es fácil. O me das el papelito, o yo y mi amiga nos vamos. –Su amiga, aunque con un poco de disimulo, la miró indignada. – Vos decidís.
Ya habían pasado 5 años desde que Roberto le había entregado el papelito a Romina. Desde aquel mismo día en adelante, fueron inseparables. Entre algunas salidas al cine y a comer, ella decidió que ya eran novios. Él no la contrarió. Luego de eso, poco a poco, algunas cosas pasaron a estar prohibidas. En primer lugar, las amigas, en segundo lugar, el baile y, por último, los asados; ¡Qué dolor!
Uno de los días más negros, fue su secuestro, pero no necesariamente por un hombre vestido de negro en una furgoneta con vidrios blindados. No sabía por qué, pero sintió como si en aquel restauran, los ojos se le hubiesen cerrado por un segundo y, cuando tocó abrirlos, ya estaba de traje, corbata, gel y un deslumbrante anillo de oro. ¿Qué hago acá? No paraba de preguntarse, pero como su voluntad ya estaba cautiva, no tenía ningún derecho a voz ni a voto.
– ¿Aceptas a Romina Juárez Oliveira como tu legítima esposa?
En ese preciso momento, le pareció sentir un leve olor cítrico en el aire. La puta madre. –Acepto.
–Rob, Joaco quiere ir a lo de Feli, ¿Por qué no lo llevás?
Roberto se encontraba en el living de su casa, mirando la tele e intentando relajarse después de un arduo día de trabajo. El pedido le vino como otro cañonazo en el pecho, y digo otro porque estaba acostumbrado, ya que hacía mucho que el primero le había tomado el molde.
–Con mucho gusto, mi amor.
Después de un minuto de la respuesta de su marido, Romina replicó:
–Roberto, ¿vas a llevar a tu hijo a lo de Joaquín?
Mientras su mujer le insistía por segunda vez, dentro de la pantalla, el Oficial Ruíz estaba persiguiendo velozmente a Don Quiroga, el estafador más grande de la costa Rioplatense.
–Ya voy –respondió, sin despegar sus ojos de la pantalla.
Mientras Romina esperaba a que Roberto cumpliera su reclamo, el Oficial estaba en pleno tiroteo con Don Quiroga y sus secuaces; no estaba nada claro quién iba a morir aquel atardecer. Roberto, mientras, seguía con sus ojos cada bala de cada uno de los personajes, tanto policía como ladrón.
La señora, totalmente harta de esperar, tomó el cable de la tele y, como si fuese un boñato del suelo, lo arrancó.
– ¡Pará. Romina! ya iba, ¡no pasaron ni cinco minutos! –protestó él.
–No me estabas escuchando, me decías sí como a los locos.
Roberto, en ese momento, tragó de un saque toda aquella frustración e impotencia que intentaron emerger hacia la superficie.
–Está bien, ya lo llevo. ¡¿Joaquín, estás pronto?!
–Sí, papá, ¿pero no me llevaba mamá?
–No, al final te llevo yo, mamá está ocupada.
Cuando manejaba (salvo cuando estaba con su mujer), era el único momento que podía dar rienda suelta a sus pensamientos; fue la única manera que encontró para que los mismos no se escaparan en un momento inoportuno.
Llegaron a la casa, tocaron timbre, y, en el momento justo en que se abrió la puerta, el hombre sintió una esencia cítrica en el aire.
–Hola, ¿vos sos el nuevo amigo de Feli? – la voz de aquella mujer le resultó increíblemente conocida.
Felipe tomó a Joaquín de la mano y se lo llevó para adentro.
No sabía qué, pero al observarla, no podía dejar de pensar en que había algo extrañamente familiar en ella. Era casi como sí la conociera.
–Bueno, cualquier cosa ya tenés el número de mi mujer…
– ¿Vos no sos…? –preguntó la señora con nostalgia, clavando aquella intensa mirada en sus ojos.
Fue ahí cuando se dio cuenta.
–…la chica del bar.
De pronto, la mujer dejó caer una estela de vulnerabilidad, algo que, ni por asomo, había mostrado aquella noche hacía 20 largos años.
–…realmente esperé tu llamada.
Roberto quedó nuevamente atrapado. Incluso con el pasar de los años, su poder no había mermado en lo mas mínimo.
–Incluso, a veces, la sigo esperando… –de pronto, Roberto fue liberado; Paola miraba al piso con pena.
Roberto seguía en silencio.
–Que ingenuidad la mía, ¿no? Incluso, aunque te hubieses dignado a llamarme después de tantos años, ya no tengo el mismo número. – la chica subió lentamente su cabeza, y sonrió con vergüenza.
Al principio, Roberto pensó en explicarle todo: que su mujer, el día que la conoció, le hizo tirar el papelito; que luego, quizá por inercia, o por su propia inseguridad, renunció a todo lo que alguna vez le hizo feliz, todo para poder estar con ella. Quizá, sí él le hubiese puesto puntos sobre las “I”es, ella hubiese optado igualmente por estar con él, quien sabe. Al final, optó por callar su triste historia, y en lugar de dar lástima, decidió responder a lo que le estaba pasando allí.
–Hasta el día de hoy me arrepiento…– Respondió al fin.
Ella lo abrazó, impregnando su fragancia sobre el cuello de su camisa. Le pareció sentir una lágrima en su cuello.
–¿Querés pasar a tomar una copa? –Le susurró al oído.
–Pero todavía no se tu nombre– De pronto, una extraña y placentera sensación le recorrió por cada átomo de su ser.
Paola lo agarró de la mano, lo atrapó con su mirada, y respondió:
–No rompas la magia.
OPINIONES Y COMENTARIOS